Grande
entre los grandes escritores norteamericanos contemporáneos, James Salter es
famoso por su escritura despojada, hecha de palabras certeras y silencios
elocuentes. Su incuestionable prestigio, cimentado a lo largo de casi cincuenta
años con tan sólo siete libros publicados, se vio reforzado, si cabe, con la
aparición de La última noche en abril
de 2005, un auténtico acontecimiento literario, puesto que había que remontarse
hasta 1988 para hallar su anterior libro de ficción inédito (Anochecer).
La última noche contiene diez relatos
magistrales, en los que, a partir del retrato íntimo de las relaciones entre
hombres y mujeres, salen a la luz los temas favoritos del autor: el amor, el
desengaño, el deseo, la traición, la soledad. En el cuento que da título al
libro, y que Frank Conroy ha definido como «una indiscutible obra maestra», una
mujer enferma de cáncer terminal pide a su marido y a una amiga que la ayuden a
adelantar su muerte, con resultados inesperados para los tres. Maestro del
estilo, admirado por escritores como John Irving, Richard Ford o Susan Sontag,
Salter describe la intimidad con una prosa casi pictórica, en un juego de luces
y sombras sin aparente solución. En todos sus personajes, el recuerdo de la
felicidad y del éxtasis convive con los efectos devastadores de la traición,
llevándonos finalmente a reflexionar sobre si cambiamos con el paso del tiempo
o estamos condenados a repetir los mismos errores; o dicho de otro modo, si
existe alguna relación entre quienes fuimos en nuestra juventud y las personas
en que nos convertimos en la madurez.
James
Salter
La última
noche
ePub r1.3
P3lµdµ5 17.09.13
Título
original: Last night
James
Salter, 2005
Traducción:
Luis Murillo Fort
Diseño
de portada: Yuri Dojc / Getty Images
Editor
digital: P3lµdµ5
ePub
base r1.0
George Plimpton
hadada
Cometa
Philip
se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió
el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía
de blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga blanca ceñida a
las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de
perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el
divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En
la sala no cabía un alfiler.
—Yo,
Adele —dijo con voz clara—, me entrego a ti, Phil, enteramente como esposa…
Detrás
de ella, en calidad de padrino de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba
su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño
disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había
llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la
cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de
formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba a su perrito mediante
el puño de un bastón enganchado al collar del animal.
En
el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó
los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba,
podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos
fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque
demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el
verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro,
toda morena, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena
recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia
femenina, toda despreocupación e indolencia.
Montaron
casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese
a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLereo,
su primer marido. —Frank, se llamaba—, heredero de un imperio de camiones de
basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La
lealtad —le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho
agotadores años, como solía decir— era su código. Reconocía que los términos
del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener
la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían
alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa
de Bimini.
—Cenaremos
bien —había dicho DeLereo muy contento—, subiremos a bordo y nos acostaremos.
Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.
La
cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron
a cruzar la corriente del Golfo —el capitán era de Long Island y se extravió—.
DeLereo le dio cincuenta dólares para que le cediera el timón y se fuera
abajo.
—¿Sabe
algo de navegación? —preguntó el capitán.
—Más
que usted —respondió DeLereo.
Adele,
tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimátum:
—Encuentra
un puerto como sea o prepárate para dormir solo.
Philip
Ardet conocía de sobra la anécdota, así como otras muchas. Era un hombre
varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su interlocutor
fuera la carta de un restaurante. Había conocido a Adele en el campo de golf
cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba
casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de
tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al
otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que
saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó
su bola unos doscientos metros calle abajo, perfectamente centrada.
Así
era él, capaz y tranquilo. Había estado en Princeton y en la armada. Tenía
pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La
primera vez que salieron juntos, él comentó que le sucedía algo curioso: caía
bien a ciertas personas y mal a otras.
—A
las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.
Adele
no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco
avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de
verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según
le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de
universidad.
Gustarle
a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso
todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en
serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.
Luego
resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella
ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto
fue unos años después de casarse. Todavía era guapa —su cara lo era—, pero su
figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como
hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del pijama, leía
sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un
sorbo y lo observó.
—¿Sabes
una cosa?
—¿Qué?
—He
disfrutado del sexo desde que tenía quince años.
Phil
levantó la vista.
—Yo
no me estrené tan pronto —reconoció.
—Pues
deberías.
—Buen
consejo, pero llega un poco tarde.
—¿Recuerdas
cuando tú y yo empezamos?
—Sí.
—Casi
no podíamos parar —dijo ella—. ¿Te acuerdas?
—El
promedio no está mal.
—Ya,
estupendo.
Cuando
él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían,
también tenían problemas con el amor. Pero era diferente: ya habían obtenido
grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en
lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.
Qué
sabía Phil: estaba dormido.
Llegó
el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. El era un abogado alto,
albacea de muchas herencias y depositario de otras más. Leer testamentos había
sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.
Otro
de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los
ordenadores, un papanatas, como se vio enseguida, que propuso un brindis
durante la cena.
—Por
el fin de la privacidad y la vida digna —dijo.
Estaba
con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se
entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado
siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.
—Entenderéis
por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco —dijo ella.
Las
mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar
completamente los últimos siete años.
—Es
verdad —convino su acompañante.
—¿Qué
es lo que hay que reconsiderar? —quiso saber Phil.
Le
respondieron con impaciencia. El engaño, dijeron, la mentira: ella había sido
engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino.
Con la servilleta tapó el mantel donde había derramado ya una copa.
—Pero
fueron tiempos felices, ¿no es cierto? —preguntó inocentemente Phil—. Eso pasó
a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelicidad.
—Esa
mujer me robó a mi marido. Me robó todo cuanto él había prometido.
—Perdona
—dijo Phil en voz baja—. Son cosas que pasan a diario.
Hubo
un coro de protestas, las cabezas adelantadas como los gansos sagrados. Sólo
Adele guardó silencio.
—A
diario —repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de
los hechos.
—Yo
nunca le robaría a otra el marido —dijo entonces Adele—. Jamás. —Su rostro
adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las
respuestas—. Y jamás rompería una promesa.
—Creo
que no lo harías —coincidió Phil.
—Tampoco
me enamoraría de uno de veinte años.
Estaba
hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante
de juventud.
—Desde
luego que no.
—El
abandonó a su mujer —les dijo Adele.
Silencio.
La
media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.
—Yo
no abandoné a mi mujer —dijo en voz queda—. Fue ella la que me echó.
—Abandonó
a su mujer y a sus hijos —continuó Adele.
—No
los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un
año. —Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro—. Era la
profesora de mi hijo —explicó—. Me enamoré de ella.
—Y
empezaste una historia con ella —sugirió Morrisey.
—Pues
sí.
Existe
amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.
—Al
cabo de dos o tres días —confesó Phil.
—¿Allí
mismo, en tu casa?
Phil
negó con la cabeza. Tenía una extraña sensación de impotencia. Se estaba
abandonando.
—En
casa no hice nada.
—Abandonó
a su mujer y a sus hijos —repitió Adele.
—Ya
lo sabías —dijo Phil.
—Los
dejó plantados. Llevaban casados quince años, desde que él tenía diecinueve.
—No
llevábamos quince años casados.
—Tenían
tres hijos —precisó Adele—, uno de ellos retrasado.
Algo
ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea
en el pecho. Como si estuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.
—No
era retrasado —acertó a decir—. Sólo… tenía dificultades para aprender a leer,
eso es todo.
En
ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo.
Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían
zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había
una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde
descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron.
La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los
perros. Año de alegría.
—Cuéntales
el resto —dijo Adele.
—No
hay nada que contar.
—Resulta
que esa profesora era una especie de call
girl. La sorprendió en la cama con un tío.
—¿Es
verdad? —preguntó Morrissey.
Estaba
acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a
alguien, te lo parece porque cenas con él o con ella, juegas a las cartas, pero
en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.
—No
tuvo importancia —murmuró Phil.
—Pero
el muy burro se casa con ella —continuó Adele—. La chica va a Ciudad de México,
donde él estaba trabajando, y se casan.
—No
entiendes nada, Adele —repuso Phil. Quería añadir algo, pero no pudo. Era como
estar sin resuello.
—¿Todavía
hablas con ella? —preguntó Morrissey con toda tranquilidad.
—Sí,
sobre mi cadáver —dijo Adele.
Ninguno
de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer
año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando
Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de
mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante
una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él
fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello
inclinado hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas
de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí
mismo, el que era antes.
—Hablo
con ella —admitió.
—¿Y
tu primera mujer?
—También
hablo con ella. Tenemos tres hijos.
—La
abandonó —dijo Adele—. Es todo un Casanova.
—Hay
mujeres que tienen mentalidad de poli —dijo Phil a nadie en particular—. Esto
está bien, esto otro no. En fin… —Se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se
daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida—. Pero hay algo
que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la oportunidad,
volvería a hacerlo.
Una
vez hubo salido, los demás siguieron hablando. La mujer cuyo marido había sido
infiel durante siete años sabía qué se sentía.
—Finge
que no puede evitarlo —dijo—. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de
Bergdorf’s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a
comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el
primero, y me lo compré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el
armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.
El
cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían
borrosas. Adele finalmente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se
acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo
a unos metros de él y levantó también la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele
dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.
—¿Qué
estás mirando? —preguntó al fin.
Phil
no respondió. No tenía intención de responder. Y luego:
—El
cometa —dijo—. Salía en la prensa. Se supone que hoy es la noche que se ve
mejor.
Hubo
un silencio.
—No
veo ningún cometa —dijo ella.
—¿No?
—¿Dónde
está?
—Justo
ahí encima —señaló él—. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que
sobra al lado de las Pléyades. —Phil conocía todas las constelaciones. Las había
visto surgir con la oscuridad sobre costas desoladoras.
—Vamos,
ya lo mirarás mañana —dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a
él.
—Mañana
no estará. Sólo pasa una vez.
—¿Y
tú cómo sabes dónde estará? —dijo ella—. Vamos, es tarde, marchémonos.
Phil
no se movió. Al cabo de un rato ella se encaminó hacia la casa, donde,
ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban
encendidas. El se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y luego la miró a
medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el
aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina.
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