domingo, 14 de abril de 2019

UN CRIMEN EXCEPCIONAL Jean Richepin

Jean Richepin , (nacido el 4 de febrero de 1849, Médéa , Argelia, falleció el 12 de diciembre de 1926 en París , Francia), poeta, dramaturgo y novelista francés que examinó los niveles más bajos de la sociedad en un lenguaje fuerte y audaz. Cuando Émile Zola revolucionó la novela con su naturalismo , Richepin hizo lo mismo con la poesía francesa durante ese período.

https://www.britannica.com/biography/Jean-Richepin 

UN CRIMEN EXCEPCIONAL 

 

            Jean Richepin

            SU nombre de pila era Oscar y su apellido Lapissotte. Aunque pobre y sin talento, se creía genial.
            Su primer cuidado al iniciar sus pasos por la vida, fue el de adoptar un seudónimo; el segundo, el de cambiarlo por otro, y así sucesivamente en el transcurso de diez años usó todos los vocablos suscitados por su fantasía para anular la curiosidad de sus contemporáneos.
            Sin embargo, esta curiosidad que él simulaba temer y que por el contrario anhelaba con todas sus fuerzas, nunca pretendió penetrar las profundas tinieblas de su existencia. No obstante todos sus nombres prestados, tanto si se hacía llamar Jacques de la Mole, como Antoine Guirland, como Tildy Bob o Gregorius Hanpska; no obstante sus pretendidos títulos de nobleza o sus designaciones de plebeyo, sus apelativos extranjeros, románticos o modernos, siguió siendo siempre el más desconocido de los plumíferos, el más oscuro de los incomprendidos, el más pobre entre todos los literatos existentes. La gloria, no quería tratos con él.
            «E pur si mouve! Yo llevo algo aquí dentro», insistía con gran convencimiento, señalándose la caja craneana, que a él le parecía profunda porque sonaba a hueco.
            Las aberraciones a que puede inducir la vanidad literaria son imprevisibles. Existen hombres de verdadero talento a quienes dicha vanidad ha obligado a cometer espantosos ridículos e incluso actos abominables e indignos. Su desenfreno no tiene límites cuando ataca a gentes míseras, de nulidad probada. La paciencia en trance de agotarse, el amor propio herido, la impotencia perenne, una existencia amargada por inútiles y quebradizas esperanzas, son vehículo fácil para prestar impulso a la idea del suicidio e incluso la de cometer un crimen.
            Oscar Lapissotte carecía de valor para darse la muerte. Por esta causa, sus aspiraciones a la superioridad intelectual encontraron campo abonado en la idea de cometer un crimen. Llegó a la conclusión de que su genio había seguido hasta entonces una ruta equivocada al aplicarse a sueños artísticos, y que estaba destinado a la violencia y a la acción. Por otra parte, aquel crimen le reportaría una auténtica fortuna y la riqueza iluminaría por fin, de un modo deslumbrante, su espíritu lleno de elevación y sumido hasta entonces en la mediocridad y en la pobreza. El incomprendido se convenció a sí mismo de que artística y moralmente sólo alcanzaría la plenitud cometiendo un delito.
            Lo cometió. Y como si la realidad quisiera darle la razón, por vez primera en su vida realizó una obra maestra.
            Cosa de diez años antes de convertirse en un facineroso, Oscar Lapissotte había habitado en el sexto piso de una casa de la rue Saint-Denis. Perdido entre una treintena de otros inquilinos, conocido por uno de sus numerosos pseudónimos, tan sólo pudo contraer amistad con una vieja sirvienta charlatana que lo ponía al corriente de todas sus cuitas. Atendía a una viuda de edad avanzada, delicada de salud y muy rica. Lapissotte no vivió en aquella casa más que un mes.
            Cierta tarde, luego de haber visitado a un amigo interno en la Piedad, al pasar por una de las salas, camino de la puerta, reconoció a la sirvienta que se hallaba moribunda. Le. contó que no trabajaba en casa de la viuda desde hacía tres semanas, y que había sido sustituida momentáneamente por una sirvienta; que su ama estaba demasiado delicada para ir a verla y que aquello le resultaba insoportable.
            —Lo comprendo muy bien —admitió Oscar—. Querría usted que viniera, ¿no es cierto?
            —No se trata sólo de eso, sino de que tengo miedo de que, caso de morir aquí, mi ama lea las cartas que he dejado en su casa y me aborrezca después de fallecida.
            —¿Y por qué ha de aborrecerla?
            —Voy a contárselo todo: usted es el único amigo que he tenido en el mundo. En el curso de mi vida he conocido a mucha gente, pero la amistad de usted ha sido una de las que más aprecio. Es artista y hombre de mundo, y me profesó verdadero afecto. Pero en la casa donde serví vivía también un hombre de mi condición, un cochero con el que tuve relaciones. Y si mi ama se entera, será mi perdición. ¡He cometido tantas tonterías por él! Siempre estuvo prometiendo que reconocería al chiquillo y se casaría conmigo. Ahora me doy cuenta de que todo era palabrería; pero no importa. El pequeño vivirá bien con lo que le dejo, y madame es tan buena que cuidará de él. Porque le he explicado lo ocurrido, ¿sabe usted? Tengo la carta aquí, debajo de la almohada, y quiero que le sea entregada cuando haya dejado de existir. Pero antes es preciso quemar esos papeles. Si no lo consigo, no le enviaré la carta. No quiero que madame se entere de ciertas cosas. Odiaría al pequeño, si supiera que es hijo de un golfo y de una ladrona.
            —Vamos, vamos, amiga mía —le animó Oscar—. Explíqueme lo sucedido con claridad. Habla demasiado de prisa; lo embrolla todo. Si quiere que le preste ese servicio ha de ponerme al corriente de la situación de manera completa.
            En aquellos momentos, Oscar no soñaba siquiera en cometer un crimen. Se dejaba llevar simplemente por su curiosidad de hombre de letras; husmeaba un relato interesante y se disponía a aprovecharlo para sus fines.
            —¡Bien! —suspiró la criada—. Se lo explicaré todo. Intentaré ser clara y sincera. Me puse enferma de repente, en plena calle, con un ataque de apoplejía y me han traído al hospital. Madame no ha podido hacer nada por mí porque es imposible trasladarme a su casa. Le he escrito y me ha contestado. La asistenta vino a verme de su parte. Pero ni a la una ni a la otra he podido confiar lo que tanto me atormenta. Tengo un paquete de cartas de ese cochero y en las mismas se cuentan toda una serie de cosas indignas; los robos que me aconsejaba cometer y sus frases de agradecimiento cuando los había llevado a cabo. Porque he robado; sí, he robado a mi ama para él. Debí haber quemado las condenadas cartas. Pero en ellas figuran también palabras cariñosas y promesas de matrimonio y la seguridad de que acabaría reconociendo al pequeño. Por eso las guardaba. Un día, el muy canalla, me amenazó con llevárselas para comprometerme. Yo rehusaba entregarle dinero, y me hizo comprender que una vez dueño de esas cartas, haría de mí. lo que quisiera. Tuve un miedo espantoso. Pero aun así, no quise separarme de ellas, y, diciéndole que eran documentos familiares, las entregué a mi ama, quien las guardó en un cajón de su escritorio, de cuya llave me hizo entrega. Sé muy bien que bastaría decirle que tengo necesidad de esos papeles. Pero no me fío de la asistenta porque podría leerlos por el camino. Por algunas palabras que le he sorprendido, creo que el cochero y ella son muy buenos amigos. Es un sinvergüenza, y le hace carantoñas para apoderarse de las cartas, cuyo escondrijo conoce. Comprenda usted mi situación. ¡Oh! ¡Si fuera bueno y quisiera hacerme este favor! Sé que no lo merezco, pero ¡cuánto se lo agradecería!
            —¿De qué favor se trata?
            —De traerme las cartas.
            —¿Cómo quiere que las consiga?
            —Es bien sencillo. Por la noche, sobre las diez, madame toma su somnífero de doral y a partir de entonces su sueño es muy profundo. La asistenta no está, porque se marcha a las siete, después de la cena. Madame no le ha confiado nunca que toma somníferos por temor a que la robe. Tan sólo yo estoy enterada de ello. Siempre confió en mí, la pobre. Entra usted en la casa, sin que se dé cuenta, se apodera de las cartas y me las trae. Ya sabe que existen dos entradas. Si utiliza la de servicio, el portero no se enterará siquiera. ¡Oh! Por favor. Hágalo por mí.
            —¿Está usted loca? ¿Cómo voy a abrir el escritorio? ¿Y cómo entro en el piso?
            —Tengo llaves dobles de ese mueble que me hice fabricar para robar a madame. Las guardo aquí, junto con la del cajón, Y esta otra sirve para entrar en el piso por la cocina, que da a la escalera de servicio. Se lo suplico. No sé por qué, pero usted me inspira confianza. Estoy segura de que me hará ese favor para que muera en paz.
            Oscar Lapissotte tomó las llaves. Tenía la mirada fija y una súbita palidez cubría su rostro. Leves contracciones nerviosas le estremecían los delgados labios. De repente, había entrevisto la posibilidad de un crimen. Aquella mujer moriría sin remisión. ¡Era tan fácil!
            —¡Oh! ¡Me ahogo! ¡Me ahogo! —gimió la enferma—. ¡Dadme algo de beber!
            El dormitorio estaba en la penumbra, iluminado sólo por una vela. En las camas vecinas todo el mundo dormía. Oscar incorporó un poco a la enferma, retiró la almohada y se la puso sobre
            la boca, apretando fuertemente durante diez minutos. Tuvo la espantosa sangre fría de consultar su reloj.
            Cuando retiró la almohada, la enferma había muerto por asfixia, sin haber podido hacer un movimiento ni proferir un grito. Parecía haber sucumbido de un ataque. Lapissotte colocó otra vez la almohada en su sitio, y subió el cobertor hasta tocar el mentón del cadáver. La mujer parecía dormida.
            Como la cama se hallaba bastante cerca de la puerta, el asesino salió sin ser notado. Recorrió el pasillo de los internos, pasó por una puerta a la rue de la Pitié y se encontró fuera sin despertar la curiosidad de nadie.
            Eran las nueve y veinte.
            Sin perder un minuto, decidido a ejecutar su proyecto en el plazo más breve posible, el miserable se dirigió a grandes zancadas hacia la rue Saint-Denis, penetrando en la casa hacia las diez.
            Por el camino había madurado totalmente su plan.
            Entró en la cuadra, donde debían hallarse las pertenencias del cochero, y encontrando una corbata, rasgó un fragmento de la misma y se lo metió en el bolsillo.
            Luego subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera de servicio. La vivienda estaba en el primer piso y le fue fácil llegar hasta la misma sin ser visto.
            Abrió la puerta, entró sin ruido, se metió en el dormitorio y estranguló a la anciana dormida. También en esta ocasión tuvo la sangre fría de apretarle la garganta durante un cuarto de hora.
            Abrió luego el mueble-escritorio. En el cajón central vio paquetes de acciones y obligaciones; en el de la izquierda, billetes de banco; en el de la derecha, cartuchos de monedas. Escogió los títulos al portador, quedándose con ellos, y desechó los otros. En total, comprendiendo títulos, monedas y billetes, habría reunido ciento cuarenta mil francos, que se guardó en los bolsillos.
            En seguida se ocupó de las cartas. Las encontró fácilmente en el cajón donde la sirvienta le había dicho que se hallaban.
            Las quemó en la chimenea, pero teniendo buen cuidado de dejar legibles algunos fragmentos que pudieran comprometer al cochero y a la sirvienta. Entre todos ellos se podría reconstruir la historia del niño, de las coacciones para inducir a la mujer al robo y de las fechorías de todo género cometidas hasta entonces. Colocó aquellos fragmentos junto al fuego, de modo que fueran
            fácilmente visibles y contribuyeran a incrementar la creencia de haber sido quemados a toda prisa, teniendo que dejarlos allí antes de que quedaran completamente consumidos.
            Puso luego el fragmento arrugado y rasgado de corbata en la mano crispada de la muerta.
            Luego salió del piso dirigiéndose velozmente a la calle, y una vez en ésta, empezó a caminar con el aire tranquilo y distraído de un trasnochador.
            Decididamente, Oscar Lapissotte no se había engañado al considerarse un genio. Poseía el genio del crimen y en aquella ocasión se había comportado como un auténtico maestro.
            En realidad, un crimen no puede considerarse obra de arte más que si queda impune. Y por otra parte, dicha impunidad no es absoluta más que cuando la justicia condena a un inocente considerándolo autor del hecho y quedando en libertad, el auténtico culpable.
            Oscar Lapissotte disfrutó de impunidad total.
            La justicia no vaciló un solo instante en señalar al asesino. Evidentemente había sido el cochero. Los fragmentos de carta eran indicios incontrovertibles. ¿Quién, aparte del amigo de la sirvienta, podía conocer tan a fondo ciertos hechos que justificaban el asesinato? ¿Quién sino él podía tener en su poder las llaves del mueble y del cajón? ¿No existía ya el precedente de los robos a que indujo a la criada? ¿No resultaba lógico que hubiera franqueado el breve trecho que separaba el robo del asesinato? Por otra parte, el fragmento de corbata resultaba conclusivo. Para colmo de sospechas, el cochero tenía pésimos antecedentes. Y por si ello no bastara, no pudo justificar el empleo de su tiempo durante la hora fatal. De nada le sirvió negar y protestar. Todo estaba en contra suya y no contaba con un solo factor favorable.
            Fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado. Jueces, jurados, abogados, periodistas, público; todo el mundo quedó con la conciencia tranquila a este respecto. Tan sólo un punto no aparecía demasiado claro: el dinero, que no se pudo recuperar. Se llegó a la conclusión de que el malhechor lo había ocultado en lugar seguro. Pero desde luego nadie dudó de que lo había robado.
            En resumen: si alguna vez existió un criminal reconocido como indudable autor de un hecho delictivo, éste fue el desgraciado cochero.
            Se asegura que la conciencia de una buena acción proporciona una gran paz espiritual. Pero una impunidad perfecta procura también ciertas satisfacciones, aunque no logre acallar totalmente los remordimientos.
            Oscar Lapissotte pudo disfrutar plenamente de las consecuencias de su doble crimen y saborear los frutos del mismo. No experimentaba miedo alguno a las consecuencias. El único cambio que observó en su personalidad fue el de sentirse dominado por un inmenso orgullo. Un orgullo de artista. La perfección de su obra llegó a hacerle olvidar los aspectos morales de la misma. Había realizado una tarea impecable.
            Su sed de superioridad quedó saturada hasta la embriaguez.
            Por lo demás, continuaba siendo el hombre mediocre, oscuro y desconocido de siempre. Intentó valerse del dinero para trasponer la puerta de periódicos y revistas, y captarse la benevolencia de la crítica; pero no logró atraerse la atención de nadie. Sus versos, su prosa, sus ensayos teatrales quedaban marcados por el sello de la nulidad y de la ineficacia. Los iniciados en el oficio conocían algo de Anatole Desroses, el escritor aficionado, con más dinero que talento; pero el lector se reía de él y todo el mundo estaba de acuerdo en no reconocerle ni un ápice de mérito. Finalmente tuvo que reconocer su fracaso.
            «Y sin embargo…, si yo quisiera…», solía decirse con un brillo extraño en los ojos. «Si contara a alguien mi obra maestra… Porque la he realizado. No existe duda alguna. Anatole Desroses quizá sea un cretino, pero Oscar Lapissotte posee verdadero genio. Resulta odioso pensar que algo tan perfectamente maquinado, tan bellamente concebido, tan vigorosamente ejecutado y realizado tenga que permanecer desconocido. ¡Ah! Aquel día tuve una de esas inspiraciones gracias a las cuales se logran resultados magníficos. El abate Prévost ha escrito más de cien novelas detestables, pero sólo existe una Manon Lescaut. Bernardin de Saint-Píerre no dejará más que su Pablo y Virginia. Son muchos los genios singulares que sólo producen una obra. Pero ¡qué obra! Queda como un monumento en la literatura de un país. Yo pertenezco a esa clase de espíritus. Sólo he realizado una obra bien hecha, pero vivida y no escrita. Si la relatase me haría famoso. Ofrecería un relato que todos querrían leer por ser único. He cometido un crimen al que puedo denominar ”obra maestra”.»
            Semejante idea acabó por transformarse en obsesión.
            Durante diez años estuvo batallando contra ella. Le devoraba el desasosiego de no haber antepuesto el sueño a la acción; más tarde fue el deseo de narrar dicha acción como un sueño. Más que una perversidad semejante a la de los personajes de Edgar Poe, que les impele a proclamar su secreto, se sentía anonadada por la preocupación literaria, el afán de renombre, el prurito de gloria.
            Como un sutil consejero que refuta una tras otra las objeciones y atrae la atención hacia argumentos capciosos, su idea fija le perseguía con mil razonamientos diferentes.
            «¿Por qué no escribes la verdad? ¿Qué temes? Anatole Desroses se encuentra por completo al margen de toda complicación con la justicia. El crimen se cometió hace tiempo y todo el mundo lo ha olvidado. Su autor es conocido y yace enterrado con el cráneo entre las piernas. Tu relato parecerá la artística adaptación de un antiguo caso judicial. Podrás introducir en él los oscuros pensamientos, los rencores y agravios que te indujeron al crimen; tu habilidad en cometerlo; todas aquellas circunstancias que te ha proporcionado ese maravilloso inventor que se llama el azar. Sólo tú conoces el secreto de la obra y nadie podrá adivinar que seas su autor real. En tu relato nadie verá otra cosa que el esfuerzo de una imaginación extraordinaria. Y sólo entonces serás el que quieres ser: el gran escritor que se revela tarde, pero de un modo admirable. Gozarás con tu crimen, como malhechor alguno ha podido jamás gozar del suyo. Habrás conseguido no sólo la fortuna, sino también los laureles de la gloria. Y ¿quién sabe? Luego de este primer éxito, cuando te hayas hecho famoso, tal vez se lean tus otras obras y se revise la injusta opinión que se tiene de ti. En el camino de la celebridad, tan sólo el primer paso es difícil. ¡Ánimo! Recobra un poco de aquella audacia que demostraste en cierta época de tu existencia. Ya ves cómo te ha beneficiado. No puede fallarte tampoco ahora. Supiste aprovechar una ocasión y aún te beneficias de ella. ¿Vas a dejarla escapar? Sabes perfectamente que la obra es bella. Cuéntala sin tapujos, valientemente, en todo su majestuoso horror. Y si quieres creerme, llega hasta el mismo fondo de tu orgullo, sé totalmente sincero y renuncia al pseudónimo que parece tu nombre, para adoptar tu nombre, que parece un pseudónimo. No se trata ahora de Jacques de la Mole, ni de Antoine Guirland, ni de Anatole Desroses, ni de ningún otro de esos individuos sin talento a los que pretendes destacar. Sé tú mismo: Oscar Lapissotte.»
            Cierta tarde, Oscar se sentó ante una hoja de papel blanco, con la cabeza ardiente y la mano febril, como un gran poeta que se dispone a crear una obra perenne, y narró de un tirón la historia de su crimen.
            Contó los comienzos miserables de Oscar Lapissotte, su vida de bohemio, sus múltiples fracasos, su mediocridad y su pobreza, sus odios terribles, las ideas de suicidio y de crimen que turbaban su cerebro, la agitación de un alma engañada por múltiples quimeras y ansiosa de vengarse, en una novela de psicología penetrante, que no era otra cosa sino la misma anatomía de su espíritu. Luego, con trazos sobrios, de una espantosa claridad, describió la escena de la rue Saint-Denis, la muerte del falso culpable y el triunfo del verdadero criminal. A continuación, con una sutileza de detalles satánica y cruda, analizaba las causas que habían decidido al autor a publicar su crimen. Y finalizaba con una apoteosis de Oscar Lapissotte. Fue estampada su firma al pie de aquella confesión.
            «Un crimen excepcional» apareció en la Revue des Deux Mondes obteniendo un prolongado éxito.
            Puede tenerse una idea del mismo repasando los extractos de algunas críticas aparecidas con motivo de su publicación.
            Todo el mundo sabe que bajo el seudónimo de Oscar Lapissotte, de fantasía quizás excesivamente gala, se oculta un autor que se complace en disimular su verdadera personalidad. Nos referimos a M. Anatole Desroses, quien luego de haber desperdiciado durante mucho tiempo su talento en el periodismo de bajos vuelos, acaba de darnos la auténtica medida de su genio. La novela está extraída del sumario de un caso acaecido hace alrededor de diez años en la rue Saint-Denis. Pero la imaginación del autor ha sabido transformar un vulgar asesinato en una obra sorprendente. Ni siquiera el pobre Gaboriau hubiera demostrado una habilidad como la del escritor que nos ocupa. En nuestro número del domingo próximo publicaremos íntegro el relato «Un crimen excepcional».
            Philippe Gille
            LE FIGARO

            Después de hablar del arroz de gallina, permítanme afirmar que la lectura de «Un crimen excepcional» me ha puesto carne de gallina. Existe en el análisis de los sentimientos del protagonista cierto matiz metafísico que estropea un poco la fantasía realmente extraordinaria del relato. Pero ¿existe obra sin defecto? El atrevimiento de tantos detalles sutiles deja un regusto agradable. Grimod de la Reuniere y Restif de la Bretonne poseen también algo de estas oscuridades agradables. M. Anatole Desroses pertenece a su misma familia. Igual que ellos, ha escrito un montón de cosas desconocidas; cincuenta páginas verdaderamente únicas. No cabe duda de que será el más célebre de los «olvidados» y de los «desdeñados» de nuestra época.
            Charles Monselet
            EVENEMENT

            El autor de esta novela no es un lírico a la manera que nosotros entendemos dicha definición; pero tampoco un escritor realista. Su genio fantástico posee los amplios vuelos de la oda. Cabe afirmar que Anatole Desroses es más un producto de las Euménides, de las furias cubiertas de sangre que ladran sobre las huellas de Orestes, asesino de la gran Clitemnestra, que hijo de las Gracias de esbelta garganta. Mas ¿qué importan los medios siempre y cuando se haya hecho acreedor a los laureles de la fama?
            Théodore de Banville
            NATIONAL

            ¡Ni el menor síntoma de remordimiento! Es el crimen de un ser sin conciencia. Si un rayo de fe cristiana rasgara esas tinieblas, M. Anatole Desroses podría pasar por el Dante de un infierno moderno. Pero no es más que un Didéri. Un maestro de la fotografía en colores. Posee talento. Sabe escribir. Sabe incluso analizar. Quizá llegue a afectar la mente de su generación, bien enferma por cierto.
            Louis Veuillot
            UNIVERS

            Una obra maestra, ese «Crimen excepcional». La pluma del autor posee el brillo de una espada y el filo de un escalpelo. Propina estocadas terribles a la impavidez del crimen y despedaza su anatomía, adornándola con una aureola de rayos multicolores. Todo se ve perfectamente claro, aunque con esa claridad sulfurosa que arrojan las pupilas del diablo. Y es también el dedo del diablo, o acaso el dedo colérico de M. Anatole Desroses, el que despoja al crimen de su ropaje, mostrando el corazón humano sin tapujos. Me complace este M. Anatole Desroses, que debería llamarse Desépines o Desorties. Me atrae como atrae un vicio.
            J. Barbey d’Aurevilly
            CONSTITUTIONEL

            Seyarc pronunció en el Boulevard des Capucines una conferencia acerca del «Crimen excepcional». Estableció comparaciones con Hoffman y Edgar Poe; citó el arte dramático, relacionándolo con los preliminares psicológicos que conducían al crimen; hizo una digresión sobre el vodevil y otra sobre la escuela normal y una tercera acerca de la esencia de la digresión, y finalmente concedió al autor una cuarta parte de genio verdadero, mientras le propinaba golpecitos familiares en el estómago.
            En resumen, el relato provocó un concierto de elogios, aparte de las críticas adversas de los envidiosos, de los tontos, de los mezquinos y de otros elementos secundarios del periodismo activo.
            Sin embargo, en todas las reseñas, incluso las más halagadoras, se notaban dos tendencias que irritaban profundamente a Lapissotte.
            La primera era el empeño en tomar su verdadero nombre por un pseudónimo, llamándole Anatole Desroses.
            La segunda, que todo el mundo hablaba de su imaginación sin sospechar siquiera la posibilidad de que el relato fuera cierto.
            Aquellos dos fallos lo atormentaban hasta tal punto que le hicieron olvidar toda la felicidad ocasionada por su gloria en ciernes. Los artistas están hechos de tal forma que incluso cuando la crítica los mece en un lecho de rosas padecen con sólo observar una arruga en cualquiera de los pétalos.
            Así fue como cierto día, cuando alguien felicitaba al gran hombre, envolviéndolo en nubes de incienso, aquél le contestó muy irritado:
            —Muy otras serían sus palabras si supiera usted ciertas cosas. Mi relato no es imaginario, sino que ha sucedido de verdad. El crimen se cometió como lo cuento. Y su autor fui yo mismo. Mi verdadero nombre es Oscar Lapissotte.
            Lo dijo fríamente con aire de gran convencimiento, pronunciando bien las frases como quien desea ser creído sin ningún género de duda.
            —¡Ah! ¡Magnífico! —exclamó su interlocutor—. Esa broma tan lúgubre hace pensar en lo mejor de Baudelaire.
            A la mañana siguiente todos los periódicos relataban la anécdota. Los lectores encontraron deliciosa aquella tentativa de mixtificación por medio de la cual Anatole Desroses pretendía hacerse pasar por un malvado. Tratábase de algo sumamente original, digno de cautivar al atención de París.
            Oscar Lapissotte se puso furioso. Al efectuar su terrible confesión había obrado de manera hasta cierto punto maquinal. Ahora experimentaba la necesidad de ser creído por alguien.
            Renovó su confesión a cuantos amigos encontró en el boulevard, Al principio, aquello se acogió con extrañeza; luego se empezó a pensar en que Desroses era muy monótono en la exposición de su farsa; al tercer día el relato era considerado ya enojoso, y al cabo de una semana se llamaba a su autor «imbécil» sin ambages.
            Anatole no sabía mantenerse al nivel de su reputación de gran hombre. Sus más entusiastas partidarios empezaron a reírse de él.
            Aquel principio de hundimiento lo exasperó.
            —¡Qué falta de comprensión! —se quejaba en los cafés—. Nadie toma de buena fe mis palabras. Nadie quiere reconocer que no sólo he escrito, sino también ejecutado mi «crimen excepcional». Pues bien, no estoy dispuesto a consentirlo. Mañana todo París sabrá quién es Oscar Lapissotte.
            Se fue en busca del juez de instrucción que había llevado el proceso de la rue Saint-Denis.
            —Monsieur —le dijo—. Vengo a entregarme. Me llamo Oscar Lapissotte.
            —No siga usted —le atajó el juez con expresión afable—. He leído su novela y le felicito muy de veras. Estoy también al corriente de la excentricidad en que viene incurriendo desde hace ocho días. Otro en mi lugar, quizá se enfadara por el modo en que complica usted a la justicia en esta broma. Pero soy un amante de las letras y no lamento que trate de ensayar también conmigo su farsa, porque gracias a ella he tenido el placer de conocerle.
            —¿Cómo? —exclamó Oscar irritado por aquella reacción—. No es ninguna broma ni excentricidad. Le juro que soy Oscar Lapissotte, y que cometí el crimen. Y se lo voy a demostrar.
            —Bien —repuso el magistrado—. Tengo buen carácter, como podrá comprobar. Por simple curiosidad voy a prestarme a ese juego. Le aseguro, además, que es para mí una dicha observar cómo un espíritu tan sutil como el suyo trata de convencerme de semejante absurdo.
            —¿Absurdo? ¡Cuanto he contado es la verdad absoluta! El cochero era inocente. Fui yo quien…
            —Ya creo haberle dicho, mi querido señor, que he leído su novela. Pero si le complace contármela, me resultará sumamente grato oírla de sus propios labios. Sin embargo, no demostrará nada, aparte de lo ya demostrado, a saber: que posee usted una imaginación exuberante.
            —Sólo la tuve para cometer el hecho.
            —Dirá usted para escribirlo, distinguido señor; para escribirlo. Voy a confiarle lo que pienso exactamente del relato. Quizá haya usted puesto en él un exceso de imaginación; tal vez haya traspasado los límites de la mera fantasía incurriendo en detalles que pecan de inverosímiles.
            —Le digo a usted que…
            —¡Permítame! Permítame. ¿No tendrá inconveniente en reconocerme cierta competencia en estos asuntos, ¿verdad? Pues bien, le aseguro con la mano sobre el corazón, que las circunstancias de ese crimen no combinan de manera natural. La entrevista entre la criada y el asesino en el hospital resulta algo forzada. El doral que la anciana empleó como somnífero es duro de digerir. Y otras detalles por el estilo. Como obra literaria, su novela es una obra de arte encantadora, original, bien planeada, emocionante. Admito que como escritor hizo usted buen uso de la facultad de fantasear un poco. Pero ese crimen resulta imposible. Mi querido señor Desroses, lamento decepcionarle en este aspecto, pero si bien lo admiro como hombre de letras, en modo alguno puedo tomarlo en serio como criminal.
            —¿Ah, sí? ¡Pues voy a demostrar que se equivoca! —gritó Oscar Lapissotte abalanzándose furioso contra el magistrado.
            Tenía los labios húmedos de saliva, los ojos inyectados en sangre y su cuerpo se estremecía de cólera. Hubiera estrangulado al juez si éste no hubiera pedido auxilio a voz en grito.
            Se pudo reducir a aquel energúmeno, amarrarlo y encerrarlo.
            Cinco días después era conducido al manicomio de Charenton.
            —Ya veis adonde conduce la práctica de la literatura —comentaba al día siguiente cierto cronista—. Anatole Desroses ha logrado crear, por casualidad, una obra admirable. Pero le ha trastornado de tal modo el juicio, que terminó por creerse autor del hecho. Es la vieja fábula de Pigmalión enamorado de su estatua. El pobre Mürger me dijo cierto día…, etc.
            Pero lo más espantoso de todo fue que Oscar Lapissotte no se había vuelto loco. Por el contrario, su razón seguía incólume, lo que incrementaba hasta lo inconcebible su tortura.
            «Todas las desdichas se acumulan sobre mí», reflexionaba. «Nadie quiere aceptar mi verdadero nombre ni creer en mi crimen. Cuando muera, pasaré por un escritorzuelo que creó una única obra digna de tenerse en cuenta. Y en cambio, se aceptará como personaje imaginario a Oscar Lapissotte, a mi auténtico yo, a ese hombre de sangre fría, decidido, enérgico, héroe de la ferocidad, negación viviente del remordimiento. ¡Oh! Preferiría que me guillotinaran, pero que se supiera la verdad de lo ocurrido. Aunque sea por un minuto antes de colocar mi cuello en el tajo; aunque sea por un segundo antes de que la cuchilla caiga; aunque sea, sólo un instante, quiero gozar con la certeza de mi gloria y la visión de mi fama inmortal.»
            Pero tales momentos de exaltación eran apaciguados mediante duchas frías.
            Finalmente, a fuerza de vivir con semejante idea fija en la mente, rodeado de locos, acabó por perder también la razón.
            Y fue precisamente entonces cuando le dieron de alta.
            Oscar Lapissotte había terminado por creer que era Anatole Desroses y que nunca había asesinado a nadie.

            Y murió con la convicción de haber imaginado su obra y no haber sido el protagonista principal de la misma.

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