J.S. FLETCHER.
Nacido
en Halifax, West Yorkshire, Reino Unido
07 de febrero de 1863
Murió
30 de enero de 1935
Género
Su carrera literaria abarcó aproximadamente 200 libros sobre una amplia variedad de temas que incluyen ficción, no ficción, historias, ficción histórica y misterios. Fue conocido como uno de los principales escritores de ficción de detectives en la Edad de Oro
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EL FUGITIVO Y LOS CLÉRIGOS
J.
S. Fletcher
I
Para
un hombre que acababa de huir de la cárcel, la población de Brychester, en las
tempranas horas de una madrugada de otoño, presentaba posibilidades y
oportunidades que Medhurst, inteligente ciudadano del mundo antes de
convertirse en criminal, podía percibir muy pronto y aprovechar con diligencia.
Brychester era, para el caso, única en su especie. Es una de la más pequeñas
ciudades episcopales inglesas, ocupa muy poco espacio y por tanto es posible
dar, en media hora, una vuelta completa a su recinto. Sólo tiene dos calles
principales, una de norte a sur y otra de este a oeste, las cuales se cruzan en
el centro de la ciudad, dividiéndola en cuatro distritos. En cada uno de éstos
hay callejuelas y vías secundarias, y también, a espaldas de los antiguos
edificios, se abren jardines amplios y umbrosos. En uno de ellos, desierto en
absoluto, se ocultó Medhurst sobre las tres de la madrugada, después de huir de
la prisión de la ciudad, que se alzaba aproximadamente a una milla de distancia
del casco urbano.
No
había sido muy difícil la fuga. Medhurst, recientemente condenado a un largo
período de trabajos forzados, se hallaba en la prisión de Brychester en espera
de ser trasladado a Dartmoor o Portland, y no había cesado de observar bien
cuanto le rodeaba desde el momento en que cambió su elegante apariencia
anterior, por la parda e inconfundible ropa de presidiario. Era hombre
ingenioso y de recursos y anhelaba escapar a las desagradables consecuencias de
sus culpas. La prisión de Brychester era antigua y los celadores algo
negligentes en sus deberes. Medhurst acechó la oportunidad y, mediante algún
trabajo en la cerradura de su puerta, una observación cuidadosa de los
movimientos de los guardianes nocturnos y un estudio detenido del exterior de
la prisión, logró evadirse de ésta con escaso esfuerzo. Y a la sazón,
en
una madrugada de octubre, hallábase, tiritando un poco, pero alegre y
dispuesto, en el invernadero de un frondoso jardín, reflexionando sobre cuáles
debían ser sus pasos sucesivos.
La
primera y máxima preocupación de Medhurst era la misma de todos los
presidiarios fugitivos: sus ropas. Había otra en forma, de falta de dinero,
pero la cuestión de ropas era la más inmediata. De tener un traje corriente,
podría irse de allí, aunque fuera sin dinero. Claro que, de tener dinero, todo
se arreglaría con mayor facilidad, mas esto no obstaba a que el problema de
ropas fuese el más acuciante. Además, debían ser prendas de calidad. Medhurst era
un hombre de muy buena presencia, alto, bien formado, casi distinguido, como
muchos observaran en el patio de la cárcel. Le convenía, pues, no el atuendo de
un marinero o labrador, sino el de un hombre elegante, con el que llamaría la
atención mucho menos. En todo caso, había un hecho positivo: antes de que
apuntase el día necesitaba encontrar ropas que le permitieran salir de
Brychester. Por razones que no es menester detallar, Medhurst confiaba en que
su fuga no fuese descubierta hasta las seis de la mañana, y en consecuencia,
tenía tres horas por delante para proceder. Y, pensando que, de hacer algo, le
convenía hacerlo cuanto antes, salió de su escondite y empezó a examinar los
contornos. Pudo advertir que el antiguo jardín en que se hallaba pertenecía a
una serie de jardines sitos a espaldas de varios edificios de primorosas
techumbres, incluidos en el perímetro de los muros de la catedral. De hecho, en
aquellas casas vivían las principales dignidades eclesiásticas de la población.
Medhurst presumió que debía haber medios de penetrar en una de aquellas
tranquilas mansiones y conseguir prendas adecuadas. Mas, aun en el caso de que
no las hubiera, dada su necesidad de ropa, resolvió ensayarlo.
Reinaba
una gran quietud, una quietud casi inquietante, en los claustrales recintos que
Medhurst recorría. Un par de veces oyó el grito de un búho, acogido sin duda a
algún edificio ruinoso de las afueras, y de cuando en cuando percibía el
silbido lejano de un tren. Cada cuarto de hora, la campana argentina del reloj
de la catedral desgranaba una nota. Pero, en cambio, no se oían las fuertes
pisadas de los policías de servicio. En aquellos tranquilos jardines había poco
temor de ser molestado. Medhurst saltó un par de tapias y una empalizada o dos
y examinó los accesos traseros de algunas casas, siempre cauto y vigilante. Y
de pronto, en uno de los edificios más grandes, halló una ventana abierta. O,
mejor dicho, entornada, dejando sólo un resquicio angosto. Esto bastaba para
los propósitos de Medhurst. Deslizó la mano, alzó el picaporte y al momento
saltaba al interior de lo que parecía ser un pasillo cubierto de blanda
alfombra.
Medhurst
había estado tanto rato en la oscuridad que ya empezaba a acostumbrarse a ella.
Esto es cosa al alcance de todo el que quiera conseguirla: basta aguardar en
tinieblas lo suficiente para darse cuenta de que no son tan impenetrables como
parecía. Los objetos se revelan, particularmente cuando hay al fondo una
ventana, y se advierten gradaciones en la negrura. Medhurst, poniendo en juego
toda su destreza, halló un pasillo lateral que le condujo a un vestíbulo de
donde arrancaba una ancha escalera. Las alfombras de corredores, habitaciones y
escalera, parecían extraordinariamente suaves y espesas, pero, sin embargo,
Medhurst se sentó en el último escalón para quitarse su calzado de presidiario.
Quería ir al piso superior, porque en Inglaterra las ropas suelen estar en los
dormitorios y éstos en los pisos altos.
A
pesar de lo corpulento que era, Medhurst subió los peldaños más silenciosamente
que un gato. Bendijo al constructor de la escalera al notar que las maderas no
crujían por ningún sitio. Bendijo también al habitante de la casa, muy
aficionado sin duda a las buenas alfombras de terciopelo. Y comenzaba a
lamentar no tener una luz cuando vio una.
Era
solamente un hilo de luz que surgía por una puerta entornada. Medhurst se
acercó en medio de un silencio tan profundo como el que reinaba sin duda en las
naves de la contigua catedral. Tenía nuevos motivos para congratularse, ya que,
al parecer, los moradores de la casa eran gentes de sueño pesado. En la puerta,
escuchó. Luego, mirando por el resquicio, vio que la claridad procedía de una
estufa de petróleo. Ocurriéndosele que tal vez fuese aquél un cuarto de niños,
escuchó, procurando percibir la débil respiración de algún pequeño. Pero al
fin, no oyendo nada, empujó .suavemente la puerta, introdujo la cabeza y vio
que la estancia era un guardarropa. Titubeó, escuchó de nuevo e intensamente y
cruzó el umbral.
Medhurst,
siempre listo en medir las posibilidades de una cosa, advirtió de una sola
ojeada las espléndidas oportunidades que le brindaba aquel cuarto. ¡Estaba en
el palacio del lord obispo de Brychester! Allí, colocados en perchas y roperos,
se veían los atavíos episcopales: el calzón corto, las polainas, la levita de
severo corte. Y también una ropa interior impecablemente blanca, el cuello
redondo, y todo… Sin duda el obispo no tenía, para vestirse, otra cosa que
hacer sino entrar por la mañana en aquella habitación bien caldeada y ponerse
sus ropas.
—Sin
duda —reflexionó Medhurst—los obispos tienen varios trajes de repuesto. En todo
caso, milord el obispo no va a encontrar aquí estas prendas cuando venga a
buscarlas.
Medhurst
acababa de descubrir la magnífica posibilidad que se le ofrecía. Iba a salir de
Brychester vestido de obispo. Conocía a éste de vista, ya que el prelado había
visitado la prisión local cuando Medhurst estaba en ella, y por tanto al
fugitivo le constaba que él no difería mucho, físicamente, del dignatario
eclesiástico. Ambos eran altos, esbeltos y atléticos. El caso era excelente,
excelente… En la penumbra de una madrugada de otoño nadie sería capaz de
distinguir al obispo falso del auténtico en los breves minutos necesarios para
llegar a la estación del ferrocarril. Era un verdadero favor de la providencia.
Sin
dejar de mantener atentos los oídos, Medhurst se despojó rápidamente de su
atuendo de presidiario y se vistió con las ropas episcopales. Halló algunas
dificultades con las polainas, las medias y el cuello, pero era hombre hábil y
en pocos instantes resolvió todos los problemas. En un rincón de la habitación
había un espejo de cuerpo entero. A la semiclaridad despedida por la estufa,
Medhurst, vestido ya del todo, se miró al espejo y sonrió, complacido. Pero aún
sonrió con más satisfacción cuando, dirigiéndose a una mesita, vio, sobre el
nítido tapete, un soberano, un medio soberano y algunas monedas de plata.
Guardó sin ruido las monedas en el bolsillo del calzón episcopal y celebró que
el dueño de aquellos objetos hubiese vaciado sus bolsillos antes de acostarse.
De nuevo parecía ayudarle la Providencia.
A
Medhurst sólo le faltaban ahora unas pocas cosas: una bufanda, un abrigo y el
sombrero de doctor en teología que siempre usan los obispos. Medhurst
reflexionó que todo ello debía hallarse en el vestíbulo. Y ya salía a buscarlo
cuando se dio cuenta de que dejaba atrás sus ropas de presidiario. No podía
abandonarlas. Claro era que no tardaría mucho en saberse que un preso había
huido de la cárcel y desaparecido vistiendo las ropas del obispo de la ciudad,
pero Medhurst deseaba aplazar y restringir lo más posible la difusión de
aquella noticia. Y, otra vez, se le presentaron una oportunidad y una
inspiración. A un lado del guardarropa había un maletín negro, corriente y muy
usado, en el que se leía, en desvaídas letras blancas, «Obispo de Brychester».
Poniendo el maletín sobre una silla, lo abrió. Contenía un traje completo de
golf, de tela gris oscura, con gorra de lo mismo, y un equipo de camisas,
calcetines y corbatas. Era, sin duda, el atuendo usado por el obispo cuando iba
a jugar al golf. En todo caso, lo oportuno parecía cargar con aquello, puesto
que ofrecía amplias oportunidades futuras. Medhurst guardó sus ropas de forzado
en el espacio libre del maletín, cerró éste y bajó con su equipaje al
vestíbulo.
Allí,
Medhurst osó correr un cierto riesgo. Tras permanecer un rato al pie de la
escalera, encendió una cerilla. La leve luz mostrole un abrigo, una bufanda y
un sombrero de obispo. Púsose todo a oscuras. Ni de arriba ni de en torno
llegaba sonido alguno. La casa seguía tan quieta como antes. Y Medhurst, ya
plenamente equipado para su viaje, sentóse en una silla dispuesto a esperar.
Conocía
Brychester. Cuando aún no era un malhechor, había visitado la ciudad varias
veces. Incluso había pasado allí una semana antes de ser detenido. Le constaba,
pues, que a las cuatro y diez de la madrugada salía de Brychester un expreso
que llegaba a la Estación Victoria minutos antes de las seis. Y se proponía
viajar en aquel tren en calidad de obispo de la diócesis. Según sus
presunciones, en el palacio episcopal nadie debía levantarse antes de las seis,
y aún pasaría algún tiempo antes de que se descubriese el robo de las prendas.
Y cuando se produjera el consiguiente tumulto, Medhurst estaría ya a salvo en
Londres. Bastaba, pues, esperar a que el reloj de la catedral diese las cuatro,
momento en que, saliendo tranquilamente del recinto catedralicio, Medhurst no
tenía sino llegar a la estación, tomar el billete y entrar en el tren.
Ninguna
dificultad halló para llevar a la práctica su plan. Abrió con cuidado la puerta
frontera y, empuñando el maletín, cruzó el pórtico externo y por las desiertas
calles dirigiose a la estación. Todo transcurrió todavía mejor de lo que
esperaba. Habíase calado mucho su sombrero episcopal, alzándose la bufanda
episcopal hasta la nariz y levantado el cuello de su episcopal abrigo. En la
mal alumbrada estación había poca gente, y ni el taquillero ni el empleado que
tomó obsequiosamente el maletín de Medhurst y abrió la portezuela de un
departamento de primera clase, tuvieron la menor duda de que aquel caballero
era el obispo de Brychester.
«¡Casi
estoy por creer que lo soy de verdad! —díjose, risueño, Medhurst, mientras el
exprés corría, veloz, por el campo en sombras—. En todo caso he de serlo
durante dos horas. ¿Y después?»
Como
un preliminar de ulteriores operaciones, registrose todos los bolsillos. Nada
halló, salvo unas tarjetas en una gastada cartera. El hallazgo le satisfizo:
las tarjetas podían serle útiles más adelante, Volvió a escudriñar el maletín y
no encontró más que lo que había visto y su propio atuendo de presidiario.
Reflexionó si le convendría arrojar aquellas prendas acusadoras por la
ventanilla o esconderlas bajo los cojines del coche, pero, pensándolo mejor,
las dejó guardadas con el norfolkiano traje de deporte del obispo.
Aquel
traje le dio una nueva idea. Se proponía ir a casa de un antiguo amigo, en
Kent, amigo en quien podía confiar y que sin duda le arreglaría el modo de
viajar en secreto hasta el Continente. Aquel hombre vivía cerca de Sevenoaks,
en una aldea pequeña cuyos habitantes se hubiesen sentido no poco revueltos de
ver comparecer en la localidad a un obispo. Pero en cambio no repararían en un
señor corriente, vestido con chaqueta de Norfolk y calzón de golf. Por lo
tanto, era preciso realizar otro cambio de indumentaria.
Cuando
el expreso entró en la Estación Victoria, Medhurst, asiendo su maletín, se
dirigió a un taxi parado casi frente al lugar donde se había detenido el vagón
en que viajaba el supuesto obispo. La temprana luz mañanera era débil y el
chófer estaba medio dormido. El hombre, viendo lo que le pareció un alto
dignatario eclesiástico con polainas y un sombrero extravagante, acudió a abrir
la portezuela.
—Lléveme
al hotel —dijo Medhurst, con episcopal compostura, tras su bufanda.
El
chófer condujo el taxi al Hotel Grosvenor. Medhurst empuñó su maletín y ordenó:
—Espéreme.
El
chófer se llevó la mano a la gorra. Medhurst fue recibido en el vestíbulo del
hotel por un amable dependiente, que sabía conocer a un obispo a primera vista.
—Deseo
—dijo Medhurst—un cuarto para cambiarme de ropa. ¿Puede enviarme una taza de
café? Quiero… Bien: pienso ir a jugar esta mañana una partida de golf y deseo
ponerme un traje más adecuado para el caso. Dejaré aquí mi maletín y vendré a
buscarlo, y a cambiarme de ropa, esta tarde, al anochecer. Puede cargarme,
desde luego, el precio de la habitación por todo el día.
A
la media hora, Medhurst, mucho más a sus anchas en su traje de seglar, cruzaba
el vestíbulo, camino del taxi. Pero se detuvo en seco, puesta la mano en el
picaporte. A través de los cristales de la puerta veía alejarse el taxi, y en
él, arrellanado en los cómodos cojines… un obispo.
Medhurst
miró con cautela a su alrededor. No había nadie en el vestíbulo, salvo un par
de sirvientes entregados a sus ocupaciones domésticas. En el mostrador del
despacho estaba el registro de viajeros. Medhurst, tomándolo, alzó las pesadas
tapas y buscó los asientos recientes. Con fecha del día antes vio una anotación
que para él resaltaba vivamente entre las demás:
«Señor
Obispo de Tuscaloosa y señora Sharpe-Benham.»
Medhurst
cerró el grueso libro y salió, riendo para sí. Pensando en la situación dio
gracias a su buena estrella de que una mañana insólitamente oscura, un chófer
soñoliento y un prelado colonial, que sin duda deseaba asistir a algún oficio
matutino, contribuyeran a facilitar tanto sus pasos sucesivos. Con un
sentimiento de inmensa satisfacción lanzose, desde el hotel, a la libertad de
las amplias calles.
II
El
chófer a quien Medhurst mandara esperar no había reparado mucho en el porte de
su cliente. No estaba muy familiarizado con los detalles del atavío
eclesiástico y no sabía distinguir un deán de un arcediano ni un arcediano de
un obispo. No sabía sino que ciertos dignatarios de la Iglesia anglicana
llevaban polainas y sombreros de alas apuntadas y que solían vivir
espléndidamente.
Vio
a su cliente entrar en el hotel y creyó que era el mismo el que salió del hotel
a toda prisa veinte minutos más tarde, saltando al coche y mandando al
conductor que le llevara a la catedral de San Pablo. El buen chófer no sabía ni
remotamente que este clérigo no era su primer viajero, sino el obispo de
Tuscaloosa, prelado colonial de paso en Inglaterra y que, debiendo hallarse a
las siete menos cinco en la catedral de San Pablo y habiéndose dormido más de
la cuenta, se precipitó al primer taxi que vio a mano.
Al
apearse ante San Pablo el prelado auténtico, el chófer siguió convencido de que
era el mismo a quien recogiera en la Estación Victoria, donde su cliente se
había apeado del humeante expreso de Brychester. El obispo de Tuscaloosa miró
el reloj de San Pablo y dijo al chófer:
—Espéreme
aquí. No tardaré mucho y necesito que me lleve a otro sitio después.
El
taxista no notó en monseñor nada diferente. Miró cómo la figura del obispo
(alta y atlética, pues Sharpe-Benham se había distinguido en los campos de
deportes antes de emprender su carrera en las colonias) subía los peldaños del
templo; encendió su pipa, compró a un vendedor de prensa un diario matutino de
a medio penique y se preparó a esperar que el obispo cumpliera sus deberes
religiosos. Y estaba leyendo las últimas noticias sobre las carreras cuando,
cuarenta minutos después de penetrar en la catedral, el obispo salió de ella,
acompañado de otro eclesiástico. Éste, viendo el taxi parado, hizo alguna broma
sobre la mundana vanidad de dejar un coche esperando mientras el taxímetro corre
a toda prisa.
—Ya
lo sé, ya lo sé —dijo el obispo—. Pero tengo que ir a un punto distante del
este de Londres, y este coche es tan bueno y cómodo que he resuelto seguir
usándolo.
El
otro sacerdote rió, estrechó la mano del obispo y entró en el deanato. El
prelado interpeló al chófer.
—Deseo
—indicó—que me lleve a la iglesia de Santa Eduvigis, en East Ham. Está lejos,
¿no?
El
chófer dobló el periódico y se lo guardó en el bolsillo.
—Muy
lejos, señor —repuso—. ¿Y dónde queda esa iglesia?
—Ya
lo preguntaremos en East Ham —contestó el obispo—. Pero quizá me conviniese
desayunar antes de ir a tal distancia.
Miró,
reflexionando, los altos edificios próximos.
—¿No
hay por aquí cerca algún hotel o cosa parecida? —preguntó.
—En
la misma esquina está la fonda de la Estación de Cannon Street —sugirió el
chófer—. Sirven desayunos.
—Pues
lléveme allí primero —dijo el obispo, entrando en el coche.
El
taxista condujo a su cliente al lugar ordenado, le indicó la entrada y se
dispuso a esperar. El obispo, que era hombre bondadoso, miró al conductor.
—¿Quiere
usted ir también a desayunar, entretanto? Yo pasaré aquí unos tres cuartos de
hora. Tiene usted tiempo.
—Gracias,
señor —dijo el chófer, sonriente, mirando el reloj—. Realmente no he desayunado
tampoco. Estaré de vuelta a las nueve menos veinte.
El
obispo, sonriendo a su vez, asintió, y entró en la fonda. Le guiaron al café
con toda la cortesía debida a su dignidad, encargó el desayuno, pidió el
«Times», se instaló cómodamente ante las vituallas y empezó a consumirlas con
parsimonia. El camarero le había ofrecido un asiento junto a la chimenea, y el
obispo, atento a sus propios asuntos, no reparaba en las demás personas que
había en el café. No se fijó, pues, en un hombre corpulento, de cara sería, que
acababa de entrar y, aparentando mirar a su alrededor con indiferencia,
escrutaba atentamente el rostro del obispo.
A
las nueve menos cuarto, el obispo dejó a un lado el diario y a otro la
servilleta y hundió los dedos en el bolsillo donde solía guardar el dinero.
Horrorizado, descubrió que no había allí dinero alguno. Buscó a toda prisa la
cartera, donde llevaba siempre un par de billetes en previsión de posibles
necesidades inesperadas. Pero no tenía la cartera y todos sus bolsillos estaban
vacíos. Y de pronto recordó que, con las prisas de aquella mañana, habíase
dejado la cartera, el monedero y cuanto solía llevar, sobre el tocador. Era
desagradable, pero no cosa importante, al fin y
al
cabo. Llamó al jefe de camareros, que se adelantó, respetuoso, con la factura.
—Lo
siento —dijo el obispo—, pero he olvidado la cartera y todo lo que suelo llevar
encima, en el Hotel Grosvenor, donde me alojo. Salí de prisa esta mañana,
porque tenía que estar en la catedral de San Pablo, y… Pero tengo un taxi en la
puerta y puedo enviar al chófer a buscar dinero.
El
camarero repuso que lo hiciera así y no se apurara, y el obispo salió del
salón, lamentando el retraso con que se había despertado. Ya descendía la
escalera, en busca del taxi que le esperaba, cuando el hombre serio que le
mirara desde la puerta del café y que había cambiado unas palabras con el jefe
de camareros al ver salir al prelado, surgió junto a éste y le saludó con una
reverencia cortés, pero fría.
—¿Me
permite unas palabras, señor?
El
obispo se volvió, sorprendido. En la voz de su interpelante había una firmeza
que parecía convertir su ruego en una orden. El obispo, hombre vehemente, se
sonrojó.
—¿Qué
quiere decirme?
—Sírvase
pasar aquí —contestó el otro, indicando un cuarto lateral, y haciendo una
inclinación de cabeza—. Siento preguntárselo —continuó, ya dentro, con el mismo
tono frígido y firme—, pero ¿es cierto que no ha pagado usted su factura?
El
rubor del obispo se intensificó.
—¡Esto
es el colmo…! —empezó.
Mas
se dominó en seguida. La culpa era suya.
—Si
es usted el gerente, sepa que ya he dicho a uno de sus camareros el incidente
que he tenido. Olvidé mi dinero en el tocador de mi alcoba, y voy a enviar al
chófer a buscarlo.
El
hombre de aspecto serio y oficial permaneció impertérrito, mirando las
vestiduras episcopales.
—¿Es
usted el obispo de…? —empezó.
—De
Tuscaloosa —contestó el eclesiástico con cierta aspereza.
—¿Dónde
está esa diócesis? —preguntó el inquiridor, más firmemente que nunca.
—¡Parece
mentira! —protestó el obispo—. ¿Es posible, buen hombre, que sugiera usted…?
—No
sugiero nada —respondió el otro—. Me limito a pedirle informes. Ha venido usted
aquí, no paga la factura y… En resumen, le seré franco: soy agente de policía…
Otra
persona, de imponente aspecto, entró en la habitación. El primero continuó:
—El
caso es que esta noche un presidiario fugado ha entrado en el palacio episcopal
de Brychester y se cree que ha huido en el expreso de las cuatro y diez
vistiendo las ropas del obispo. Y las señas de usted coinciden con las de ese
hombre.
El
prelado, por un momento, no pudo articular palabra. Luego rió.
—¡Señor
mío! —exclamó—. Esto es ridículo. ¡Inmensamente ridículo! Soy el obispo de
Tuscaloosa, en Canadá. Me hospedo en el Hotel Grosvenor y vengo ahora de la
catedral de San Pablo, donde me conocen muchos miembros del Cabildo. El chófer
que me espera le dirá que me ha recogido en el Hotel Grosvenor y…
El
primer hombre hizo un signo al segundo, el cual, saliendo, volvió al instante con
el chófer. El primero de ambos hombres preguntó al taxista, mirando al obispo:
—¿Dónde
ha recogido usted a este señor?
El
chófer miró a los tres con recelo.
—Ahora
le he recogido en la catedral de San Pablo y antes en el Hotel Grosvenor
—declaró—, y antes de eso en la Estación Victoria.
El
obispo dio un salto en su asiento.
—¡En
la Estación Victoria! ¡Usted no me ha recogido nunca en la Estación Victoria,
buen hombre! ¡Usted…!
El
recelo del chófer creció. El obispo no le había pagado nada todavía y además el
coche llevaba veinte minutos esperando.
—¡Que
no le he recogido! —exclamó—. No dirá que no se ha apeado usted en el andén de
llegada de la Estación Victoria, de donde le he conducido al Hotel Grosvenor.
Ha salido usted del hotel a los veinte minutos, ¿no?
Asumió
una expresión despectiva, en vista del sesgo que el asunto tomaba, y se volvió
a los dos agentes.
—Este
señor ha llegado en el expreso de Brychester —dijo—. Faltaban unos minutos para
las seis. ¡Ya lo creo que sí!
Los
agentes se volvieron al infeliz obispo, seguros de haber logrado una
importante, aunque fortuita captura. Y, según entraba en él orden lógico de las
cosas, condujeron a su cautivo al más cercano puesto de policía.
III
Medhurst,
reflexionando, se dirigió desde el hotel hacia Victoria Street. Su primer paso
debía tender a procurarse una libertad definitiva. Sus andanzas nocturnas en el
palacio episcopal de Brychester debían haber sido descubiertas ya. La policía
local tardaría poco en comunicar con Londres. Se averiguaría fácilmente que el
fugitivo había salido de Brychester en el tren de las 4,10, sí; pero, con todo,
Medhurst llevaba una hora o dos de adelanto sobre sus posibles perseguidores.
En primer lugar debía entrevistarse con su amigo de confianza. Y de repente
acordose de que aquel amigo tenía un despacho en Londres, junto a Mansión
House. ¿Por qué no acudir allí en vez de arrostrar los peligros de un viaje por
ferrocarril a Kent? Las estaciones principales estarían pronto vigiladas y le
convenía mantenerse lejos de ellas mientras no cambiase de ropa.
Por
tanto se dirigió a la City. Tomó un billete del Metropolitano hasta Mansion
House. Entre la apiñada multitud matutina que se precipitaba hacia tiendas y
despachos, se sentía seguro. Por mucha solicitud que pusiera la policía en
buscarle, no iban a situar agentes en todas las calles de Londres. Daría una
vuelta por la City hasta las nueve, ya que, según recordaba Medhurst, su amigo
era un tipo madrugador y acudía al trabajo en uno de los primeros trenes.
Medhurst no sentía temor alguno. Pensaba que todo iba a resultar bien.
En
el Metropolitano, hizo un interesante descubrimiento. En el bolsillo alto de la
chaqueta de golf halló una cigarrera, conteniendo cuatro puros excepcionalmente
buenos. Encendió uno con el goce y ahínco de un hombre que no probaba tabaco
hacía largas y ominosas semanas. Pero, examinando la cigarrera antes de
volverla a guardar, encontró en ella algo más importante: en un pequeño
departamento de la tapa, claramente destinado a contener sellos y cosas
semejantes, había un par de cheques en blanco contra el «Brychester and County
Bank». Evidentemente el obispo era hombre previsor, que deseaba estar siempre
presto a contingencias insólitas. Si éstas llegaban, ¿quién no aceptaría en pago
el cheque de un obispo?
El
hallazgo hizo reír a Medhurst. No obstante, la cosa no tenía de momento gran
trascendencia para él y así devolvió los cheques a su lugar y la cigarrera al
bolsillo, y prosiguió fumando, satisfecho, hasta la estación de Mansion House.
Salió a la calle y empezó" a deambular por las aceras, ya muy concurridas.
En
la hora que aproximadamente le quedaba por delante, dábale igual hacer una cosa
que otra. Por lo tanto decidió andar sin rumbo, pero cuidando de no detenerse,
como si se dirigiera a un punto determinado. Pasó a lo largo del Bank, ante el
Guildhall, por Aldersgate, y, siguiendo calles secundarias, alcanzó Smithfield.
Desde allí, girando hacia el sur, anduvo por Ludgate Hill. Detúvose ante el
escaparate de una librería y de improviso se halló mirando la portada de un
libro expuesto en un anaquel. El título indicaba que aquella obra se refería a
los deportes en relación con la juventud cristiana y el autor era el obispo de
Brychester. En la cubierta campeaba un retrato del prelado, con el facsímil de
su firma al pie.
Medhurst,
hombre de mente despierta, tenía el instinto de aprovechar las oportunidades. Y
ahora se le ofrecía una excelente. Llevaba en el bolsillo dos cheques en blanco
del obispo de Brychester, y ante él aparecía una buena reproducción de la firma
del mismo reverendo. La ocasión resultaba excepcional, en efecto, porque
Medhurst sabía imitar perfectamente las firmas ajenas. De hecho, era esa
habilidad la que le había puesto en contacto con la ley. Y los representantes
de ésta habían encontrado tan pasmosa la facultad caligráfica de Medhurst, que
habían resuelto confinarle por muchos años en regiones donde semejante destreza
tiende a embotarse. El juez que había pronunciado la sentencia añadió en tono
seco y lacónico que ya se habían dado casos de falsificadores condenados al
cadalso y al verdugo.
Medhurst
penetró en la librería, manoseando el dinero suelto que. llevaba. Su vivo
humorismo le hizo sonreír al pensar que iba a comprar el libro del obispo con
el propio dinero del obispo. El volumen, pequeño y sencillo, contenía dos o
tres conferencias pronunciadas por el prelado ante los jóvenes. Medhurst lo
deslizó en el bolsillo de la chaqueta y salió. Persistiendo en su plan inicial,
proseguía andando por las calles, abajo y arriba, sin alejarse mucho de la
manzana de casas donde, cerca de Mansion House, tenía su amigo de confianza la
indicada oficina. Pero antes de ver a aquel amigo, Medhurst quería ejecutar
otro trabajo, un trabajo dimanado de su habilidad delictuosa de falsificar
firmas.
Entró
en una sala de té y encargó un desayuno ligero. Mientras esperaba que se lo
trajesen estudió la firma del obispo. Era una firma simple, sin peculiaridades
difíciles de imitar. No la firma de un intelectual o un literato, sino la de un
hombre de negocios, poco amigo de floreos, curvas y trazos alargados. Cuando
terminó el desayuno, Medhurst había, por decirlo así, fotografiado tan bien aquella firma en su cerebro, que se sentía
capaz de extender un cheque con tan perfecta semejanza de letra que al mismo
obispo le costaría trabajo notar la falsificación.
Puso
manos a la obra. Ya había pensado en una conocida joyería de Cheapside, donde
podía hacer lo que deseaba, con la ventaja de hallarse casi puerta por medio de
Mansion House y de la casa donde se proponía desaparecer tan pronto como
concluyese su transacción. Entró con gran aplomo en la joyería, cuyo
propietario, viendo el cuello clerical
del cliente, le juzgó un párroco rural vistiendo su acostumbrado traje
campesino. Pero Medhurst sacó en seguida al joyero de tal error. Sacando el
usado tarjetero episcopal, depositó sobre el mostrador de mármol una tarjeta.
El joyero inclinose muy cortésmente y ofreció una silla al visitante.
—He
visto anunciados sus relojes con frecuencia;—dijo el supuesto obispo—, y como
tengo poco tiempo libre antes de acudir a la partida de golf en que me esperan,
he resuelto darles ahora una ojeada. Deseo hacer un regalo a mi capellán, que
acaba de obtener una prebenda, y me parece que nada será más apropiado que un
reloj. De oro, por supuesto… Lo mejor que pueda tener… Ya le digo que he leído
sus anuncios y me parece que tiene usted buenos relojes de oro por menos de
cuarenta libras, ¿no?
El
joyero extendió ante su parroquiano varios relojes de oro de diversos precios.
Medhurst los examinó todos con interés y cuidado, hablando entretanto con
simpatía. Al fin eligió un cronómetro elegante y útil de un valor de 33
guineas. Y sacó uno de los cheques en blanco.
—Voy
a firmarle un cheque —dijo—. Pero el caso es que lo había llenado con la cifra
de cincuenta libras. ¿Tiene inconveniente en darme el cambio?
—No,
milord —repuso el joyero—. ¡Con sumo gusto!
No
se le ocurrió duda alguna sobre la identidad de su cliente. ¿No había visto la
tarjeta del prelado? ¿No veía junto a los guantes de aquel señor el libro «El
Deporte y la juventud cristiana», con la firma autógrafa del obispo en la
cubierta? Alargó las quince libras y siete chelines restantes y dio gracias al
nuevo parroquiano por su compra.
Medhurst
se inclinó con su más digna reverencia y exhibió su más meliflua sonrisa.
Luego, fijándose en un reloj colocado tras el mostrador, exclamó:
—¡Válgame
Dios! ¡Me queda el tiempo justo para tomar el tren en Cannon Street! Tengo que
darme prisa.
El
joyero, saliendo del mostrador, abrió la puerta, se curvó en una inclinación
profunda y dijo:
—No
tiene más que doblar la esquina, milord. Llegará en dos minutos.
Medhurst,
sonriendo, dobló en efecto la esquina. Pero en seguida dobló otra, y otra más.
Y luego se hundió en un edificio cuyos despachos parecían responder al
principio arquitectónico profesado por los constructores de conejeras. Cinco
minutos después de salir de la joyería, estaba en la oficina de su amigo de
confianza, quien acababa de llegar y se apresuró a cerrar la puerta tras ellos.
Entretanto
el joyero, después de ver desaparecer al obispo por la esquina, volvióse a su
tienda frotándose las manos de satisfacción. ¡Empezaba bien el día!
Y
entonces divisó los guantes y el libro que Medhurst, por olvido, había dejado
en el mostrador. Cogiolos, dio una voz a sus dependientes, y corrió tras el
parroquiano. Pasó Bucklersbury a la carrera, atravesó como un tiro Queen
Victoria Street, galopó por Walbrook, y precipitose en la estación de Cannon
Street. Casi sin aliento llegó al andén de partida y miró por todas partes.
—¿Ha
visto pasar a un obispo? —preguntó al hombre que picaba los billetes—. Es un
señor alto, el obispo de Brychester…
El
empleado miró al joyero.
—Esta
mañana han detenido aquí a un tío que decía que era un obispo —gruñó—. No pagó
la cuenta de la fonda, ni ná. Puede que le encuentre usté en la comisaría.
El
joyero sintió un vértigo. Le giraba la cabeza. Alejose. Y de pronto reaccionó
súbitamente. Era imposible que el hombre de la fonda de la estación fuese el
mismo que había estado en su casa, un momento antes. ¡Imposible! No obstante,
resolvió ir a la comisaría, donde tenía conocidos. Fue, pues, allí y explicó su
historia. Lo que más le intrigaba era saber cómo se había producido tan
extraordinaria coincidencia.
El
agente que escuchó el relato guardó silencio por unos minutos.
—¿Cuándo
le ha sucedido eso? —preguntó al fin.
—Hace
media hora —repuso el joyero. Y añadió, con una sonrisa animada—: Desde luego,
mi obispo era el auténtico. Pero ¿y el impostor al que han detenido ustedes?
El
agente le hizo un signo con el dedo.
—Venga
por aquí.
Y
condujo al joyero a una habitación donde el infortunado obispo de Tuscaloosa
seguía discutiendo con sus incrédulos apresores. Pero, mientras el joyero y su
acompañante entraban por una puerta, sobrevino por otra un altísimo dignatario
eclesiástico, tan conocido en la ciudad como la misma catedral de San Pablo, y
al ver al cual todos los que estaban presentes saludaron con el mayor respeto.
El
eclesiástico avanzó hacia el prelado colonial con las manos extendidas.
—¡Mi
querido obispo! —exclamó—. ¡Qué lamentable y ridículo error! ¡Qué desdichado…!
El
agente que había conducido al joyero arrastró de pronto a éste fuera de la estancia.
—¡De
prisa, de prisa! —dijo—. Descríbame al individuo que ha estado en su tienda.
¡Ése es el verdadero impostor! ¿Adonde le contó que se dirigía? ¿A Cannon
Street? ¡Vamos! Aunque desde luego no iría allí ni mucho menos… ¡Un hombre así!
¡Quizá!
Tenía
razón. En aquel mismo momento, Medhurst, ya vestido de otra manera, se alejaba
tranquilamente hacia una verosímil perspectiva de libertad absoluta.
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