domingo, 21 de noviembre de 2021

NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS. FRAGMENTO. DE LOS TEMORES 1972.


 

De los temores

1972

Ya habían pasado treinta y tres años desde el pacto. Ya era famoso, se cumplían la mayoría de mis proyectos literarios, ocupaba la cúspide, en lo apoteósico de una vida

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como narrador que hacía palidecer de envidia al resto del grupo de La Prima Donna. La crítica era mayoritariamente favorable, las invitaciones y charlas en universidades de toda Latinoamérica las realizaba con un año de antelación, así como charlas y seminarios en universidades europeas. Tenía a mi haber un grupo de periodistas que, como acólitos, alababan mi figura de escritor e impedían, la mayoría de las veces, que se hicieran críticas adversas a mi obra. Anoto que, en cuanto a la calidad de mis novelas, no existía duda: era excepcional. Belfegor ponía todo su empeño, así como yo, en que lo creado en el scriptorium fuera lo jamás revelado por medio de la palabra al ser humano.

Todavía faltaban muchos proyectos que realizar; ciertamente, Astaroth había cumplido con el pacto y yo cumplía también; mas, me faltaban los pecados de la ira, la gula y la envidia. Sin embargo, todo había marchado en buenos términos durante los treinta y tres años de convivencia con los siete demonios. Ambas partes llegábamos siempre a lo pactado en los plazos que yo me prometía de pecado en pecado. Aun así, me aterraba la sola idea de que no pudiera llegar a lo acordado.

¿Cómo sería la condena, mi condena?

En ocasiones, cuando emprendía mis labores en la Rutland-Hall de Argentina y comenzaban a proyectarse las sombras crepusculares como las finas sedas de un cortinaje negro y escuchaba el reloj de péndulo en mi habitación o cuando despertaba, no podía dejar de pensar en que mis sirvientes, a los pocos minutos de enterarse de que ya me encontraba en el salón, empezarían sus recorridos de un lado para otro.

Me imaginaba a mis servidores sin hablar, desplazándose de salón en salón, furtivos, porque nadie deseaba perturbar mis inicios vespertinos con ruidos innecesarios. En ocasiones, me parecía verlos en mis primeras caminatas de la tarde por los diferentes pasadizos, como sombras velo296

ces y de seda que, en fuga, solo acariciaban el aire apenas respirable de la mansión.

Un quietismo agónico y delirante consumía aquellos minutos crepusculares.

En esos primeros momentos, los demonios no me hablaban; como en un ritual, esperaban que yo me posesionara de mi sillón preferido y, encendida una lámpara de pie, iban apareciendo con un orden y un protocolo establecidos... Y aquel aliento frío de sombras desaparecía por completo.

Pero, esta sensación, esta abulia –si se le puede llamar así–, esta agonía del inicio de todos los días, fraguaba el terror de lo insospechado, de lo no conocido por mortal alguno: una danza demoníaca que estaba ahí, aunque no lo quisiera aceptar. Lo maravilloso y armónico de una vida de luces en un teatro se encendían ante el público; pero, puertas adentro, lo apoteósico se volvía una lenta agonía por el temor a lo desconocido: ¿me condenaría? ¿Podría cumplir con el pacto?

En otras ocasiones –situaciones disímiles en pensamientos– salía en mi bata de levantarme y, antes de llegar al Salón de las Fuentes, recorría pocos metros y me instalaba en el scriptorium, para acomodar algunos textos que la noche anterior había dejado allí, y no percibía nada de malas premoniciones, ni de sombras fingidas o reales en Rutland-Hall.

Lo que deseo contar fue un sueño que se haría recurrente a partir de la mitad de los años pactados. Como ya lo señalé: una disciplina férrea siempre giraría a mi alrededor, patrocinada por Belfegor y mi persona. En el sueño, despertaba y me veía cobijado por una penumbra crepuscular. ¿Ruidos? Ninguno. Solo el tic tac del reloj de péndulo –obsequio de mis asistentes, al cumplirse el primer año de convivencia– me señalaba el fluir del tiempo y también el ocaso de mi simple vida mortal. Me levantaba y aquellas

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sombras oblongas y sigilosas que ya me había acostumbrado a observar de tanto en tanto y de hito en hito todas las tardes, en mis primeros minutos del despertar, no estaban allí. ¿Por qué no estaban?

No hacía ningún ruido e iniciaba una caminata por la mansión. No entendía, pero tenía una sensación del abandono que no podía aprehender, ni explicar, pero sospechaba de una fuga de mis asistentes. ¿A dónde se marchaban? ¿Por qué se fugaban como pilluelos? Imagino que las sombras fugaces de los fámulos, en los primeros minutos de todos los días, ya me eran muy familiares y, al no percibirlas esa tarde, me parecía extraño, un desequilibrio de lo cotidiano, algo que no poseía la armonía de una convivencia de rituales a la que yo estaba acostumbrado.

Iniciaba el recorrido, mi paseo, husmeando por el corredor que comunicaba mi habitación con la de los siete demonios. Tuve una esperanza tonta de mirarlos y de que la sensación de abandono fuera absurda: ellos tenían que cumplir con el pacto, como yo también tenía que hacerlo. Volví a mirar el corredor que comunicaba todas las habitaciones: en el pasadizo, un pasadizo de una luz azulada, tenue, no existían señales de mis servidores. Primero, sentí cólera de que se hubieran retirado sin anunciar razones o motivos de sus ausencias.

Pensé en una posibilidad: de tanto en tanto, los Arimanes se arrogaban mis presentaciones en actos protocolarios, para que yo pudiera descansar muchas horas más. El séquito mefistofélico pensaba en todo y pensar “en todo” incluía no perturbar mis horas de sueño. La segunda posibilidad era que en efecto el pacto se hubiera roto, por alguna razón demoníaca y que ahora fuese nulo, una nulidad salvadora de mi alma. Pero, estas teorías eran una ficción que yo me creaba por mis propios temores.

Terminaba de recorrer la mayoría de los pasadizos de la mansión y llegaba al salón principal: las sombras eran

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totales, por lo que encendía una lámpara, lámpara que era el aviso para mis sirvientes de que allí me encontraba y que se iniciarían nuestras labores. Esperaba su llegada, pero los fámulos no acudían al llamado de la luz.

Entonces, me decía que quizá estarían todos reunidos en el scriptorium, charlando, como sucedía en situaciones muy especiales. No entendía esa obsesión del aquelarre demoníaco que hacía que todos se reunieran en el scriptorium. Podían estar más cómodos en cualesquiera de las otras salas de Rutland-Hall, pero imagino que les agradaba aquella estancia medieval, como un referente de cuánto fueron perseguidos en ese período de la humanidad.

Llegaba al scriptorium y, al abrir la puerta de hierro, con un golpe de ojo, me parecía ver a Belfegor, quien leía de espaldas a mí. Él no notaba mi ingreso y, en un murmullo, profería para sí la frase “Lex dura, sed lex”.

No me aterraba la frase, sino cómo se veía Belfegor: desnudo, sentado en uno de los taburetes; con la mano izquierda, se sujetaba una cola de león y, de aquella misma mano, unas enormes uñas blandían el aire y las sombras. De su frente, emergían unos cuernos; sus orejas puntiagudas semejaban las orejas de los duendes. Me acerqué... No poseía cabello, pero su enorme chiva caía hasta el suelo. Miré sus pies: estaba descalzo y, en vez de pies, tenía las patas de un lobo, pero sus dedos se alargaban de manera desproporcionada. Con dificultad podía observar sus ojos entrecerrados.

Belfegor, al verse pillado como era en verdad, me miraba con ira, pero de inmediato transmutaba su ira en pudor y cubría sus partes pudendas con unos pergaminos. Más, sin que yo pudiera decir o cuestionar algo, el scriptorium perdía la luz de las velas y todo fue sombra total.

Al despertar, no comentaba nada a Belfegor, ni a los demás miembros del servicio. El sueño sería recurrente,

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pero con variaciones. Incluso, a veces, quien se veía como un demonio en el scriptorium era yo mismo.

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