jueves, 2 de enero de 2020

CUCARACHAS Jo Nesbø. Fragmento. Novela.











CUCARACHAS


Jo Nesbø


 Traducción de Bente Teigen Gundersen
 y Mariano González Campo

  Entre la comunidad noruega de Tailandia corre el rumor de que el embajador noruego que perdió la vida en un accidente de tráfico en Bangkok a principios de la década de los sesenta fue en realidad asesinado en extrañas circunstancias. El Ministerio de Asuntos Exteriores no ha confirmado tal rumor y su cuerpo fue incinerado al día siguiente sin que se llevase a cabo ninguna autopsia oficial.
Ninguna persona o suceso en este libro corresponden a personas o sucesos reales. La realidad es demasiado poco creíble para ello.

Bangkok, 23 de febrero de 1998

 
 
1

 



El semáforo se puso en verde y el rumor de los coches, las motos y los taxis tuk-tuk fue creciendo hasta tal punto que Dim pudo observar cómo temblaban los cristales de los grandes almacenes Robertson. Volvieron a ponerse en movimiento, y el largo vestido rojo de seda que había en el escaparate desapareció tras ellos en la oscuridad de la noche.
Dim cogió un taxi. No un autobús repleto de gente ni un tuk-tuk oxidado, sino un taxi con aire acondicionado y un conductor que permanecía callado. Apoyó la nuca contra el reposacabezas e intentó disfrutar del trayecto. No hubo problemas. Una moto les esquivó y la chica montada en la parte de atrás se agarró a una camiseta roja con casco de visera y les dirigió una mirada vacía. Agárrate bien, pensó Dim.
En Rama IV el conductor se colocó detrás de un camión que vomitaba humo de gasoil tan negro y denso que ella no fue capaz de ver la matrícula. Tras atravesar el dispositivo del aire acondicionado, el humo se había enfriado y se había vuelto casi inodoro. Solo casi. Ella sacudió la mano discretamente para dar a entender lo que opinaba al respecto, y el conductor miró el retrovisor y dio un giro para adelantar el camión. Sin problema.
Su vida siempre había sido así. En la granja donde Dim se crió eran seis hermanas. Según su padre, las seis sobraban. Ella tenía siete años cuando se quedaron despidiéndose y tosiendo en medio del polvo amarillo, mientras el carruaje que transportaba a su hermana mayor se alejaba por el camino que había junto al canal de aguas marrones. La hermana llevaba ropa limpia, un billete de tren a Bangkok y una dirección de Patpong anotada en la parte de atrás de una tarjeta de visita. Lloraba a lágrima viva, por mucho que Dim moviera la mano con tanta fuerza para despedirse que parecía que se le iba a caer al suelo. La madre acarició el pelo de Dim diciendo que no era fácil, pero que tampoco estaba tan mal. Por lo menos, la hermana se libraba de ir de granja en granja como kwai, tal como había hecho su madre antes de casarse. Además, la señorita Wong había prometido que la iba a cuidar bien. Su padre asintió con la cabeza mientras escupía el betel entre unos dientes negros, y añadió que los farang de los bares pagaban muy bien por las chicas nuevas.
Dim no entendía bien lo de kwai, pero no quiso preguntar. Por supuesto, ella sabía que kwai era un buey. Al igual que la mayoría de las granjas de la zona, ellos no se podían permitir tener su propio buey y, por tanto, alquilaban uno cuando se disponían a labrar los cultivos de arroz. No fue hasta más tarde cuando se enteró de que a la niña que acompañaba al buey también la llamaban kwai, ya que sus servicios iban incluidos. Esa era la tradición, y con un poco de suerte daría con un granjero que quisiera quedarse con ella antes de que se hiciera demasiado mayor.
Un buen día, cuando Dim tenía quince años, su padre la llamó por su nombre mientras se aproximaba a ella vadeando por el campo de arroz, con el sol a la espalda y su sombrero en una mano. Ella no le respondió de inmediato. Enderezó la espalda y contempló detenidamente las verdes colinas que rodeaban la pequeña granja, cerró los ojos y escuchó el canto del pájaro trompeta entre las hojas, a la vez que inhaló el aroma de los eucaliptos y los gomeros. Sabía que había llegado su hora.
El primer año vivieron juntas cuatro chicas en un cuarto donde compartían todo: cama, comida y ropa. Esto último era especialmente importante, puesto que sin ropa bonita una no accedía a los mejores clientes. Dim aprendió a bailar, a sonreír y a distinguir entre quienes solo querían pagar copas y quienes querían comprar servicios sexuales. Su padre había acordado con la señorita Wong que mandara el dinero a casa, y por esa razón ella apenas lo vio durante los primeros años. Sin embargo, la señorita Wong estaba contenta y con el tiempo iba dejando más dinero para Dim.
La señorita Wong tenía todos los motivos del mundo para sentirse satisfecha. Dim trabajaba duro y los clientes gastaban dinero en copas. La señorita Wong podía darse por satisfecha por el hecho de que todavía siguiera allí, puesto que había estado a punto de perderla en un par de ocasiones. Un japonés quiso casarse con Dim, pero desistió cuando ella le pidió dinero para el billete de avión. Un americano la llevó con él a Phuket, pospuso su viaje de regreso y le compró un anillo de diamantes. Ella lo empeñó al día siguiente de su partida.
Algunos pagaban muy mal y la mandaban al carajo si se quejaba; otros se chivaban a la señorita Wong si ella no accedía a todos sus deseos. No entendían que, al pagar para liberarla de la barra, la señorita Wong se quedaba con lo suyo y Dim se convertía en su propia dueña. Su propia dueña. Ella pensaba en aquel vestido rojo del escaparate. Su madre tenía razón: no era fácil, pero tampoco estaba tan mal.
Y ella había conseguido mantener su sonrisa inocente y su risa jovial. A ellos les gustaban esas cosas. Quizá por eso obtuvo la oferta del trabajo que Wang Lee anunció en Thai Rath bajo el encabezamiento A. R. H., o «Agente de Relaciones con el Huésped». Wang Lee era un chino pequeño y casi negro encargado de un motel bastante alejado en Sukhumvit Road, cuyos clientes eran en su mayoría extranjeros con deseos peculiares, aunque no lo demasiado peculiares para que ella no pudiera hacer nada al respecto. A decir verdad, a ella le agradaban mucho más esas tareas que bailar en la barra durante horas y horas. Además, Wang Lee pagaba bien. El único inconveniente era que tardaba mucho en llegar desde su piso de Banglamphu.
¡El maldito tráfico! Otra vez se había detenido, y Dim le dijo al conductor que quería bajarse, aunque ello significase que tendría que cruzar seis carriles para llegar al motel situado al otro lado de la carretera. El aire la envolvió como una toalla caliente y húmeda cuando se bajó del taxi. Buscó algún resquicio mientras se tapaba la boca con la mano, aunque era consciente de que de nada serviría, ya que en Bangkok no existía otro aire que respirar, pero al menos se libraba del olor.
Se deslizó entre los coches. Tuvo que apartarse al paso de una camioneta con la plataforma de carga llena de chicos silbando, y a punto estuvo de que un Toyota desbocado se le echara encima. Al final logró cruzar.


Wang Lee alzó la mirada cuando Dim entró en la vacía recepción.
—¿Una noche tranquila? —preguntó ella.
Él asintió vehementemente con la cabeza. Durante el último año había habido unas cuantas noches así.
—¿Has comido?
—Sí —mintió ella.
Él tenía buena intención, pero a ella no le apetecían los tallarines aguachinados que preparaba en el cuarto trasero.
—Habrá que esperar un rato —dijo—. El farang quería dormir primero. Llamará cuando esté listo.
Ella resopló.
—Lee, usted sabe bien que tengo que volver a la barra antes de medianoche.
Él miró el reloj.
—Dale una hora.
Ella se encogió de hombros y se sentó. Un año atrás él seguramente la habría echado de allí por hablar de aquella manera, pero ahora necesitaba con urgencia cualquier tipo de ingreso. Por supuesto que se podría largar, pero entonces habría desperdiciado aquel largo viaje. Además le debía alguna que otra a Lee. No era el peor chulo para el que había trabajado.
Tras apagar el tercer cigarrillo, se enjuagó la boca con el amargo té chino de Lee y se levantó para comprobar por última vez el maquillaje ante el espejo que había sobre el mostrador.
—Voy a despertarle —dijo ella.
—Hummm… ¿Tienes los patines?
Ella levantó el bolso.
Sus tacones crujían sobre la gravilla del desértico corredor abierto que había entre las habitaciones inferiores del motel. La habitación 120 se encontraba en la parte más interior. No vio ningún coche fuera, pero en la ventana había luz. Tal vez se había despertado ya. Una leve brisa levantó su corta falda, pero no le refrescó lo más mínimo. Ella añoraba el monzón tras la lluvia. De la misma manera que, tras unas semanas de inundaciones, calles llenas de barro y ropa enmohecida, echaba de menos los meses secos y sin viento.
Llamó a la puerta con suavidad, adoptó una sonrisa ingenua y su boca tenía ya preparada la pregunta «¿Cómo te llamas?». Nadie contestó. Volvió a llamar y miró la hora. Seguramente podría regatear a fin de sacar aquel vestido rojo por unos cientos de baht menos, aunque fuera en Robertson. Giró el pomo de la puerta y descubrió sorprendida que la puerta estaba abierta.

Estaba tumbado bocabajo en la cama, y su primera impresión fue que estaba dormido. A continuación vio el destello de vidrio azul del puñal que sobresalía de la americana de color amarillo fosforescente. Era difícil determinar cuál fue el primer pensamiento que le vino de todos los que pasaban por su cabeza, pero uno de ellos fue que el viaje a Banglamphu había sido definitivamente en vano. Al final consiguió recuperar el control de sus cuerdas vocales. Sin embargo, su grito fue ahogado por el estrepitoso claxon de un camión que esquivaba a un tuk-tuk despistado en la Sukhumvit Road. 

Fuente:

  
Título original: Kakerlakkene 

Edición en formato digital: junio de 2015

© 1998, Jo Nesbø. Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Bente Teigen Gundersen y Mariano González Campo, por la traducción
  
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Nora Grosse
Ilustración de portada: Getty Images

ISBN: 978-84-16195-40-4

Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.


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