Jean Richepin , (nacido el 4 de febrero de 1849, Médéa , Argelia, falleció el 12 de diciembre de 1926 en París , Francia), poeta, dramaturgo y novelista francés que examinó los niveles más bajos de la sociedad en un lenguaje fuerte y audaz. Cuando Émile Zola revolucionó la novela con su naturalismo , Richepin hizo lo mismo con la poesía francesa durante ese período.
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UN CRIMEN EXCEPCIONAL
Jean
Richepin
SU
nombre de pila era Oscar y su apellido Lapissotte. Aunque pobre y sin talento,
se creía genial.
Su
primer cuidado al iniciar sus pasos por la vida, fue el de adoptar un
seudónimo; el segundo, el de cambiarlo por otro, y así sucesivamente en el
transcurso de diez años usó todos los vocablos suscitados por su fantasía para anular
la curiosidad de sus contemporáneos.
Sin
embargo, esta curiosidad que él simulaba temer y que por el contrario anhelaba
con todas sus fuerzas, nunca pretendió penetrar las profundas tinieblas de su
existencia. No obstante todos sus nombres prestados, tanto si se hacía llamar
Jacques de la Mole, como Antoine Guirland, como Tildy Bob o Gregorius Hanpska;
no obstante sus pretendidos títulos de nobleza o sus designaciones de plebeyo,
sus apelativos extranjeros, románticos o modernos, siguió siendo siempre el más
desconocido de los plumíferos, el más oscuro de los incomprendidos, el más
pobre entre todos los literatos existentes. La gloria, no quería tratos con él.
«E pur si mouve! Yo llevo algo aquí
dentro», insistía con gran convencimiento, señalándose la caja craneana, que a
él le parecía profunda porque sonaba a hueco.
Las
aberraciones a que puede inducir la vanidad literaria son imprevisibles.
Existen hombres de verdadero talento a quienes dicha vanidad ha obligado a
cometer espantosos ridículos e incluso actos abominables e indignos. Su
desenfreno no tiene límites cuando ataca a gentes míseras, de nulidad probada.
La paciencia en trance de agotarse, el amor propio herido, la impotencia
perenne, una existencia amargada por inútiles y quebradizas esperanzas, son
vehículo fácil para prestar impulso a la idea del suicidio e incluso la de
cometer un crimen.
Oscar
Lapissotte carecía de valor para darse la muerte. Por esta causa, sus
aspiraciones a la superioridad intelectual encontraron campo abonado en la idea
de cometer un crimen. Llegó a la conclusión de que su genio había seguido hasta
entonces una ruta equivocada al aplicarse a sueños artísticos, y que estaba
destinado a la violencia y a la acción. Por otra parte, aquel crimen le
reportaría una auténtica fortuna y la riqueza iluminaría por fin, de un modo
deslumbrante, su espíritu lleno de elevación y sumido hasta entonces en la
mediocridad y en la pobreza. El incomprendido se convenció a sí mismo de que
artística y moralmente sólo alcanzaría la plenitud cometiendo un delito.
Lo
cometió. Y como si la realidad quisiera darle la razón, por vez primera en su
vida realizó una obra maestra.
Cosa
de diez años antes de convertirse en un facineroso, Oscar Lapissotte había
habitado en el sexto piso de una casa de la rue
Saint-Denis. Perdido entre una treintena de otros inquilinos, conocido por
uno de sus numerosos pseudónimos, tan sólo pudo contraer amistad con una vieja
sirvienta charlatana que lo ponía al corriente de todas sus cuitas. Atendía a
una viuda de edad avanzada, delicada de salud y muy rica. Lapissotte no vivió
en aquella casa más que un mes.
Cierta
tarde, luego de haber visitado a un amigo interno en la Piedad, al pasar por
una de las salas, camino de la puerta, reconoció a la sirvienta que se hallaba
moribunda. Le. contó que no trabajaba en casa de la viuda desde hacía tres
semanas, y que había sido sustituida momentáneamente por una sirvienta; que su
ama estaba demasiado delicada para ir a verla y que aquello le resultaba
insoportable.
—Lo
comprendo muy bien —admitió Oscar—. Querría usted que viniera, ¿no es cierto?
—No
se trata sólo de eso, sino de que tengo miedo de que, caso de morir aquí, mi
ama lea las cartas que he dejado en su casa y me aborrezca después de
fallecida.
—¿Y
por qué ha de aborrecerla?
—Voy
a contárselo todo: usted es el único amigo que he tenido en el mundo. En el
curso de mi vida he conocido a mucha gente, pero la amistad de usted ha sido
una de las que más aprecio. Es artista y hombre de mundo, y me profesó verdadero
afecto. Pero en la casa donde serví vivía también un hombre de mi condición, un
cochero con el que tuve relaciones. Y si mi ama se entera, será mi perdición.
¡He cometido tantas tonterías por él! Siempre estuvo prometiendo que
reconocería al chiquillo y se casaría conmigo. Ahora me doy cuenta de que todo
era palabrería; pero no importa. El pequeño vivirá bien con lo que le dejo, y madame es tan buena que cuidará de él.
Porque le he explicado lo ocurrido, ¿sabe usted? Tengo la carta aquí, debajo de
la almohada, y quiero que le sea entregada cuando haya dejado de existir. Pero
antes es preciso quemar esos papeles. Si no lo consigo, no le enviaré la carta.
No quiero que madame se entere de
ciertas cosas. Odiaría al pequeño, si supiera que es hijo de un golfo y de una
ladrona.
—Vamos,
vamos, amiga mía —le animó Oscar—. Explíqueme lo sucedido con claridad. Habla
demasiado de prisa; lo embrolla todo. Si quiere que le preste ese servicio ha
de ponerme al corriente de la situación de manera completa.
En
aquellos momentos, Oscar no soñaba siquiera en cometer un crimen. Se dejaba
llevar simplemente por su curiosidad de hombre de letras; husmeaba un relato
interesante y se disponía a aprovecharlo para sus fines.
—¡Bien!
—suspiró la criada—. Se lo explicaré todo. Intentaré ser clara y sincera. Me
puse enferma de repente, en plena calle, con un ataque de apoplejía y me han
traído al hospital. Madame no ha
podido hacer nada por mí porque es imposible trasladarme a su casa. Le he
escrito y me ha contestado. La asistenta vino a verme de su parte. Pero ni a la
una ni a la otra he podido confiar lo que tanto me atormenta. Tengo un paquete
de cartas de ese cochero y en las mismas se cuentan toda una serie de cosas
indignas; los robos que me aconsejaba cometer y sus frases de agradecimiento
cuando los había llevado a cabo. Porque he robado; sí, he robado a mi ama para
él. Debí haber quemado las condenadas cartas. Pero en ellas figuran también
palabras cariñosas y promesas de matrimonio y la seguridad de que acabaría reconociendo
al pequeño. Por eso las guardaba. Un día, el muy canalla, me amenazó con
llevárselas para comprometerme. Yo rehusaba entregarle dinero, y me hizo
comprender que una vez dueño de esas cartas, haría de mí. lo que quisiera. Tuve
un miedo espantoso. Pero aun así, no quise separarme de ellas, y, diciéndole
que eran documentos familiares, las entregué a mi ama, quien las guardó en un
cajón de su escritorio, de cuya llave me hizo entrega. Sé muy bien que bastaría
decirle que tengo necesidad de esos papeles. Pero no me fío de la asistenta
porque podría leerlos por el camino. Por algunas palabras que le he
sorprendido, creo que el cochero y ella son muy buenos amigos. Es un
sinvergüenza, y le hace carantoñas para apoderarse de las cartas, cuyo
escondrijo conoce. Comprenda usted mi situación. ¡Oh! ¡Si fuera bueno y
quisiera hacerme este favor! Sé que no lo merezco, pero ¡cuánto se lo
agradecería!
—¿De
qué favor se trata?
—De
traerme las cartas.
—¿Cómo
quiere que las consiga?
—Es
bien sencillo. Por la noche, sobre las diez, madame toma su somnífero de doral y a partir de entonces su sueño
es muy profundo. La asistenta no está, porque se marcha a las siete, después de
la cena. Madame no le ha confiado
nunca que toma somníferos por temor a que la robe. Tan sólo yo estoy enterada
de ello. Siempre confió en mí, la pobre. Entra usted en la casa, sin que se dé
cuenta, se apodera de las cartas y me las trae. Ya sabe que existen dos
entradas. Si utiliza la de servicio, el portero no se enterará siquiera. ¡Oh! Por
favor. Hágalo por mí.
—¿Está
usted loca? ¿Cómo voy a abrir el escritorio? ¿Y cómo entro en el piso?
—Tengo
llaves dobles de ese mueble que me hice fabricar para robar a madame. Las guardo aquí, junto con la
del cajón, Y esta otra sirve para entrar en el piso por la cocina, que da a la
escalera de servicio. Se lo suplico. No sé por qué, pero usted me inspira
confianza. Estoy segura de que me hará ese favor para que muera en paz.
Oscar
Lapissotte tomó las llaves. Tenía la mirada fija y una súbita palidez cubría su
rostro. Leves contracciones nerviosas le estremecían los delgados labios. De
repente, había entrevisto la posibilidad de un crimen. Aquella mujer moriría
sin remisión. ¡Era tan fácil!
—¡Oh!
¡Me ahogo! ¡Me ahogo! —gimió la enferma—. ¡Dadme algo de beber!
El
dormitorio estaba en la penumbra, iluminado sólo por una vela. En las camas
vecinas todo el mundo dormía. Oscar incorporó un poco a la enferma, retiró la
almohada y se la puso sobre
la
boca, apretando fuertemente durante diez minutos. Tuvo la espantosa sangre fría
de consultar su reloj.
Cuando
retiró la almohada, la enferma había muerto por asfixia, sin haber podido hacer
un movimiento ni proferir un grito. Parecía haber sucumbido de un ataque.
Lapissotte colocó otra vez la almohada en su sitio, y subió el cobertor hasta
tocar el mentón del cadáver. La mujer parecía dormida.
Como
la cama se hallaba bastante cerca de la puerta, el asesino salió sin ser
notado. Recorrió el pasillo de los internos, pasó por una puerta a la rue de la Pitié y se encontró fuera sin
despertar la curiosidad de nadie.
Eran
las nueve y veinte.
Sin
perder un minuto, decidido a ejecutar su proyecto en el plazo más breve
posible, el miserable se dirigió a grandes zancadas hacia la rue Saint-Denis, penetrando en la casa
hacia las diez.
Por
el camino había madurado totalmente su plan.
Entró
en la cuadra, donde debían hallarse las pertenencias del cochero, y encontrando
una corbata, rasgó un fragmento de la misma y se lo metió en el bolsillo.
Luego
subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera de servicio. La vivienda
estaba en el primer piso y le fue fácil llegar hasta la misma sin ser visto.
Abrió
la puerta, entró sin ruido, se metió en el dormitorio y estranguló a la anciana
dormida. También en esta ocasión tuvo la sangre fría de apretarle la garganta
durante un cuarto de hora.
Abrió
luego el mueble-escritorio. En el cajón central vio paquetes de acciones y
obligaciones; en el de la izquierda, billetes de banco; en el de la derecha,
cartuchos de monedas. Escogió los títulos al portador, quedándose con ellos, y
desechó los otros. En total, comprendiendo títulos, monedas y billetes, habría
reunido ciento cuarenta mil francos, que se guardó en los bolsillos.
En
seguida se ocupó de las cartas. Las encontró fácilmente en el cajón donde la
sirvienta le había dicho que se hallaban.
Las
quemó en la chimenea, pero teniendo buen cuidado de dejar legibles algunos
fragmentos que pudieran comprometer al cochero y a la sirvienta. Entre todos
ellos se podría reconstruir la historia del niño, de las coacciones para
inducir a la mujer al robo y de las fechorías de todo género cometidas hasta
entonces. Colocó aquellos fragmentos junto al fuego, de modo que fueran
fácilmente
visibles y contribuyeran a incrementar la creencia de haber sido quemados a
toda prisa, teniendo que dejarlos allí antes de que quedaran completamente
consumidos.
Puso
luego el fragmento arrugado y rasgado de corbata en la mano crispada de la
muerta.
Luego
salió del piso dirigiéndose velozmente a la calle, y una vez en ésta, empezó a
caminar con el aire tranquilo y distraído de un trasnochador.
Decididamente,
Oscar Lapissotte no se había engañado al considerarse un genio. Poseía el genio
del crimen y en aquella ocasión se había comportado como un auténtico maestro.
En
realidad, un crimen no puede considerarse obra de arte más que si queda impune.
Y por otra parte, dicha impunidad no es absoluta más que cuando la justicia
condena a un inocente considerándolo autor del hecho y quedando en libertad, el
auténtico culpable.
Oscar
Lapissotte disfrutó de impunidad total.
La
justicia no vaciló un solo instante en señalar al asesino. Evidentemente había
sido el cochero. Los fragmentos de carta eran indicios incontrovertibles.
¿Quién, aparte del amigo de la sirvienta, podía conocer tan a fondo ciertos
hechos que justificaban el asesinato? ¿Quién sino él podía tener en su poder
las llaves del mueble y del cajón? ¿No existía ya el precedente de los robos a
que indujo a la criada? ¿No resultaba lógico que hubiera franqueado el breve
trecho que separaba el robo del asesinato? Por otra parte, el fragmento de
corbata resultaba conclusivo. Para colmo de sospechas, el cochero tenía pésimos
antecedentes. Y por si ello no bastara, no pudo justificar el empleo de su
tiempo durante la hora fatal. De nada le sirvió negar y protestar. Todo estaba
en contra suya y no contaba con un solo factor favorable.
Fue
juzgado, condenado a muerte y ejecutado. Jueces, jurados, abogados,
periodistas, público; todo el mundo quedó con la conciencia tranquila a este
respecto. Tan sólo un punto no aparecía demasiado claro: el dinero, que no se
pudo recuperar. Se llegó a la conclusión de que el malhechor lo había ocultado
en lugar seguro. Pero desde luego nadie dudó de que lo había robado.
En
resumen: si alguna vez existió un criminal reconocido como indudable autor de
un hecho delictivo, éste fue el desgraciado cochero.
Se
asegura que la conciencia de una buena acción proporciona una gran paz
espiritual. Pero una impunidad perfecta procura también ciertas satisfacciones,
aunque no logre acallar totalmente los remordimientos.
Oscar
Lapissotte pudo disfrutar plenamente de las consecuencias de su doble crimen y
saborear los frutos del mismo. No experimentaba miedo alguno a las
consecuencias. El único cambio que observó en su personalidad fue el de
sentirse dominado por un inmenso orgullo. Un orgullo de artista. La perfección
de su obra llegó a hacerle olvidar los aspectos morales de la misma. Había
realizado una tarea impecable.
Su
sed de superioridad quedó saturada hasta la embriaguez.
Por
lo demás, continuaba siendo el hombre mediocre, oscuro y desconocido de
siempre. Intentó valerse del dinero para trasponer la puerta de periódicos y
revistas, y captarse la benevolencia de la crítica; pero no logró atraerse la
atención de nadie. Sus versos, su prosa, sus ensayos teatrales quedaban
marcados por el sello de la nulidad y de la ineficacia. Los iniciados en el
oficio conocían algo de Anatole Desroses, el escritor aficionado, con más
dinero que talento; pero el lector se reía de él y todo el mundo estaba de
acuerdo en no reconocerle ni un ápice de mérito. Finalmente tuvo que reconocer
su fracaso.
«Y
sin embargo…, si yo quisiera…», solía decirse con un brillo extraño en los ojos.
«Si contara a alguien mi obra maestra… Porque la he realizado. No existe duda
alguna. Anatole Desroses quizá sea un cretino, pero Oscar Lapissotte posee
verdadero genio. Resulta odioso pensar que algo tan perfectamente maquinado,
tan bellamente concebido, tan vigorosamente ejecutado y realizado tenga que
permanecer desconocido. ¡Ah! Aquel día tuve una de esas inspiraciones gracias a
las cuales se logran resultados magníficos. El abate Prévost ha escrito más de
cien novelas detestables, pero sólo existe una Manon Lescaut. Bernardin de Saint-Píerre no dejará más que su Pablo y Virginia. Son muchos los genios
singulares que sólo producen una obra. Pero ¡qué obra! Queda como un monumento
en la literatura de un país. Yo pertenezco a esa clase de espíritus. Sólo he
realizado una obra bien hecha, pero vivida y no escrita. Si la relatase me
haría famoso. Ofrecería un relato que todos querrían leer por ser único. He
cometido un crimen al que puedo denominar ”obra maestra”.»
Semejante
idea acabó por transformarse en obsesión.
Durante
diez años estuvo batallando contra ella. Le devoraba el desasosiego de no haber
antepuesto el sueño a la acción; más tarde fue el deseo de narrar dicha acción
como un sueño. Más que una perversidad semejante a la de los personajes de
Edgar Poe, que les impele a proclamar su secreto, se sentía anonadada por la
preocupación literaria, el afán de renombre, el prurito de gloria.
Como
un sutil consejero que refuta una tras otra las objeciones y atrae la atención
hacia argumentos capciosos, su idea fija le perseguía con mil razonamientos
diferentes.
«¿Por
qué no escribes la verdad? ¿Qué temes? Anatole Desroses se encuentra por
completo al margen de toda complicación con la justicia. El crimen se cometió
hace tiempo y todo el mundo lo ha olvidado. Su autor es conocido y yace
enterrado con el cráneo entre las piernas. Tu relato parecerá la artística
adaptación de un antiguo caso judicial. Podrás introducir en él los oscuros
pensamientos, los rencores y agravios que te indujeron al crimen; tu habilidad
en cometerlo; todas aquellas circunstancias que te ha proporcionado ese
maravilloso inventor que se llama el azar. Sólo tú conoces el secreto de la
obra y nadie podrá adivinar que seas su autor real. En tu relato nadie verá
otra cosa que el esfuerzo de una imaginación extraordinaria. Y sólo entonces
serás el que quieres ser: el gran escritor que se revela tarde, pero de un modo
admirable. Gozarás con tu crimen, como malhechor alguno ha podido jamás gozar
del suyo. Habrás conseguido no sólo la fortuna, sino también los laureles de la
gloria. Y ¿quién sabe? Luego de este primer éxito, cuando te hayas hecho
famoso, tal vez se lean tus otras obras y se revise la injusta opinión que se
tiene de ti. En el camino de la celebridad, tan sólo el primer paso es difícil.
¡Ánimo! Recobra un poco de aquella audacia que demostraste en cierta época de
tu existencia. Ya ves cómo te ha beneficiado. No puede fallarte tampoco ahora.
Supiste aprovechar una ocasión y aún te beneficias de ella. ¿Vas a dejarla
escapar? Sabes perfectamente que la obra es bella. Cuéntala sin tapujos,
valientemente, en todo su majestuoso horror. Y si quieres creerme, llega hasta
el mismo fondo de tu orgullo, sé totalmente sincero y renuncia al pseudónimo
que parece tu nombre, para adoptar tu nombre, que parece un pseudónimo. No se
trata ahora de Jacques de la Mole, ni de Antoine Guirland, ni de Anatole
Desroses, ni de ningún otro de esos individuos sin talento a los que pretendes
destacar. Sé tú mismo: Oscar Lapissotte.»
Cierta
tarde, Oscar se sentó ante una hoja de papel blanco, con la cabeza ardiente y
la mano febril, como un gran poeta que se dispone a crear una obra perenne, y
narró de un tirón la historia de su crimen.
Contó
los comienzos miserables de Oscar Lapissotte, su vida de bohemio, sus múltiples
fracasos, su mediocridad y su pobreza, sus odios terribles, las ideas de
suicidio y de crimen que turbaban su cerebro, la agitación de un alma engañada
por múltiples quimeras y ansiosa de vengarse, en una novela de psicología
penetrante, que no era otra cosa sino la misma anatomía de su espíritu. Luego,
con trazos sobrios, de una espantosa claridad, describió la escena de la rue Saint-Denis, la muerte del falso
culpable y el triunfo del verdadero criminal. A continuación, con una sutileza
de detalles satánica y cruda, analizaba las causas que habían decidido al autor
a publicar su crimen. Y finalizaba con una apoteosis de Oscar Lapissotte. Fue
estampada su firma al pie de aquella confesión.
«Un
crimen excepcional» apareció en la Revue des
Deux Mondes obteniendo un prolongado éxito.
Puede
tenerse una idea del mismo repasando los extractos de algunas críticas
aparecidas con motivo de su publicación.
Todo
el mundo sabe que bajo el seudónimo de Oscar Lapissotte, de fantasía quizás
excesivamente gala, se oculta un autor que se complace en disimular su
verdadera personalidad. Nos referimos a M. Anatole Desroses, quien luego de
haber desperdiciado durante mucho tiempo su talento en el periodismo de bajos
vuelos, acaba de darnos la auténtica medida de su genio. La novela está
extraída del sumario de un caso acaecido hace alrededor de diez años en la rue
Saint-Denis. Pero la imaginación del autor ha sabido transformar un vulgar
asesinato en una obra sorprendente. Ni siquiera el pobre Gaboriau hubiera
demostrado una habilidad como la del escritor que nos ocupa. En nuestro número
del domingo próximo publicaremos íntegro el relato «Un crimen excepcional».
Philippe Gille
LE
FIGARO
Después
de hablar del arroz de gallina, permítanme afirmar que la lectura de «Un crimen
excepcional» me ha puesto carne de gallina. Existe en el análisis de los
sentimientos del protagonista cierto matiz metafísico que estropea un poco la
fantasía realmente extraordinaria del relato. Pero ¿existe obra sin defecto? El
atrevimiento de tantos detalles sutiles deja un regusto agradable. Grimod de la
Reuniere y Restif de la Bretonne poseen también algo de estas oscuridades
agradables. M. Anatole Desroses pertenece a su misma familia. Igual que ellos,
ha escrito un montón de cosas desconocidas; cincuenta páginas verdaderamente
únicas. No cabe duda de que será el más célebre de los «olvidados» y de los
«desdeñados» de nuestra época.
Charles
Monselet
EVENEMENT
El autor de esta novela no es un lírico
a la manera que nosotros entendemos dicha definición; pero tampoco un escritor
realista. Su genio fantástico posee los amplios vuelos de la oda. Cabe afirmar
que Anatole Desroses es más un producto de las Euménides, de las furias
cubiertas de sangre que ladran sobre las huellas de Orestes, asesino de la gran
Clitemnestra, que hijo de las Gracias de esbelta garganta. Mas ¿qué importan
los medios siempre y cuando se haya hecho acreedor a los laureles de la fama?
Théodore
de Banville
NATIONAL
¡Ni el menor síntoma de remordimiento!
Es el crimen de un ser sin conciencia. Si un rayo de fe cristiana rasgara esas
tinieblas, M. Anatole Desroses podría pasar por el Dante de un infierno
moderno. Pero no es más que un Didéri. Un maestro de la fotografía en colores.
Posee talento. Sabe escribir. Sabe incluso analizar. Quizá llegue a afectar la
mente de su generación, bien enferma por cierto.
Louis
Veuillot
UNIVERS
Una obra maestra, ese «Crimen
excepcional». La pluma del autor posee el brillo de una espada y el filo de un
escalpelo. Propina estocadas terribles a la impavidez del crimen y despedaza su
anatomía, adornándola con una aureola de rayos multicolores. Todo se ve
perfectamente claro, aunque con esa claridad sulfurosa que arrojan las pupilas
del diablo. Y es también el dedo del diablo, o acaso el dedo colérico de M.
Anatole Desroses, el que despoja al crimen de su ropaje, mostrando el corazón
humano sin tapujos. Me complace este M. Anatole Desroses, que debería llamarse
Desépines o Desorties. Me atrae como atrae un vicio.
J.
Barbey d’Aurevilly
CONSTITUTIONEL
Seyarc pronunció en el Boulevard des
Capucines una conferencia acerca del «Crimen excepcional». Estableció
comparaciones con Hoffman y Edgar Poe; citó el arte dramático, relacionándolo
con los preliminares psicológicos que conducían al crimen; hizo una digresión
sobre el vodevil y otra sobre la escuela normal y una tercera acerca de la
esencia de la digresión, y finalmente concedió al autor una cuarta parte de
genio verdadero, mientras le propinaba golpecitos familiares en el estómago.
En
resumen, el relato provocó un concierto de elogios, aparte de las críticas
adversas de los envidiosos, de los tontos, de los mezquinos y de otros
elementos secundarios del periodismo activo.
Sin
embargo, en todas las reseñas, incluso las más halagadoras, se notaban dos
tendencias que irritaban profundamente a Lapissotte.
La
primera era el empeño en tomar su verdadero nombre por un pseudónimo,
llamándole Anatole Desroses.
La
segunda, que todo el mundo hablaba de su imaginación sin sospechar siquiera la
posibilidad de que el relato fuera cierto.
Aquellos
dos fallos lo atormentaban hasta tal punto que le hicieron olvidar toda la
felicidad ocasionada por su gloria en ciernes. Los artistas están hechos de tal
forma que incluso cuando la crítica los mece en un lecho de rosas padecen con
sólo observar una arruga en cualquiera de los pétalos.
Así
fue como cierto día, cuando alguien felicitaba al gran hombre, envolviéndolo en
nubes de incienso, aquél le contestó muy irritado:
—Muy
otras serían sus palabras si supiera usted ciertas cosas. Mi relato no es
imaginario, sino que ha sucedido de verdad. El crimen se cometió como lo
cuento. Y su autor fui yo mismo. Mi verdadero nombre es Oscar Lapissotte.
Lo
dijo fríamente con aire de gran convencimiento, pronunciando bien las frases
como quien desea ser creído sin ningún género de duda.
—¡Ah!
¡Magnífico! —exclamó su interlocutor—. Esa broma tan lúgubre hace pensar en lo
mejor de Baudelaire.
A
la mañana siguiente todos los periódicos relataban la anécdota. Los lectores
encontraron deliciosa aquella tentativa de mixtificación por medio de la cual
Anatole Desroses pretendía hacerse pasar por un malvado. Tratábase de algo
sumamente original, digno de cautivar al atención de París.
Oscar
Lapissotte se puso furioso. Al efectuar su terrible confesión había obrado de
manera hasta cierto punto maquinal. Ahora experimentaba la necesidad de ser
creído por alguien.
Renovó
su confesión a cuantos amigos encontró en el boulevard, Al principio, aquello se acogió con extrañeza; luego se
empezó a pensar en que Desroses era muy monótono en la exposición de su farsa;
al tercer día el relato era considerado ya enojoso, y al cabo de una semana se
llamaba a su autor «imbécil» sin ambages.
Anatole
no sabía mantenerse al nivel de su reputación de gran hombre. Sus más
entusiastas partidarios empezaron a reírse de él.
Aquel
principio de hundimiento lo exasperó.
—¡Qué
falta de comprensión! —se quejaba en los cafés—. Nadie toma de buena fe mis
palabras. Nadie quiere reconocer que no sólo he escrito, sino también ejecutado
mi «crimen excepcional». Pues bien, no estoy dispuesto a consentirlo. Mañana
todo París sabrá quién es Oscar Lapissotte.
Se
fue en busca del juez de instrucción que había llevado el proceso de la rue Saint-Denis.
—Monsieur —le dijo—. Vengo a entregarme.
Me llamo Oscar Lapissotte.
—No
siga usted —le atajó el juez con expresión afable—. He leído su novela y le
felicito muy de veras. Estoy también al corriente de la excentricidad en que
viene incurriendo desde hace ocho días. Otro en mi lugar, quizá se enfadara por
el modo en que complica usted a la justicia en esta broma. Pero soy un amante
de las letras y no lamento que trate de ensayar también conmigo su farsa, porque
gracias a ella he tenido el placer de conocerle.
—¿Cómo?
—exclamó Oscar irritado por aquella reacción—. No es ninguna broma ni
excentricidad. Le juro que soy Oscar Lapissotte, y que cometí el crimen. Y se
lo voy a demostrar.
—Bien
—repuso el magistrado—. Tengo buen carácter, como podrá comprobar. Por simple
curiosidad voy a prestarme a ese juego. Le aseguro, además, que es para mí una
dicha observar cómo un espíritu tan sutil como el suyo trata de convencerme de
semejante absurdo.
—¿Absurdo?
¡Cuanto he contado es la verdad absoluta! El cochero era inocente. Fui yo
quien…
—Ya
creo haberle dicho, mi querido señor, que he leído su novela. Pero si le
complace contármela, me resultará sumamente grato oírla de sus propios labios.
Sin embargo, no demostrará nada, aparte de lo ya demostrado, a saber: que posee
usted una imaginación exuberante.
—Sólo
la tuve para cometer el hecho.
—Dirá
usted para escribirlo, distinguido señor; para escribirlo. Voy a confiarle lo
que pienso exactamente del relato. Quizá haya usted puesto en él un exceso de
imaginación; tal vez haya traspasado los límites de la mera fantasía
incurriendo en detalles que pecan de inverosímiles.
—Le
digo a usted que…
—¡Permítame!
Permítame. ¿No tendrá inconveniente en reconocerme cierta competencia en estos
asuntos, ¿verdad? Pues bien, le aseguro con la mano sobre el corazón, que las
circunstancias de ese crimen no combinan de manera natural. La entrevista entre
la criada y el asesino en el hospital resulta algo forzada. El doral que la
anciana empleó como somnífero es duro de digerir. Y otras detalles por el
estilo. Como obra literaria, su novela es una obra de arte encantadora,
original, bien planeada, emocionante. Admito que como escritor hizo usted buen
uso de la facultad de fantasear un poco. Pero ese crimen resulta imposible. Mi
querido señor Desroses, lamento decepcionarle en este aspecto, pero si bien lo
admiro como hombre de letras, en modo alguno puedo tomarlo en serio como
criminal.
—¿Ah,
sí? ¡Pues voy a demostrar que se equivoca! —gritó Oscar Lapissotte
abalanzándose furioso contra el magistrado.
Tenía
los labios húmedos de saliva, los ojos inyectados en sangre y su cuerpo se
estremecía de cólera. Hubiera estrangulado al juez si éste no hubiera pedido
auxilio a voz en grito.
Se
pudo reducir a aquel energúmeno, amarrarlo y encerrarlo.
Cinco
días después era conducido al manicomio de Charenton.
—Ya
veis adonde conduce la práctica de la literatura —comentaba al día siguiente
cierto cronista—. Anatole Desroses ha logrado crear, por casualidad, una obra
admirable. Pero le ha trastornado de tal modo el juicio, que terminó por
creerse autor del hecho. Es la vieja fábula de Pigmalión enamorado de su
estatua. El pobre Mürger me dijo cierto día…, etc.
Pero
lo más espantoso de todo fue que Oscar Lapissotte no se había vuelto loco. Por
el contrario, su razón seguía incólume, lo que incrementaba hasta lo
inconcebible su tortura.
«Todas
las desdichas se acumulan sobre mí», reflexionaba. «Nadie quiere aceptar mi
verdadero nombre ni creer en mi crimen. Cuando muera, pasaré por un
escritorzuelo que creó una única obra digna de tenerse en cuenta. Y en cambio,
se aceptará como personaje imaginario a Oscar Lapissotte, a mi auténtico yo, a
ese hombre de sangre fría, decidido, enérgico, héroe de la ferocidad, negación
viviente del remordimiento. ¡Oh! Preferiría que me guillotinaran, pero que se
supiera la verdad de lo ocurrido. Aunque sea por un minuto antes de colocar mi
cuello en el tajo; aunque sea por un segundo antes de que la cuchilla caiga;
aunque sea, sólo un instante, quiero gozar con la certeza de mi gloria y la
visión de mi fama inmortal.»
Pero
tales momentos de exaltación eran apaciguados mediante duchas frías.
Finalmente,
a fuerza de vivir con semejante idea fija en la mente, rodeado de locos, acabó
por perder también la razón.
Y
fue precisamente entonces cuando le dieron de alta.
Oscar
Lapissotte había terminado por creer que era Anatole Desroses y que nunca había
asesinado a nadie.
Y
murió con la convicción de haber imaginado
su obra y no haber sido el protagonista principal de la misma.
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