martes, 16 de abril de 2019

LA ESTRELLA DE PLATA Thomas Burke


Thomas Burke was a British author. He was born in Eltham, London. His first successful publication was Limehouse Nights, a collection of stories centred on life in the poverty-stricken Limehouse district of London. Many of Burke's books feature the Chinese character Quong Lee as narrator.Wikipedia
BornNovember 29, 1886, Eltham, London, United Kingdom

 LA ESTRELLA DE PLATA

 

 

            Thomas Burke

            «NO ESTOY de acuerdo con usted —dije—. No veo que le quede la menor oportunidad. Éste es un caso completamente claro. La evidencia circunstancial en contra suya es absoluta, inatacable».
            «Estoy dispuesto a admitir —dijo el viejo Quong, mientras tomábamos el té a medianoche— que no tenga la menor oportunidad, pero lo que no admito es que sea un caso perfectamente claro. Y no tiene la menor oportunidad porque, aunque los hombres hagamos de vez en cuando pequeños y débiles intentos de mentir, nunca los hacemos de manera apta y convincente. Se podría intentar mayor perfección, y se intenta, pero no por el hombre. El mejor mentiroso, el más convincente bajo la capa del sol es esa envejecida honorable a quien nunca se invita a subir al estrado de los testigos; su nombre es Evidencia Circunstancial. Ahí tiene usted el caso de nuestro antiguo amigo Red Fargus, que tan cómodamente vivió en estos contornos hasta el día fatal en que la evidencia circunstancial hizo de él un ejemplo…»
            Me serví más té y en el transcurso de tiempo que tarda un paquete de cigarrillos en reducirse a ceniza, fui enterándome de la historia de Red Fargus.
            «Cuando (dijo Quong) la Cantante americana de Verdades Ineludibles expresó cuán fácilmente las cosas se malean, estaba en lo cierto. Generalmente lo estaba. Y era esto lo que a sus rivales y antecesores fracasados les producía más irritación. Un poeta que siempre tiene razón es como un marido que nunca llega tarde, un subalterno que no quiere guerra o un financiero que siempre hablase de beneficio propio en lugar de hablar de utilidad general.
            Tenía tanta razón, que muchas de sus razones se imprimieron en pequeñas tarjetas que uno puede clavar en su escritorio, frente a su cama o en el baño; y les hubiera ido bien a Red Fargus y a Mosey Rubens comprar un montoncito de estas tarjetas, y cuanto más fácil habría sido todo si las hubiesen colgado donde sus no muy sagaces ojos pudieran verlas. Pues aunque ni Red ni Mosey ignoraban las comunes verdades de la vida, nada sabían ni de estas tarjetas, ni de la cantante americana que actuaba como un verdadero poeta, recordando a la gente esas cosas que todos saben pero que nadie tiene presentes. Como la mayoría de nosotros eran positivos conocedores y nulos realizadores, y siendo así ellos adquirieron un paquete-sorpresa.
            Empezó la cosa cuando Mosey echó el guante a los diamantes Carshalton. Lo primero que se debe hacer en asuntos de este tipo es no precipitarse. Esto lo sabía muy bien Mosey, y aunque también estaba enterado de que Amsterdam era el sitio especialmente indicado por los espíritus a los que dirigen esta clase de negocios, se dio cuenta de que, tal como estaban las cosas, lo mejor que podía hacer era retrasar su ida a Amsterdam. Tenía costumbre de trabajar solo pero ante un asunto de tal magnitud, sintió que necesitaba ayuda. Entonces, mirando a su alrededor, examinó la ayuda de que podría disponer.
            Ahora bien, Mosey, como muchos de su clase, tenía el hábito de pensar que pensaba y también el de situarse en lugar de los demás tratando de ver las cosas a través de sus ojos, y así llegaba a olvidarse de que seguía pensando con su propio cerebro. En este caso vio su situación como creyó que la vería otro que fuera, igual que él, un limpio jugador. Buscando a su alrededor entre la gente de juego limpio, seleccionó finalmente a Spike Arabin, el más joven y honrado de los que se dedicaban a estos negocios, y le ofreció un reparto bastante generoso, con la condición de que le encontrara un refugio agradable y seguro donde pasar algunas semanas… Spike escuchó la proposición y dijo, en su habitual lenguaje reposado, que aquello se le podía confiar muy bien. Y Mosey se lo confió. Él creía conocer muy bien a Spike, por tanto no encontró absurdo que una criatura humana hiciese a otra una petición tan disparatada. Si hubiera conocido el mensaje de la cantante americana y meditado cuidadosamente, habría comprobado con antelación que nada ni nadie es seguro, y que tanto el mejor de los hombres como las mejores cosas, fácilmente se corrompen. Por tanto, cuando doce mil libras están en juego, es una locura confiar en nadie —incluso en gente que no conozcáis—. El resultado es siempre fatal y en este caso se confirmó.
            Spike Arabin, bajo el peso de una confianza como nunca le habían depositado —una vida humana y doce mil libras a remolque—, se sintió incómodo. Creyó que debía disponer de algo; y en consecuencia, sin la menor sombra de pesar, abusó de la amistad que le unía a Red Fargus, dueño de la "Estrella de Plata”.
            La "Estrella de Plata” está situada al otro lado del río y en aquellos días —han pasado muchos años desde que esto sucedió— era un sitio confortable, es decir, apacible cuando se era admitido sin reservas. Su aspecto externo era todo menos amable. Estaba al final de un estrecho pasaje que corría paralelo a un tajo profundo que daba entrada desde el río a los muelles. Guarecido de un lado por un alto muro y abierto al hueco del tajo por el otro, el pasaje era nido de muchos ecos, y todos los pasos que se acercaban a la "Estrella de Plata” sobre el chapoteo de las aguas avisaban su llegada. Lo cual era útil a veces… Como también eran útiles las ventanas traseras que daban directamente sobre la ancha curva del río. Vista desde el lado de tierra tenía un aspecto reservado, casi fúnebre. Era negra como boca de lobo y su oscuro enlucido estaba tan deteriorado, que la hacía parecer a punto de derrumbarse. Por las noches no se vislumbraba ningún saludo luminoso en sus ventanas. Un pálido fulgor que daba menos claridad que las eternas estrellas de plata a la tierra era la única señal de que el paisaje contenía algo más que un muro. Pero para los clientes de favor ese tétrico aspecto se suavizaba, y, al igual que ciertos hombres, abrigaba un cálido sentimiento para aquellos que aceptaba, tan fuerte como la frialdad con que se cerraba a los demás. Era igual que su dueño. Red Fargus parecía un saco. A primera vista todo su ser era un borrón insignificante. A segunda vista el Red Fargus esencial se descubría en la perfidia de sus colgantes y abultados labios.
            A esta vieja casa fue donde Spike condujo a Mosey, como sitio de descanso seguro hasta que los signos y presagios fueran propicios para un viaje a Amsterdam.
            Sin embargo, antes de llevar a Mosey, había visitado a Red Fargus; y con sus agudos ojos de pájaro, y su afilada nariz de pájaro junto a la aplastada oreja de Fargus, había deslizado una proposición. Dicha proposición envolvía mucha elocuencia, alrededor de cincuenta por ciento, así como de doce mil libras; de la oportunidad de la puerta trasera al río de la casa de Fargus, y de pesos de hierro y plomo. Míster Fargus había escuchado atentamente y cuando, tras larga disquisición, le preguntó qué opinaba, opinó.
            Por consiguiente, una tarde húmeda y neblinosa, Spike, Mosey y doce mil libras pasaron sin ser vistos por el oscuro pasaje hacia la "Estrella de Plata”.
            A medianoche, Mosey y las doce mil libras estaban en cama. Gozaban libremente de la amorosa hospitalidad que existía tras la desagradable apariencia de la "Estrella de Plata”. Y Mosey estaba en paz. Había encontrado amigos, como siempre encuentran los ricos, si están dispuestos al reconocimiento amistoso de una manera idónea y tenía la sensación de estar bien guardado y de que se preocupaban de él. Estaba en lo cierto. Míster Fargus, en el piso de abajo, le estaba montando guardia igual que una madre vigila a su niño de sueño ligero.
            Míster Fargus estaba sentado en su salita privada, en el lugar más aislado de la casa, silencioso y quieto. Estaba solo. A instancias suyas, Spike Arabin se había marchado poco después de que su huésped se retirara. Míster Fargus sostenía que estas cosas se realizaban siempre con mayor efectividad cuando se hacen a solas, sin la confusión del consejo o de testigos. Estaba solo. Tan reducida era aquella habitación, situada en la parte más aislada de la casa, que ni tenía ruidos propios ni los recibía de fuera. Ningún ruido de tráfico rodado, ningún chapoteo de agua contra las gabarras y las barcas amarradas; ni los bocinazos de los vapores de viaje, ni el lloro de la sirena llegaban allí. Ningún ruido. Estaba sentado ante el fuego, y el fuego y la habitación y todo el mueblaje parecían estar aguardando con él algo determinado. Continuó sentado allí hasta las doce y media. Llegada esta hora se levantó, y, desgraciadamente, se arrastró hasta la puerta y se paró en el umbral. Los brazos le colgaban de los hombros como troncos. Sus manos se abrían lentamente. Tenía la cabeza inclinada hacia delante. Un débil ruido le llegó desde el piso de arriba, y entonces, se volvió a arrastrar dentro de la habitación. Su huésped debía haber tenido un momentáneo despertar. Durante unos quince minutos se mantuvo de pie junto al fuego; después dirigiose otra vez hacia la puerta, salió y se escurrió hacia arriba hasta media escalera. Entraba ahora en la órbita del mundo del río, en medio de los broncos rugidos y bocinazos de la medianoche. Estos ruidos distantes que de repente le alcanzaban, estallaban en sus oídos como una tormenta, y el tic-tac del reloj del desierto bar le parecía el golpeteo de un martillo. Luego se acostumbró y logró concentrarse en los ruidos de la casa. Pero no percibía ninguno, y seguro de ello siguió subiendo tan torpemente ligero como le fue posible.
            En el dormitorio, Mosey yacía en la santidad de la paz. Su fea cabeza estaba inmóvil, sus ágiles dedos, ociosos; no veía ni oía nada. El que estaba subiendo la escalera no existía para él. El rumor de los pasos se acercaba sin titubeos, sin cambiar de ritmo, se acercaba con una regularidad portentosa, era la marcha fúnebre de una marioneta humana. Pero Mosey no lo oía.
            Al otro lado de la puerta, míster Fargus se detuvo con el oído alerta. Ningún ruido venía de la habitación. Giró el picaporte preparado con una excusa por si Mosey se despertaba repentinamente. El picaporte produjo un ligero clic, y la puerta se abrió. Pero en la habitación no hubo rumor alguno. Entró. Conocía la distribución de los muebles, y se movía pesadamente pero con precisión, sin tropiezos. En la oscuridad no podía ver la cara de Mosey; sólo podía distinguir vagamente el bulto de la cama. Con suavidad se dirigió hacia él. Extrajo una linterna del bolsillo del pantalón. Del bolsillo de la americana sacó algo corto y pesado; algo que no iba a ser usado violentamente. Con aquello daría un solo golpe al lado de la cabeza, un golpe suficiente para asegurar un largo descanso nocturno; luego, un saco de lona, algunos pesos, un bote…, y hacia la fuerte corriente del río. Levantó la barra con la mano derecha. Encendió la lámpara. Pero la barra no cayó donde debía haber caído. Cayó en el suelo. La cama estaba, y Mosey estaba. Pero Mosey yacía medio fuera de ella con la cabeza colgando sobre la alfombra. Su cabeza había sido golpeada con una barra de hierro.
            Durante algunos segundos más de los que se imaginaba, míster Fargus estuvo de pie ante la visión aterradora. De pie y mirando hasta que la intensidad de la mirada casi le sumió en el sueño. Ciertamente se encontraba a punto del sueño cuando un fuerte golpe, en el piso de abajo, lo despertó. La silenciosa casa se llenó de crujidos y de golpes, después vino un crujido largo, un: coro de voces y ruidos de pisadas que se extendían cada vez más; luego los oyó escaleras arriba. Antes de que él pudiera esconderse o escapar de la habitación, o tan sólo pensarlo, lo encontraron allí de pie junto al cuerpo, con sangre en las manos y sangre en la barra de hierro, que yacía en el suelo sobre un charquito.
            Hacía algún tiempo que Spike Arabin había transmitido la alarma a un muchachito, con la indicación de que la pasara a la policía; y estaba ya lejos con la carterita de gamuza de Mósey en su bolsillo.

            Murió hace dos años en África, según creo, y me reconforta poder decirle a usted que antes de morir demostró que sentía algún remordimiento por su conducta. En su lecho de muerte reivindicó la ultrajada memoria de Red Fargus, y pagó tributo al poder de la Evidencia Circunstancial haciendo una confesión completa».

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