Philip Milton Roth (Newark, Nueva Jersey, 19 de marzo de 1933 - 22 de mayo de 2018) fue un escritor estadounidense de origen judío, conocido sobre todo por sus novelas, aunque también ha escrito cuentos y ensayos. Entre sus obras más conocidas se encuentran: la colección de cuentos `Goodbye, Columbus` (1959), la novela `El mal de Portnoy` (1969), y su «trilogía americana», publicada en los años 1990, compuesta por las novelas `Pastoral americana` (1997), ganadora del Pulitzer, `Me casé con un comunista` (1998), y `La mancha humana` (2000).
Muchas de sus obras reflejan los problemas de asimilación e identidad de los judíos de Estados Unidos, lo cual lo vincula con otros autores estadounidenses como Saul Bellow, Premio Nobel en 1976, o Bernard Malamud, que también tratan en sus obras la experiencias de los judíos estadounidenses.
Gran parte de la obra de Roth explora la naturaleza del deseo sexual y la autocomprensión. Su ficción se caracteriza por el monólogo íntimo, pronunciado con un sentido de humor rebelde y la energía histérica a veces asociada con el héroe y el narrador de `El mal de Portnoy` (1969), la novela que le trajo la fama.
Roth creció en el barrio Weequahic de Newark, como el segundo hijo de una familia judío estadounidense recién emigrada de la región europea de Galitzia. Después de graduarse de la educación media superior a la edad de 16, Roth fue a la Universidad de Bucknell donde obtuvo el reconocimiento de grado B.A. en Inglés. Comenzó el doctorado en Filosofía, que nunca terminó. Luego procedió a hacer un posgrado en la Universidad de Chicago, obteniendo una maestría en literatura inglesa para luego trabajar brevemente como instructor en el programa de escritura de la universidad. Roth empezó entonces a enseñar escritura creativa en la Universidad de Iowa y en Princeton. Posteriormente continuó ejerciendo como profesor en la Universidad de Pennsylvania donde enseñó literatura comparada hasta que se retiró definitivamente de la docencia en 1992.
Fue durante su estancia en Chicago que Roth conoció al novelista Saul Bellow y a Margaret Martinson, quien se convertiría en su primera esposa. Aunque se separaron en 1963, y ella falleció en un accidente automovilístico en 1968, su matrimonio disfuncional dejó una marca indeleble en su escritura. Más específicamente, Martinson es la inspiración para el personaje femenino en varias de las novelas de Roth, incluyendo a Maureen Tarnopol en `Mi vida como hombre`, y, muy probablemente, Mary Jane Reed (o La Changa) en `El mal de Portnoy`.
Entre el fin de sus estudios y la publicación de su primera novela en 1959, Roth sirvió dos años en el ejército y luego escribió cuentos y críticas para varias revistas, incluyendo reseñas cinematográficas para The New Republic. Su primer libro, `Goodbye, Columbus`, que contiene 5 cuentos cortos y una novela breve, ganó el prestigioso National Book Award en 1960. Después publicó dos largas pero poco leídas novelas: Letting Go y Cuando ella era buena. No fue sino hasta la publicación de su tercera novela, `El mal de Portnoy`, en 1969, que Roth encontró el éxito, tanto en ventas como en buenas críticas literarias.
Durante la década de 1970, Roth experimentó con varios estilos, desde la sátira política en` Nuestra pandilla` hasta la fantasía kafkiana `El pecho`. Para el final de la década, Roth se había creado un alter ego llamado Nathan Zuckerman, quien sería el protagonista de varias novelas autoreferenciales aparecidas entre 1979 y 1986.
Uno de los periodos más fructíferos en la carrera literaria de Roth comenzó con `Operación Shylock` (1993) y siguió con `El teatro de Sabbath` (1995), donde presentó a su protagonista más decadente en la forma de un viejo titiritero. Este personaje está en completo contraste con su novela `Pastoral americana`, que se enfoca en la vida de un atleta y de la tragedia que le abruma cuando su hija se convierte en terrorista. En `Me casé con un comunista` (1998) la trama se centra en la era de McCarthy, en `La mancha humana` Roth examina la situación política estadounidense de la década de 1990. `El animal moribundo` (2001) es una novela corta que explora acercamientos con la dicotomía de eros y thanatos, del amor y la muerte.
Philip Roth es probablemente el autor más premiado de su generación. Dos de sus novelas han ganado el National Book Award, otras dos fueron finalistas, exactamente la misma situación se da con el galardón del Círculo de Críticos Nacional del Libro. También ha ganado dos premios del PEN Club y un Pulitzer por su novela `Pastoral americana` en 1997. En 2001, `La mancha humana` obtuvo el premio británico WH Smith Literary como libro del año. El crítico Harold Bloom opinó en 2003 que Roth era uno de los cuatro escritores norteamericanos vivos más importantes que todavía producían, junto con Thomas Pynchon, Don DeLillo y Cormac McCarthy. `La conjura contra América` (2004) ganó el Sidewise para historia alternativa, así como el premio de la Sociedad Estadonidense de Historiadores. También por esa novela, Roth volvió a recibir el WH Smith Literary Award. Ha sido honrado por su ciudad natal con placas colocadas en su honor en octubre de 2005 en la casa donde pasó buena parte de su infancia. En mayo de 2006 le fue otorgado el Nabokov del PEN Club.
Tan influyente y prolífica ha sido su carrera literaria en los Estados Unidos que existe una revista semestral llamada Philip Roth Studies (Estudios sobre Philip Roth) auspiciada por la Purdue University Press y la Philip Roth Society (que no está afiliada de modo alguno con Roth o sus editores).
Algunos sucesos en la vida de Roth han sido examinados por la prensa estadounidense. Por ejemplo, de acuerdo con su novela pseudoconfesional `Operación Shylock` (1993), Roth sufrió un colapso nervioso a finales de los años 1980.
En 1990 se casó con la actriz inglesa Claire Bloom, se separaron en 1994 y, en 1996, ella publicó unas memorias de ese matrimonio, poco halagadoras para Roth, tituladas `Leaving a Doll`s House`.
`Elegía` se publicó en mayo de 2006 y es una meditación acerca de la enfermedad, el deseo y la muerte.
A principios de 2006, Sam Tanenhaus, director del The New York Times Book Review envió una `breve carta en la que pedía a un par de cientos de escritores, críticos, editores y otros estudiosos de la literatura, que por favor identificaran a la mejor obra de ficción estadounidense publicada en los últimos 25 años. De los 22 libros citados por los ciento y pico de jueces `entre los que figuraban dos novelistas hispanoamericanos, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa-, 6 novelas eran de Roth: `Pastoral americana`, `La contravida`, `Operación Shylock`, `El teatro de Sabbath`, `La mancha humana` y `La conjura contra América`. Los resultados se publicaron el 21 de mayo de ese año y, en el ensayo que los acompañaba, el crítico A. O. Scott, decía: `Si hubiéramos buscado al mejor escritor de los últimos 25 años, él (Roth) hubiera ganado`.
Roth ha publicado dos libros autobiográficos: `Los hechos` (1988), donde narra sus recuerdos desde la infancia hasta que se convierte en un reputado (y controvertido) novelista y `Patrimonio. Una historia verdadera` (1991), en el que cuenta la muerte de su padre a causa de un tumor cerebral. Este libro ganó el Premio del Círculo de Críticos Nacional del Libro.
En España, las novelas de Roth han sido publicadas por Alfaguara, Mondadori y Seix Barral. La mayoría están traducidas por Jordi Fiblà.
En 2012, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Cuatro meses después de anunciados los ganadores de este importante galardón español y antes de la ceremonia de entrega `a la que se excusó de asistir debido a una reciente operación en la columna `, Roth declaró en octubre a la revista francesa `Les Inrockuptibles` que dejaba de escribir y que `Némesis` sería su `último libro`. Lori Glazer `vicepresidenta de Hougton Mifflin, la editorial que publica las obras de Roth- confirmó el 9 de noviembre la decisión del escritor.
Novela de historia-ficción que desarrolla la idea de lo que hubiera pasado si Charles Lindbergh, el famoso aviador de los años 20, hubiera sido elegido presidente de los Estados Unidos en 1940, alejando a su país de la política favorable a Gran Bretaña en su conflicto con la Alemania nazi e instaurando determinadas políticas en contra de los judíos y otras minorías.
Dos son las principales aportaciones de la novela, al margen de la especulación histórica:
La primera es que el narrador es el hijo menor de una familia judía de clase media que lucha por comprender el entorno a través de los retales de realidad que atisba a través de los noticiarios radiofónicos, periódicos, conversaciones familiares, etc. Este peligroso cóctel lleva al pequeño desde el sentimiento de orgullo hasta el temor por su propia vida creando un marco opresivo no atemperado por elementos de esperanza más allá de la figura de su padre. Precisamente la capacidad de transmitir esa perplejidad desde el punto de vista de un niño que actúa y piensa como tal es uno de los mayores méritos de la novela.
La segunda es el reflejo de un mundo basado en valores como el esfuerzo, el trabajo callado y el mérito personal en el ámbito individual y el sentimiento de ciudadanía y sus responsabilidades en el ámbito público, valores todos ellos representados en la figura del padre. Roth huye del maniqueísmo, ya que la coherencia lleva a este cabeza de familia a poner en peligro la existencia de todos ellos al no aceptar la posibilidad de que una nación haya perdido la capacidad de actuar con rectitud y justicia en defensa de todos sus ciudadanos. En su propia derrota se alza, sin embargo, como el único personaje que parece tener un motor de conducta dictado por algo más que las extremas circunstancias del momento histórico en que se desarrolla la trama.
Recopilador: Dr: Enrico Pugliatti.
PHILIP
ROTH
LA
CONJURA CONTRA AMÉRICA
TRADUCCIÓN: Carlos Fibla
1
Junio de 1940 - octubre de 1940
VOTAD
POR LINDBERGH O VOTAD POR LA GUERRA
El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por supuesto, no
hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no habría sido yo un niño menos
asustado de no haber tenido a Lindbergh por presidente o de no haber sido
vástago de judíos.
En junio de 1940, cuando se produjo el primer sobresalto —la
nominación, por parte de la Convención Republicana en Filadelfia, de Charles A.
Lindbergh, el héroe norteamericano de la aviación y de fama internacional, como
candidato a la presidencia—, mi padre tenía treinta y nueve años, era agente
de seguros y tenía una educación de enseñanza media elemental, con unos
ingresos de algo menos de cincuenta dólares a la semana, cantidad suficiente
para pagar a tiempo las facturas básicas, pero poco más. Mi madre, que había
querido estudiar magisterio pero no se lo pudo costear, que al finalizar la
enseñanza secundaria había vivido en casa de su familia y trabajado como
secretaria en una empresa, que había evitado que nos sintiéramos pobres
durante la peor época de la Depresión, administrando el salario que mi padre
le entregaba cada viernes con tanta eficiencia como la que mostraba en el
manejo de la casa, tenía treinta y seis. Mi hermano, Sandy, alumno de séptimo
curso con un talento prodigioso para el dibujo, tenía doce, y yo, alumno de
tercero con un trimestre de adelanto —y coleccionista embrionario de sellos, estimulado,
como les sucedía a millones de niños, por el filatélico más importante del
país, el presidente Roosevelt—, tenía siete.
Vivíamos en el primer piso de una pequeña casa de
«dos familias y media» (dos pisos completos en las dos primeras plantas y
medio piso en la última planta), en una calle bordeada de árboles y formada
por casas de madera con escalinatas de ladrillo rojo en la entrada, cada
entrada con un tejado a dos aguas y un jardincillo delimitado por un seto bajo.
Habían erigido la barriada de Weequahic poco después de la Primera Guerra
Mundial, en unos terrenos agrícolas que se extendían por el borde no urbanizado
de Newark, y, en un gesto imperialista, una media docena de calles recibieron
los nombres de jefes navales victoriosos en la guerra entre España y Estados
Unidos, mientras que al cine del barrio lo llamaron Roosevelt, nombre del
quinto primo de FDR., y vigesimosexto presidente del país. Nuestra calle, la
avenida Summit, estaba en la cima de la colina, un promontorio tan alto como
cabe esperar en cualquier ciudad portuaria que no suele alzarse más de treinta
metros por encima de las salinas al norte y el este y las aguas de la bahía
profunda que se halla justo al este del aeropuerto y que se curva alrededor de
los depósitos de petróleo en la península de Bayonne, donde se mezclan con las
de la bahía de Nueva York para fluir más allá de la estatua de la Libertad y
penetrar en el Atlántico. Si mirábamos hacia el oeste desde la ventana trasera
de nuestro dormitorio, a veces el alcance de nuestra visión tierra adentro
llegaba hasta el oscuro límite de la vegetación arbórea de los Watchungs, una
sierra baja bordeada de grandes fincas y barrios residenciales ricos y
escasamente poblados —el extremo del mundo conocido— que se hallaba a unos
doce kilómetros de nuestra casa. A una manzana al sur se encontraba la
población obrera de Hillside, la mayoría de cuyos habitantes eran gentiles. La
linde con Hillside señalaba el comienzo del condado de Union, una Nueva Jersey
por completo distinta.
En 1940 éramos una familia feliz. Mis padres eran
personas sociables y hospitalarias, sus amigos habían sido seleccionados entre
los colegas de mi padre y las mujeres con las que mi madre había ayudado a
organizar la Asociación de Padres y Profesores en la recién construida escuela
de la avenida Chancellor, adonde íbamos mi hermano y yo. Todos eran judíos.
Los hombres del barrio o bien tenían negocios (los dueños de la confitería, el
col
mado,
la joyería, la tienda de prendas de vestir, la de muebles, la estación de
servicio y la charcutería, o propietarios de pequeños talleres industriales
junto a la línea Newark-Irvington, o autónomos que trabajaban como fontaneros,
electricistas, pintores de brocha gorda o caldereros), o eran vendedores de a
pie, como mi padre, que un día tras otro por las calles de la ciudad y las
casas de la gente iba vendiendo sus géneros a comisión. Los médicos y abogados
judíos, así como los comerciantes triunfadores que poseían grandes tiendas en
el centro de la ciudad, vivían en casas unifamiliares en las calles que partían
de la vertiente oriental de la colina donde estaba la avenida Chancellor, más
cerca del parque Weequahic, con sus prados y árboles, ciento veinte hectáreas
de terreno ajardinado cuyo estanque con botes, campo de golf y pista de
carreras de caballos trotones separaba la sección de Weequahic de las plantas
industriales y las terminales de carga que se sucedían a lo largo de la Ruta 27
y el viaducto del Ferrocarril de Pensilvania al este de esa zona, el floreciente
aeropuerto más al este y el mismo borde del continente todavía más al este, los
depósitos y muelles de la bahía de Newark, donde se descargaban mercancías
procedentes del mundo entero. En el borde occidental del barrio, el extremo sin
parque donde vivíamos, residía algún que otro maestro de escuela o
farmacéutico, pero por lo demás pocos eran los profesionales entre nuestros
vecinos más cercanos y, desde luego, allí no vivía ninguna de las prósperas
familias de empresarios o fabricantes. Los hombres trabajaban cincuenta, sesenta,
o incluso setenta o más horas a la semana; las mujeres lo hacían continuamente,
con escasa ayuda de aparatos ahorradores de esfuerzo, lavando la ropa,
planchando camisas, remendando calcetines, dando vuelta a los cuellos, cosiendo
botones, protegiendo las prendas de lana contra la polilla, puliendo muebles,
barriendo y fregando los suelos, lavando las ventanas, limpiando los
fregaderos, las bañeras, los lavabos y los fogones, pasando el aspirador por
las alfombras, cuidando de los enfermos, yendo a la compra, cocinando, dando de
comer a los parientes, aseando armarios y cajones, supervisando las tareas de
pintura y las reparaciones domésticas, preparándolo todo para las prácticas
religiosas, pagando las facturas y llevando las cuentas de la familia, al
mismo tiempo que se ocupaban de la salud, la ropa, la limpieza,
los
estudios, la nutrición, la conducta, los cumpleaños, la disciplina y la moral
de sus hijos. Unas pocas mujeres trabajaban con sus maridos en las cercanas calles
comerciales, ayudadas por sus hijos mayores al salir de la escuela y los
sábados, repartiendo encargos y ocupándose de las existencias y la limpieza.
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El trabajo, más que la religión, era lo que, a mi
modo de ver, identificaba y distinguía a nuestros vecinos. En el vecindario nadie
llevaba barba ni vestía al anticuado estilo del Viejo Mundo, y nadie usaba kipá
ni en la calle ni en las casas que solía visitar con mis amigos de la infancia.
Los adultos ya no realizaban las prácticas externas, reconocibles, de la
religión, si es que la practicaban en serio de alguna manera, y, aparte de los
tenderos más viejos, como el sastre y el carnicero kosher (y los abuelos
achacosos o decrépitos que se veían obligados a vivir con sus vástagos
adultos), casi nadie del barrio hablaba con acento. En 1940, los padres judíos
y sus hijos que vivían en el rincón sudoeste de la ciudad más grande de Nueva
Jersey hablaban entre ellos en un inglés norteamericano que se parecía más a la
lengua hablada en Altoona o Binghamton que a los dialectos que hablaban a las
mil maravillas nuestros homólogos judíos en los cinco distritos situados al
otro lado del Hudson. Troqueladas en el escaparate de la carnicería y grabadas
en los dinteles de las pequeñas sinagogas del barrio había palabras hebreas,
pero en ningún otro lugar, excepto en el cementerio, tenía uno ocasión de ver
el alfabeto del libro de oraciones más que en las cartas familiares en la
lengua materna empleadas sin cesar por prácticamente todo el mundo para todos
los fines concebibles, importantes o triviales. En el quiosco que se alzaba
ante la esquina de la confitería, el número de clientes que compraban Racing
Form era diez veces superior a los que se llevaban el diario en yiddish, el
Forvertz.
Israel aún no existía, seis millones de judíos aún
no habían dejado de existir, y la relación que tenía con nosotros la lejana
Palestina (bajo protectorado británico desde la disolución, en 1918, por parte
de los aliados victoriosos, de las remotas provincias del extinto Imperio
otomano) era un misterio para mí. Cuando un forastero que llevaba barba y a
quien jamás había visto sin sombrero se presentaba cada pocos meses, después de
que hubiera oscurecido, para pedir en un inglés chapurreado
una
contribución destinada al establecimiento de una patria nacional judía en
Palestina, yo, que no era un niño ignorante, no acababa de entender qué estaba
haciendo aquel hombre en nuestro rellano. Mis padres nos daban, a mí o a
Sandy, un par de monedas para depositarlas en su alcancía, y yo siempre
pensaba que ese acto generoso obedecía menos a la amabilidad que al deseo de no
herir los sentimientos de un pobre viejo que, año tras año, parecía incapaz de
meterse en la cabeza el hecho de que, desde hacía tres generaciones, ya
teníamos una patria. Cada mañana, en la escuela, juraba fidelidad a la bandera
de nuestra patria. Junto con mis compañeros de clase, entonaba un canto a sus
maravillas en el salón de actos. Celebraba con entusiasmo las festividades
nacionales, y sin pensar dos veces en mi afinidad con los fuegos artificiales
del Cuatro de Julio, el pavo de Acción de Gracias o los dos encuentros
consecutivos de béisbol que se celebraban entre los mismos equipos el 30 de
mayo, el día en que se decoran las tumbas de los soldados. Nuestra patria era
los Estados Unidos de América.
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Entonces
los republicanos proclamaron a Lindbergh candidato a la presidencia y todo
cambió.
Durante
casi una década, Lindbergh fue un gran héroe en nuestro barrio, como lo era en
todas partes. La realización de su vuelo de treinta y tres horas y media sin
escalas, en solitario, desde Long Island a París en el minúsculo monoplano Spirit
of Saint Louis incluso coincidió casualmente con el día de primavera de
1927 en que mi madre supo que estaba embarazada de mi hermano mayor. En
consecuencia, el joven aviador cuya audacia había emocionado a América y al
mundo entero y cuyo logro señalaba un futuro de progreso aeronáutico
inimaginable, llegó a ocupar un lugar especial en la galería de anécdotas
familiares que generan la primera mitología cohesiva de cualquier niño. El misterio
del embarazo y el heroísmo de Lindbergh se combinaron para otorgar a mi propia
madre una distinción que bordeaba lo divino: nada menos que una anunciación
global había acompañado a la concepción de su primer hijo. Más adelante, Sandy
dejaría constancia de aquel momento con un dibujo que ilus
traba la yuxtaposición de esos dos
espléndidos acontecimientos. En el dibujo —completado a la edad de nueve años y
que, involuntariamente, emitía cierto tufo a cartel soviético—, Sandy la
imaginaba a kilómetros de casa, entre una alegre multitud en la esquina de
Broad y Market. Es una esbelta joven de veintitrés años, de cabello oscuro y
con una sonrisa que refleja un saludable júbilo, de manera soprendente está
sola y lleva un delantal de cocina con flores estampadas en el cruce de las dos
vías más concurridas de la ciudad, una mano muy abierta ante el delantal,
donde la anchura de sus caderas es aún engañosamente juvenil, mientras que con
la otra solo ella entre la multitud señala al cielo, al Spirit of Saint
Louis, que sobrevuela visiblemente el centro de Newark, justo en el momento
en que ella se da cuenta de que, en una proeza no menos triunfal para un ser
humano que la de Lindbergh, ha concebido a Sanford Roth.
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Sandy tenía cuatro años y yo, Philip, aún no había
nacido cuando, en marzo de 1932, el primer hijo de Charles y Anne Morrow
Lindbergh, un niño cuyo nacimiento veinte meses atrás había sido ocasión de
júbilo nacional, fue secuestrado de la nueva y aislada casa familiar, en la
rural Hopewell, estado de Nueva Jersey. Unos dos meses y medio después se
descubrió por casualidad el cadáver en descomposición del bebé, en un bosque a
pocos kilómetros de distancia. O bien lo habían asesinado o bien había muerto
por accidente, tras ser arrancado de la cuna y, en la oscuridad, todavía
envuelto en la ropa de cama, sacado a través de la ventana del cuarto infantil
del primer piso y bajado hasta el suelo por una escala improvisada, mientras su
madre estaba ocupada en sus habituales actividades nocturnas en otra parte de
la casa. En febrero de 1935, cuando concluyó el juicio por rapto y asesinato en
Flemington, Nueva Jersey, con la condena de Bruno Hauptmann —un ex presidiario
alemán de treinta y cinco años que vivía en el Bronx con su esposa alemana—, la
audacia del primer piloto del mundo en efectuar el vuelo transatlántico en
solitario estaba impregnada de un patetismo que le convertía en un titán mártir
comparable a Lincoln.
Después del juicio, los Lindbergh abandonaron
Estados Unidos con la esperanza de que una expatriación temporal protegiera a
un nuevo bebé Lindbergh y ellos pudieran recuperar en c
ierta
medida la intimidad que ansiaban. La familia se trasladó a un pueblecito de
Inglaterra, y desde allí, como ciudadano particular, Lindbergh empezó a viajar
a la Alemania nazi, unos viajes que lo convertirían en un infame para la
mayoría de los judíos norteamericanos. En el transcurso de cinco visitas,
durante las que pudo familiarizarse de primera mano con la magnitud de la
maquinaria bélica alemana, fue agasajado con ostentación por el mariscal del
aire Góring y condecorado ceremoniosamente en nombre del Führer, y por su
parte expresó con toda franqueza la alta consideración en que tenía a Hitler,
dijo de Alemania que era la «nación más interesante» del mundo y calificó a su
líder de «gran hombre». Y todo este interés y admiración los manifestó después
de que las leyes de Hitler de 1935 hubieran privado a los judíos de Alemania de
sus derechos civiles y sociales y de sus propiedades, anulado su ciudadanía y
prohibido que contrajeran matrimonio con arios.
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En 1938, cuando empecé a ir a la escuela, el de
Lindbergh era un nombre que provocaba en nuestra casa la misma clase de indignación
que las retransmisiones radiofónicas dominicales del padre Coughlin, el
sacerdote de la zona de Detroit que editaba un semanario de derechas llamado Justicia
social y cuya virulencia desataba las pasiones de una audiencia
considerable cuando el país pasaba por momentos difíciles. En noviembre de 1938
—el año más oscuro y siniestro para los judíos de Europa en dieciocho siglos—
tuvo lugar el peor pogromo de la historia moderna, la Kristallnacht, instigado
por los nazis en toda Alemania: las sinagogas fueron incendiadas, las
residencias y los negocios de los judíos fueron destruidos y, durante una noche
que presagiaba el monstruoso futuro, millares de judíos fueron sacados a la
fuerza de sus casas y transportados a campos de concentración. Cuando le
sugirieron a Lindbergh que, como respuesta a esa violencia sin precedentes
perpetrada por un Estado contra sus propios ciudadanos, considerase la
posibilidad de devolver la Cruz de Oro decorada con cuatro cruces gamadas que
le había concedido, en nombre del Führer, el mariscal del aire Góring, se negó
a hacerlo, diciendo que renunciar públicamente a la Cruz de Servicio del Águila
Alemana constituiría un «insulto innecesario» a los dirigentes nazis.
Fuente:
La conjura contra américa
Published by Debolsillo, Colombia (2007)
ISBN 10: 9586393968 ISBN 13: 9789586393966
Used Encuadernación de tapa blanda Quantity Available: 1
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Book Description Debolsillo, Colombia, 2007. Encuadernación de tapa blanda. Condition: Bien. Sin Sobrecubierta. Traducción de Jordi Fibla. Seller Inventory # 005958
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