La tarde del dinosaurio
Las
relaciones ambiguas entre un hermano y una hermana; la inquietante presencia de
una niña en la playa, testigo de la aparente felicidad de una pareja; los
esfuerzos de una hija lúcida para educar a su padre en el exilio; el fracaso de
un hombre que quiso ser tres al mismo tiempo, o la danza perpetua de las
bailarinas de piedra: éstos son los temas de algunos de los relatos de este
libro. Y ya se desarrollen en un país latinoamericano dominado por el fascismo
o en la superficie azul de la luna, ya en la sala dorada de un palacio medical
o en las arenas de una playa europea, plantean el conflicto entre el mundo
infantil o adolescente y el adulto, desde claves psicológicas y sociales a
veces, desde claves líricas de una penetrante agudeza. A menudo, este conflicto
se manifiesta a través de la preocupación por el lenguaje: la rebelón de los
niños ante el mundo convencional de los adultos y sus claudicaciones se expresa
en la resistencia a adoptar las formas orales establecidas, o sea, opresoras.
Pero como advierte en el prólogo Julio Cortázar los niños se convierten
indefectiblemente en adolescentes, experimentan las primeras angustias
sexuales, y con ellas, las primeras transacciones, a través de las ceremonias
rituales del amor y de la aceptación. Éstos son los momentos que Cristina Peri
Rossi describe con morosidad en los presentes relatos. Unos relatos en que
poesía y narración se funden, en un universo donde la fantasía y la realidad
juegan delante de un espejo cuya ambigüedad nos fascina.
Cristina Peri Rossi
La tarde del dinosaurio
INVITACIÓN A ENTRAR EN
UNA CASA
El
día en que alguien logre la antología definitiva del cuento fantástico, se verá
que muchos de los que pueblan para siempre la memoria medrosa de la especie se
cumplen en tomo a una casa, son una emanación de ella, contienen de alguna
manera una invitación a franquear su entrada para que después el lector
protagonista descubra por su cuenta otras puertas que no han sido fabricadas en
las carpinterías de la ciudad diurna.
No
es casual que libros de cuentos como éste sean en sí mismos una de esas casas
interiores, y que cada relato proponga un avance por habitaciones, galerías,
patios y escaleras que absorben al lector y lo separan de su mundo previo. Se diría
que escritores como Cristina Peri Rossi repiten sin saberlo (¿pero qué es saber
en esta tierra de nadie donde pasean dinosaurios y abejas reinas?) el oscuro
arquetipo del palacio de Barba Azul: habitaciones, corredores de espejos,
puertas condenadas o prohibidas, siempre puertas para aquellos que prefieren el
horror y la muerte a la renuncia de no abrirlas. Un cuento termina y ya otros
empiezan en la habitación siguiente; con los dedos de la mirada, incapaces de
resistir, buscaremos una vez más la cerradura, la falleba, empujaremos los
batientes y veremos.
Veremos
niños. Hace años que los relatos de Cristina giran en torno a los niños sus
lentas rondas en espiral, hasta ahogarlos o dejarse ahogar por ellos. Porque no
debería olvidarse que Barba Azul es el señor Gilíes de Rais, y que la puerta
prohibida se abre a la cripta de los sacrificios últimos, la del Huysmans de La-bas, la de la salvaje y perfumada
música de Bartok. En esta nueva vieja casa, en esta recurrencia de la
interminable ceremonia, los niños son testigos, victimas y jueces de quienes
los inmolan al engendrarlos, educarlos, amarlos, vestirlos, delegarlos. Ya en
un relato de años atrás, La rebelión de
los niños, Cristina había confiado a manos pueriles una tarea lustral de la
que no siempre son capaces las de los adultos. En tres de los cuentos de este
nuevo libro, los niños desnudarán el mundo de quienes pretenden regirlos, y lo
reducirán a la irrisión de la verdad. Como en Cría cuervos, la película de Carlos Saura, la sola mirada de la
infancia triza para siempre una sociedad obstinada en seguir negando lo que es.
Pero
la adolescencia emerge, lenta y amarga; en ese interregno turbio los juegos
ingresan a un territorio donde Cristina reconoce y asume la puerta condenada,
la prohibición que va a ser transgredida, la horrible conciliación de víctimas
y victimarios. Hermanos y hermanas, reinas y esclavos, falsos adultos incapaces
de aceptar las leyes del juego, gente que un Aubrey Beardsley o un Egon Schíele
hubieran dibujado con la perversa perfección del deseo estéril, de la
persecución cuyo solo incentivo es el de no alcanzar la presa, llámese Patricia
o Alejandra, Igor o Alina. Falsos adultos por la simple razón de que los
adultos son falsos y el adolescente se vuelve hacia su pasado en una última,
desesperada resistencia; pero su sexo y su pelo y su voz lo arrastran al
vértice que el muchacho del dinosaurio contempla con un horror final. Ya no hay
víctimas ni victimarios en esas habitaciones de la casa; el último de sus
visitantes sólo alcanza a pronunciar una palabra inútil: Piedad.
Todo
eso ha sido vivido y dicho por una mujer que conoce los infiernos de la tierra
—la suya, allá en el sur— y los de la escritura en nuestro tiempo —aquí, en
todas partes—. Su hermosa opción está en proyectar a planos imaginarios un
contenido histórico, trágicamente real, que no sólo guarda su sentido más
preciso, sino que multiplica su fuerza en la otra imaginación, la de ese lector
que ahora entra en la casa, que tiende la mano hacia la primera puerta, por supuesto
prohibida, por supuesto fascinante, abriéndose a un recinto en cuyo extremo hay
una segunda puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante.
JULIO
CORTÁZAR
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