Mil Soles Espléndidos
Khaled Hosseini
Título original: A Thousand Splendid Suns
Traducción: Gema Moral Bartolomé
Ilustración de la cubierta: Getty Images
Copyright © ATSS Publications, LLC, 2007
Copyright
de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2007
Publicaciones y
Ediciones Salamandra, S.A.
Almogavers, 56, 7o
2a - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
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IBN: 978-84-98388-122-1
Depósito legal: NA-2.383-2007
1ª edición,
octubre de 2007
Printed in Spain
Impreso y
encuadernado en:
RODESA – Pol. Ind. San Miguel.
Villatuerta (Navarra)
Edición digital:
Adrastea, Mayo 2008
Este libro está dedicado a Haris y Farah,
ambos la nur de mis
ojos, y a las mujeres afganas.
Primera Parte
1
Mariam tenía cinco años la primera vez que oyó la palabra harami.
Fue un jueves. Tenía que ser un jueves, porque Mariam
recordaba que había estado
nerviosa y preocupada ese día, como sólo le ocurría los jueves, cuando Yalil la visitaba en el kolba.
Para pasar el rato hasta que por fin llegara el momento de verlo cruzando
el claro de hierba que le llegaba hasta la rodilla y agitando la mano, Mariam
se había
encaramado a una silla y había bajado el juego de té chino de su madre. El juego de té era la única reliquia que la madre de Mariam,
Nana, conservaba de su propia madre, muerta cuando Nana tenía dos años. Nana adoraba cada una de las piezas
de porcelana azul y blanca, la grácil curva del pitorro de la tetera, los pinzones y los
crisantemos pintados a mano, el dragón del azucarero, que protegía de todo mal.
Fue esta última pieza la que le resbaló de los dedos a Mariam, cayó al suelo de madera del kolba y se
hizo añicos.
Cuando Nana vio el
azucarero, enrojeció y el labio superior empezó a temblarle, y sus ojos, tanto el
perezoso como el bueno, se clavaron en Mariam, fijos, sin pestañear. Parecía tan furiosa que Mariam temió que el yinn volviera a apoderarse
del cuerpo de su madre. Pero el yinn no apareció esa vez. Nana agarró a Mariam por las muñecas, la atrajo hacia sí, y con los dientes apretados le dijo:
—Eres una harami torpe. Ésta es mi recompensa por todo lo que he
tenido que soportar. Una harami
torpe que rompe reliquias.
Mariam no lo entendió entonces. No sabía lo que significaba la palabra harami,
«bastarda». Tampoco tenía edad suficiente para reconocer la
injusticia, para pensar que los culpables son quienes engendran a la harami,
no la harami, cuyo único pecado consiste en haber nacido. Pero, por el
modo en que Nana pronunció la palabra, Mariam dedujo que ser una harami era
algo malo, aborrecible, como un insecto, como las cucarachas que correteaban
por el kolba y su madre andaba siempre maldiciendo y echando a
escobazos.
Mariam lo comprendió al crecer, cuando se hizo mayor. Fue la
manera de pronunciar la palabra, o más bien de escupirla, lo que más le dolió. Entendió entonces a qué se refería Nana, que una harami era algo no
deseado, que Mariam era una persona ilegítima que jamás tendría derecho legítimo a las cosas que disfrutaban otros,
cosas como el amor, la familia, el hogar, la aceptación.
Yalil nunca llamaba a Mariam
por este nombre. Para Yalil ella era su pequeña flor. Le gustaba sentarla sobre su
regazo y relatarle historias, como el día que le contó que Herat, la ciudad donde Mariam había nacido en 1959, fue en otro tiempo la
cuna de la cultura persa, hogar de escritores, pintores y sufíes.
—No podías estirar una pierna sin darle a un
poeta un puntapié en el
trasero —dijo
entre risas.
Yalil le refirió la historia de la reina Gauhar Shad, que
en el siglo XV había erigido los famosos minaretes como
tierna oda a Herat. Le describió los verdes trigales de la ciudad, los huertos, las
vides cargadas de uvas maduras, los atestados bazares amparados bajo los
soportales.
—Hay un pistachero —dijo un día Yalil—, y debajo está enterrado nada menos que el gran poeta
Jami. —Se
inclinó hacia
ella y susurró—: Jami
vivió hace más de quinientos años. Ya lo creo. Una vez te llevé a ver el árbol. Eras muy pequeña. No lo recordarás.
En efecto: Mariam no lo recordaba.
Y aunque viviría los
primeros quince años de su
vida tan cerca de Herat que podría haber ido andando hasta allí, Mariam jamás vería el árbol de la historia. Jamás vería los famosos minaretes de cerca y jamás recogería la fruta de los huertos de Herat, ni
pasearía por
sus trigales. No obstante, siempre que Yalil le hablaba así, Mariam lo escuchaba con deleite.
Admiraba a Yalil por su vasto conocimiento del mundo. Se estremecía de orgullo por tener un padre que sabía tales cosas.
—¡Menudas mentiras! —espetó Nana cuando Yalil se fue—. Un hombre rico contando grandes
mentiras. Nunca te ha llevado a ver ningún árbol. Y no te dejes engatusar. Tu querido
padre nos traicionó. Nos
echó. Nos expulsó de su casa tan grande y elegante donde tú y yo no pintábamos nada. Y lo hizo sin pestañear.
Mariam la escuchaba
obedientemente. Jamás se atrevió a decirle a Nana cuánto le desagradaba esa forma de hablar
acerca de Yalil. Lo cierto era que, junto a su padre, Mariam no se sentía en absoluto como una harami. Durante
un par de horas cada jueves, cuando Yalil la visitaba, entre sonrisas y regalos
y palabras cariñosas,
Mariam se sentía
merecedora de toda la belleza y los obsequios que podía ofrecer la vida. Y por eso Mariam lo
quería.
Aunque tuviera que compartirlo.
Yalil tenía tres esposas y nueve hijos, nueve hijos
legítimos, a los que Mariam no conocía. Él era uno de los hombres más ricos de Herat. Era dueño de un cine, que Mariam nunca había visto, pero, ante su insistencia, Yalil
se lo había
descrito, de modo que sabía que la fachada estaba hecha de azulejos azul y marrón claro, que tenía palcos privados y un techo con un
enrejado. Una doble puerta batiente conducía a un vestíbulo enlosado, donde los letreros
anunciaban películas
hindúes en
vitrinas de cristal. Los martes, dijo Yalil un día, en el puesto de helados les daban uno
gratis a los niños.
Nana sonrió con disimulo al oírlo. Esperó a que Yalil se fuera antes de reírse abiertamente.
—A los hijos de los desconocidos les
regala helados —dijo—. ¿Y qué te da a ti, Mariam? Historias sobre
helados.
Además del cine, Yalil poseía tierras en Karoj y Fará, tres tiendas de alfombras, una tienda
de paños y un
Buick Roadmaster negro de 1956. Era uno de los hombres mejor relacionados de
Herat, amigo del alcalde y el gobernador provincial. Tenía cocinero, chófer y tres amas de llaves.
Nana había sido una de sus amas de llaves. Hasta
que su vientre empezó a abultarse.
Al ocurrir esto, decía Nana, el gemido ahogado de toda la
familia de Yalil al unísono dejó Herat sin aire. Sus parientes políticos juraron que correría la sangre. Las esposas exigieron que la
echara. El propio padre de Nana, un humilde carnicero de la aldea cercana de
Gul Daman, renegó de
ella. Deshonrado, recogió sus pertenencias, se subió a un autobús con dirección a Irán y nunca más volvió a saberse de él.
—A veces —dijo Nana una mañana temprano, mientras daba de comer a
las gallinas en la puerta del kolba—, desearía que mi padre hubiera tenido agallas
para coger uno de sus cuchillos y hacer lo que le exigía el honor. Tal vez habría sido mejor para mí. —Arrojó otro puñado de semillas al gallinero, hizo una
pausa y miró a
Mariam—. Y quizá también para ti. Te habría ahorrado el dolor de saber lo que eres.
Pero mi padre era un cobarde. No tenía dil; le faltaba valor.
Tampoco Yalil tenía dil, añadió Nana, para hacer lo que exigía el honor. Para enfrentarse a su
familia, a sus esposas y parientes políticos, y aceptar la responsabilidad de
sus actos. A puerta cerrada, se llegó rápidamente a un acuerdo para guardar las apariencias.
Al día
siguiente, Yalil la había obligado a recoger sus escasas pertenencias de las
habitaciones de los criados, donde ella vivía, y la había echado de su casa.
—¿Sabes lo que les dijo a sus esposas para
defenderse? Que yo lo había obligado. Que era culpa mía. Didi ¿Lo entiendes? Eso es lo que significa ser
una mujer en este mundo.
Nana dejó el recipiente de grano para las gallinas
y levantó el mentón de Mariam con un dedo.
—Mírame, Mariam.
Ella lo hizo a regañadientes.
—Aprende esto ahora y apréndelo bien, hija mía: como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra
siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.
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