miércoles, 20 de octubre de 2021

La locura que viene de las ninfas Roberto Calasso. KAFKA.



 KAFKA ENTRE LOS NATURISTAS


Si Kafka, en el año decisivo de su vida (el 191?), eligió el Jungborn (Fuentejoven) como tercera etapa de un viaje estival con Max Brod, después de Lipsia (primer encuentro con un editor) y Weimar (la casa y la ciudad de Goethe), ese lugar debía de ejercer una fuerte atracción sobre él. Al igual que sobre un peluquero de Berlín con una esposa demasiado gorda para llevarla de viaje-, o sobre una joven viuda sueca de piel curtida, que se desplazaba con una pequeña mochila inadecuada para llevar «mucho más que un camisón» y un día estaba en Egipto, un día allí, mañana en Munich; o sobre el agrimensor Hitzer, que repartía propaganda religiosa; o sobre toda una población que vagaba, generalmente desnuda, por el parque. Pronto llamaron a Kafka «el hombre del traje de baño».

El Jungborn, instituto naturista y nudista («el más antiguo y el más grande en su género en Alemania» señalaba el papel membretado), promotor de todo tipo de salud, era un vasto parque entre las colinas del Harz. Kafka permaneció allí a solas en una cabaña llamada «Ruth» durante tres semanas. Sus compañeros eran L'éducation sentimentale y los capítulos aún por escribir del Desaparecido. Sobre la forma de ese libro misterioso anotó en los días del Jungborn palabras que nos pueden iluminar: «Está escrito en pequeños pasajes, más yuxtapuestos que entrelazados, y avanzará aún durante un tiempo en línea recta, antes de arquearse en el anhelado círculo». Pero, al empezar la forma a revelar su estructura circular, seguramente no se volvería todo «más simple». Al contrario, preveía el autor, en ese punto «probablemente perdería la cabeza». Nunca sabremos si Kafka interrumpió la redacción del Desaparecido antes o después de «haber perdido la cabeza»,

pero estos indicios bastan para dejar entrever el motivo por el cual esa novela sigue resultándonos tan enigmática.

En el Jungborn, de todos modos, la redacción avanzaba lentamente. La naturaleza era un obstáculo aun mayor que la vida de oficina. Pero ¿qué era la naturaleza? «Murmullos entre hierba, árboles, aire al cual no estoy todavía acostumbrado». Ratones, aves, conejos. Una vez, Kafka abrelapuertayveatres conejos que le miran. Por todas partes figuras desnudas se arrastraban, corrían, se agazapaban. «Avanzan sin ningún ruido. De repente uno está allí, de pie, no se sabe de dónde ha venido». Kafka puntualizaba: «Tampoco me gustan ciertos señores viejos que brincan desnudos sobre montones de heno». Si su mirada se topaba con aquellos cuerpos entre los árboles («por lo general sin embargo bastante retirados»), se sentía rozado por «leves náuseas». Que «no mejoraban» si le tocaba ver aquellos cuerpos echarse a correr inopinadamente. Una noche, saliendo de la cabaña para ir al retrete, vio a tres seres desnudos que dormían sobre el césped.

Pero en el Jungborn no reinaba sólo la naturaleza, arreciaba también el espíritu. Eran muchas las discusiones al aire libre, sobre todo acerca del cristianismo —y de cómo entenderlo correctamente—. El agrimensor Hitzer había puesto la mira en Kafka para su obra de proselitismo. Le proporcionó varios folletos relativos a parábolas evangélicas como «lectura dominical». Kafka, escrupuloso, los leyó durante un rato, luego regresó con el agrimensor para aclararle el siguiente punto: que «en este momento» no existía para él «ninguna perspectiva de gracia». Pero no bastaba. El otro aprovechó la ocasión para nuevos discursos edificantes, de hora y media de duración. A juzgar por la pura apariencia de Kafka, según él, se veía que estaba «próximo a la gracia». Hacia el final de aquellas pláticas se acercó a ellos «un viejo señor de cabello blanco, flaco, de nariz colorada» que intervenía con «observaciones no claras».

Una noche, en un sueño, Kafka tuvo la visión de la «compañía del baño de sol» que «se destruía en una riña». Se habían

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formado dos grupos que gritaban: «¡Lustrony Kastron!», como en las visiones del presidente Schreber. De la afabilidad ecológica a la masacre la distancia era mínima. Apesar de que insistía, escribiendo a Brod, que en el Jungborn se encontraba «realmente muy bien», Kafka lo sabía. El escritor se deja reconocer porque lo que escribe va siempre un poco más allá de lo que piensa. Sus descripciones de la vida en el Jungborn emanan un sutil horror mezclado con una desesperante comicidad. Eran los años fatales del descubrimiento del cuerpo, también en el sentido de exposición de la epidermis a los elementos atmosféricos. Supervisábanlas operaciones, así como todo lo demás, Bouvardy Pécuchet. «Como unabestia salvaje, un viejo repentinamente se precipita al prado y toma un baño de lluvia».

No era sólo el delirio naturista lo que atraía a Kafka a un lugar como el Jungborn. Era también la presencia de muchos desconocidos que llegaba a conocer. Observaba cada detalle: «Dos jóvenes suecos, bellos, de piernas largas, tan bien hechas y tensas que sólo se les podría pasar la lengua». Mostraba propensión sobre todo hacia esa clase de cuerpos: deportistas, nórdicos, elásticos. Como cierta «rubia de cabello corto desgreñado». Observa que es «flexible y delgada como una correa de cuero. Falda, blusa, suéter, y nada más. Y ¡qué andar!». De vez en cuando estaba obligado a presenciar apariciones: «Un viejo sueco juega con algunas jovencitas a perseguirse y está tan poseído por el juego que en un momento dado grita, mientras corre: "Esperen, les bloquearé estos Dardanelos”, refiriéndose al paso entre dos matas». Pero inmediatamente después, con improvisa gravedad, anotaba: «La necesidad constante, injustificada de abrirse con alguien. Mirar a cada persona para ver si es posible con ella y si estaría disponible». Hacia el final de la estancia en el Jungborn, en una carta cruel a Brod donde se acusa de escribir «en un baño tibio» y de no haber vivido todavía «el eterno infierno de los verdaderos escritores», Kafka vuelve al tema con una formulación definitiva, y una

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vez más con tono grave: «¡No digas nada en contra de estar en compañía! Vine aquí también por las personas y estoy contento de no haberme equivocado por lo menos en esto. ¡Si pienso en cómo vivo en Praga! Este deseo de personas, que tengo y que se convierte en angustia si es satisfecho, de una manera u otra puede aflorar sólo en las vacaciones; y ciertamente me he transformado un poco».

Es difícil admitirlo hoy, pero Kafka asociaba el Jungborn con la América «modernísima» que estaba evocando en el Desaparecido. Le escribió a Brod: «Un presagio de América es insuflado en estos pobres cuerpos». Otro elemento grato era el silencio nocturno: «Alas nueve se presenta una muchacha y cierra las ventanas». Aveces, Kafka tenía la impresión de haberse quedado durante una hora a la espera de ese «elemento femenino». Luego el silencio. Desde la cama, las pisadas de pies desnudos en el césped podían hacer pensar en la «carga de un búfalo». Claro, el instituto permitía, como alternativa al sueño, asistir a conferencias tres veces por semana. En una de éstas había sido explicado cómo «la respiración abdominal contribuía al crecimiento y a la estimulación de los órganos sexuales», lo que sería el motivo por el cual «las cantantes de ópera, que deben recurrir sobre todo a la respiración abdominal, se comportaban de manera tan indecorosa». Kafka prefería dormir.

Traducción de Valerio Negri Previo

ÍTULO ORIGINAL

La follia che viene dalle Ninfe

Copyright © 2005 Adelphi Edizioni S.P.A. Milano Primera edición en Sexto Piso España: 2008 Traducción

Teresa Ramírez Vadillo Valerio Negri Previo

Revisión y corrección Valerio Negri Previo

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2008 San Miguel# 36 Colonia Barrio San Lucas Coyoacán, 04030 México D.F., México.

Sexto Piso España, S. L. c/ Monte Esquinza i3, 4.0 Deha.

28010, Madrid, España.

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