Jo Nesbø
El redentor
(Harry Hole 06)
Título original:
Frelseren
© de la traducción: Carmen Montes Cano y Ada Berntsen,
2012.
¿Quién
es este que viene de Edom, con las ropas al rojo vivo de Bosrá?
¿Quién
es este de espléndido vestido, que camina con plenitud de fuerza?
—Soy yo, que proclamo justicia, que
tengo poder para salvar.
ISAÍAS, 63
PRIMERA PARTE
Adviento
1
AGOSTO, 1991
LAS ESTRELLAS
Tenía catorce años y estaba
segura de que, si cerraba los ojos y se concentraba, podría ver las estrellas a
través del techo.
A su alrededor respiraban varias
mujeres. Era una respiración propia del sueño, acompasada, profunda. Solo una
roncaba, la tía Sara, a la que habían colocado en un colchón bajo la ventana
abierta.
Cerró los ojos e intentó respirar
como las demás. Era difícil dormir, en particular desde que todo lo que la
rodeaba se había vuelto de pronto tan nuevo y diferente. Los sonidos de la
noche y del bosque que se extendía al otro lado de la ventana en Østgård eran
distintos. Las personas a las que tan bien conocía de las reuniones en el
Templo y de los campamentos de verano ya no eran las mismas. Ella tampoco era
la misma. Aquel verano, la cara y el cuerpo que le devolvía el espejo del
lavabo parecían otros. Al igual que sus sentimientos, esas extrañas oleadas de
frío y calor que le recorrían el cuerpo cuando alguno de los chicos la miraba.
En concreto, cuando la miraba uno de ellos. Robert. Aquel año, él también se
había convertido en otra persona.
Abrió los ojos de par en par.
Sabía que Dios tenía poder para hacer grandes cosas, incluso para dejarle ver
las estrellas a través del techo. Si Él quería.
Había sido un día largo y lleno
de acontecimientos. El viento seco del verano silbaba entre las espigas de los
campos, y las hojas de los árboles bailaban una danza febril de modo que la luz
se vertía a raudales sobre los veraneantes tumbados en el césped del patio.
Estaban oyendo a uno de los cadetes de la Escuela de Oficiales del Ejército de
Salvación hablar sobre su trabajo como predicador en las islas Feroe. Era
atractivo y se expresaba con gran sensibilidad y entusiasmo.
Pero ella se había entretenido
espantando un abejorro que le zumbaba alrededor de la cabeza y, cuando este
desapareció repentinamente, el calor ya la había dejado aletargada. Cuando el
cadete terminó, los ojos de todos los presentes se posaron en el comisionado,
David Eckhoff, que les devolvió la mirada con unos ojos risueños y jóvenes pese
a tener más de cincuenta años. Realizó el saludo propio del Ejército de
Salvación que consistía en levantar la mano derecha por encima del hombro,
apuntar con el dedo índice hacia el reino de los cielos y pronunciar un rotundo
«¡Aleluya!». Luego pidió que bendijeran la labor del cadete entre pobres y
marginados, recordando a todos lo que dice el Evangelio de San Mateo, a saber,
que Jesús, el Redentor, podía andar vagando entre ellos por las calles como un
extraño, quizá como un presidiario, sin comida ni ropa. Y que los justos, los
que hubieran ayudado a los necesitados, alcanzarían la vida eterna en el día
del juicio final. Aquel discurso prometía ser largo, pero entonces se oyó un
murmullo y él se echó a reír diciendo que, según el programa, había llegado el
momento del Cuarto de Hora de la Juventud, y que hoy le tocaba el turno a
Rikard Nilsen.
Ella se dio cuenta de que Rikard
intentaba que su voz sonara más adulta cuando dio las gracias al comisionado.
Como de costumbre, Rikard llevaba el discurso por escrito y se lo había
aprendido de memoria. Y allí estaba, hablando acerca de aquella lucha a la que
quería dedicar su vida, la lucha de Jesús por el reino de Dios. Lo hizo con un
tono nervioso pero monótono y soporífero al mismo tiempo. Detuvo sobre ella la
mirada ceñuda e introvertida. Ella parpadeó al reparar en el labio superior,
que, sudoroso, se movía a medida que formaba frases conocidas, confiadas,
aburridas. Así que no reaccionó cuando una mano le tocó la espalda. No hasta
que las yemas de los dedos descendieron por la columna hacia la región lumbar y
más abajo, y le provocaron un escalofrío bajo la tela ligera del vestido
veraniego.
Se dio la vuelta y vio los ojos
marrones y sonrientes de Robert. Le habría gustado tener la piel tan morena
como la suya para disimular el rubor de las mejillas.
—¡Silencio! —dijo Jon.
Robert y Jon eran hermanos. A
pesar de que Jon era un año mayor, de pequeños mucha gente los tomaba por
gemelos. Pero Robert ya tenía dieciséis años, y aunque ambos conservaban el
parecido, las diferencias resultaban más obvias. Robert era alegre,
despreocupado, le gustaba tomar el pelo a la gente y tocaba muy bien la
guitarra, pero nunca llegaba puntual a los sermones que se celebraban en el
Templo, y a veces se pasaba un poco con sus bromas, sobre todo si se daba
cuenta de que los demás le reían la gracia. En esas ocasiones, Jon solía
intervenir. Era un chico honrado y responsable. La gente pensaba que iría a la
Escuela de Oficiales y, aunque no lo decían expresamente, también pensaban que
encontraría novia en el seno del Ejército, lo que no podía considerarse tan
evidente tratándose de Robert. Jon era dos centímetros más alto que su hermano,
pero curiosamente, este parecía más alto. Eso se debía a que a los doce años
Jon empezó a encorvarse, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus
espaldas. Ambos eran morenos y tenían rasgos delicados y atractivos, pero
Robert poseía algo que a Jon le faltaba. Algo que se adivinaba detrás de sus
ojos, algo oscuro y juguetón que ella no estaba segura de querer descubrir.
Mientras Rikard hablaba, ella
recorrió con la mirada las muchas caras conocidas de la congregación. Un día se
casaría con un chico del Ejército de Salvación, puede que los destinaran a otra
ciudad, a otra parte del país. Pero siempre volverían a Østgård, al lugar que
el Ejército acababa de comprar, y que desde ahora sería el destino común de sus
vacaciones.
Apartado de la congregación, en
la escalera de la casa, se había sentado un chico rubio que acariciaba a un
gato que tenía en el regazo. Por la expresión de su cara, ella supo que había
estado mirándola, pero le había dado tiempo de apartar la mirada antes de que
lo sorprendiera. Era la única persona allí presente a la que no conocía, pero
sabía que se llamaba Mads Gilstrup, que era nieto de los que habían sido los
dueños de Østgård, que era un par de años mayor que ella y que la familia
Gilstrup era rica. Sí, bueno, era bastante guapo, pero tenía un aire solitario.
Por cierto, ¿qué estaría haciendo allí? Había llegado la noche anterior y lo
habían visto deambulando por ahí con semblante enojado, sin hablar con nadie.
Pero ella ya había advertido su mirada un par de veces. Todo el mundo la miraba
aquel año. Eso también era una novedad.
Robert vino a sacarla de sus
pensamientos cogiéndole la mano y, depositando un objeto en ella, le dijo:
—Ven al granero cuando el
aspirante a general haya terminado. Quiero enseñarte algo.
Robert se puso de pie y se
marchó, y ella estuvo a punto de soltar un grito cuando se miró la mano. Se
tapó la boca con la otra mano y dejó caer al suelo lo que le había dado. Era un
abejorro. Aún se movía, pero no tenía patas ni alas.
Rikard terminó por fin, y ella se
quedó mirando cómo sus padres y los de Robert y Jon se acercaban a las mesas
donde servían el café. Ambas eran lo que el Ejército llamaba «familias fuertes»
dentro de sus respectivas congregaciones de Oslo, y ella sabía que la tenían
vigilada.
Se dirigió a la letrina y, al
doblar la esquina y comprobar que nadie la veía, echó a correr en dirección al
granero.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó
Robert con ojos risueños y esa voz grave que no tenía el verano anterior.
Estaba tumbado en el heno
tallando una raíz con la navaja que siempre llevaba en el cinturón.
Levantó la raíz y ella vio de qué
se trataba. Lo había visto en dibujos. Esperaba que estuviera suficientemente
oscuro como para que él no se diera cuenta de que volvía a sonrojarse.
—No —mintió y se sentó a su lado
en el heno.
Y él la miró burlón, como si
supiera de su persona algo que ni siquiera ella misma conocía. Y ella le
devolvió la mirada y se recostó apoyándose en los codos.
—Algo que debe llegar hasta aquí
—dijo y, en un abrir y cerrar de ojos, tenía la mano debajo del vestido.
Ella sintió la raíz dura contra
la parte interior del muslo. Aún no había tenido tiempo de cerrar las piernas,
cuando notó que le rozaba las braguitas. Sintió en el cuello la respiración
cálida de Robert.
—No, Robert —susurró.
—Es que lo he hecho especialmente
para ti —resopló él.
—Para, no quiero.
—¿Me estás rechazando? ¿A mí?
Ella se quedó sin resuello, sin
poder contestar ni gritar, cuando, de repente, oyeron la voz de Jon desde la
puerta del granero.
—¡Robert! ¡No, Robert!
Ella notó que soltaba la mano,
que la apartaba, y la raíz quedó atrapada entre sus piernas.
—¡Ven aquí! —dijo Jon con un tono
que parecía reservado a un perro desobediente.
Robert se levantó riendo; le
guiñó un ojo, y echó a correr hacia el sol, donde se encontraba su hermano.
Ella permaneció sentada,
sacudiéndose el heno y sintiéndose aliviada y avergonzada al mismo tiempo.
Aliviada porque Jon había interrumpido aquel juego alocado. Avergonzada porque
parecía que él se lo había tomado como algo más de lo que era: un juego.
Más tarde, durante la oración de
la cena, miró los ojos castaños de Robert y vio que formaba con los labios una
palabra que ella no entendió, pero se echó a reír de todos modos. ¡Estaba loco!
¿Y ella...? ¿Lo estaba ella? Loca, ella también lo estaba. Loca. ¿Y enamorada?
Sí, enamorada, exactamente. Y no enamorada como a los doce o trece años. Ahora
tenía catorce, y todo era más serio. Más importante. Y más emocionante.
Sintió que la risa le ascendía
otra vez, como burbujas, mientras yacía intentando atravesar el techo con la
mirada.
La tía Sara gruñó y dejó de
roncar bajo la ventana. Se oyó ulular a un animal. ¿Sería un búho?
Tenía que hacer pis.
Le daba pereza, pero tenía que
hacerlo. Debía caminar sobre la hierba húmeda de rocío y pasar junto al granero
que, de noche, estaba oscuro y totalmente transformado. Cerró los ojos, pero de
nada le sirvió. Salió del saco de dormir, metió los pies en las sandalias y se
encaminó de puntillas hacia la puerta.
Unas cuantas estrellas se dejaban
ver en el cielo, pero volverían a desaparecer al cabo de una hora, cuando el
sol saliera por el este. El aire fresco le acariciaba la piel mientras corría
oyendo sonidos nocturnos cuya procedencia ignoraba, insectos que permanecían
quietos durante el día, animales cazando. Rikard dijo que había visto zorros en
la arboleda. O quizás eran los mismos animales que se movían durante el día,
pero emitían sonidos diferentes. Cambiaban. Como si mudaran la piel.
La letrina quedaba apartada,
sobre una pequeña colina que se alzaba tras el granero. Vio cómo iba aumentando
de tamaño conforme se acercaba. La cabaña, sorprendente e inclinada, estaba
hecha de tablones de madera sin pintar que, de tan viejos, se veían torcidos,
agrietados y grises. Sin ventanas, solamente un corazón en la puerta. Pero lo
peor de la letrina era que resultaba imposible saber si ya había alguien
sentado allí dentro.
Y ella tuvo la firme sensación de
que había alguien.
Tosió para que la persona que la
estaba usando le advirtiese que estaba ocupada.
Una urraca alzó el vuelo desde
una rama en la orilla del bosque. Por lo demás, todo estaba en calma.
Subió el peldaño de piedra.
Agarró el taco de madera que hacía de picaporte y tiró de él. Entonces se
desveló ante ella un espacio cavernoso.
Lanzó un suspiro. Había una
linterna junto al asiento de la letrina, pero no la necesitaba. Corrió la tapa
de la letrina antes de cerrar la puerta y echar el gancho. Se levantó el
camisón, se bajó las braguitas y se sentó. En el silencio que siguió después,
le pareció oír algo. Algo que no provenía de un animal, ni de la urraca ni de
los insectos que habían abandonado el capullo. Algo que se movía rápidamente
sobre la hierba alta que crecía tras la letrina. El ruido se acalló en cuanto
empezó a caer el chorro. Pero el corazón ya había empezado a latirle con fuerza.
Cuando acabó, se subió
rápidamente las braguitas y esperó en la oscuridad, aguzando el oído. Pero lo
único que pudo distinguir fue un suave susurro entre las copas de los árboles y
su propia sangre bombeándole en las sienes. Esperó hasta que se le reguló el
pulso, quitó el gancho y abrió la puerta. La oscura silueta llenaba
prácticamente todo el hueco. Había estado esperando en el peldaño, totalmente
inmóvil. De pronto, se vio sobre el asiento del retrete con él de pie,
inclinado sobre ella. Cerró la puerta tras de sí.
—¿Tú? —preguntó ella.
—Yo —respondió con una voz
extraña, temblorosa y bronca.
Se abalanzó sobre ella. Los ojos
le brillaban en la oscuridad. Le mordió el labio inferior hasta hacerla sangrar
y coló una mano por debajo del camisón para quitarle las bragas con violencia.
Y ella se quedó paralizada bajo el filo de la navaja que le quemaba la piel del
cuello mientras él, cual perro en celo, la embestía con los genitales incluso
antes de haberse quitado los pantalones.
—Una palabra, y te corto en
pedazos —susurró.
Pero ella nunca pronunció una
palabra. Porque tenía catorce años y estaba segura de que si cerraba los ojos
con fuerza y se concentraba, podría ver las estrellas a través del techo. Dios
tenía poder para hacer cosas así. Si Él quería.
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