George Steiner nos ofrece
en La poesía del
pensamiento una esclarecedora visión de la inseparable relación
que existe entre la filosofía occidental y el lenguaje y, con su deslumbrante y
convincente criterio a la hora de argumentar, nos presenta su opus magnum: un
examen de más de dos milenios de cultura occidental que reivindica la esencial
unidad del gran pensamiento y el gran estilo. Panorámico pero preciso,
moviéndose entre el detalle esencial y el ejemplo decisivo, George Steiner
recorre toda la historia de la filosofía occidental, que se entrelaza con la
literatura, para llegar a la conclusión de que, como afirmaba Sartre, en toda filosofía
hay «una prosa literaria oculta». «Este genio poético del pensamiento
abstracto», señala Steiner, «se ilumina, se hace audible. El argumento, aun
analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el
movimiento final de la Fenomenología
de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel
habría estimado? Este ensayo es un intento de escuchar más atentamente».
George Steiner
La poesía del pensamiento
Del helenismo a
Celan
Título original: The poetry of thought. From
the Hellenism to Celan
George Steiner, 2011
Traducción:
María Condor
Editor digital: Titivillus
ePub
base r1.2
Para Durs Grünbein, poeta y cartesiano
Toute pensée commence par
un poème.
(«Todo
pensamiento empieza por un poema»).
Alain, «Commentaire sur “La jeune Parque”»,
1953
Il y a toujours dans la philosophie une prose
littéraire cachée, une ambigüité des termes.
(«Hay
siempre en la filosofía una prosa literaria oculta, una ambigüedad en los
términos»).
Sartre, Situaciones IX, 1965
On ne pense en philosophie que sous des
métaphores.
(«En
filosofía no se piensa más que con metáforas»).
Louis Althusser, Elementos de autocrítica,
1972
Lucrecio y Séneca son «modelos de
investigación filosófico-literaria en los cuales el lenguaje literario y unas
complejas estructuras dialógicas cautivan el alma entera del interlocutor (y
del lector) de un modo que un tratado abstracto e impersonal no podría hacer…
La forma es un elemento crucial en el contenido filosófico de la obra. En
ocasiones, incluso (como sucede en Medea), el contenido de la forma resulta ser tan poderoso
que pone en cuestión la enseñanza supuestamente simple que encierra».
Martha Nussbaum, La terapia del deseo, 1994
Gegenüber den Dichtern stehen die Philosophen unglaublich gut angezogen
da. Dabei sind sie nackt, ganz erbärmlich nackt, wenn man bedenkt, mit welch
dürftiger Bildsprache sie die meiste Zeit auskommen müssen.
(«Al
contrario que los poetas, los filósofos aparecen increíblemente bien ataviados.
Sin embargo están desnudos, lastimosamente desnudos, si se considera con qué
pobre imaginería tienen que manejarse la mayor parte del tiempo»).
Durs Grünbein, Das
erste Jahr, 2001
Prefacio
¿Cuáles
son las concepciones filosóficas del sordomudo? ¿Cuáles son sus
representaciones metafísicas?
Todos
los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible excepción de la
lógica formal (matemática) y simbólica, son irremediablemente lingüísticos. Son
hechos realidad y tomados como rehenes por un movimiento u otro de discurso, de
codificación en palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición
filosófica, la articulación y comunicación del argumento están sometidas a la
dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla humana.
Puede
que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se oculte un deseo
opaco pero insistente —el conatus de Spinoza— de escapar a esa servidumbre que
otorga poder, bien modulando el lenguaje natural para transformarlo en las
inexactitudes tautológicas, transparencias y verificabilidades de las
matemáticas; bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones
anteriores al propio lenguaje. No sabemos que haya, que pueda haber,
pensamiento antes de la expresión verbal. Aprehendemos múltiples puntos fuertes
de significado, figuraciones de sentido en las artes, en la música. El
inagotable significado de la música, su desafío a la traducción o a la
paráfrasis, se abre paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en
Nietzsche. Pero cuando aducimos el «sentido» de las representaciones estéticas
y de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por analogía
más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los dominantes contornos
del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan insistente en Plotino y en el Tractatus,
de que el meollo, el mensaje filosófico, está en lo que no se dice, en lo que
permanece tácito entre líneas. Aquello que puede ser enunciado, aquello que
supone que el lenguaje está más o menos en consonancia con auténticas
percepciones y demostraciones, quizá revele de hecho la decadencia de los
reconocimientos primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en
un estado anterior, «pre-socrático», el lenguaje estaba más cercano a las
fuentes de la inmediatez, de la no empañada «luz del Ser» (como dice
Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante privilegio adánico.
Ineludiblemente, el «animal que habla», como definieron los griegos al hombre,
habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos
gramaticales. El Logos
equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos. Incluso es posible
que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así, no sabemos o, dicho con más
precisión, no podemos decir
de qué.
Se
infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio generativo, si
bien, en última instancia, se trata de un espacio circunscrito. Sus medios
performativos son idénticos: una alineación de palabras, los modos de la
sintaxis, la puntuación (un recurso sutil). Esto es así tanto en una canción
infantil como en una Crítica
de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón. Son hechos de lenguaje.
La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar al
pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la enunciación
inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción, la paráfrasis, la
metáfrasis y todas las técnicas de transmisión o revelación, o se resisten a
ellas.
Los
profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió Sartre, hay una
«prosa literaria oculta». El pensamiento filosófico puede ser hecho realidad
«sólo con metáforas», enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta
qué punto en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus Investigaciones
en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades vitales que la filosofía y la
poesía se ocasionan recíprocamente: «Juntas son la dificultad misma: la
dificultad de tener sentido», giro que apunta al quid esencial, a la creación
de significado y la poética de la razón.
Algo que
se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de las formas de
habla, del estilo,
sobre los sistemas filosóficos y metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta
filosófica, aun en la desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún
sistema cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones
estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos en
entredicho en su época y entorno? ¿Hasta qué punto están condicionadas las
metafísicas de Descartes, de Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales
sociales e instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y
por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial en el seno
de la Europa moderna? En otros momentos, el filósofo se propone construir un
nuevo lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este empeño,
manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo saturado por el contexto
oratorial, coloquial o estético (es claro ejemplo de ello el «expresionismo» de
Zaratustra). No podría haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado
por el surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura
automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que Finnegans Wake o el lapidario
hallazgo de Gertrude Stein de que «There is no there», «Allí no hay ningún allí»?
Son
algunos aspectos de esta «estilización» en ciertos textos filosóficos, del
engendramiento de esos textos a través de herramientas y modas literarias, lo
que quiero considerar (de una manera inevitablemente parcial y provisional).
Quiero observar las interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o
dramaturgo, por una parte, y el pensador declarado por otra. «Ser a la vez
Spinoza y Stendhal» (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua hechas icónicas
por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger con Hölderlin.
En este
ensayo es fundamental hacer una conjetura que encuentro difícil de expresar en
palabras. La estrecha asociación de la música con la poesía ya es un lugar
común. Comparten fecundas categorías de ritmo, fraseo, cadencia, sonoridad,
entonación y medida. La «música de la poesía» es exactamente eso. Poner letra a
una melodía o poner música a un texto constituyen un ejercicio de materia prima
común.
¿Hay en
algún sentido afín «una poesía, una música del pensamiento» más profunda que la
que va ligada a los usos externos del lenguaje, al estilo?
Solemos
utilizar el término y el concepto de «pensamiento» con irreflexiva amplitud y
largueza. Asignamos el proceso de «pensar» a una ingente multiplicidad que se
extiende desde el torrente subconsciente y caótico de restos interiorizados,
incluso en el sueño, hasta el más riguroso de los procedimientos analíticos,
una multiplicidad que abarca el ininterrumpido parloteo de lo cotidiano y la
concentrada meditación de Aristóteles sobre el alma o de Hegel sobre el yo. En
el habla común, el «pensar» es democratizado. Se hace universal y sin patente.
Pero esto es confundir radicalmente cosas que son fenómenos distintos, incluso
antagónicos. Definido de forma responsable —carecemos de un término señal—, el
pensamiento serio no es frecuente. La disciplina que requiere, el abstenerse de
la facilidad y del desorden son cosas que están muy raramente o nunca al
alcance de la gran mayoría. La mayoría de nosotros apenas tenemos conocimiento
de lo que es «pensar», transmutar los tópicos, los manidos desechos de nuestras
corrientes mentales, en «pensamientos». Percibidos de forma adecuada —¿cuándo
nos detenemos a reflexionar?—, la instauración del pensamiento de primer
calibre es tan rara como la composición de un soneto de Shakespeare o de una fuga
de Bach. Tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido
a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una
jactancia infundada.
Las
cosas excelentes, advierte Spinoza, «son raras y difíciles». ¿Por qué un
distinguido texto filosófico va a ser más accesible que la alta matemática o
uno de los últimos cuartetos de Beethoven? Es inherente a un texto así un
proceso de creación, una «poesía» que a un tiempo revela y se resiste. El gran
pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las
«supremas ficciones» dentro de sí mismo. Las paparruchas de nuestras
cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo. No menos que la
«poesía», en el sentido categórico en que la filosofía tiene su música, su
pulso de tragedia, sus embelesos, incluso, aunque de modo infrecuente, su risa
(como en Montaigne o Hume). «Todo pensamiento empieza con un poema», enseñaba
Alain en su intercambio con Valéry. Este inicio compartido, esta iniciación de
mundos es difícil de suscitar. Sin embargo, deja huellas, ruidos de fondo
compatibles con aquellos que susurran los orígenes de nuestra galaxia. Sospecho
que estas huellas se pueden discernir en el mysterium tremendum de la
metáfora. Tal vez hasta la melodía, «supremo enigma de las ciencias del hombre»
(Lévi-Strauss), es, en cierto sentido, metafórica. Si somos un «animal que
habla», somos, concretando más, un primate dotado de la capacidad de usar
metáforas, para relacionar con el rayo, el símil de Heráclito, los fragmentos
dispersos del ser y de la percepción pasiva.
Donde se
funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma
o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este genio poético del
pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible. El argumento, aun analítico,
tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento
final de la Fenomenología
de Hegel mejor que el non
de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría
estimado?
Este ensayo
es un intento de escuchar más atentamente.
1
Hablamos
de la música. El análisis verbal de una partitura musical puede, hasta cierto
punto, dilucidar su estructura formal, sus elementos técnicos y su
instrumentación. Pero allí donde no es musicología en sentido estricto, allí
donde no recurre a un «meta-lenguaje» parásito de la música —«clave», «tono»,
«síncopa»—, hablar de la música, oral o escrita, es un compromiso dudoso. Una
narración, una crítica de una ejecución musical se ocupa menos del mundo sonoro
real que del ejecutante o de la recepción por el público. Es un reportaje hecho
por analogía. Apenas puede decir nada que pertenezca a la sustancia de la
composición. Unos cuantos valientes, Boecio, Rousseau, Nietzsche, Proust y
Adorno entre ellos, han tratado de traducir en palabras el tema de la música y
sus significados. Ocasionalmente han encontrado «contrapuntos» metafóricos,
modos de sugerir, simulacros de considerable efecto evocador (Proust en
relación con la sonata de Vinteuil). Sin embargo, aun en los casos en que esos
virtuosismos semióticos poseen más seducción, «escapan a la cuestión» en el
sentido estricto de la expresión. Son derivaciones.
Hablar
de la música es alimentar una ilusión, un «error categorial» como dirían los
lógicos. Es tratar la música como si fuese lenguaje natural o se hallase muy
cercana a éste. Es trasladar unas realidades semánticas de un código
lingüístico a un código musical. Los elementos musicales se experimentan o
clasifican como sintaxis; la construcción en desarrollo de una sonata, su
«tema» inicial y secundario, se designa como gramática. Las exposiciones
musicales (a su vez una designación prestada) tienen su retórica, su elocuencia
o economía. Nos inclinamos a pasar por alto que cada una de estas rúbricas se ha
tomado prestada de sus legitimidades lingüísticas. Las analogías son
ineludiblemente contingentes. Una «frase» musical no es un segmento verbal.
Esta
contaminación se ve agravada por las relaciones múltiples entre letra y música.
Un sistema lingüísticamente ordenado es insertado dentro de un «no lenguaje»,
es colocado junto a él y contra él. Esta coexistencia híbrida tiene una
ilimitada diversidad y una posible complicación (con frecuencia un Lied de Hugo
Wolf niega su texto verbal). Nuestra recepción de esta amalgama es en gran
medida somera. ¿Quién sino el más concentrado —partitura y libreto en mano— es
capaz de captar simultáneamente las notas musicales, las sílabas que las
acompañan y la polimórfica, verdaderamente dialéctica interacción entre ellas?
El córtex humano tiene dificultad para distinguir entre estímulos autónomos,
completamente distintos, y recombinarlos. Sin duda hay piezas musicales que
aspiran a imitar, a acompañar temas verbales y figurativos. Hay «música
programática» para la tempestad y la calma, para celebraciones y la
lamentaciones. Mussorgsky puso música a los «cuadros de una exposición». Hay
música de cine, muchas veces esencial para el texto dramático-visual. Pero
todas ellas son justamente consideradas especies secundarias, mestizas. Donde
existe per se,
donde según Schopenhauer es más perdurable que el hombre, la música no es ni
más ni menos que ella misma. El eco ontológico está al alcance de la mano: «Soy
lo que soy».
Su única
«traducción» o paráfrasis significativa es la del movimiento corporal. La
música se traduce a danza. Pero ese extasiado reflejo sólo es aproximado.
Deténgase el sonido y no habrá forma segura alguna de decir qué música se está
danzando (un aspecto irritante al que se alude en las Leyes de Platón). Pero, a
diferencia de los lenguajes naturales, la música es universal. Innumerables
comunidades étnicas poseen sólo rudimentos orales de literatura. Ningún grupo
humano carece de música, a menudo elaborada y complejamente organizada. Los
datos sensoriales y emocionales de la música son mucho más inmediatos que los
del habla (pueden remontarse al vientre materno). Excepto en ciertos extremos
cerebrales, principalmente asociados con las modernidades y las tecnologías en
Occidente, la música no necesita ningún desciframiento. La recepción es más o
menos instantánea en los niveles psíquico, nervioso y visceral, cuyas
interconexiones sinápticas y rendimiento acumulativo apenas comprendemos.
Pero
¿qué es lo que está recibiendo, interiorizando, a qué se está respondiendo?
¿Qué es lo que nos pone a todos en movimiento? Aquí llegamos a una dualidad de
«sentido» y de «significado» que la epistemología, la hermenéutica filosófica y
las investigaciones psicológicas han sido casi incapaces de dilucidar. Y ello
invita a suponer que lo que es inagotablemente significativo puede también
carecer de sentido. El significado de la música está en su ejecución y audición
(hay quienes «oyen» una composición cuando leen en silencio su partitura, pero
son muy pocos). Explicar lo que significa una composición, dictaminó Schumann,
es tocarla de nuevo. Desde los comienzos de la humanidad, para hombres y
mujeres, la música tiene tanto significado que apenas pueden imaginar la vida
sin ella. «Musique
avant toute chose» (Verlaine). La música llega a poseer nuestro
cuerpo y nuestra conciencia. Tranquiliza y enloquece, consuela o causa
desolación. Para incontables mortales, la música, aunque sea vagamente, se
acerca más que ninguna otra presencia sentida a inferir, a prever la posible
realidad de la trascendencia, de un encuentro con lo numinoso y con lo
sobrenatural, que se encuentran fuera del alcance empírico; para otras tantas
personas religiosas, la emoción es música metaforizada, pero ¿qué sentido
tiene, qué significado hace verificable?, ¿puede mentir la música o es
enteramente inmune a lo que los filósofos llaman «funciones de verdad»?
Idéntica música inspira y aparentemente articula propuestas irreconciliables.
«Traduce» a antinomias. La misma melodía de Beethoven inspiró la solidaridad
nazi, la promesa comunista y las insulsas panaceas del himno de Naciones
Unidas. El mismísimo coro del Rienzi de Wagner exalta el sionismo de Herzl y la visión
hitleriana del Reich. Una fantástica abundancia de significados divergentes,
incluso contradictorios, y una ausencia total de sentido. Ni la semiología ni
la psicología ni la metafísica pueden dominar esta paradoja (que alarma a
pensadores absolutistas desde Platón hasta Calvino y Lenin). Ninguna
epistemología ha sido capaz de responder de manera convincente a la sencilla
pregunta «¿Para qué sirve la música?». ¿Qué sentido tiene hacer música? Esta
crucial incapacidad de respuesta hace algo más que insinuar unas limitaciones
orgánicas del lenguaje, unas limitaciones capitales para el empeño filosófico.
Cabe la posibilidad de que el discurso hablado y no digamos el escrito sean un
fenómeno secundario. Tal vez encarnen un deterioro de ciertas totalidades primordiales
de la conciencia psicosomática que todavía actúan en la música. Con excesiva
frecuencia, hablar es «malentender». Poco antes de morir, Sócrates canta.
Cuando
Dios canta para Sí mismo, canta álgebra, opinaba Leibniz. Las afinidades, los
nervios que relacionan la música con las matemáticas se han percibido desde
Pitágoras. Rasgos cardinales de la composición musical como el tono, el volumen
y el ritmo pueden ser trazados mediante el álgebra. Igual sucede con
convenciones históricas como fugas, cánones y contrapuntos. Las matemáticas son
el otro lenguaje universal. Común a todos los hombres, instantáneamente legible
para quienes están preparados para leerlo. Como en la música, en las
matemáticas la idea de «traducción» es aplicable sólo en un sentido trivial.
Ciertas operaciones matemáticas pueden ser relatadas o descritas verbalmente.
Es posible parafrasear o metafrasear recursos matemáticos. Pero son notas al
margen secundarias, casi decorativas. En sí mismas y por sí mismas, las
matemáticas sólo pueden traducirse a otras matemáticas (como en la geometría
algebraica). En los textos matemáticos hay a menudo una sola palabra
generativa: un «hágase» inicial que autoriza y pone en marcha la cadena de
símbolos y diagramas. Es comparable al imperativo «hágase» que da comienzo a
los axiomas de la creación en el Génesis.
Sin
embargo, el(los) lenguaje(s) de las matemáticas son enormemente ricos. Su
despliegue es uno de los pocos viajes positivos y limpios a los anales de la
mente humana. Aunque inaccesibles al lego, las matemáticas manifiestan
criterios de belleza en un sentido exacto, demostrable. Sólo aquí impera la
equivalencia entre verdad y belleza. A diferencia de las enunciadas por el
lenguaje natural, las proposiciones matemáticas pueden ser verificadas o
refutadas. Cuando surge la indecidibilidad, ese concepto tiene también su
significado preciso, escrupuloso. Las lenguas orales y escritas mienten,
engañan, ofuscan a cada paso. La mayoría de las veces su motor es la ficción y
lo efímero. Las matemáticas pueden producir errores que habrá que corregir
después. No pueden mentir. Hay ingenio en las construcciones y pruebas
matemáticas como hay ingenio en Haydn y Satie. Puede haber toques de estilo
personal. Varios matemáticos me han dicho que pueden identificar al proponente
de un teorema y de su demostración por razones estilísticas. Lo que importa es
que, una vez probada, una operación matemática entra en la verdad colectiva y
la disponibilidad del anónimo. Y, además, es permanente. Cuando Esquilo esté olvidado
y el grueso de su obra se haya perdido, los teoremas de Euclides seguirán
existiendo (G. M. Hardy).
Desde
Galileo, la marcha de las matemáticas es imperial. Una ciencia natural evalúa
su legitimidad por el grado en que es posible matematizarla. Las matemáticas
desempeñan un papel cada vez más determinante en la economía, en destacadas
ramas de los estudios sociales, hasta en las disciplinas estadísticas de la
historia («cliometría»). El cálculo y la lógica formal son la fuente y anatomía
de la computación, de la teoría de la información, del almacenamiento y la
transmisión electromagnéticos que organizan y transforman ahora nuestra vida.
Los jóvenes manipulan el cristalino despliegue de los fractales como antaño
manejaban las rimas. Las matemáticas aplicadas, a menudo de una categoría
avanzada, invaden nuestra existencia individual y social.
Desde el
principio, la filosofía y la metafísica han dado vueltas alrededor de las
matemáticas como un halcón frustrado. La exigencia de Platón era clara: «Nadie
entre en la Academia que no sepa geometría». En Bergson, en Wittgenstein, la
libido matemática es representativa de la epistemología en su conjunto. Hay
episodios ilustrativos en la larga historia de las matemáticas y destacan
notablemente las investigaciones tempranas de Husserl. Pero los avances han
sido irregulares. Si las matemáticas aplicadas en sus comienzos en la
hidráulica, la agricultura, la astronomía y la navegación pueden situarse
dentro de las necesidades económicas y sociales, la matemática pura y su
meteórico progreso plantean una cuestión aparentemente difícil de responder.
Los teoremas, la interacción de alta matemática, de la teoría de los números en
especial, ¿se derivan de realidades «de ahí fuera» aunque no descubiertas
todavía y remiten a ellas?, ¿se ocupan de fenómenos existenciales, por
formalizado que sea el nivel al que lo hacen, o son un juego autónomo, una
serie y secuencia de operaciones tan arbitrarias, tan autistas como el ajedrez?
El ilimitado, podemos decir «fantástico», avance hacia delante de las
matemáticas desde el triángulo de Pitágoras hasta las funciones elípticas ¿es
generado, activado desde dentro de sí mismo, independiente de la realidad o de
la aplicación (aunque, de manera contingente, pueda aparecer la segunda)? La cuestión
ha sido debatida incluso por matemáticos y por filósofos durante milenios.
Continúa sin resolverse. Añádase a esto el luminoso rompecabezas de las
capacidades y la productividad matemáticas en el muy joven, en el
preadolescente. Un caso enigmático análogo a los virtuosismos del prodigio
musical y del maestro infantil de ajedrez. ¿Existen vínculos? ¿Hay alguna
trascendental adicción a lo inútil implantada en unos cuantos seres humanos (un
Mozart, un Gauss, un Capablanca)?
Al estar
condenadas al lenguaje, la filosofía y la psicología filosófica se han
encontrado más o menos desvalidas. Muchos pensadores se han hecho eco de un
antiguo pesar: «¿Yo habría sido filósofo de haber podido ser matemático?».
Con
respecto a los requerimientos de la filosofía, el lenguaje natural padece
graves debilidades. No puede igualar la universalidad de la música o de las
matemáticas. Incluso la lengua más extendida —hoy es la angloamericana— sólo es
provinciana y pasajera. Ningún lenguaje puede competir con las capacidades de
la música para las simultaneidades polifónicas, para los significados múltiples
bajo la presión de unas formas intraducibles. La capacidad de suscitar
emociones, a la vez específicas y generales, privadas y colectivas, excede en
mucho a la que posee el lenguaje. En algunos aspectos, la ceguera es reparable
(se pueden leer libros en Braille). La sordera, el ostracismo que expulsa de la
música, es un exilio irremediable. Tampoco puede el lenguaje natural competir
con la precisión, con la inequívoca finalidad, con la responsabilidad y la
transparencia de las matemáticas. No puede satisfacer criterios de prueba o
refutación —son lo mismo— inherentes a las matemáticas. ¿Debemos, podemos
querer decir lo que decimos o decir lo que queremos decir? La implícita generación
de nuevas preguntas, de nuevas percepciones, de hallazgos innovadores desde el
interior de la matriz matemática no tiene equivalente en el discurso oral ni
escrito. Las vías que siguen las matemáticas parecen autónomas e ilimitadas. El
lenguaje rebosa espectros manidos y circularidades artificiales.
Y sin
embargo. La definición misma de hombres y mujeres como «animales de lenguaje»
propuesta por los antiguos griegos, la designación del lenguaje y la
comunicación lingüística como el atributo definitorio de lo humano, no son
tropos arbitrarios. Las frases, orales y escritas (se puede enseñar a leer y a
escribir a los mudos), son el órgano capacitador de nuestro ser, de ese diálogo
con el yo y con los demás que arma y estabiliza nuestra identidad. Las palabras,
aun siendo imprecisas y de duración limitada, construyen el recuerdo y
articulan el futuro. La esperanza es el futuro verbal. Incluso cuando son
ingenuamente figurativos y no sometidos a examen, los sustantivos que asociamos
a conceptos como vida y muerte, al ego y al otro, son engendrados por palabras.
Hamlet a Polonio. La fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje.
Es posible amar calladamente, pero quizá sólo hasta cierto punto. La auténtica
incapacidad de hablar viene con la muerte. Morir es dejar de charlar. He
intentado demostrar que el incidente de Babel fue una bendición. Todas las
lenguas y cada una de ellas cartografían un mundo posible, un calendario y un
paisaje posibles. Aprender una lengua es ensanchar inconmensurablemente el
provincianismo del yo. Es abrir de par en par una nueva ventana a la
existencia. Las palabras, sí, andan a tientas y engañan. Ciertas epistemologías
les niegan el acceso a la realidad. Hasta la poesía más excelente está
circunscrita por su lenguaje. No obstante, es el lenguaje natural el que
proporciona a la humanidad su centro de gravedad (obsérvense las connotaciones
morales, psicológicas de este término). La risa seria es también lingüística.
Quizá sólo el sonreír desafíe la paráfrasis.
El
lenguaje natural es el medio ineluctable de la filosofía. El filósofo recurrirá
a términos técnicos y neologismos; tratará, como Hegel, de llenar giros
idiomáticos familiares de nuevos significados. Pero en esencia y, como hemos
visto, excluyendo el simbolismo de la lógica formal, el lenguaje tiene que
bastar. Como dice R. G. Collingwood en su Ensayo sobre el método filosófico
(1933): «Si el lenguaje no puede explicarse a sí mismo, ninguna otra cosa puede
explicarlo». Así, el lenguaje de la filosofía es, «como ya sabe todo lector
atento de los grandes filósofos, un lenguaje literario y no un lenguaje
técnico». Prevalecen las reglas de la literatura. En este convincente aspecto,
la filosofía se asemeja a la poesía. Es «un poema del intelecto» y representa
«el punto en el que la prosa está más cerca de ser poesía». La proximidad es
recíproca, pues a menudo es el poeta el que acude a los filósofos. Baudelaire
se vuelve a De Maistre, Mallarmé a Hegel, Celan a Heidegger, T. S. Eliot a
Bradley.
Dentro
de los incapacitantes límites de mi competencia lingüística y haciendo
imperfecto uso de la traducción, quiero considerar una selección de textos
filosóficos en su desarrollo bajo la presión de unos ideales literarios y de la
poética de la retórica. Quiero estudiar los contactos sinápticos entre
argumento filosófico y expresión literaria. Estas interpenetraciones y fusiones
nunca son totales, pero nos llevan al corazón del lenguaje y de la creatividad
de la razón. «No podemos pensar lo que no se puede pensar, por tanto tampoco podemos
decir
lo que no podemos pensar» (Tractatus, 5.61).
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