martes, 23 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi La tarde del dinosaurio. PRÓLOGO DE JULIO CORTÁZAR.

 


             Cristina Peri Rossi

  La tarde del dinosaurio

Las relaciones ambiguas entre un hermano y una hermana; la inquietante presencia de una niña en la playa, testigo de la aparente felicidad de una pareja; los esfuerzos de una hija lúcida para educar a su padre en el exilio; el fracaso de un hombre que quiso ser tres al mismo tiempo, o la danza perpetua de las bailarinas de piedra: éstos son los temas de algunos de los relatos de este libro. Y ya se desarrollen en un país latinoamericano dominado por el fascismo o en la superficie azul de la luna, ya en la sala dorada de un palacio medical o en las arenas de una playa europea, plantean el conflicto entre el mundo infantil o adolescente y el adulto, desde claves psicológicas y sociales a veces, desde claves líricas de una penetrante agudeza. A menudo, este conflicto se manifiesta a través de la preocupación por el lenguaje: la rebelón de los niños ante el mundo convencional de los adultos y sus claudicaciones se expresa en la resistencia a adoptar las formas orales establecidas, o sea, opresoras. Pero como advierte en el prólogo Julio Cortázar los niños se convierten indefectiblemente en adolescentes, experimentan las primeras angustias sexuales, y con ellas, las primeras transacciones, a través de las ceremonias rituales del amor y de la aceptación. Éstos son los momentos que Cristina Peri Rossi describe con morosidad en los presentes relatos. Unos relatos en que poesía y narración se funden, en un universo donde la fantasía y la realidad juegan delante de un espejo cuya ambigüedad nos fascina.

 

 


 

Cristina Peri Rossi

  La tarde del dinosaurio

 

 

 


 

 INVITACIÓN A ENTRAR EN UNA CASA

El día en que alguien logre la antología definitiva del cuento fantástico, se verá que muchos de los que pueblan para siempre la memoria medrosa de la especie se cumplen en tomo a una casa, son una emanación de ella, contienen de alguna manera una invitación a franquear su entrada para que después el lector protagonista descubra por su cuenta otras puertas que no han sido fabricadas en las carpinterías de la ciudad diurna.

No es casual que libros de cuentos como éste sean en sí mismos una de esas casas interiores, y que cada relato proponga un avance por habitaciones, galerías, patios y escaleras que absorben al lector y lo separan de su mundo previo. Se diría que escritores como Cristina Peri Rossi repiten sin saberlo (¿pero qué es saber en esta tierra de nadie donde pasean dinosaurios y abejas reinas?) el oscuro arquetipo del palacio de Barba Azul: habitaciones, corredores de espejos, puertas condenadas o prohibidas, siempre puertas para aquellos que prefieren el horror y la muerte a la renuncia de no abrirlas. Un cuento termina y ya otros empiezan en la habitación siguiente; con los dedos de la mirada, incapaces de resistir, buscaremos una vez más la cerradura, la falleba, empujaremos los batientes y veremos.

Veremos niños. Hace años que los relatos de Cristina giran en torno a los niños sus lentas rondas en espiral, hasta ahogarlos o dejarse ahogar por ellos. Porque no debería olvidarse que Barba Azul es el señor Gilíes de Rais, y que la puerta prohibida se abre a la cripta de los sacrificios últimos, la del Huysmans de La-bas, la de la salvaje y perfumada música de Bartok. En esta nueva vieja casa, en esta recurrencia de la interminable ceremonia, los niños son testigos, victimas y jueces de quienes los inmolan al engendrarlos, educarlos, amarlos, vestirlos, delegarlos. Ya en un relato de años atrás, La rebelión de los niños, Cristina había confiado a manos pueriles una tarea lustral de la que no siempre son capaces las de los adultos. En tres de los cuentos de este nuevo libro, los niños desnudarán el mundo de quienes pretenden regirlos, y lo reducirán a la irrisión de la verdad. Como en Cría cuervos, la película de Carlos Saura, la sola mirada de la infancia triza para siempre una sociedad obstinada en seguir negando lo que es.

Pero la adolescencia emerge, lenta y amarga; en ese interregno turbio los juegos ingresan a un territorio donde Cristina reconoce y asume la puerta condenada, la prohibición que va a ser transgredida, la horrible conciliación de víctimas y victimarios. Hermanos y hermanas, reinas y esclavos, falsos adultos incapaces de aceptar las leyes del juego, gente que un Aubrey Beardsley o un Egon Schíele hubieran dibujado con la perversa perfección del deseo estéril, de la persecución cuyo solo incentivo es el de no alcanzar la presa, llámese Patricia o Alejandra, Igor o Alina. Falsos adultos por la simple razón de que los adultos son falsos y el adolescente se vuelve hacia su pasado en una última, desesperada resistencia; pero su sexo y su pelo y su voz lo arrastran al vértice que el muchacho del dinosaurio contempla con un horror final. Ya no hay víctimas ni victimarios en esas habitaciones de la casa; el último de sus visitantes sólo alcanza a pronunciar una palabra inútil: Piedad.

Todo eso ha sido vivido y dicho por una mujer que conoce los infiernos de la tierra —la suya, allá en el sur— y los de la escritura en nuestro tiempo —aquí, en todas partes—. Su hermosa opción está en proyectar a planos imaginarios un contenido histórico, trágicamente real, que no sólo guarda su sentido más preciso, sino que multiplica su fuerza en la otra imaginación, la de ese lector que ahora entra en la casa, que tiende la mano hacia la primera puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante, abriéndose a un recinto en cuyo extremo hay una segunda puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante.

JULIO CORTÁZAR

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