jueves, 18 de abril de 2019

Geoffrey Household.

Geoffrey Household , en su totalidad Geoffrey Edward West Household (nacido el 30 de noviembre de 1900 en Bristol , Gloucestershire, Inglaterra, falleció el 4 de octubre de 1988 en Banbury , Oxfordshire), novelista británico más conocido por Rogue Male (1939; también publicado como Man Hunt ) , un thriller psicológico sobre un aristocrático cazador de caza mayor que rastrea a un dictador como Adolf Hitler.
Household fue educado en el Clifton College en Bristol (1914–19) y en Magdalen College en Oxford (1919–22), donde ganó honores en literatura inglesa . Después de trabajar en Rumania (1922–26), España (1926–29) y la ciudad de Nueva York (1929), regresó a Inglaterra para vender tinta de impresora en toda Europa, Oriente Medio y América del Sur, todos ajustes posteriores para sus novelas. . Durante este tiempo, escribió historias para The Atlantic Monthly que tuvieron un éxito considerable, y en 1935 comenzó a escribir a tiempo completo. Su primera novela , El terror de Villadonga (1936; revisada y reeditada como La cueva española), es una obra para niños. Después de publicar The Third Hour(1937), The Salvation of Pisco Gabar (1938) y Rogue Male , se desempeñó en el Cuerpo de Inteligencia en Grecia , Palestina, Siria e Irak y obtuvo el rango de teniente coronel. Escribió más de 20 novelas, así como varias colecciones de cuentos, libros juveniles y una autobiografía, Contra el viento (1958). Rogue Justice , una secuela de Rogue Male , se publicó en 1982.https://www.britannica.com/biography/Geoffrey-Household

UN FORASTERO AMABLE

 

 

            Geoffrey Household

            RESULTA para mí un pensamiento extraño —hoy día, más inconfesable que molesto—que sea yo el responsable de todos los desastres de los últimos cuarenta años: de la guerra de 1914 a 1918, de la revolución rusa, etc. Ni siquiera un marciano que llegara del espacio exterior podría haber cambiado un mundo que marchaba tranquilo en un engranaje tan atrozmente devastador como es hoy. Y, lo mismo que en los cuentos de niños con moraleja, todo por culpa de una desobediencia.
            Mi padre tenía un viejo amigo llamado Von Lech, que era subsecretario del Ministerio de Educación del Imperio Austro-Húngaro. En realidad poca cosa tenían en común mi padre y Von Lech, aparte del confiado liberalismo de su tiempo y un interés apasionado por el arte de la enseñanza. Ambos creían que Utopía sería una realidad en el momento en que todos los europeos —el resto del mundo ya seguiría después—llegaran a cursar la enseñanza secundaria. Lo cual no parecía entonces un credo tan disparatado y cómico como pudiera parecer hoy.
            Era un vínculo de idealismo lo bastante fuerte como para que se hicieran visitas el uno al otro y como para que sus respectivas esposas se soportaran mutuamente.
            Von Lech era un diligente administrador que mantenía a su servicio dos criados, pero que no tenía coche ni carruaje alguno. Mi padre mantenía exactamente la misma postura. Ambos podían vivir confortable y justamente en el cargo que su Emperador y Rey respectivo les habían destinado; cargos en los que las vacaciones no constituían gran dificultad y en cambio las enfermedades eran lo peor de todo.
            Por lo tanto era natural que cuando Von Lech descubrió en Ilidze —desconocido lugar de veraneo en la Bosnia austríaca— un hotel barato y bueno, le escribiera a mi padre recomendándoselo. Von Lech sabía qué mi padre se hallaba convaleciente
            de una larga enfermedad y que el médico de cabecera le había ordenado que se fuera al extranjero para descansar una temporada. Frau von Lech también le escribió a mi madre en formal y diplomático francés. Yo pienso que fue el uso del francés en lugar del alemán o del inglés lo que venció la desconfianza de mi madre. Ilidze parecía sonar a lugar de moda, que no era, y a romántico, que era.
            Mis padres nada sabían referente a Bosnia. Pero mi padre, siempre aceptaba una opinión autorizada. Von Lech clasificaba a Bosnia, simplemente, como una provincia normal del Imperio Austro-Húngaro. Las provincias del Imperio eran civilizadas y disciplinadas. Así, pues, habría constituido un indiscutible abuso de imaginación el considerar aventurada una visita a Ilidze.
            Decidieron partir a mediados de junio y por tanto dejé el colegio seis semanas antes de final de curso. Supongo que ni les había pasado por la imaginación marchar ellos primero y que yo fuese después; lo cierto es que yo, a los trece años, era absurdamente desvalido.
            Fuimos en tren hasta Trieste y luego en barco Adriático abajo. Encontramos Ilidze intensamente excitado por la próxima visita del Archiduque Francisco Fernando y de su hermosa mujer Sofía, duquesa de Hohenberg. Yo no recuerdo si ella era realmente hermosa. Incluso para un ojo sofisticado, una realeza femenina resulta deslumbrante. El Archiduque me impresionó profundamente, todavía puedo verlo en mi imaginación. Era el futuro Emperador, pero era además una edición más altiva, más imponente, más severa, del director de mi colegio.
            La pareja permaneció en Ilidze tres noches mientras el Archiduque se hacía cargo de las maniobras. El 28 de junio tenían planeada una visita oficial a la vecina ciudad de Sarajevo; y los Von Lech, que apoyaban sin reserva los visos de firme liberalismo del Archiduque, determinaron en señal de lealtad y aprobación ir allí para aplaudirle. Por supuesto, nosotros fuimos con ellos.
            Observábamos desde el balcón de un primer piso en la Ribera Appel. La casa estaba situada a unas cincuenta yardas del cruce formado por la calle de Francisco José con el puente Latino, y pertenecía a alguien conocido de los Von Lech —una vieja señora de negro que nos obsequiaba con pastelitos y un vino
            servido en vasos de colores. Creo que esta señora debía pertenecer a una clase más bien modesta; quizá fuera una nativa de Bosnia, pero no lo sé, porque no recuerdo de ella más que sus vasos coloreados.
            La Ribera Appel era una calle larga y recta flanqueada a un lado por casas y al otro por el río. Era domingo y por lo tanto una gran cantidad de público se congregaba en las aceras.
            Cuando el cortejo empezaba a enfilar la Ribera, aún a distancia de nuestro balcón, se oyó una explosión muy fuerte. Los coches pararon. La muralla de gente se abalanzó hacia delante, pero fue contenida por la policía.
            Las mujeres de nuestra reunión creyeron que quizás habría sido una bomba. Mi madre observó a frau Von Lech para ver si sería oportuno desmayarse. Frau Von Lech no obstante decidió que mi madre hiciera gala de la famosa flema inglesa y determinó imitarla. La vieja señora rezaba y me fascinó con los complicados gestos que hacía para santiguarse.
            Los hombres ejercieron su conocida influencia de sentido común. Von Lech, que no estaba todavía habituado a los coches, sugería que el ruido había sido ocasionado por el estallido de un neumático o de un tanque de gasolina. Mi padre decía que no se debería permitir al público la adquisición, de armas de fuego.
            La bomba como arma política era inconcebible para aquellos ciegos creyentes en el Progreso; daban por supuesto que —exepto en Rusia—resultaba inconcebible para todo el mundo.
            Yo mismo, con la superioridad que me confería una preparación escolar dogmática, aceptaba su confianza básica sin ninguna imaginación y creía que el incidente era trivial. El deshinchado cortejo —formado por tres coches ahora, en vez de cuatro— se puso nuevamente en marcha y pasó apresuradamente por debajo de nuestro decorado balcón. El vitoreo era tan débil que se podían distinguir muy bien las voces aisladas. Yo quedé decepcionado. Para un resultado tan anodino y pequeño ni siquiera el corto viaje desde Ilidze merecía la pena. La única experiencia que yo tenía comparable a ésa era la visita que hizo Eduardo VII a Gloucester. Allí hubo gran cantidad de alabarderos con deslumbrantes uniformes. La figura genial, en el lando abierto, con la cabeza cubierta por un gorro alto, creaba, por la mera fuerza de su masculinidad expansiva, un aire de festival.
            Cuando el Archiduque pasó, pudimos distinguir el cuarto coche, el que faltaba en el cortejo, arrinconado a un lado de la calzada. Una muchedumbre lo rodeaba, a respetable distancia. Otra multitud más activa, dirigida por la policía, iba siguiendo hacia arriba el seco curso del río. Vimos cómo cogían y arrastraban un muñequito renqueante e indiscernible.
            Von Lech, dejando que transcurriera un intervalo suficiente para que la paralizada civilización se pusiera nuevamente en marcha, se asomó al balcón e hizo averiguaciones. Sí, había sido una bomba; un coronel del último coche había sido herido; los responsables eran, al parecer, unos estudiantes bosnios. Von Lech y mi padre admitieron que la educación secundaria estaba expuesta a tener que soportar las molestias de su dentición.
            Yo permanecía silencioso y otra vez desengañado. Uno lee cosas de bombas en los periódicos. Algunos anarquistas que usaban bombas en determinadas ocasiones, se hacían explotar ellos mismos (pero no a los otros), por lo menos así ocurría en la revista Nosotros Muchachos. Y ahora habían arrojado una bomba, prácticamente delante de mis narices, y yo ni siquiera lo había visto.
            La reunión entró en la casa para tomar refrescos. Las mujeres hacían grandes exclamaciones. Mi padre y Von Lech discutían de bombas con filosófico despego. Nadie se fijaba en mí. Yo notaba que era allí un estorbo, entonces me dijeron que podía ir al jardín a ver la carpa dorada hasta que el Archiduque volviera a pasar por la Ribera, pero que por ningún motivo debía abandonar la casa.
            A sangre fría yo nunca me hubiera atrevido a internarme por las calles de una ciudad extraña para mí; pero la curiosidad de la bomba pudo más qua todo. Estaba tan ansioso de hacerme con detalles horripilantes para podérselos contar a mis amigos del colegio, como cualquier reportero de encontrar buenas nuevas para entregárselas a su editor. Silenciosamente abrí y cerré de nuevo la puerta principal y salí a la Ribera. Anduve, manteniéndome muy junto a las casas, pues podía suceder que alguien saliera al balcón y me viera. Crucé la calle de Francisco José y ya con bastante terreno entre el balcón y yo, crucé al lado del río en la Ribera Appel.
            No había muchas cosas dignas de ser vistas en el coche. La rueda y el guardabarros derecho de atrás parecían como si hubieran recibido un gran golpe —un aspecto mucho más familiar ahora que antes. La imaginación añadía unas gotas de sangre en la calzada. O quizás las había, realmente.
            Anduve vagando a lo largo del embarcadero entretenido en buscar pistas en el lecho del río que hubieran podido delatar al presunto asesino. No había ni una, y yo me encontré a un cuarto de milla de casa sin ninguna compensación. Me di cuenta de mi apariencia de forastero y me avergoncé. En honor del Archiduque me habían obligado a ponerme el traje de Eton —que entonces llevaban todos los muchachitos los domingos y en ocasiones solemnes. Yo no sé si en Sarajevo habían visto anteriormente un equipo parecido, pero el caso es que nadie parecía suponer que yo me hubiera escapado de un circo, lo que me hizo pensar que quizá no resultaba tan extravagante como yo mismo creía.
            Mientras me distraje por allí, soñando despierto, las dos murallas de policía y público frente a nuestro balcón habían otra vez engrosado. El Archiduque tenía que volver a pasar. Había también una tercera muralla de público que atravesaba la Ribera Appel en donde el cortejo tenía que torcer a la derecha hacia la calle de Francisco José. Yo quedaba completamente aislado de mi casa.
            No me agradaba la idea de cruzar la calle, ancha y vacía, ante la mirada de todo el mundo. Y sin embargo tenía que volver al balcón antes de que descubrieran mi ausencia. Semiconscientemente, pasé a través de las líneas de gente hacia el espacio abierto, pero en seguida un policía me rechazó hacia atrás. Su reacción debió de ser de completa sorpresa, pues estaba incomprensiblemente nervioso.
            Otro espectador fue casi al mismo tiempo que yo rechazado también hacia atrás; un joven de facciones muy marcadas sólo un poco más alto que yo, que era bastante desarrollado. También intentaba cruzar la calle, pero lo había dejado para demasiado tarde. Cambiamos miradas. Recuerdo sus ojos azul brillante en su rostro pálido. Se inclinó hacia mí y dijo en alemán (yo lo entendía, aunque sólo un caso forzado me inducía a hablarlo):
            —Ven conmigo. Yo te ayudaré a atravesar.
            Luego le preguntó al policía si no se daba cuenta de que yo era un forastero de buena familia, inofensivo. De su tono podía deducirse que él era mi acompañante o servidor. Con un brazo en torno a mis hombros, quitándome con su pobreza de clase media la vergüenza de mi resplandeciente uniforme de Eton, me acompañó al otro lado de la calle.
            Nos mezclamos con la muchedumbre situada entre la Ribera Appel y la calle de Francisco José. Llegó primero el coche de la policía, después el que llevaba al Archiduque Francisco Fernando y a su mujer. Recuerdo que el conde Harrach estaba de pie en el estribo izquierdo del coche protegiendo al Archiduque con su cuerpo. Pero no se me ocurrió que el motivo de que estuviera allí era realmente aquél. Parecía solamente una manera galante y presumida de acompañamiento.
            Los coches dieron la vuelta hacia la calle de Francisco José. Vi como mi amable acompañante apuntaba delante suyo y disparaba dos veces seguidas. Yo estaba a cierta distancia, y, de momento, no me di cuenta de lo que estaba haciendo. En 1914 todavía no habíamos sido educados a base de guerra y cine. Nada de espectacular sucedió, excepto que el duque se cayó de espaldas. Sofía puso la cabeza sobre sus rodillas. Después la muchedumbre se abalanzó sobre Gabriel Princip. Por encima de cabezas y hombros pude apreciar cómo el conde Harrach ponía un pañuelo sobre la boca del Archiduque y que el pañuelo, de repente, como si se tratara de un juego mágico, se teñía de rojo intenso. Cuando llegaba a las puertas de casa, los Von Lech y mis padres salían precipitadamente y no se dieron cuenta de que me había unido a ellos cuando estaban ya en la calle.

            Nunca les dije nada de lo ocurrido. Jamás conté en el colegio ni una sola palabra de mi aventura, siempre tuve sensación de culpabilidad, aunque desde hace muchos años admití que Gabriel Princip, aprovechándose de una oportunidad, me había utilizado a mí para lograr, pese a la policía, atravesar entre la multitud de la calle de Francisco José. Si no hubiese sido por mí, hubiese tenido que disparar desde algún punto cuando ya hubiese atravesado el cortejo, o por detrás del cuerpo del conde Harrach, un tiro de tan escasas probabilidades que quizás en vez de una pistola hubiese sacado un paquete de cigarrillos.

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