lunes, 3 de enero de 2022

CRISTINA PERI ROSSI SOLITARIO DE AMOR. (Fragmento).

 




CRISTINA PERI ROSSI SOLITARIO DE AMOR Editorial Lumen Publicado por Editorial Lumen, S.A., Ramón Miquel i Planas, 10, 08034 Barcelona. Reservados los derechos de edición en lengua castellana para todo el mundo. © Cristina Peri Rossi, 1998 Depósito Legal: B. 856-1999 ISBN: 84-264-1268-8 Printed in Spain

 Aída se queja de llamadas telefónicas anónimas; un comunicante clandestino que no osa decir su nombre, ni hablar, ni proponerle citas, que se conforma con su «hola» airado, y luego recibe pasivamente una sarta de improperios. -¿Cómo sabes que es un hombre? -pregunto, con aparente indiferencia. -Las mujeres son más valientes -dice Aída. No sabe que yo sería ese comunicante anónimo; yo podría, también, marcar su número, tembloroso, y esperar con ansiedad el sonido de su voz. Y para evitar el áspero «hola» de Aída irritada (para evitar sus improperios frente al tímido silencio), la llamaría a horas diferentes; entonces, desprevenida, el «hola» de Aída no sería áspero ni iracundo, sería un «hola» espontáneo, con timbres, monedas y un pez en el agua. -A veces golpea suavemente el audífono, quizás con las uñas, como si fuera una frase que tengo que descifrar -agrega Aída. Aída no conoce el código Morse. El comunicante anónimo no sabe que Aída ignora el morse, y quizás esa posibilidad lo anima; lo que no dice con la voz lo expresa con menudos golpes cifrados. Citas audaces o imprevistas: «A las cinco, en el Habana: yo iré de traje oscuro y camisa blan7 ca, llevaré un pañuelo lila en el bolsillo de la chaqueta, me gustaría que fueras de sandalias». Al amanecer, me entretengo pensando en todas las citas frustradas del comunicante anónimo. -Seguramente no es nada lírico lo que me propone -dice Aída, que no puede creer en el lirismo de nadie. Ni en el mío. De modo que estoy condenado a vivirlo en soledad. A veces, defiendo, sin querer, al comunicante anónimo. -Sólo el lirismo es secreto, inconfesable -le digo a Aída. Quioscos llenos de revistas, láminas con sexos grandes como fauces de animales bestiales, primarios, antediluvianos-. La obscenidad es pública -agrego-, ya no produce ni excitación ni sorpresa. Sólo un loco, un lírico solitario sería capaz de proponerle a Aída una cita en el umbráculo de la Ciudadela, un paseo por la escalera marítima, una visita al museo de zoología. En cambio, Aída rechaza varias propuestas para fiestas íntimas, con exhibición de desnudos e intercambios sexuales. Propuestas de hombres y mujeres. -No creo que exista algo tan pecaminoso como para no poder ser dicho -declaro. (Sin embargo, Aída, algunas de mis fantasías son inconfesables. Tendría vergüenza, no de haberlas concebido, sino de habértelas confesado.) -No sé lo que desea ese hombre -dice Aída y, por un momento, me ruborizo: ¿es a mí a quien ha dirigido, sin querer, esa frase? -Mejor te vas, no quiero que el niño te encuentre al despertarse. Amanece color tanino. Todos los días amanece del mismo color, en esta ciudad de cielos lánguidos, pastosos, que diluyen los contornos. Me gustaría quedarme un poco más en tu casa, mirar la claridad metálica del cielo a través de las ventanas. Los techos son de tejas oscuras: el plumaje azul de águilas gigantes. -No me gustan las águilas -le digo a Aída. -Tengo que poner la ropa en la máquina, preparar el desayuno del niño y hacer las compras. Sale del amor con un extraordinario vigor para las cosas cotidianas. Como si el amor hubiera sido sólo una pausa en los quehaceres, una isla fugitiva en el mar espeso de la rutina. Una isla en la que apenas hemos reposado, viajeros intermitentes. Yo, en cambio, naufrago en nebulosas olas lejanas: el amor me traslada, me transporta, me separa de las cosas. Vago, viajero perdido, en vagas holandas, en dinamarcas brumosas. No podría decir cuándo ha comenzado el placer ni cuándo ha terminado. Podría no haber empezado en la piel ni haber terminado en un clítoris encajado a la boca como una llave en la perfecta cerradura. Y nada habría cambiado. Envuelto en sueños lánguidos como velos, como volutas azules, la veo ponerse de pie, encender un cigarrillo, beber agua. -Si me miras así, no puedo levantarme -dice, ya de pie. Como una fotografía bien contrastada, en blanco y negro, su cuerpo, desnudo, se dibuja contra el fondo de la pared. La foto, fija, detendría este minuto para siempre: Aída en el acto de calzarse una sandalia, levemente inclinada hacia abajo, dándome la espalda, los muslos gemelos apenas separados por una breve línea (más oscura), la columna vertebral arqueada con suavidad, la línea casi recta de los hombros, la cavidad a ambos lados del cuello, donde yo hurgo, como en el fondo de un lago antediluviano. Aída no tiene cintura, y eso da a su cuerpo una extraordinaria armonía: no hay cortes abruptos, no hay entradas y salidas, sólo una leve inclinación del vientre (pego mi oreja contra su superficie y procuro escuchar el rumor de sus visceras: el lento bullir del hígado, las imperceptibles contracciones del 9 píloro, las vibraciones del colon, clepsidra invisible, el lento ronroneo de la vesícula -tortura hundida en el aljibe-, las maquinaciones del estómago y el bostezo de los intestinos). Las piernas, solemnes, columnas sin arcos, se prolongan hacia arriba. Aída no se desplaza por partes, como otras mujeres: es una entidad única, indivisible, con algo de giganta en una playa desierta, con algo de matrona romana en un patio de piedra. Mirándola, nada más ajeno que un junco, que esas frágiles porcelanas de nuestras abuelas, de los soñadores románticos. El vello del pubis, abundante y oscuro, la protege de las miradas obscenas. Mi mirada (mi múltiple mirada: te miro desde el pasado remoto del mar y de la piedra, del hombre y de la mujer neolíticos, del antiguo pez que fuimos una vez lejana, del volcán que nos arrojó, de la madera tallada, de la pesca y de la caza; te miro desde otros que no son enteramente yo y sin embargo; te miro desde la fría lucidez de tu madre y la confusa pasión de tu padre, desde el rencor de tu hermano y la envidia menoscabante de tus amigas; te miro desde mi avergonzado macho cabrío y desde mi p ártele mujer enamorada de otra mujer; te miro desde la vejez que a veces -«Estoy cansada», dicesasoma en tus ojeras, en las arrugas de la frente), hipnotizada, la sigue, perruna, hambrienta, pasiva y paciente: así algunos ojos al pez en el acuario, sus sinuosos movimientos; así el apóstol las parábolas rojas del fuego; así el puma la huella de la sangre; así la cabellera las fluctuaciones onduladas del viento; así el tímido principiante la fuerza del brujo. Aída no advierte mi hechizo, de modo que nada puede hacer para exorcizarme: estoy condenado a vivirlo en angustiosa soledad. -Es tarde -dice Aída. ¿Pasa el tiempo? Instalado en una eternidad fija como un lago de cristal me vuelvo inmutable, perenne: tengo una sola 10 dimensión, la del espacio. Los poros te miran, te miran las venas, las arterias y las cavidades. No he escuchado el ruido de la lavadora que encendiste: los sonidos no tienen ningún tiempo que atravesar en mi contemplación estática. Leo diarios viejos. El tiempo sólo existe hacia atrás: algún martes, algún viernes anterior en que un hombre violó a una muchacha, un hombre mató a su mujer, hubo un incendio, una central ardió, la bolsa subió, una actriz se suicidó. Sólo cuando abandono la casa de Aída consigo romper la fascinación del tiempo cristalizado, en la que he flotado, pez sonámbulo. Salgo a la calle, arrojado de mi estanque. Entonces, súbitamente, aparecen, abruptos, brutales, los sonidos. Crujientes ortópteros con ruedas y bocinas atraviesan, enloquecidos, las largas avenidas. Trepidantes jeringas perforan espasmódicámente el suelo, cavan fosos. Los frenos rascan el pavimento grisáceo. Nazco violentamente al sol y al ruido. Nazco entre residuos y ronquidos. La vida bulle, grasienta, maloliente, sonora. Los instrumentos se mezclan, la partitura es confusa. Nazco y de inmediato soy expulsado a una isla de hormigón y de cemento, rugiente, hormiguero bárbaro. Destetado demasiado pronto, soy el huérfano de Aída en un mundo que no conozco y que me hiere con su luz violenta, con su precipitación y su ruido. Camino sin rumbo, viajero extraviado en una tierra colonizada por otros. Me cuesta integrarme a la colmena, he perdido la identidad. -Contra la neurosis y el delirio, lo mejor es someterse a una rutina, como a una dieta -dice Raúl-. Si se consigue ordenar los actos, día a día, posiblemente se organice la estructura interior. Una rutina: eso es lo que Raúl me recomienda. 11 Cuando se levanta, Aída abre la ducha. El agua cae, aunque ella no está: escucho el límpido tintineo, a veces lo confundo con el de su orina, en tránsito hacia el baño pasa a mi lado con un vestido sobre los hombros, oigo el agua, miro la falda. «Levántate», me dice. «Desayuna con pomelo», aconseja Raúl, todas las mañanas, hay que construirse una rutina. Construirse una rutina como un edificio de varias plantas: el piso inferior, la base, un buen desayuno. Compro ostras para desayunar con Aída. Abre la boca. «Es un animal musco so», le digo. «Y musgoso», dice ella. Mucosa, contra mucosa; ostra, boca. El celo de la ostra, su boca. Su boca en celo devora la ostra. En su lengua, la ostra es un músculo. Animales húmedos, en contacto ávido. No obstante, la desnudez de Aída tiene algo de ascética, de impermeable: como la de los grandes ídolos asirios. Es un desnudo limpio, sin residuos nocturnos, sin adherencias. Como si siempre estuviera recién salida del baño. Entonces las palabras, las viejas palabras de toda la vida, aparecen súbitamente, ellas también desnudas, frescas, resplandecientes, crudas, con toda su potencia, con todo su peso, desprendidas del uso, en toda su pureza, como si se hubieran bañado en una fuente primigenia. Como si Aída las hubiera parido entre los dientes, y una vez rota la tela de los labios -bolsa prenatal- estallaran, rojas, imberbes, iguales a sí mismas. El lenguaje convencional estalla, bosque desfoliado, nazco entre las sábanas de Aída y conmigo nacen otras palabras, otros sonidos, muerte y resurrección. No amo su piel, sino su epidermis: la blanca membrana que cubre sus brazos, sus extremidades, su cuello, su nuca, su pie, sus brazos, su codo, su fémur, sus axilas y sus falanges. Cobro una lucidez repentina acerca del lenguaje. Como si las palabras surgieran de una oculta caverna, arrancadas con pico y martillo, separadas de las otras, duras gemas cuya belleza hay que descubrir bajo la pátina de sarro 12 y ganga. No amo sus olores, amo sus secreciones: el sudor escaso y salado que asoma entre ambos senos; la saliva densa que se instala en sus comisuras, como un pozo de espuma; la sinuosa bilis que vomita cuando está cansada; la oxidada sangre menstrual, con la que dibujo signos cretenses sobre su espalda; el humor transparente de su nariz; la espléndida y sonora orina de caballo que cae como cascada de sus largas y anchas piernas abiertas. Nazco y me despojo de eufemismos; no amo su cuerpo, estoy amando su hígado membranoso de imperceptible pálpito, la blanca esclerótica de sus ojos, el endometrio sangrante, el lóbulo agujereado, las estrías de las uñas, el pequeño y turbulento apéndice intestinal, las amígdalas rojas como guindas, el oculto mastoides, la mandíbula crujiente, las meninges inflamables, el paladar abovedado, las raíces de los dientes, el lunar marrón del hombro, la carótida tensa como una cuerda, los pulmones envenenados por el humo, el pequeño clítoris engarzado en la_yulya„como un faro. No la toco: la palpo con la impudicia de un ciego.

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