lunes, 3 de agosto de 2020

André Breton Manifiestos del surrealismo. (Fragmento).


El año 1924 aparece en París el Primer manifiesto del surrealismo de
André Breton, y desde ese momento se abre un camino para la
poesía y el arte contemporáneo de consecuencias incalculables.
Breton aparece como el conductor indiscutible de un nuevo
movimiento que intenta trascender los límites del arte para invadir los
problemas mismos de la vida y de la sociedad. El surrealismo se
convierte así en una verdadera concepción del mundo.
La influencia de este movimiento ha sido y sigue siendo fundamental
en todos los esfuerzos renovadores en el campo de la cultura.
Los dos manifiestos y los prolegómenos a un tercero forman un ciclo
en el que está contenido lo esencial del pensamiento de Breton y por
lo tanto de la ideología surrealista.

André Breton
Manifiestos del surrealismo
ePub r1.0
Titivillus 19.09.18
Título original: Manifestes du surréalisme
André Breton, 1942
Traducción: Aldo Pellegrini
Ilustración de cubierta: Man Ray, «Objeto de destrucción», 1932
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

PRÓLOGO[1]
Después de más de cuarenta años de la publicación del Primer manifiesto del
surrealismo aparece por primera vez en español la serie de manifiestos
surrealistas que constituyen la clave de un movimiento artístico e ideológico
de importancia excepcional. La presente traducción de los dos primeros
manifiestos fue realizada hace más de treinta años, y fracasó siempre en las
distintas tentativas de publicación. Relacionado este hecho con la casi
monstruosa cantidad de imbecilidades que se traducen y publican, revela la
calidad altamente subversiva de un texto que figura entre las expresiones
fundamentales de este siglo. Y también porque este texto, esencialmente
disconformista, da justamente en la llaga del conformismo y la domesticidad,
cualquiera que sea su color o su posición, tanto de derecha como de
izquierda.
La calidad subversiva de las ideas de Breton se concentra en una lucha
contra las convenciones, en la que parte de la idea madre de que el hombre
que comienza a vivir debe rever todos los esquemas heredados. Y en esta
lucha actúa con la clarividencia de un profeta, pero un profeta cuya grandeza
se hace mayor porque es esencialmente humano, con todas las debilidades del
hombre, con toda la pasión, hasta con los errores, que por otra parte siempre
está dispuesto a rectificar.
Las contradicciones forman la esencia misma del pensamiento de Breton,
constituyen su dialéctica del pensar, y ellas lo hacen particularmente vivo;
pero nada en estas contradicciones es gratuito; todas confluyen en una última
coherencia; todas concurren a darle su sentido definitivo. Los tres manifiestos
que aparecen en este volumen tiene una significación distinta. El primero es
expositivo, en él se presentan los principios del surrealismo y se revela una
particular técnica poética, mejor dicho una técnica general para la creación, la
interpretación de la vida y la utilización de los verdaderos instrumentos del
conocimiento. El Segundo manifiesto plantea la importancia del surrealismo
como concepción ética, y es en gran parte polémico. Quizás esa polémica
peque por demasiado violenta, y quizás haya en ella un exceso de
interpretaciones de hechos ocasionales que el tiempo ha demostrado erróneas,
pero de todos modos es el documento de un estado de espíritu, de un modo
apasionado y viviente de ser testigo del mundo y de lo que en él acontece.
Este modo de vivir con pasión lúcida es el lema de un hombre que todo lo ha
sacrificado a esa pasión y a esa lucidez. Los Prolegómenos a un tercer
manifiesto significan finalmente un balance del surrealismo en sí, y del
surrealismo en su confrontación con el estado de la sociedad actual.
De la lectura de los manifiestos surge claramente que el surrealismo no es
simplemente una escuela literaria o artística; representa ante todo una
concepción del mundo. En esa concepción son los valores vitales del hombre
los que se jerarquizan en más alto grado, y entre éstos, la imaginación, con
sus resultantes, la acción creadora y el amor. Todos estos valores sólo pueden
realizarse cuando el hombre goza de la plenitud de su libertad.
En el desarrollo de estos textos se encadenan diversas ideas
fundamentales de tipo general. Una de ellas es la desconfianza en los
sistemas cuando se toman como objetivo y no como instrumento. En este
sentido nunca se señalará lo bastante la lucidez con que, en los Prolegómenos
a un tercer manifiesto, muestra el destino de toda gran ideología o sistema
que resulta fatalmente corrompida y desfigurada por los epígonos.
Para el hombre que busca realizarse, es fundamental una conciencia ética.
La lucha por la afirmación de una ética es para Breton un objetivo torturante.
A través de ese objetivo se explican las denuncias, las exclusiones, las
excomuniones. Y también los aparentes errores. ¿En cuántos militantes
surrealistas depositó Breton su confianza que tuvo luego que retirar? ¿A
cuántos quitó su confianza que tuvo que rectificar? Así, por ejemplo, Georges
Bataille es un sórdido fecalómano en el Segundo manifiesto, mientras en los
Prolegómenos al tercero es «uno de los espíritus más lúcidos y audaces de
nuestro tiempo». Esas contradicciones resultarían inexplicables si no se
advierte que los juicios de Breton no están dirigidos contra las personas sino
contra las conductas. Esta despersonalización del juicio constituye el
fundamento de toda verdadera moralidad. Mientras una persona está adherida
a una conducta incriminable, desde el punto de vista moral de Breton, esa
persona resulta acusada y atacada con todas las armas; cuando la conducta de
dicha persona deja de ser incriminable, el juicio de Breton cambia. Breton se
revela así como moralista, uno de los más importantes de este siglo. Pero
como debe serlo todo verdadero moralista, lo es en la medida en que se
preocupa por el destino del hombre.
La honda preocupación por el destino del hombre surge muy claramente
de la lectura de los manifiestos. La prédica de Breton en pro de una vida más
alta, en la que la dignidad del hombre sea respetada y contemplada en toda su
extensión, es paralela a su violenta condenación de un mundo actual sumido
en la indignidad y encerrado por la «muralla del dinero salpicada de sesos».
Pero también su condenación se extiende a quienes, pretendiendo luchar
contra la tiranía del dinero, permanecen aferrados a los mismos esquemas
rígidos y falsos del pasado, esquemas que coartan la libertad en sus dos ramas
esenciales para la realización del hombre: la libertad de crear, la libertad de
amar.
El hombre que se realiza en su integridad, norte del surrealismo, se opone
al hombre frustrado que nos ofrecen las sociedades actuales de cualquier tipo.
De la materia de ese hombre frustrado se fabrican los tiranos, los lacayos, los
rufianes, los falsos profetas, y toda la cohorte de la sordidez expandida por el
mundo.
El amor de Breton por el hombre no es una cosa abstracta o bobalicona,
del tipo de tas sociedades de beneficencia (que en el fondo no significan más
que una exaltación de la indignidad y un consecutivo desprecio por el
hombre), sino un amor concreto lanzado a la lucha activa contra los males
que mantienen al hombre sumido en la mentira y la abyección, esas
dominantes que subyacen al esquema moral de nuestra sociedad. Pero lo que
considero fundamental en el surrealismo es su fuego graneado dirigido contra
la imbecilidad, la sucia, perversa y siniestra imbecilidad, que tan fácilmente
se adueña del poder, y maneja a los hombres y a las conciencias.
El estilo de estos manifiestos no es el habitual en las llamadas obras de
pensamiento. Es un estilo apasionado, violento, de frases incisivas,
arrebatadas, de ritmo cambiante, a ratos sereno, a ratos agitado por una
extraña vitalidad. Breton utiliza en ellos el instrumento de la revelación
poética; el instrumento y el lenguaje. Sólo la poesía tiene ese carácter
estremecedor que la hace difícilmente soportable por las conciencias
intranquilas. Breton es fundamentalmente un poeta, y al poeta corresponde
ese grado de lucidez irrenunciable que todo lo cuestiona, ese tono de
acusación que no se detiene ante nada.
Para tener idea de las dificultades que ofrece la traducción de un estilo tan
nuevo y personal puede servir de pauta la respuesta del mismo Breton a
quienes en Francia criticaron su lenguaje: en el Discurso sobre la poca
realidad dice: «Que tengan cuidado, conozco el significado de todas mis
palabras y cumplo naturalmente con la sintaxis (la sintaxis que no es una
disciplina, como creen algunos tontos)». Esta frase es totalmente
esclarecedora: la sintaxis de Breton es de una gran agilidad, sin llegar a
romper nunca la esencial estructura del idioma. Muy por el contrario,
aprovecha al máximo las posibilidades de expresión que le ofrece el lenguaje
vivo, estirando quizá estas posibilidades hasta el extremo límite. Un
mecanismo tan libre y controlado a la vez confiere a su prosa una increíble
ondulación que se propaga a través de larguísimos párrafos, agitados por un
borboteo de hervor, difícilmente alcanzable por la palabra. En una versión
puramente literal, todas estas virtudes —al tropezar con la estructura de un
idioma distinto— pueden convertirse en incoherencia y cojera. La difícil
misión de un traductor consiste en mantener el equilibrio entre la posibilidad
de trasladar su estilo y la claridad en verter sus ideas.
Los males denunciados por el surrealismo hace cuarenta años no sólo
persisten sino que se han acentuado. Por eso, hoy más que nunca, los
manifiestos surrealistas conservan su candente vigencia. Un profundo
resquebrajamiento aflige a la sociedad contemporánea en todos sus planos.
Sus esquemas aparecen falsos y sin validez para quien contempla los
acontecimientos con el mínimo de objetividad. Los jóvenes lo sienten
hondamente, y una sorda rebelión, que toma los más diversos caracteres,
bulle en ellos. Para los jóvenes, que todavía son puros, el mensaje de Breton
está especialmente destinado.
Aldo Pellegrini
Buenos Aires, mayo de 1965
Primer manifiesto del surrealismo
(1924)
Prefacio a la reedición (1929) del Primer manifiesto
Lo previsible era que este libro cambiara y —en cuanto comprometía la
existencia terrestre recargándola de todo lo que admite dentro y fuera de los
límites que la costumbre le asignan— que su suerte dependiera
estrechamente de la mía propia, consistente, por ejemplo, en haber y no
haber escrito libros. Los que se me atribuyen no me parece que ejerzan sobre
mí una acción más decisiva que muchos otros, y, sin duda, ya no tengo de
ellos la comprensión total que correspondería. Cualquiera que sea el debate
a que haya dado lugar el «Manifiesto del surrealismo» desde 1924 hasta
1929, sin compromiso valedero ni en favor ni en contra, es evidente que, al
margen de ese debate, la aventura humana continuó desarrollándose, con el
mínimo de probabilidades, casi simultáneamente en todos los frentes según
los caprichos de la imaginación que fabrica por sí sola las cosas reales. La
autorización para reeditar la obra de uno mismo como si fuera la de alguien
que se ha leído por encima, equivale al «reconocimiento» no digo de un hijo,
del que uno se ha asegurado previamente que tuviera rasgos bastante
agradables y una constitución bastante robusta, sino de algo que, habiendo
existido, con el fervor que se quiera suponer, ya no puede existir más. Lo
único que me queda por hacer es condenarme por no haber sido siempre
profeta en todo. Sigue teniendo actualidad la famosa pregunta dirigida por
Arthur Cravan[2] «con tono muy cascado y veterano», a André Gide: «Señor
Gide, ¿en qué punto estamos con el tiempo? —Las seis menos cuarto»,
respondió este último sin advertirla malicia. ¡Ah! Es preciso confesarlo:
estamos mal, muy mal con el tiempo.
Aquí y en cualquier parte la confesión y la retractación se mezclan. No
comprendo por qué ni cómo vivo, cómo es que todavía vivo, y con mayor
motivo, qué es lo que yo vivo. Si queda algo de un sistema como el
surrealismo, que hago mío y al que me acomodo lentamente, si quedara sólo
con qué enterrarme, de todos modos nunca habrá habido con qué hacer de
mí lo que yo quise ser, a pesar de la complacencia que tengo para mí mismo.
Complacencia relativa, en función de la que se puede tener hacia mi yo (o
no-yo, no sé bien). Y, con todo, vivo, y hasta descubrí que amaba la vida.
Cuando a veces se me presentaban razones para terminar con ella, me
sorprendía a mí mismo admirando un trozo cualquiera de parquet que me
parecía de seda, una seda con la belleza del agua. Me gustaba ese lúcido
dolor, como si entonces todo el drama universal pasara a través de mí, como
si de pronto yo valiera la pena. Pero me gustaba al resplandor —cómo
explicarme— de cosas nuevas, que nunca había visto brillar de semejante
manera. Gracias a ello comprendí que, a pesar de todo, la vida estaba dada,
que una fuerza independiente de la de expresar y de hacerse comprender
espiritualmente presidía, en lo que concierne a un hombre que vive, las
reacciones de un interés inestimable cuyo secreto desaparecerá con él. Este
secreto no me ha sido revelado, y en lo que a mí respecta, su reconocimiento
no invalida en nada mi declarada ineptitud para la meditación religiosa.
Creo solamente que entre mi pensamiento, tal como se desprende de lo que
ha podido leerse firmado por mí, y yo mismo, a quien la verdadera
naturaleza de mi pensamiento enrola en algo que todavía ignoro, hay un
mundo, un mundo irrevocable de fantasmas, de hipótesis que se realizan, de
apuestas perdidas y de mentiras, cosas todas que, tras un rápido examen, me
disuaden de aportar la más mínima corrección a esta obra. Para hacerlo
sería necesaria toda la vanidad del espíritu científico, toda esa ingenua
necesidad de tomar distancia que nos valen las ásperas consideraciones de
la historia. Una vez más, fiel a la voluntad, que reconozco en mí, de pasar de
largo ante cualquier especie de obstáculo sentimental, no me demoraré en
juzgar a aquellos de mis primeros camaradas que se atemorizaron y dieron
marcha atrás, ni me dedicaré a la inútil sustitución de nombres que podrían
hacer que éste libro pasara por estar al día. Limitándome a recordar
solamente que los dones más preciados del espíritu no resisten la pérdida de
una parcela de honor, no haré sino afirmar mi confianza inquebrantable en
el principio de una actividad que nunca me ha decepcionado, y que a mi
juicio merece que se consagren a ella más generosamente, más
absolutamente, más locamente que nunca. Y esto porque ella sola es la que
dispensa, aunque sea a largos intervalos, los rayos transfiguradores de una
gracia que persisto en oponer totalmente a la gracia divina.
PRIMER MANIFIESTO
Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más precario —me refiero
a la vida real—, que finalmente esa fe se pierde. El hombre, soñador
impenitente, cada día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosamente
alrededor de los objetos que se ha visto obligado a usar, y que le han
proporcionado su indolencia o su esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que
se ha resignado a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar su suerte
(¡lo que él llama su suerte!). Una gran modestia constituye actualmente su
patrimonio: sabe cuáles son las mujeres que ha poseído y en qué ridículas
aventuras se ha enredado; tanto su fortuna como su pobreza le son
indiferentes —pareciéndose en esto a un niño recién nacido—, y en cuanto a
la aprobación de su conciencia moral, admito que prescinde de ella sin gran
esfuerzo. Si conserva cierta lucidez no le queda sino volverse para mirar
atrás, hacia su propia infancia que, por mutilada que haya sido gracias a los
cuidados de sus domadores, no por eso deja de parecerle llena de encantos.
En ella, la carencia de cualquier rigor conocido le otorga la perspectiva de
vivir varias vidas simultáneas; se arraiga en esta ilusión y sólo quiere saber de
la facilidad instantánea y extrema de todas las cosas. Cada mañana los niños
parten sin preocupación. Todo está cerca, las peores condiciones materiales
resultan maravillosas. Los bosques son blancos o negros, no se dormirá
jamás.
Aunque es cierto que no se puede llegar tan lejos, no depende esto sólo de
la distancia. Las amenazas se acumulan y uno cede, uno abandona parte del
terreno a conquistar. Aquella imaginación, que no reconocía límites, ahora
sólo se la dejan utilizar subordinada a las leyes de una utilidad arbitraria;
incapaz ella de asumir por mucho tiempo empleo tan inferior, generalmente
prefiere, cuando el hombre cumple veinte años, abandonarlo a su destino sin
luz.
Cuando, con el andar del tiempo, el hombre —que nota la pérdida
progresiva de todas las razones de vivir y la incapacidad en que se encuentra
ya de colocarse a la altura de cualquier situación excepcional, el amor por
ejemplo—, quiera intentar una reacción, ya no podrá tener éxito. Pertenecerá
en adelante, en cuerpo y alma, a una imperiosa necesidad práctica que no
admite postergaciones. Faltará a sus gestos amplitud, y a sus ideas,
envergadura. De todo lo que le ocurra o pueda ocurrirle, sólo tomará en
cuenta lo que relacione este acontecimiento con una multitud de
acontecimientos análogos en los que no ha tomado parte: acontecimientos
fallidos. Yo diría que juzgará ese acontecimiento relacionándolo con uno de
aquellos que, por sus consecuencias, resulte más tranquilizador que los otros.
Bajo ningún pretexto verá en él su salvación.
Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas.
Lo único que todavía me exalta es la palabra libertad. La creo capaz de
mantener indefinidamente el viejo fanatismo humano. Responde, sin lugar a
dudas, a mi única aspiración legítima. Entre tantos infortunios que heredamos
hay que reconocer que también nos han dejado la máxima libertad espiritual.
Depende de nosotros no hacer de ella un uso equivocado. Reducir la
imaginación a la esclavitud, aun cuando sea en provecho de lo que se llama
groseramente felicidad, significa alejarse de todo lo que, en lo más hondo de
uno mismo, existe de justicia suprema. La imaginación sola me informa sobre
lo que puede ser, y esto ya es suficiente para atenuar algo la terrible
prohibición, y quizá también para que yo me abandone a ella sin temor de
engañarme (como si hubiera posibilidad de engañarse más aún). ¿Dónde la
imaginación comienza a hacerse peligrosa y dónde cesa la seguridad del
espíritu? Para el espíritu, la posibilidad de errar ¿no constituirá quizás la
contingencia del bien?
Queda la locura, «la locura que se encierra», como se dice con acierto.
Ésa o la otra… Todos saben, en efecto, que los locos sólo deben su
internación a una pequeña cantidad de actos reprimidos por las leyes y que, a
no mediar tales actos, su libertad (por lo menos lo visible de su libertad) no
estaría en juego. Me inclino a creer que tales seres son víctimas en alguna
forma de su imaginación que los impulsa a la inobservancia de ciertas reglas,
al rebasar las cuales el género humano se siente amenazado, hecho que todos
hemos pagado con nuestra experiencia. Pero la profunda despreocupación
que demuestran hacia las críticas que se les dirigen, y aun hacia los diversos
correctivos que se les infligen, permite suponer que ellos obtienen tan
elevado confortamiento de su imaginación y gozan tanto con su delirio que
no pueden admitir que sólo sea válido para ellos. Por esta razón, las
alucinaciones, las ilusiones, etc., no constituyen fuentes de goce
despreciables. La sensualidad mejor dispuesta saca de allí su provecho; y yo
sé que muchas noches retendría esa linda mano que en las últimas páginas de
La Inteligencia de Taine se dedica a curiosos estragos. Me pasaría la vida
provocando las confidencias de los locos. Son sujetos de escrupulosa
honradez, y su inocencia sólo es igualada por la mía. Fue necesario que
Colón zarpara en compañía de locos para que se descubriese a América. Y
ved cómo esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado.

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