miércoles, 4 de diciembre de 2019

MARTA SANZ UN BUEN DETECTIVE NO SE CASA JAMÁS. (Fragmento).


   

Se doctoró en Literatura Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis `La poesía española durante la transición (1975-1986)`.
Ha escrito cuentos, poesía y ensayos, ha ejercido la crítica literaria en distintos medios, ha dirigido la revista literaria Ni hablar.
Actualmente trabaja como profesora en la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid. Colabora habitualmente en los periódicos El País, (en el suplemento de viajes El Viajero) y en Público (en la sección Culturas) y con la revista El Cultural de El Mundo. Ha recibido importantes premios, como el Premio Herralde de novela (2015), el Ojo Crítico de Narrativa (2001) o el XI Premio Vargas Llosa de relatos. Fue finalista del Premio Nadal en 2006 y semifinalista del Premio Herralde en 2009.
***
Zarco, aquel detective tan poco convencional de Black, black, black, cuarentón y gay, ex marido de Paula y luego novio de Olmo –tan joven, tan seductor, y ahora tan infiel– se va de viaje. Para olvidar y para que le olviden. También para huir de la compasión irónica de su ex mujer.
Se refugiará en el riurau que la riquísima familia de Marina Frankel, una antigua amiga, tiene en las afueras de una ciudad de la costa mediterránea. Marina pertenece a una estirpe de gemelas monocigóticas: Amparo y Janni, la primera generación, Marina y su hermana Ilse, las hijas de Ilse. Abandonadas por Janni cuando eran niñas, Marina e Ilse han sido criadas por la tremenda Amparo, única heredera del viejo Orts, que con su vitalidad y su rústico talento para los negocios ha multiplicado la fortuna familiar. Ya mayor, Amparo se casa con Marcos Cambra, un bello podólogo que se parece a Delon, y vive en el riurau rodeado de mujeres que representan las dos caras de una extraña moneda familiar: una casi fea, la otra bellísima. El camaleónico poder de las hermanas rodea de misterio a esta familia de espesa femineidad y enigmas múltiples.
Zarco, inesperado detective nunca escueto en palabras, los irá desvelando uno a uno, aunque de repente note, en su interior más recóndito, que también él necesita que alguien lo encuentre...
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
MARTA SANZ

UN BUEN DETECTIVE NO SE CASA JAMÁS



A Luisgé Martín y Axier Uzkudun, inspiradores. A Isaac Rosa y Marta Velasco, primeros lectores.


El amor casi siempre debilita una novela policíaca, pues introduce una especie de suspense contrario a la lucha del detective por resolver el problema. Es algo que falsea las cartas, y nueve veces de cada diez supone la eliminación de al menos dos sospechosos útiles. En este caso, la única forma de amor eficaz es la que añade un elemento de peligro personal al detective. Pero, al mismo tiempo, percibimos instintivamente que se trata de un simple episodio. Un buen detective no se casa jamás.

RAYMOND CHANDLER,
Apuntes sobre la novela policíaca (escritos en 1949)



o
La coja ausente

Tengo el corazón roto y no sé conducir. He comprado un billete de autobús. He desconectado el móvil y me he hecho la promesa de no encenderlo más que por las noches para comprobar las llamadas perdidas y los mensajes. Todo el día será como un dolor extendido hacia ese momento negro como el agujero del culo. Retención que acaba en espasmo de placer. O quizá el corazón se me pulverice cuando, tras escuchar la señal de encendido del teléfono, compruebe que nadie me ha buscado. Que a nadie puedo castigar con mi desaparición.
Tómate esta botella conmigo; en el último trago me besas...
Con el volumen excesivamente alto, mi compañera de asiento escucha una canción, como pensada para mí, a través de unos auriculares. Ahora y durante los próximos meses, casi todas las canciones estarán como pensadas para mí. Mi compañera de viaje le pega un traguito a su cola light.
Tómate esta botella conmigo...
Yo no bebo mucho ni sé conducir y vuelvo la cara hacia el cristal de la ventanilla para que mi compañera de viaje no me descubra los pucheros. Imagino a la Vargas, amojamada, con los labios húmedos de tequila. Con cada lingotazo, la voz se rompe un poco más y el blanco de los ojos se va enrojeciendo mientras las falanges se crispan al agarrar los vasitos y apretar el pucho contra el cenicero de porcelana —uno parecido al recipiente donde se liga el alioli—. Los ojos, tan vidriosos, podrían quebrarse. Cualquier ceniza, cualquier pavesa, sería una pedrada contra los ojos llenos de peces de la Vargas.
Quiero ver a qué sabe tu olvido...
Mi olvido ahora es un aceite —de girasol, sin duda— que me repite volviendo a la boca. Olmo es muy joven y es natural que busque experiencias. Experiencia número uno: mujer con clave de sol tatuada en la rabadilla —«No podrá ponerse la anestesia epidural», diría Paula—. Experiencia número dos: hombre rubio, aproximadamente de mi edad, pero con aspecto de magro de york enlatado. En lugar de comprender los devaneos de Olmo, de asesorarlo, de ejercer de cicerone de su sensualidad o de instructor-Valmont, de darle consejos y de escribir tratados en latín o en francés del siglo XVIII apoyado en su culito en pompa —escurrido, pero en escorzo adopta la figura y suavidad resbaladiza de una pompa de jabón, ¡flop!—; en lugar de disfrutar de la calma o de la perspectiva que da la edad, me agarré el canasto de las chufas. Perdí la respiración. Me sangró la nariz. Y no son metáforas.
... nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores, otra vez a brindar con extraños...
Medí mis reservas de cinismo: no me podría enfrentar a la media sonrisa de mi exmujer ante las infidelidades de mi joven amante. Aunque después se recogiese los hilos sueltos de su boca sarcástica para convertirse en mi cómplice y mi refugio. Porque Paula es una bellísima persona que hubiese forzado nuestra postura hasta conseguir la imagen de una Pietà articulada: Cristo deslavazado y virgen-silla. Ella, la virgen; yo, el deslavazado. Un residuo.
... y a penar por los mismos dolores...
Ni siquiera puedo alimentarme de la energía de la Vargas. A mí nunca me sentaron bien los ponchos ni el tequila. Analizo mis sentimientos. Me maltrato mucho: quizá no me voy para evitar el juicio de mi exmujer, el rasero de esa línea vertical que le separa las cejas; quizá huyo para que no me entregue su dulzor —frutas de pulpa roja cortadas en dos mitades, gotas de azúcar que libarán los abejorros—; para evitar que Paula piense que con su ternura —vanidad— me puede devolver al redil de los casados que se conocen bien, se hacen concesiones y guardan las formas. Me marcho para que Paula no se confunda nuevamente. Para no aprovecharme de sus brazos abiertos y para que sus brazos abiertos no se transformen en cruces o en ramas de árbol que después se estrellen contra mis costillas. Soy un tipo intachable.
—¡Y en el último trago, nos vamos!
Hice unas llamadas, mi equipaje. Me dirijo hacia un espacio selenita en el que mi corazón latirá, extracorpóreo, sin causarme dolor —he sustituido los policiales por las series de médicos—; un espacio que ni Olmo ni Paula adivinarían nunca. Porque el uno y la otra son un par de presuntuosos que no saben de mí ni la mitad de lo que se creen. Me buscarán en Venecia, en París o en Praga. Me buscarán en Nueva York o Calcuta. En Tokio, en Helsinki. Incluso en Ronda, San Antonio o Cadaqués. Pero nunca se les ocurrirá buscarme por aquí. Mientras rumio estas cuestiones, me doy un golpe en el muslo —un golpe de descubrimiento— y la chica que escucha a Chavela Vargas se pone a mirarme por el rabillo del ojo. Yo pienso que a uno hay miradas que lo estropean.



Juego al escondite. Bajo la tapa de una boca de registro, espero a que Olmo o Paula olisqueen el aire y, por fin, me encuentren. Pero no llegan nunca y yo acabo mimetizado con las criaturas de las alcantarillas, navegando en las góndolas subterráneas del fantasma de la ópera. Me duermo y la parálisis causa un descenso de mi temperatura corporal que complica enormemente las labores de rescate de un hombre atrapado bajo tierra. Trabo amistad con la rata mutilada que desfigura de un mordisco los mofletes de un bebé veneciano. Mi tía Pat, esa mujer que nunca —o casi nunca— sonreía en las fotos, dejó que esa rata, mutilada y tenaz, saliera de su cabeza y habitara el mundo.
Puede que mis compañeros no hayan bajado a jugar al escondite y yo los aguarde, eternamente solo, detrás de un árbol. Escondiéndome, buscándome y encontrándome por las habitaciones de una casa donde no hay más niños ni más detectives con lupa. Corriendo como un loco para darme caza a mí mismo. Persigo mi sombra y me la coso al talón con una fina puntada. ¿Estará la dama detrás del biombo? Salgo de los rincones cuando ya nadie me busca, levanto los brazos, hago señas y doy voces. Nadie se acerca. Sin embargo, me acurruco en lo más recóndito del armario o del cesto de la ropa sucia cuando gritan mi nombre; me tapo con fuerza los oídos para reprimir el deseo de mostrarme. Acabo de iniciar mi huida y ya me aprieto las orejas con las manos para evitar oír las voces que ni siquiera sé si me llaman.
—Señor, señor...
La chica que escucha a Chavela me zarandea un poquitín. Es muy considerada esta oyente de corridos desgarrados y boleritos tristes.
—Señor, estamos llegando...
Abro los ojos y, con disimulo, he de retirarme la baba que, como veneno de cobra, se me ha escapado de dentro. La chica que escucha a Chavela se ha percatado de que soy un reptil o, lo que es peor, un viejo baboso y maricón:
—Mire, la playa...
Al final de su frase hay una promesa que no va dirigida a mí, sino seguramente a uno de los miles de cuerpos —broncíneos, lechosos, rubicundos, rizados, macilentos, alicatados, letárgicos, tímidos, obtusos, angulosos, escalenos, inflamables, húmedos... que se encajan como piezas de un puzzle —ingles y bocas, orificios ensamblados en la orgía— sobre la arena. Vuelvo a mirar a la mujercita y me corrijo. Nadie le aceptaría una promesa ni una palabra de amor. A mí tampoco me echan de menos. A lo mejor, no estoy jugando y mi huida no es una llamada de atención, sino afán por respirar. Quizá —ni yo puedo creerlo— no siempre finjo. No siempre hablo en falsete. Necesito que me dejen en paz. Procuro asimilar esta idea. Repito: que me dejen en paz, que me dejen, en paz, que me dejen... Estaría bien que procurase pensar durante un rato como Paula. Ser un poco más pragmático. Ingerir los medicamentos prescritos para sanarme respetando los intervalos entre pastilla y pastilla. Estaría bien. Sería justo. Necesario. El pragmatismo de Paula es un evangelio. Aprenderé a tomar el sol sobre las rocas sin desear que nadie me mire. Miraré sin estar mirándome. Que me dejen. En paz. La que se queda mirándome ahora es mi compañera de asiento, que no es tan joven como yo había creído sino que parece más bien una enana a punto de hacer una pirueta, con sus resabios y sus tutús hechos a medida. Mi compañera de asiento me dice con una voz pasada de revoluciones:
—¿Se encuentra usted bien, señor?
Tengo el corazón roto y no sé conducir. Soy un detective en sus vacaciones de verano.



Marina Frankel me espera en el bar del hotel donde nos hemos dado cita. La última vez que conversamos me dijo que quería que nos viésemos allí porque en ese hotel hay un ascensor que sube a una azotea con las mejores vistas del mundo. Marina Frankel es así de original. Espero que, después de tantos años sin vernos, no haya elegido ese lugar para empujarme al vacío. Marina se ofreció para ir a recogerme a la estación de autobuses, pero yo no quise. Mi empeño en que nadie me espere en las dársenas de la estación es una forma —bastante estúpida— de refocilarme en la soledad y el abandono —soledad y abandono: barro donde se revuelca el cerdo—. Yo también soy así de original.
Las estaciones de autobús son, por definición, inhóspitas y rezuman algo sucio que huele a bocadillo de longaniza y a una forma de peligro diferente de la que se intuye delante de las puertas de embarque del avión. Rechazar el ofrecimiento de que alguien venga a recogerme en un coche puede ser también un gesto de coquetería por mi parte, ya que no me gusta que me sorprendan bajando de un autobús con la camisa arrugada. Soy un hombre que no halla el modo correcto de agarrar los bultos de su equipaje: llevo algunas bolsas, además de mi maleta de explorador, y soy torpe distribuyendo pesos a lo largo de mis brazos.
—Señor, ¿le ayudo?
Mi compañera de viaje me incomoda con su buena educación y sus tratamientos de respeto. Le digo que no. La mujercita corre deslizante en dirección al W. C. Yo dejo las bolsas sobre un poyete y las reacomodo sobre puntos neurálgicos de mi musculatura. Me duele todo. Me siento como un perchero, como un dromedario.
—Si fuera un objeto, ¿qué objeto sería?
—Zarco sería... ¡un galán de noche!
Paula se partiría de risa con el doble sentido. Arturo Zarco, galán de noche. Dondiego. Petunia. Clavel rojo. Aroma a lavanda inglesa. Puto —qué más quisiera yo—. De tal apostura no queda hoy nada de nada. La humedad dibuja círculos alrededor de mis axilas. Estoy sucio, solo, acalorado. En la situación perfecta para no rememorar la crueldad de los efebos —Olmo y sus traiciones— ni el tiempo perdido. O al revés: los dolores podrían agolparse en mi esternón como una bolsa más a la que no sé cómo darle acomodo.
—¿Está bien seguro de que no quiere que le ayude?
La mujercita ha salido del aseo de señoras. Se ha apretado la goma de la coleta de caballo que se le aflojó con la fricción del respaldo durante el viaje. Vuelvo a negar y remiro a la mujer que escucha a Chavela: es irritantemente educadita y se arregla muy bien con sus propios bultos. Me la imagino acarreando un canasto de maíz. La mujercita es, sin duda, una mucama. Ahora, justo, aquí, si Paula estuviera al otro lado del teléfono, proferiría un alarido de indignación. Pero Paula no me oye, no me ve, y yo debería estar saltando como un liberto mientras me acostumbro a hablar solo y a disfrutar del placer que mis soliloquios me reporten. Para mí mismo. Conmigo. La cincha de una de las bolsas me muerde como si el cuero tuviese dentadura. Las personas egoístas no aprendemos a estar completamente solas.
—Hasta la vista, señor.
Recoloco en otro punto de mis hombros una tira que me hace daño y llevo la mano al ala de mi sombrero, vencido peligrosamente hacia delante:
—Hasta la vista, querida.
Las gotas de sudor se me meten en los ojos. Procuro recordar dónde guardé la cartera y decidir cuál sería la mejor forma de sacarla para darle al taxista la dirección del hotel donde he quedado con Marina Frankel. Mi aspecto: boca seca, ropa arrugada, correas del equipaje incrustadas en mis chichas. Tengo una visión: un devoto del sexo atado y bien atado le pide a la dominatriz que apriete un poco más. Cuando le dije a Marina que ni se le ocurriera venir a recogerme, me movía el interés de preservar mi propia imagen. No me gusta que me vean recién levantado, sin afeitar, con un impreciso sabor de boca que me sube desde el estómago o desde el vientre —el bajo—. Por la mañana, a Olmo, de la boca le salían emanaciones de sándalo y bollitos de anís —los veo—. Olmo ahora es un borrón que estará comiendo croquetas en casa de su mamá.
—¿Taxi?
El taxista me ve tan apurado que se encarga de todo el equipaje. No necesita más de dos o tres movimientos para acoplar los bultos en su cuerpo escultural. Parece un muchacho excelente.
—Lo siento, pero el aire no funciona.
Sudo a chorros. Voy a marearme, pero no me doy aire con la mano a fin de evitar un gesto de mariconería de esos que Paula me afea. Lo cierto es que a mí también me incomodan. Resisto mientras delante de mis ojos, a través de la ventanilla, desfilan rascacielos, terrazas, comercios, toldos, jardincillos, mujeres y hombres vestidos con indumentarias impensables en otros lugares que no fueran éste. Gorros de mexicano. Maracas de Machín. Pareos. Lentejuelas. Bermudas. Viseras. Patinadores. Los zepelines surcan el cielo.
—Son veinte con diez.
—Cobre veintiuno.
Me gusta dar propinas incluso cuando ando justo de dinero. Soy hombre dadivoso. No escatimo. Ésa es otra de las predisposiciones naturales que Paula me corrige. Gracias a ella, mis cuentas están bastante saneadas, pese a que no suelo tener mucho trabajo.
—Que tenga usted un día inmejorable.
El hiperbólico taxista, en otras circunstancias, hubiera logrado que mis vacaciones fueran mucho más felices. Pero ahora me siento estólido, inapetente. Carezco de esa seguridad en mí mismo sin la que es complicado afrontar la tensión del coqueteo.
Ahora que localizo a Marina Frankel en el bar de este hotel con forma de nave espacial o de templo habitado por una secta californiana, me retracto otra vez: estoy seguro de que le dije que no me fuera a buscar por consideración hacia ella. Debo corregir, en la medida de lo posible, la tendencia a enjuiciar mis acciones de un modo en el que siempre el lado oscuro y egoísta anula la buena voluntad —que está ahí sin duda—: mi uniforme de camuflaje, como un ácido, se me va comiendo la calidad humana. Antes me atraía ese Zarco despectivo. Pero, tal vez a causa de este clima tan húmedo, me encuentro exhausto y no tengo ganas de encrespar la espina dorsal como gato rencoroso. Quiero dejarme querer, ronronear bajo la caricia de una mano —no importa que sea femenina, basta con que sea hermosa...—, la mano suave y enjoyada de Marina Frankel...
—¡Buen día, señor! Vaya casualidad...
La mucama me intercepta antes de que yo haya atravesado el hall del hotel para encontrarme con Marina, que desde un rincón del bar me saluda. Mi amiga rápidamente se levanta —ha debido de notar mi aspecto depauperado— y se acerca como si fuera urgentísimo sostenerme. Al llegar junto a mí, me da dos besos agarrándome por los hombros. Yo sólo espero no desprender mal olor:
—¿Ya conoces a Charly?
Charly, la mucama, me tiende sus manos, rematadas en diez dedos cortos y anillados —no se amputó ninguno recolectando plantas con machete o con hoz—. Resuenan las vértebras de mi espinazo felino. Esto empieza a ser una terrible coincidencia y un mal augurio.



—Arturo, no puedes dejar de subir.
Marina Frankel, pese a su apellido de ventrílocua, no sabe hablar alemán. Casi toda su vida ha transcurrido en esta ciudad del Mediterráneo de la que sólo salió cuando estudiaba bellas artes. Entonces la conocí y, antes de que me casara con Paula, Marina y yo ya éramos de esos amigos que se confiesan delante de unas copas. Conozco detalles escabrosos de la familia de Marina Frankel. Ella a mí también me guarda algún secreto. Con Marina nunca me sentí acosado ni querido de esa forma arácnida que Paula tiene de querer —o de quererme específicamente a mí—. En realidad, ambas mujeres se parecen un poco si exceptuamos la circunstancia física de que Paula es coja y Marina rubia. Igual que Paula, Marina se comporta con frialdad con las personas que no conoce demasiado. Con educación, pero sin tocar. Seca. Pero, de pronto, Marina se abre y es una mujer que da mucho cariño, delicada, cálida —¿a quién podría contarle yo ahora que delicada y cálida tienen casi las mismas sílabas?—. Marina te elige, te da la mano, te muestra la trastienda —estantes llenos de drogas y linimentos de colores, jeringuillas de cristal—, el doble fondo de ese baúl donde se guarda un polvoriento traje de novia, el cajón escondido de ese secreter en el que se firmaron, como poco, tres armisticios y un pacto de sangre. En ese momento, uno es el hombre más feliz del mundo. Sin embargo, de profundamente Marina —«Suena a telenovela», me diría Paula como si yo no hubiera elegido la cursiva a propósito— no sé tantas cosas como ella sabe de mí. Ése es un desequilibrio que podremos superar a lo largo de este verano en el que procuraré hablar poco de mi vida, aunque estoy seguro de que, con su aparente desinterés, Marina me tirará de la lengua.
Ficha técnica:
Catálogo Editorial Anagrama.

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