CUCARACHAS
Jo Nesbø
Traducción de Bente Teigen Gundersen
y Mariano González Campo
Entre la comunidad noruega de Tailandia corre el rumor de que el embajador
noruego que perdió la vida en un accidente de tráfico en Bangkok a principios
de la década de los sesenta fue en realidad asesinado en extrañas
circunstancias. El Ministerio de Asuntos Exteriores no ha confirmado tal rumor
y su cuerpo fue incinerado al día siguiente sin que se llevase a cabo ninguna
autopsia oficial.
Ninguna persona o suceso en este libro corresponden a personas o sucesos
reales. La realidad es demasiado poco creíble para ello.
Bangkok, 23 de febrero de 1998
1
El semáforo se puso en verde y el rumor de los coches, las motos y los
taxis tuk-tuk fue creciendo hasta tal punto que Dim pudo observar cómo
temblaban los cristales de los grandes almacenes Robertson. Volvieron a ponerse
en movimiento, y el largo vestido rojo de seda que había en el escaparate
desapareció tras ellos en la oscuridad de la noche.
Dim cogió un taxi. No un autobús repleto de gente ni un tuk-tuk oxidado,
sino un taxi con aire acondicionado y un conductor que permanecía callado.
Apoyó la nuca contra el reposacabezas e intentó disfrutar del trayecto. No hubo
problemas. Una moto les esquivó y la chica montada en la parte de atrás se
agarró a una camiseta roja con casco de visera y les dirigió una mirada vacía.
Agárrate bien, pensó Dim.
En Rama IV el conductor se colocó detrás de un camión que vomitaba humo de
gasoil tan negro y denso que ella no fue capaz de ver la matrícula. Tras
atravesar el dispositivo del aire acondicionado, el humo se había enfriado y se
había vuelto casi inodoro. Solo casi. Ella sacudió la mano discretamente para
dar a entender lo que opinaba al respecto, y el conductor miró el retrovisor y
dio un giro para adelantar el camión. Sin problema.
Su vida siempre había sido así. En la granja donde Dim se crió eran seis
hermanas. Según su padre, las seis sobraban. Ella tenía siete años cuando se
quedaron despidiéndose y tosiendo en medio del polvo amarillo, mientras el
carruaje que transportaba a su hermana mayor se alejaba por el camino que había
junto al canal de aguas marrones. La hermana llevaba ropa limpia, un billete de
tren a Bangkok y una dirección de Patpong anotada en la parte de atrás de una
tarjeta de visita. Lloraba a lágrima viva, por mucho que Dim moviera la mano
con tanta fuerza para despedirse que parecía que se le iba a caer al suelo. La
madre acarició el pelo de Dim diciendo que no era fácil, pero que tampoco
estaba tan mal. Por lo menos, la hermana se libraba de ir de granja en granja
como kwai, tal como había hecho su madre antes de casarse. Además, la
señorita Wong había prometido que la iba a cuidar bien. Su padre asintió con la
cabeza mientras escupía el betel entre unos dientes negros, y añadió que los farang de los bares pagaban muy bien por
las chicas nuevas.
Dim no entendía bien lo de kwai,
pero no quiso preguntar. Por supuesto, ella sabía que kwai era un buey. Al igual que la mayoría de las granjas de la
zona, ellos no se podían permitir tener su propio buey y, por tanto, alquilaban
uno cuando se disponían a labrar los cultivos de arroz. No fue hasta más tarde
cuando se enteró de que a la niña que acompañaba al buey también la llamaban kwai, ya que sus servicios iban
incluidos. Esa era la tradición, y con un poco de suerte daría con un granjero
que quisiera quedarse con ella antes de que se hiciera demasiado mayor.
Un buen día, cuando Dim tenía quince años, su padre la llamó por su nombre
mientras se aproximaba a ella vadeando por el campo de arroz, con el sol a la
espalda y su sombrero en una mano. Ella no le respondió de inmediato. Enderezó
la espalda y contempló detenidamente las verdes colinas que rodeaban la pequeña
granja, cerró los ojos y escuchó el canto del pájaro trompeta entre las hojas,
a la vez que inhaló el aroma de los eucaliptos y los gomeros. Sabía que había
llegado su hora.
El primer año vivieron juntas cuatro chicas en un cuarto donde compartían
todo: cama, comida y ropa. Esto último era especialmente importante, puesto que
sin ropa bonita una no accedía a los mejores clientes. Dim aprendió a bailar, a
sonreír y a distinguir entre quienes solo querían pagar copas y quienes querían
comprar servicios sexuales. Su padre había acordado con la señorita Wong que
mandara el dinero a casa, y por esa razón ella apenas lo vio durante los
primeros años. Sin embargo, la señorita Wong estaba contenta y con el tiempo
iba dejando más dinero para Dim.
La señorita Wong tenía todos los motivos del mundo para sentirse
satisfecha. Dim trabajaba duro y los clientes gastaban dinero en copas. La
señorita Wong podía darse por satisfecha por el hecho de que todavía siguiera
allí, puesto que había estado a punto de perderla en un par de ocasiones. Un
japonés quiso casarse con Dim, pero desistió cuando ella le pidió dinero para
el billete de avión. Un americano la llevó con él a Phuket, pospuso su viaje de
regreso y le compró un anillo de diamantes. Ella lo empeñó al día siguiente de
su partida.
Algunos pagaban muy mal y la mandaban al carajo si se quejaba; otros se
chivaban a la señorita Wong si ella no accedía a todos sus deseos. No entendían
que, al pagar para liberarla de la barra, la señorita Wong se quedaba con lo
suyo y Dim se convertía en su propia dueña. Su propia dueña. Ella pensaba en
aquel vestido rojo del escaparate. Su madre tenía razón: no era fácil, pero
tampoco estaba tan mal.
Y ella había conseguido mantener su sonrisa inocente y su risa jovial. A
ellos les gustaban esas cosas. Quizá por eso obtuvo la oferta del trabajo que
Wang Lee anunció en Thai Rath bajo el
encabezamiento A. R. H., o «Agente de Relaciones con el Huésped». Wang Lee era
un chino pequeño y casi negro encargado de un motel bastante alejado en
Sukhumvit Road, cuyos clientes eran en su mayoría extranjeros con deseos
peculiares, aunque no lo demasiado peculiares para que ella no pudiera hacer
nada al respecto. A decir verdad, a ella le agradaban mucho más esas tareas que
bailar en la barra durante horas y horas. Además, Wang Lee pagaba bien. El
único inconveniente era que tardaba mucho en llegar desde su piso de
Banglamphu.
¡El maldito tráfico! Otra vez se había detenido, y Dim le dijo al conductor
que quería bajarse, aunque ello significase que tendría que cruzar seis
carriles para llegar al motel situado al otro lado de la carretera. El aire la
envolvió como una toalla caliente y húmeda cuando se bajó del taxi. Buscó algún
resquicio mientras se tapaba la boca con la mano, aunque era consciente de que
de nada serviría, ya que en Bangkok no existía otro aire que respirar, pero al
menos se libraba del olor.
Se deslizó entre los coches. Tuvo que apartarse al paso de una camioneta
con la plataforma de carga llena de chicos silbando, y a punto estuvo de que un
Toyota desbocado se le echara encima. Al final logró cruzar.
Wang Lee alzó la mirada cuando Dim entró en la vacía recepción.
—¿Una noche tranquila? —preguntó ella.
Él asintió vehementemente con la cabeza. Durante el último año había habido
unas cuantas noches así.
—¿Has comido?
—Sí —mintió ella.
Él tenía buena intención, pero a ella no le apetecían los tallarines
aguachinados que preparaba en el cuarto trasero.
—Habrá que esperar un rato —dijo—. El farang
quería dormir primero. Llamará cuando esté listo.
Ella resopló.
—Lee, usted sabe bien que tengo que volver a la barra antes de medianoche.
Él miró el reloj.
—Dale una hora.
Ella se encogió de hombros y se sentó. Un año atrás él seguramente la
habría echado de allí por hablar de aquella manera, pero ahora necesitaba con
urgencia cualquier tipo de ingreso. Por supuesto que se podría largar, pero
entonces habría desperdiciado aquel largo viaje. Además le debía alguna que
otra a Lee. No era el peor chulo para el que había trabajado.
Tras apagar el tercer cigarrillo, se enjuagó la boca con el amargo té chino
de Lee y se levantó para comprobar por última vez el maquillaje ante el espejo
que había sobre el mostrador.
—Voy a despertarle —dijo ella.
—Hummm… ¿Tienes los patines?
Ella levantó el bolso.
Sus tacones crujían sobre la gravilla del desértico corredor abierto que
había entre las habitaciones inferiores del motel. La habitación 120 se
encontraba en la parte más interior. No vio ningún coche fuera, pero en la
ventana había luz. Tal vez se había despertado ya. Una leve brisa levantó su
corta falda, pero no le refrescó lo más mínimo. Ella añoraba el monzón tras la
lluvia. De la misma manera que, tras unas semanas de inundaciones, calles
llenas de barro y ropa enmohecida, echaba de menos los meses secos y sin
viento.
Llamó a la puerta con suavidad, adoptó una sonrisa ingenua y su boca tenía
ya preparada la pregunta «¿Cómo te llamas?». Nadie contestó. Volvió a llamar y
miró la hora. Seguramente podría regatear a fin de sacar aquel vestido rojo por
unos cientos de baht menos, aunque fuera en Robertson. Giró el pomo de la
puerta y descubrió sorprendida que la puerta estaba abierta.
Estaba tumbado bocabajo en la cama, y su primera impresión fue que estaba
dormido. A continuación vio el destello de vidrio azul del puñal que sobresalía
de la americana de color amarillo fosforescente. Era difícil determinar cuál
fue el primer pensamiento que le vino de todos los que pasaban por su cabeza,
pero uno de ellos fue que el viaje a Banglamphu había sido definitivamente en
vano. Al final consiguió recuperar el control de sus cuerdas vocales. Sin
embargo, su grito fue ahogado por el estrepitoso claxon de un camión que
esquivaba a un tuk-tuk despistado en la Sukhumvit Road.
Fuente:
Título original: Kakerlakkene
Edición en formato digital: junio de 2015
© 1998, Jo Nesbø. Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Bente Teigen Gundersen y Mariano González Campo, por la traducción
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Nora Grosse
Ilustración de portada: Getty Images
ISBN: 978-84-16195-40-4
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
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