lunes, 15 de abril de 2019

LAS VACACIONES DE MÍSTER LEDBETTER H. G. Wells


Herbert George Wells fue un escritor inglés. Fue prolífico en muchos géneros, escribiendo docenas de novelas, cuentos y obras de comentarios sociales, sátira, biografía y autobiografía, e incluso incluyó dos libros sobre juegos de guerra recreativos. Wikipedia
Nacido : 21 de septiembre de 1866, Bromley, Reino Unido.

LAS VACACIONES DE MÍSTER LEDBETTER

 

 

            H. G. Wells

            MI amigo míster Ledbetter es un hombrecillo de rostro rubicundo y ojos cuya dulzura natural queda notablemente incrementada por el reflejo de la luz sobre los cristales de sus gafas. Su voz imperiosa y profunda provoca nerviosismo en las personas irritables. De sus años de estudiante, conserva, incluso en el presbiterio que actualmente ocupa, una elocución escrupulosa y una firme voluntad de mostrarse preciso y correcto en todas las circunstancias de la vida, tanto si es necesario como si no.
            Es un apasionado del ajedrez y algunos sospechan que se dedica en secreto al cultivo de las matemáticas puras, ocupación honorable, además de divertida. Su conversación, siempre exuberante, abunda en detalles inútiles. A decir verdad, muchos de quienes lo tratan aseguran que su personalidad resulta abrumadora, para llamar las cosas por su nombre, y algunos me han otorgado el cumplido de extrañarse de que soporte su compañía. Mas, de otra parte, existe también quienes se maravillan de que se complazca en tener amistad con un tipo tan extravagante y antipático como yo.
            Muy pocos consideran ecuánimemente nuestra amistad. Pero es porque ignoran el vínculo que nos une y los amables lazos que contribuyen a asociarme, a través de una estancia en Jamaica, al pasado de míster Ledbetter, pasado cuya mención provoca siempre en él una ligera inquietud.
            —No sé qué sería de mí si aquello se divulgara —suele afirmar con aire convencido—. Verdaderamente no lo sé.
            A mi modo de ver, se limitaría a enrojecer hasta las orejas; pero ya volveré sobre eso más tarde. No hablaré todavía de nuestro primer encuentro, porque según la regla establecida —y que yo me siento inclinado a quebrantar con frecuencia—el final de una historia ha de situarse después y no antes del principio. Y el encuentro en cuestión constituyó el final del relato que me ocupa.
            Hace cosa de veinte años, gracias a una serie de complicadas y asombrosas maniobras, el destino puso, por así decirlo, a míster Ledbetter en mis manos. Yo me hallaba en Jamaica y míster Ledbetter ejercía de profesor eclesiástico en Inglaterra. Por aquel entonces destacaban ya en él las mismas características que ahora; tenía idénticas mejillas rubicundas, llevaba los mismos lentes, o al menos unos parecidos, y en su rostro se pintaba la misma expresión de vaga perplejidad. Cuando le vi por vez primera se hallaba en un estado no del todo presentable. Su cuello postizo estaba sucio y arrugado hasta el punto de haber perdido toda forma. Las circunstancias de nuestro primer encuentro vinieron a ser, por así decirlo, el puente que nos permitió franquear el golfo que nos separaba. Pero, como indiqué antes, ya hablaremos de eso a su debido tiempo.
            El episodio empieza en Hithergate en plenas vacaciones estivales. Decidido a disfrutar de un reposo del que tenía gran necesidad, míster Ledbetter había llegado a la localidad en cuestión, provisto, por todo equipaje, de una maleta oscura perfectamente limpia y marcada con las iniciales F. W. L., un sombrero nuevo, de paja blanca y negra, y dos pares de pantalones de franela. Experimentaba una alegría muy comprensible al verse libre de sus alumnos, a los que no profesaba una devoción particular.
            Luego de comer, entabló conversación con cierto caballero de carácter expansivo, instalado en la misma pensión en la que, por consejo de su tía, se alojaba Ledbetter. El caballero de referencia era el único huésped masculino de la misma. En su charla, ambos se dolieron amargamente de la desaparición de lo maravilloso y de lo raro, así como de la carencia del sentimiento de aventura y la muerte de la afición a los largos desplazamientos, por causa de la anulación de las distancias, gracias al vapor y la electricidad. Lamentaron también las vulgaridades de la propaganda, el envilecimiento de los seres humanos por la civilización y otros temas análogos.
            El locuaz caballero disertó con particular elocuencia acerca de la disminución del valor humano como consecuencia de cierto sentimiento de seguridad que míster Ledbetter deploró con tanta vehemencia como su interlocutor. Gozoso ante su recién lograda emancipación y deseoso de hacerse apreciar como buen compañero, míster Ledbetter abusó de manera quizás algo imprudente del excelente whisky que le ofrecía su amigo. Pero más tarde afirmó terminantemente que en ningún momento llegó a sentirse «nublado».
            Limitóse a expansionarse algo más que de ordinario, mientras su vivacidad acostumbrada se volvía algo más perezosa. Después de aquel largo panegírico sobre los felices tiempos pasados, y de prodigar sus expresiones de condolencia por las buenas cosas desaparecidas, salió solo a las calles bañadas de claridad lunar y emprendió el camino del acantilado bordeado de villas.
            Mientras ascendía la silenciosa cuesta, lamentaba interiormente la existencia que se veía obligado a vivir en su condición de pedagogo, tan escasa en acontecimientos relevantes. ¡Qué vida la suya, tan prosaica, incolora y sin objeto! En aquel metódico y apacible deslizarse del tiempo, entre primero de año y San Silvestre, ¿dónde encontrar una ocasión propensa al heroísmo? Soñaba con melancolía retrospectiva en aquellas épocas inciertas de la Edad Media, tan próximas y al propio tiempo tan lejanas, con sus guerras y sus treguas, sus torneos y sus constantes amoríos, sus espadachines y sus «condottieri», sus trovadores y sus bellas castellanas. ¡Ah! ¡De qué ocasiones se disfrutaba entonces para lanzar audaces desafíos, para desenvainar la espada o enristrar la lanza, picando espuelas en dirección al adversario!
            Mas de repente, una extraña duda surgió en su mente en el instante en que en la misma se mezclaban a las escenas de bravura, visiones de torres oscuras y húmedas, trampas, escotillones y calabozos, torturas y prolongados años de cautiverio. Aquella duda derrumbó totalmente el edificio que míster Ledbetter había ido levantando con tanto entusiasmo.
            ¿Era tan valiente como pretendía? ¿Le gustaría que los ferrocarriles, el telégrafo, el gas, la electricidad, la policía y los gendarmes, es decir, todo cuanto contribuye a la seguridad del ciudadano, desapareciera de improviso?
            El caballero expansivo había hablado de ciertos criminales en términos casi encomiásticos.
            —¡Ah! ¡El ladrón! —exclamaba—. He aquí el único aventurero de nuestros días. ¿Se imagina usted el combate que libra, uno contra todos, solo ante la sociedad civilizada que lo rodea?
            El joven profesor se había hecho eco de aquellas quejas.
            —Desde luego —aprobó—. Los ladrones extraen aún un poco de interés a la vida. Son los únicos que disfrutan de la misma. ¿Imagina usted la impresión que ha de causar trasponer una puerta prohibida?
            Su compañero había dejado escapar una sardónica risita. Ahora, solo consigo mismo, en la intimidad de aquel monólogo interior, trató de comparar su clase de valor con la del criminal inveterado, esforzándose en oponer afirmaciones categóricas a las sospechas insidiosas que atacaban su sinceridad.
            —Yo podría hacerlo también —se afirmaba míster Ledbetter—. Tan sólo necesito una ocasión…, pero por otra parte, no puedo ceder a mis impulsos delictivos. Mi valor moral se opone a ello.
            De este modo, al tiempo que hacía alarde de su valor, la duda le embargaba. Se encontró, de pronto, ante una amplia villa rodeada por todos lados de un espacioso jardín. Sobre un balcón desierto, fácilmente accesible, una ventana abierta dejaba entrever la oscuridad del interior. Mister Ledbetter apenas le prestó atención, pero el recuerdo de la misma se incrustó en su espíritu, mezclándose a sus pensamientos y haciéndole imaginar que escalaba aquel balcón plantándose de un brinco en la sombría y misteriosa vivienda.
            «¡Bah! No te atreverías», le desafiaba su tendencia a la Duda.
            «Mis deberes hacia el prójimo me lo prohíben», contestaba su amor propio.
            Eran muy cerca de las once. Ningún rumor, aparte del producido por el mar, llegaba hasta él. El mundo entero parecía dormir bajo la claridad plateada de la luna. Tan sólo una ventana iluminada en la parte más baja del camino, indicaba la presencia de alguien todavía despierto.
            Mister Ledbetter dio media vuelta y regresó con lentitud hacia la villa de la ventana abierta. En pie ante la puerta de barrotes que cerraba el camino del jardín, convirtiose por unos instantes en campo de batalla donde contendían motivos contradictorios.
            «¡Inténtalo!», le insinuaba la Duda. «Pon fin a esta intolerable indecisión y demuestra que eres capaz de introducirte ahí. Fuerza la casa sin llevarte nada. ¿Qué hay de malo en ello?»
            Mister Ledbetter empujó suavemente la puerta, volvió a cerrarla tras de sí y deslizose por entre las sombras espesas de los arbustos.
            «Es una insensatez», murmuraba a su oído la Prudencia.
            «Ya sabía yo que tendrías miedo», le zahería la Duda.
            El corazón de míster Ledbetter latía como si quisiera salírsele del pecho. Mas la verdad es que no tenía miedo. ¡No! En absoluto. Sin embargo, permaneció largo rato indeciso, envuelto en las sombras, sin saber qué partido tomar.
            Evidentemente sería necesario franquear el balcón de un solo salto, ya que debido a la claridad reinante, se le vería con toda claridad desde la calle. Por fortuna, un emparrado por el que se encaramaban alegremente unos rosales jóvenes convertía la hazaña en un juego de niños. Además, era posible esconderse junto al pilón de la fuente, con sus piedras cubiertas de flores, en medio de espesas tinieblas, para inspeccionar a su sabor aquella brecha abierta en la fortificación de la morada.
            Mister Ledbetter se mantuvo tan inmóvil como la propia noche. Luego, de improviso, el licor ingerido hizo inclinar traidoramente la balanza. Avanzó de un salto. Con movimientos nerviosos, convulsivos, sin pensarlo más, puso pie en el emparrado, pasó una pierna sobre la barandilla del balcón y se dejó caer, jadeante, al otro lado, tal como había previsto.
            Estaba sudoroso y sin aliento, daba diente con diente y el corazón le latía descompuesto. Pero por otra parte, una gran alegría inundaba su ser. De no haber sentido tanto miedo, habría gritado de puro contento.
            Un bello verso del «Mefistófeles» de Wills acudió a su memoria.
            —Parezco un gato dueño de los tejados —murmuró.
            Aquella expedición estaba resultando más divertida de lo que imaginara. ¡Cómo compadecía a los pobres que ignoraban lo relativo a introducirse furtivamente en casa ajena! No había nada que temer. Su seguridad era total. Y, además, se estaba comportando con una valentía digna de todo encomio.
            Sólo quedaba franquear la ventana, para que su tarea fuese completa. Pero ¿sería preciso llevar su audacia tan lejos? Por la posición que aquel hueco ocupaba sobre la puerta principal, debía abrirse a un descansillo o un corredor. No entreveía cristales ni ningún otro detalle indicador de la presencia de algún dormitorio en el que alguien pudiera hallarse descansando.
            Míster Ledbetter avanzó a gatas, permaneció unos momentos escuchando y luego, elevando la cabeza, miró hacia el interior.
            Muy cerca, sobre un pedestal y con aspecto que le sobresaltó al verlo de improviso junto a sí, se encontraba la estatua de bronce de un personaje gesticulante, de tamaño casi natural. Míster Ledbetter volvió a agacharse en seguida; mas transcurrido un instante, se irguió otra vez. Pudo ver entonces un descansillo mal iluminado, y más lejos, ante otra ventana, una cortina de tejido con rayas negras, muy precisas, que destacaban vivamente. Bajo la misma, una amplia escalera se hundía en un océano de sombras, mientras otro tramo ascendía al segundo piso.
            Míster Ledbetter lanzó una mirada furtiva tras de sí. Pero nada turbaba la calma de la noche.
            —Es un crimen —murmuró con voz casi audible—. Un crimen.
            Sin perder un segundo, pasó una pierna sobre el alféizar de la ventana y cayó al otro lado. Sus pies se posaron sobre una gruesa alfombra. ¡Ya era todo un ladrón!
            Permaneció inmóvil con las rodillas flexionadas y el cuerpo hacia delante, escuchando. Fuera se oyó de repente el rumor de una carrera precipitada y un breve y ahogado tumulto. Míster Ledbetter volvió a arrepentirse de su atrevimiento. Pero unos maullidos le dieron a entender que algunos gatos se perseguían por el tejado. El ruido cesó y de nuevo se hizo el silencio. Sintió renacer su coraje. Se incorporó. Al parecer, todo el mundo dormía. ¡Qué fácil resultaba penetrar en una casa! Empezaba a sentirse encantado de haber hecho la prueba.
            Resolvió llevarse algún pequeño trofeo, con la sola intención de demostrar que no le había guiado la intención de quebrantar gravemente la ley. Luego se iría por donde había venido.
            Miró a su alrededor. De pronto, el espíritu de Crítica volvió a la carga. Los ladrones no se limitan a intrusiones tan simples; hacen más; penetran en los aposentos y fuerzan las cajas de caudales. Aquello era más grave. Pero no tenía miedo. Claro que no pensaba abrir ninguna caja, puesto que significaría una desconsideración extraordinaria hacía los dueños de la casa; pero sí entraría en las habitaciones, subiría la escalera. Repitiose otra vez que disfrutaba de seguridad total. Aquella casa desierta no provocaba en él temor alguno.
            Sin embargo, tuvo que apretar los puños y hacer acopio de toda su energía para emprender muy lentamente la ascensión de la tenebrosa escalera, parándose en cada peldaño.
            Arriba, en un descansillo cuadrado, vio algunas puertas, una de las cuales estaba abierta. En la casa seguía reinando un silencio total. Por un instante se preguntó qué ocurriría si de improviso alguien se despertara y apareciese súbitamente ante él.
            Al otro lado de la puerta vio un dormitorio iluminado por la luna, y una cama sin deshacer, con un cobertor blanco.
            Míster Ledbetter ocupó tres minutos, que la parecieron interminables, en introducirse en la habitación. Tomó una pastilla de jabón —¡su trofeo!—y se dispuso a partir por donde había venido, todavía con más cautela que a la ida. ¡Estaba resultando todo tan fácil!
            Pero de pronto…, ¡diantre!
            Oyó rumor de pasos en la grava del jardín…, tintineo de llaves…, una puerta que se abría y luego se cerraba…, el frotar de una cerilla en el vestíbulo inferior.
            Míster Ledbetter quedó como petrificado por la brusca revelación de su locura.
            «¿Cómo diablos voy a salir de aquí?», se preguntó.
            El resplandor de una vela iluminó el vestíbulo. Algo duro dio contra el paragüero. Luego los pasos sonaron en la escalera. ¡Le habían cortado la retirada!
            Míster Ledbetter permaneció unos instantes en actitud de total y profundo anonadamiento.
            —¡Bondad divina! ¡Qué estupidez he cometido!
            Volvió a meterse precipitadamente en el oscuro cuarto de donde había salido y temblando escuchó con atención. Los pasos llegaron al primer piso.
            De pronto una idea horrible acudió a su mente. ¿Se encontraría en el dormitorio del recién llegado? No podía perder ni un solo instante.
            Por fortuna, el amplio cobertor rozaba el suelo. Míster Ledbetter se puso a gatas y se metió; rápidamente bajo la cama. Todo había sido cuestión de segundos.
            La claridad de la vela se insinuó por entre el tejido del cobertor haciendo danzar a su alrededor toda una serie de alocadas sombras, que se inmovilizaron cuando la vela quedó asimismo inmóvil.
            —¡Dios mío! ¡Qué día he tenido! —rezongó el recién llegado, suspirando con fuerza.
            Depositó, ál parecer, algún pesado paquete sobre un mueble que, a juzgar por sus patas, debía ser un escritorio.
            Fue a cerrar la puerta; se aseguró de que las ventanas estuvieran cerradas también y bajó las persianas. Luego se acercó otra vez a la cama, sobre cuyo borde se dejó caer pesadamente.
            —¡Qué jornada, Cielo Santo!
            El desconocido volvió a suspirar y míster Ledbetter creyó adivinar que se enjugaba la cara. Calzaba sólidas y gruesas botas. A juzgar por la sombra de sus piernas sobre el cobertor, el personaje debía tener una corpulencia extraordinaria. Se quitó la chaqueta y el chaleco —o al menos, eso imaginó míster Ledbetter—y luego de arrojarlos sobre el barrote inferior de la cama, pareció respirar más aliviado, como si aquello lo librara de un gran peso.
            Rezongaba de continuo y cierta vez incluso lanzó una breve carcajada. También míster Ledbetter murmuraba para sí, pero desde luego no sentía el menor deseo de reír.
            —¡En buen lío me he metido! Y ahora ¿qué hago?
            Su opción resultaba extraordinariamente limitada.
            Por las mallas del cobertor pasaba un poco de luz, pero no la suficiente como para observar lo que estaba ocurriendo al otro lado. En cuanto a las sombras, aparte de las piernas que se dibujaban a la perfección, lo demás seguía resultándole enigmático, confundiéndose con el floreado de la tela. Un poco de alfombra se introducía bajo el cobertor, y, bajando la cabeza con infinitas precauciones, míster Ledbetter pudo notar que la alfombra en cuestión recubría todo cuanto podía ver del suelo. Era lujosa; el aposento, amplío y, a juzgar por el número de patas visibles, cómodamente amueblado.
            Míster Ledbetter seguía sin saber qué hacer. Esperar a que el corpulento individuo se hubiera acostado y aprovechar su sueño para deslizarse hacia la puerta, abrirla y lanzarse fuera, le parecía el único partido a adoptar. ¿Podría saltar al jardín desde el balcón? Tal vez resultara peligroso.
            Míster Ledbetter empezaba a desesperarse ante tamañas dificultades.
            Barajó la conveniencia de sacar la cabeza por donde el otro tenía las piernas e incluso atraer su atención mediante una ligera tosecilla. Luego, sonriendo y con frases bien meditadas, le explicaría los motivos de su extraña presencia en la casa. Pero la elección de palabras resultaba difícil por demás. «Sin duda, señor mío, juzgará usted singular mi aparición bajo su cama…», o bien: «Espero, señor, que quiera perdonar mi extraña presencia a sus pies». Esto fue todo cuanto pudo idear.
            En su espíritu empezaban a insinuarse muy graves precauciones. Si aquel hombre no creía sus excusas ¿qué sería de él? ¿Ejercería alguna influencia su reputación, su pasado sin tacha? Teóricamente era un ladrón. Toda disputa sería inútil.
            Siguiendo el hilo de sus pensamientos, se veía ya en el banquillo de los acusados, elaborando una defensa convincente. «Me declaro culpable de un crimen teórico.» De pronto, el tipo corpulento se levantó y empezó a pasear por la estancia a grandes zancadas.
            Míster Ledbetter le oyó abrir y cerrar algunos cajones y, por unos instantes, abrigó la esperanza de que se desnudara. Pero no ocurrió precisamente así, sino que el desconocido se sentó al escritorio y se puso a trabajar. Rompió luego unos legajos y en seguida un olor a papel quemado se difundió por la habitación, mezclado al aroma de un cigarro.
            Más adelante, contándome su aventura, míster Ledbetter decía:
            —Mi situación era desastrosa desde cualquier lado que se la mirase. Un travesaño me obligaba a mantener baja la cabeza y a apoyar todo el peso de mi cuerpo sobre las manos. Al poco rato, empecé a notar en el cuello eso que creo que se llaman calambres. Por otra parte, la presión de mis palmas sobre la trama rugosa de la alfombra me resultaba intolerable. Las rodillas me dolían a causa de la tirantez de la tela del pantalón sobre ellas. En aquellos tiempos yo llevaba cuellos todavía más altos que ahora —dos pulgadas y media, exactamente—y pude notar en seguida cómo su borde se me iba clavando en el mentón. Pero lo que me molestaba más era cierta comezón en la cara que no podía aliviar más que a fuerza de muecas. Traté de levantar una mano, pero el roce del puño me causó vivo dolor. Bien pronto, tuve que renunciar a cualquier movimiento, dándome cuenta —a tiempo por fortuna—de que mis contorsiones faciales iban a terminar por desprenderme los lentes. Caso de suceder, el ruido del golpe traicionaría mi presencia. Menos mal que no llegaron a caer, contentándose con adoptar una posición oblicua de estabilidad más que dudosa. Para colmo, padecía un ligero resfriado y mis deseos de estornudar eran cada vez más fuertes. Mas no obstante tales inconvenientes y dificultades, tenía que permanecer donde me hallaba, procurando que mi presencia pasara inadvertida.
            »A1 cabo de un rato que se me hizo eterno, escuché tintineo de monedas, con ritmo sostenido; uno…, dos…, tres…, cuatro…, veinticinco tintineos; luego el golpe del montón sobre la mesa y un gruñido del hombre de las piernas robustas.
            Cualquiera hubiera dicho que contaba piezas de oro. La operación se fue repitiendo una y otra vez, despertando en míster Ledbetter una curiosidad extraordinaria.
            El enigmático personaje llevaba contados ya varios centenares de monedas.
            Por fin, míster Ledbetter no pudo contenerse más. Adoptando infinitas precauciones flexionó los brazos para bajar la cabeza y situar los ojos al nivel del piso, con la esperanza de ver algo por debajo del cobertor. Pero uno de sus pies efectuó un movimiento imprevisto, produciendo un ligero rumor.
            El tintineo se interrumpió. Míster Ledbetter se quedó rígido.
            El ruido de las monedas volvió a reanudarse, pero cesó de nuevo, reinando un silencio total. Sólo el corazón de míster Ledbetter latía desaforado, resonándose como un tambor dentro del pecho.
            Todo siguió así durante un buen rato.
            Se arriesgó una vez más a bajar la cabeza y pudo ver las gruesas piernas hasta la pantorrilla. Estaban absolutamente inmóviles. Los pies, echados hacia atrás bajo la silla, reposaban apoyando las puntas en el suelo.
            Seguía reinando el mismo inalterable silencio.
            Una insensata esperanza animó a míster Ledbetter. ¿Y si el desconocido hubiera sufrido un ataque repentino? ¿Y si hubiera muerto, con la cabeza apoyada sobre el escritorio?
            ¿Qué habría ocurrido? ¿A qué venía aquel silencio de muerte?
            El deseo de averiguar algo se hizo irresistible. Con toda la prudencia que pudo, adelantó una mano y, valiéndose de un dedo, empezó a levantar el cobertor hasta situarlo a la altura de su ojo derecho.
            Nada turbaba el silencio.
            Veía ya las rodillas del desconocido; luego la parte posterior del escritorio y después… el cañón de un revólver que le apuntaba por debajo del mueble.
            —¡Sal de ahí, canalla! —le ordenó el hombre con un tono que no dejaba lugar a dudas—. ¡Sal de ahí! ¡En seguida! ¡Y nada de trucos!… ¡Venga!
            Míster Ledbetter salió, quizás un poco a desgana, pero sin intentar jugarreta alguna, como se le ordenaba.
            —¡De rodillas! ¡Y arriba las manos!
            El cobertor volvió a caer tras de míster Ledbetter que, abandonando su postura a gatas, levantó las manos.
            —¡Lleva cuello de pastor! ¡Dios nos asista!… Y no tiene aire feroz. ¡Pícaro! ¿Qué le ha impulsado a cometer la tontería de ocultarse bajo mi cama?
            Pero sin esperar respuesta, empezó a expresar una serie de agresivos comentarios acerca del aspecto exterior de míster Ledbetter. No era un hombre en exceso corpulento, pero sí muy fuerte, y respondía en absoluto a la proporción que a su víctima le habían sugerido las gruesas piernas. Las facciones, de trazo suave, aparecían distribuidas por la amplia máscara pálida del rostro, adornada con una serie de sotabarbas. Hablaba en tono amenazador, pero procurando contener la voz.
            —¿Qué diantre le ha impulsado a esconderse debajo de mi cama? —insistió.
            Míster Ledbetter hizo un esfuerzo para sonreírle de manera inocente. Tosió un poco y empezó:
            —Comprendo perfectamente…
            —¿Eh? ¿Qué es eso?… ¡Una pastilla de jabón!… ¡Bandido! ¡No se mueva!
            —En efecto. Una pastilla de jabón —afirmó míster Ledbetter—. La he cogido de su lavabo. Pero si quisiera usted escucharme…
            —¡Basta de charlatanería! Veo perfectamente que se trata de una pastilla de jabón.
            —Si me permitiera explicarle…
            —¡Nada de explicaciones! No intente hacerme picar el anzuelo con historias. Además, no podemos perder tiempo… ¿Qué quería yo preguntar?… ¡Ah, sí!… ¿Tiene algún cómplice?
            —Sólo quisiera decirle que…
            —¿Tiene o no tiene cómplices, condenado cretino? No me irrite con su palabrería inútil porque soy capaz de disparar. ¿Tiene cómplices?
            —No.
            —Desde luego está mintiendo, pero se arrepentirá de sus enredos. ¿Por qué diablos no ha salido a mi encuentro francamente? Porque no pudo hacerlo, ¿eh? ¡Mira que esconderse debajo de la cama! Pero sea como quiera, está usted atrapado.
            —En efecto; no sé qué coartada ofrecer —confesó míster Ledbetter, tratando de demostrar con sus palabras que era hombre bien educado.
            Se produjo un silencio.
            Míster Ledbetter pudo ver sobre una silla un saco negro colocado sobre un montón de arrugados papeles, y en el escritorio, más papeles rasgados, o a medio quemar. Y ante los mismos, alineados metódicamente, montones y montones de pequeños discos dorados, que resplandecían heridos por la caridad de dos velas fijas en candelabros de plata. Aquello representaba una cantidad de oro mucho mayor que la que míster Ledbetter hubiera visto en cualquier otro momento de su vida.
            El silencio se prolongó.
            —Resulta fatigoso tener las manos en alto tanto tiempo —insinuó con persuasiva sonrisa.
            —No para mí —respondió el otro—. Pero lo cierto es que no sé qué hacer con usted.
            —Reconozco que mi situación es comprometida…
            —¿Comprometida? ¡Cielos! Comprometida y extraña. Roba usted una pastilla de jabón y lleva cuello de seis pulgadas. Para ladrón, tiene un aspecto muy raro.
            —Estrictamente hablando… —empezó míster Ledbetter.
            Las lentes se le cayeron al fin, dando contra los botones de su chaqueta.
            El tipo corpulento varió de actitud. Un relámpago de energía brilló en su rostro y algo golpeó en el revólver. Cogió el arma con la otra mano y luego fijó la mirada en míster Ledbetter, pasando a los lentes caídos al suelo.
            —Ahora está montado —anunció reponiéndose de una emoción pasajera—. Si llega a estarlo antes, fallece usted irremisiblemente. Puedo asegurarle que no se ha hallado nunca tan cerca de la muerte. Dé gracias a Dios de mi distracción al mantener puesto el seguro. En realidad, casi me alegro.
            Míster Ledbetter no respondió palabra, pero experimentó un pasajero vértigo.
            —Por un clavo, Martín perdió su caballo. Por fortuna para ambos, el revólver no podía disparar. ¡Cielos!
            El tipo corpulento suspiró ruidosamente.
            —Bueno. No vale la pena palidecer ni ponerse verde por una insignificancia semejante.
            —Puedo asegurarle, señor… —balbució míster Ledbetter haciendo un gran esfuerzo.
            —No existe alternativa. Si llamo a la policía me meteré en un lío y mi pequeño negocio se vendrá abajo. No hablemos, pues, de ello. Si le amarro a usted y lo dejo ahí, podrían hallarlo mañana mismo. Es domingo y pasado fiesta. Y cuento con estos tres días. Si disparo, será un crimen… castigado con la horca. Además, armaría demasiado revuelo… La verdad es que no sé qué hacer… ¡Diantre!
            —Me permite…
            —Habla como un clérigo. No tiene aspecto de ladrón. Pero de todos modos, no estoy dispuesto a permitirle nada. No tenemos tiempo. Si empieza a despotricar de nuevo, le mando una bala al estómago y asunto concluido… Sin embargo, reconozco que estoy en un mal paso. ¿Qué hacer? Ante todo, quizá sea conveniente registrarle los bolsillos por si esconde algún arma. Y ahora escúcheme bien. Cuando le mande una cosa, no replique, sino obedezca en seguida.
            Dicho esto y adoptando las mayores precauciones, sin perderlo un instante de vista, le obligó a levantarse y lo registró concienzudamente.
            —¡Usted no es un ladrón! —acabó por declarar—. Ni siquiera un triste aficionado. No lleva pistolera en el pantalón… ¡No me replique!
            Una vez finalizada la inspección, ordenó a míster Ledbetter quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa, y manteniendo el arma a la altura de su oreja le obligó a continuar el trabajo que debido a su presencia había tenido que interrumpir. A su modo de ver, era el único camino posible, ya que si procedía a ir formando montones y hacer paquetes con ellos, tendría que dejar el revólver en algún sitio. Por tal motivo, míster Ledbetter se vio precisado a manipular el oro desparramado sobre la mesa.
            Según me contó más tarde, la suma se elevaría a unas dieciocho mil libras entre el saco y el escritorio. Y vio también numerosos fajos de billetes de cinco.
            Aquel trabajo nocturno no dejaba de ser singular. Su antagonista abrigaba sin duda la idea de llevar personalmente los billetes, mientras las monedas quedaban distribuidas en su equipaje del modo menos aparente posible.
            Míster Ledbetter tuvo que envolver las monedas por cartuchos de veinticinco e irlos depositando luego en diversas cajas de cigarros, que a su vez fueron repartidas entre un baúl, una bolsa de mano y una sombrerera. Cosa de seiscientas libras pasaron a una caja de tabaco, que se encerró en una maleta.
            Diez libras en oro y los fajos de billetes ocuparon los bolsillos de su propietario, que de vez en cuando amonestaba enérgicamente a su ayudante por la poca maña demostrada en la tarea y le instaba a apresurarse. En varias ocasiones, incluso consultó la hora en el reloj de míster Ledbetter.
            Finalmente el baúl y la bolsa quedaron cerrados y míster Ledbetter hizo entrega de las llaves a su dueño.
            Eran las doce menos diez. Hasta la primera campanada de medianoche, míster Ledbetter tuvo que permanecer sentado sobre el baúl, mientras el otro lo contemplaba con actitud de superioridad, sin dejar de esgrimir el revólver, dispuesto a todo.
            Sin embargo, parecía no demostrar un aire tan agresivo como antes y luego de haber contemplado largamente a míster Ledbetter, incluso se permitió algunos comentarios.
            —A lo que veo —indicó encendiendo un cigarro—posee usted cierta educación. ¡No, no! ¡Nada de explicaciones! Se harían interminables. Y hace demasiado tiempo que practico el engaño yo mismo para fiarme de palabras ajenas. Digo que tiene usted educación. Ha sido una buena idea la de disfrazarse de pastor. Pasaría por uno de ellos, incluso entre personas de clase elevada.
            —El caso es que soy realmente un pastor, o cuanto menos…
            —O cuanto menos, trata de serlo, ¿verdad? Lo comprendo. Pero no debería usted dedicarse a estas actividades. No le cuadran, La verdad es que parece usted un cobarde.
            —¡Exacto! —exclamó míster Ledbetter, viendo un resquicio por el que colarse—. Y por dicho motivo…
            Pero el otro le interrumpió bruscamente.
            —Y por eso malgasta su talento, tratando de dedicarse al robo con escalo. Más valdría que se dedicara a timar o practicara el abuso de confianza. Mi especialidad es esto último. A fin de conseguir tanto oro, ¿qué otra cosa puede hacerse? Pero, escuche… Es medianoche; diez…, once…, doce… Siempre me resulta impresionante oír cómo dan las campanadas de manera tan lenta. El tiempo…, el espacio… ¡Cuántos misterios! Ha llegado el momento de actuar. ¡Póngase en pie!
            Con expresión tranquila, pero enérgica, invitó a míster Ledbetter a echarse la maleta a la espalda, mediante una correa, a ponerse el baúl sobre los hombros y, sin hacer caso de sus protestas, a coger con la mano la bolsa de viaje.
            Lastrado de tal modo, míster Ledbetter inició la peligrosa tarea de descender la escalera, mientras el otro, vistiendo gabán y llevando la sombrerera y el revólver, lo seguía a poca distancia no sin prodigar observaciones poco indulgentes sobre su falta de vigor, echándole una mano en los momentos difíciles.
            —Por la puerta trasera —le indicó.
            Míster Ledbetter dio un traspiés al tropezar con un invernadero, dejando tras de sí una ristra de macetas rotas.
            —No se preocupe de los destrozos —advirtió su acompañante—. Gracias a ellos vive el comercio. Esperaremos aquí un cuarto de hora. Puede dejar todo eso en el suelo.
            Míster Ledbetter se sentó sobre el baúl, jadeando con fuerza.
            —Anoche, dormía, yo tan tranquilo en mi cuarto —suspiró— sin soñar siquiera…
            —¡Vamos! Es inútil que trate de justificarse —le aconsejó el tipo corpulento, comprobando el seguro de su revólver.
            Luego empezó a canturrear.
            Míster Ledbetter pensó si valdría la pena intentar explicarse, pero llegó a la conclusión de que era mejor permanecer callado.
            Sonó entonces una campanilla, y míster Ledbetter recibió orden de ponerse en pie y avanzar hacia la puerta trasera, que tuvo que abrir.
            Un individuo rubio, con traje de patrón de yate, apareció ante él. Al ver a míster Ledbetter se estremeció ligeramente a la vez que se llevaba una mano a la parte posterior de la cintura. Pero pronto distinguió al otro.
            —¡Bingham! ¿Quién es éste? —preguntó.
            —Una pequeña fantasía filantrópica. Un ladronzuelo al que trato de convertir —respondió el aludido—. Acabo de descubrirlo escondido debajo de mi cama. No hay que temer nada. Es un asno con albarda. Va a sernos muy útil para el transporte de los bultos.
            La presencia de míster Ledbetter pareció contrariar al recién llegado, pero su compañero lo tranquilizó.
            —Está solo, no te preocupes. No existiría banda en el mundo capaz de soportarle. —Y dirigiéndose a Ledbetter añadió—: ¡No empiece a hablar otra vez!
            Los tres avanzaron por las tinieblas del jardín. El marino iba en cabeza, llevando la bolsa y empuñando una pistola; lo seguía míster Ledbetter, cual nuevo Atlas doblegado bajo el peso del «mundo» y la maleta y cerraba la marcha míster Bingham, con su abrigo, su sombrerera y su revólver.
            El jardín se prolongaba hasta el borde mismo del acantilado. Descendía por allí una vertiginosa escalera que terminaba en una caseta de baños, casi invisible en la playa. Más allá estaba amarrada una barca, guardada por un hombrecillo silencioso y oscuro.
            —Tan sólo una explicación —suspiró míster Ledbetter—. Puedo demostrarles…
            Un puntapié le impuso silencio.
            Tuvo que avanzar por el agua hasta la barca, cargado con el baúl. Lo izaron a bordo, cogiéndolo por los hombros y por los cabellos, prodigándole los epítetos de «canalla» y de «bandido» articulados por fortuna en voz baja, lo que evitó una publicidad excesiva a su ignominia.
            Lo embarcaron en un yate cuya tripulación estaba compuesta de orientales de caras extrañas y, desde luego, nada simpáticas. Fuera por haber dado un traspiés o acaso porque alguien lo empujara, desapareció por la crujía, yendo a caer a un recinto tenebroso y fétido, donde permaneció varios días, siéndole imposible calcular exactamente cuántos, porque el mareo le hizo perder toda noción del tiempo y de las cosas.
            Para comer le daban bizcocho y para beber un agua terriblemente cargada de ron, acompañando cada visita de palabras ininteligibles.
            En aquel recinto imperaban las cucarachas y por si fuera poco, al llegar la noche, se llenaba de ratas.
            Los orientales le vaciaron los bolsillos y le quitaron el reloj. Pero al enterarse, míster Bingham les obligó a que lo devolvieran, guardándolo para sí.
            Luego de cinco o seis intentos, los cinco «lascars», el chino y el negro que componían la tripulación consiguieron sacar de la bodega a míster Ledbetter, conduciéndolo a popa, con míster Bingham y su amigo. Tuvo entonces que participar forzosamente en una serie de partidas de naipes y escuchar sus historias y sus jactancias.
            Aquellos personajes le hablaban cual si tuviera tras de sí todo un pasado de crímenes, pero sin permitirle la menor explicación, aun cuando a juzgar por su actitud, lo considerasen el malhechor más gracioso que hubieran conocido. Por lo que a esto se refiere, no disimulaban en absoluto.
            El tipo rubio era de carácter taciturno y se enfadaba fácilmente al jugar. En cuanto a míster Bingham, libre ya de toda preocupación respecto al embarque de su «género», afectaba un aire de generosa filosofía, hablando del espacio y del tiempo, con citas constantes de Kant y de Hegel… o al menos eso decía él.
            En varias ocasiones, míster Ledbetter consiguió empezar:
            —Mi presencia bajo su cama…
            Pero no pasaba de allí; le era preciso cortar los naipes, servir el whisky o atender cualquier urgente requerimiento de tal clase. El rubio parecía esperar la famosa frase para echarse a reír a la vez que exclamaba, dándole palmadas en la espalda:
            —¡Ah, vamos! La vieja historia. ¡Valiente ladrón eres tú!
            Aquello se vino repitiendo durante muchos días; quizá veinte o más. Una tarde entregaron a míster Ledbetter provisiones consistentes en latas de conservas y se le depositó en un islote rocoso donde existía un manantial. Míster Bingham le acompañó en la barca, prodigándole durante el trayecto toda clase de saludables consejos, pero eludiendo cuidadosamente cuantas tentativas hizo para explicarle su presencia en la casa.
            —La verdad es que no soy ningún ladrón…
            —Ni lo será usted nunca —afirmó míster Bingham—. Esa profesión no le va. Me alegra que empiece a comprenderlo. Para escoger profesión hace falta conocerse muy bien; estudiar el propio temperamento; de lo contrario, más tarde o más temprano se fracasa. Fíjese en mí, por ejemplo: me he pasado la vida en los Bancos e incluso llegué a ser director de uno. Pero ¿acaso me sentí feliz alguna vez? ¡No! ¿Y por qué motivo? Porque dicho trabajo no cuadraba con mis aficiones. Tengo demasiado espíritu de aventura; me gustan los cambios. Por tal motivo abandoné dicha actividad y creo que jamás volveré a hacerme cargo de la dirección de ningún Banco. Desde luego, muchos se alegrarían de dar conmigo, pero he comprendido la lección que supe extraer de mi propio temperamento. En cuanto a usted es evidente que su carácter no está hecho para estas fechorías…, del mismo modo que el mío no compagina con las situaciones honorables. Ahora que le conozco bien no me atrevo siquiera a aconsejarle la práctica del fraude. Vuelva al buen camino, amigo mío. Lo suyo es la filantropía. Con una elocuencia así, debería fundar una sociedad para el Perfeccionamiento de la Elocución Infantil, o algo por el estilo. Reflexiónelo bien. Esa isla a la que vamos carece de nombre… o al menos no consta en los mapas. Podrá idear uno, mientras viva en ella, al tiempo que medita sobre cuanto le he dicho. Hay agua potable y pertenece al grupo de las Granadinas, en el archipiélago de Sotavento. Esas que se ven más allá entre la niebla, son otras islas del grupo. Su número es elevado, pero la mayoría no se ven desde aquí. Con frecuencia me he preguntado para qué servirán estas islas. Ahora me doy cuenta de su utilidad. Ésta, cuando menos, queda reservada para usted. Más tarde o más temprano, algún honrado indígena vendrá a recogerle. Podrá explicarle todo cuanto desee de su aventura, e incluso hablar mal de nosotros. Pero esta isla solitaria nos preocupa muy poco. Tome esta moneda; es un medio soberano. No la malgaste tontamente a su regreso a la civilización. Bien empleada, podrá asegurarse una buena posición social. ¡No es preciso que encalléis la barca! Puede desembarcar aquí mismo… No desperdicie en pensamientos temerarios las preciosas horas de soledad que tiene en perspectiva; por el contrario, aprovéchelos y constituirá una bella etapa de su vida. No pierda el tiempo ni el dinero, y morirá rico. Lamento tener que pedirle que lleve su lío de ropa hasta tierra. El agua no es profunda… ¿Otra vez con su dichosa explicación? No puedo perder tiempo. ¡No! No pienso escucharle. ¡Salte por la borda!
            Al caer la noche, míster Ledbetter, aquel mismo Ledbetter que se quejaba de que la época de las aventuras se hubiese acabado, permanecía sentado entre sus latas de conservas, con el mentón sobre las rodillas, contemplando a través de sus lentes, con expresión taciturna y desesperada, la superficie resplandeciente y desierta del mar.
            A los tres días fue recogido por un pescador negro que lo condujo a Saint Vincent, desde donde, gracias a sus propios recursos, pudo llegar a Kingston, en Jamaica.
            Hubiera podido suceder muy bien que se quedara allí para siempre, con lo que su fracaso habría sido total, ya que es hombre que aún no ha aprendido a valerse por sí mismo, y además, en aquel tiempo, era un pobre ser desamparado e indefenso, sin la menor idea de los medios a emplear para salir del paso. Al parecer, se limitó a visitar a los pastores que descubrió en la isla y a rogarles que le prestaran el dinero necesario para su regreso. Pero su aspecto era tan sórdido, su lenguaje tan incoherente y su historia tan inverosímil, que no pudo convencer a ninguno.
            Fue entonces cuando nos conocimos por pura casualidad.
            Era una hora bastante avanzada de la tarde y yo me paseaba después de la siesta por el camino de la Batería, cuando me crucé con él. Afortunadamente, yo disponía de tiempo libre, sin más ocupación que la de rumiar un aburrimiento mortal. Míster Ledbetter vagaba tristemente por la ciudad. Su rostro ajado y el corte de su traje atrajeron mi atención. Nuestras miradas se cruzaron. Vaciló.
            —Señor —dijo por fin con voz entrecortada—. ¿Querría sacrificar unos minutos para escuchar mi historia que, no me cabe duda, le parecerá increíble?
            —¿Increíble? —pregunté.
            —¡Por completo! —repuso con calor—. Nadie la cree por más que atenúe sus detalles. Y sin embargo, puedo asegurarle, señor…
            Se interrumpió anonadado por la desesperación. Hablaba en un tono que no pudo menos que intrigarme, y me causó el efecto de un personaje singular.
            —Tiene ante usted a uno de los hombres más desgraciados de la tierra —continuó.
            —Entre otras cosas —le dije—, me parece que no ha comido aún, ¿verdad?
            Se me acababa de ocurrir una repentina idea.
            —Llevo varios días sin probar bocado —me respondió.
            —En este caso, podría contarme sus aventuras mientras comemos.
            Le obligué a entrar en un establecimiento con pocas pretensiones, donde su presencia no atraería la atención de nadie. Fue allí donde me enteré de lo sucedido, aparte de ciertas omisiones que me detalló después.
            Al principio me mostré incrédulo, pero luego de que el vino lo fue animando poco a poco, la especie de bajeza que implicaba todo aquello, se fue suavizando y empecé a dar crédito a sus desventuras. Al final me sentí tan convencido de su sinceridad, que le procuré cama para la noche, y a la mañana siguiente, luego de solicitar a mi banquero de Jamaica que verificara la autenticidad del establecimiento que me había dado como referencia, lo llevé a algunas tiendas donde se vistió y equipó con vistas a su próximo viaje.
            Poco después llegó la referencia deseada, que era cierta. La sorprendente historia resultaba, pues, verídica. No me extenderé sobre nuestra amistad de entonces. Tres días más tarde embarcaba hacia Inglaterra.
            «No sé cómo voy a poder agradecerle todas las bondades que ha dispensado a un hombre que le era totalmente desconocido…», decía en la carta que me escribió a su llegada.
            La misiva proseguía en ese tono durante algunos párrafos:
            «…si no hubiera acudido usted tan generosamente en mi ayuda, no habría podido regresar a Inglaterra a tiempo para reanudar mis tareas profesionales, con lo que esa temporada de aislamiento hubiera podido resultarme fatal. Me he visto obligado a una serie de explicaciones extrañas y de vagas referencias para explicar a los demás el tinte moreno de mi piel y el empleo de este tiempo. Desgraciadamente me he enredado en dos o tres versiones distintas sin prever los inconvenientes que ello podía reportarme. Pero no me atrevo a confesar la verdad a nadie. Los manuales de Derecho que he consultado en él Museo Británico no me permiten abrigar la menor duda: he sido cómplice, aunque forzado, de una odiosa fechoría. La he favorecido y he pertenecido a ella. He podido enterarme de que ese miserable Bingham fue director de la Banca de Hithergate y ha cometido los mayores desfalcos. Le suplico que, una vez leída, queme esta carta. Tengo plena confianza en usted. Lo más grave es que ni mi tía ni su amiga que dirige la pensión donde me alojaba parecen demostrar la menor credulidad hacia el relato circunspecto que les he ofrecido. Me suponen el héroe de alguna deplorable aventura. Pero ¿qué clase de aventura? Esto es lo que no he logrado averiguar. Mi tía ha asegurado que me lo perdonará todo, siempre y cuando le revele exactamente lo ocurrido. Lo bueno del caso es que le he contado detalles incluso exagerados; pero no los cree. Como es natural, no voy a descubrirle la verdad. Les he narrado que fui objeto de una celada y arrojado a una playa. Pero mi tía insiste en saber el objeto de esta acción y por qué motivo se me tuvo que embarcar en un yate. No sé qué contestarle. ¿Puede usted sugerirme alguna explicación verosímil? Yo no doy con ninguna. Cuando me conteste, tenga la bondad de escribirme dos cartas. En una, que enseñaré a mi tía, declare usted que este verano estuve en Jamaica, donde me depositó un navío. Me prestará un señalado servicio. Será una nueva obligación que contraeré con usted y mucho me temo que jamás lograré saldar una deuda tan extraordinaria. Entretanto, si la gratitud…»
            Seguía en el mismo tono, terminando por suplicarme una vez más que quemara la carta.

            Y así termina la notable historia de míster Ledbetter y de sus vacaciones. Las preocupaciones de su tía no duraron mucho; la respetable dama le perdonó antes de morir.

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