Edward Phillips Oppenheim (1866-1946), self-styled "Prince of story tellers", best-selling popular English novelist, and a pioneer in the thriller genre wrote The Great Impersonation (1920).
EL
HOMBRE DE LOS DOS SACOS
E. Phillips Oppenheim
–E
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S el primer juicio oral
que presencio en mi vida —susurró Jennerton, detective amateur,
al oído de su compañero, el detective oficial Hewson, durante una pausa.
¿Y qué le
parece? —preguntóle Hewson.
—Un poco
aburrido —respondióle el otro, con tono de decepción—. Es la historia de un
asesinato referida de segunda mano. Falta sensación… dramatismo.
—Le diré por
qué —repuso el detective profesional, sonriendo—. No hay elemento humano. En el
banquillo no se sienta el criminal, y se nota la falta de nerviosismo y de la
inquietud que siempre muestra el que ha tomado parte directa en el asunto. Los
que estudiamos los hechos criminales tenemos algo de vampiros. Observamos el
miedo a la muerte que se aproxima lenta y seguramente… Esto, tan terrible, ya
es en sí una tragedia. Esto es lo más saliente de todo suceso criminal. El
acto, en sí, ya da que pensar; pero al ponerse en acción el propio cerebro, uno
se siente excitado al recibir la impresión del drama. Es como si leyésemos una
tragedia en vez de verla representar en escena.
Indudablemente,
el entourage de la pequeña sala de justicia, y la
misma vista de la causa, eran cosas sin importancia en comparación con el
crimen que los había precedido. Pero lo cierto era que los allí presentes
sintieron helárseles la sangre en las venas cuando los señores del Jurado
volvieron a ocupar sus asientos habituales después de haber examinado el cuerpo
del hombre asesinado. El propio médico forense y los tres testigos parecían
insensibles al horror de la situación.
Miles Goschen,
profesor de Arqueología, septuagenario e impedido, había sido encontrado en la
escalera de su casita, situada en el extremo de una de las avenidas que hay
entre Hampstead y Goldeer Green, con el cráneo partido por un terrible golpe,
dado sin duda por los ladrones que habían asaltado su vivienda para llevarse
una colección de antiguos objetos de plata, georgianos, de inapreciable valor.
El médico que había sido llamado se limitó a decir que el golpe debieron
dárselo con uno de los hierros del pasamano de la escalera, que por estar
seguramente fuera de su alvéolo, sería arrancado con facilidad. Un joven
flacucho, con un impermeable de tono oscuro, había identificado el cadáver de
quien declaró ser tío suyo y al que no había visto desde hacía más de quince
días. El tercer testigo fue el único que interesó, porque fue llevado ante el
tribunal en una silla, ayudado a sentarse en el sitio de los testigos y
escuchando las preguntas con ayuda de una trompetilla. Este individuo era de
constitución frágil, ojos azules y pequeños, y cuando declaró que tenía ochenta
y un años y que era el mayordomo del difunto, por la sala corrió un murmullo de
incredulidad.
—¿Qué edad
tiene usted, Joyce? —inquirió el magistrado.
—Ochenta y
uno, señor.
—¿Y todavía
sirviendo?
—He estado con
él cincuenta y dos años, señor —replicó el viejo—. No podía pasarse sin mí.
—¿Y usted oyó
algo la noche del pasado jueves?
—Señor, estoy
bastante sordo y duermo bien. Duermo hasta que la señora Adams… la mujer que
viene a hacer la limpieza de la casa… me despierta, trayéndome una taza de té,
a las siete de la mañana. Luego me vestía y le llevaba al amo su té. El no
podía soportar a ninguna mujer.
—Entonces,
¿usted no oyó ruido alguno aquella noche? ¿No sospechó que hubiera ladrones en
la casa y que su amo estuviese en peligro?
—Ningún ruido
llegó a mí, señor —contestó con tristeza el viejo—. Duermo como un tronco, y
antes de tener esta trompetilla hubiera necesitado un terremoto para
despertarme.
Todo aquello
fue la única evidencia que se pudo obtener. La policía nada tenía que decir.
Los jurados, sin abandonar sus sitios, pronunciaron el veredicto de «Asesinato
realizado por alguna persona o personas desconocidas», y la pequeña asamblea de
curiosos se retiró. Jennerton y su acompañante se separaron fuera, diciendo el
primero:
—Muy bien.
Muchas gracias por haberme traído aquí. Debo reconocer que esta primera
experiencia me ha desilusionado. Pero, de todos modos, me alegro de haberlo
presenciado.
El detective
asintió.
—No fue un
gran espectáculo, es verdad —admitió—. Un caballero que se va a vivir a un
barrio solitario, sin protección alguna, siendo poseedor de una colección de
objetos de plata de gran valor, parece buscar ese fin.
—¿Tienen
ustedes alguna sospecha? —preguntó Jennerton con curiosidad.
Su compañero
hizo una mueca.
—Estamos
vigilando a dos hombres, y quizás haya otro mezclado en esto. Lo raro es el
arma.
—Pues parece
lo más natural —observó Jennerton—. ¿No dijo el viejo que la barra estaba fuera
del alvéolo desde hacía unos días y que las otras estaban en su sitio?
—Cierto
—asintió el detective—; pero el hombre que comete un asesinato, generalmente
emplea un arma más afilada que ésa. Sin embargo, creo que dentro de una semana
podremos decirle lo que haya. Creo que esta vez no tendremos que pedirle ayuda,
míster Jennerton.
Los dos
hombres se estrecharon las manos sonriendo. Se notaba, sin embargo, que el
detective tenía pocas esperanzas.
Estaba
Jennerton sentado, solo, a su mesa de trabajo después de las horas normales de
oficina, un atardecer, pocos días después, cuando de pronto se detuvo a la
mitad de una carta que estaba escribiendo, y escuchó. Sin duda algo casi
siniestro trascendía del ruido que producían aquellas pisadas que lentamente
subían y que se oían con claridad a través de la puerta medio cerrada. Era una
hora intempestiva para visitas y no era corriente que alguien subiera de cuatro
en cuatro los escalones de piedra con pasos perfectamente regulares. Llegaron al
último tramo y todavía continuaron. El suave tictac que producían sobre el piso
duro era misterioso, y despertó en Jennerton una sensación, no de temor, pero
sí de inquietud. Abrió un cajón de la mesa y de su fondo extrajo una pistola
automática para hacer uso inmediato de ella si lo precisaba. Luego volvió a
tomar su primitiva actitud, sólo con sus músculos en tensión. Sus ojos no se
separaban de la puerta… El visitante que llegaba, sin embargo, no venía con
malévolas intenciones, como luego se vio. Llamó cortésmente y no entró hasta
que Jennerton le invitó a hacerlo. Pasó lentamente, y cuanto más le miraba, más
se burlaba Jennerton en su interior, de la inquietud que sintió minutos antes.
El visitante era un pequeño y cadavérico individuo, vestido pulcramente de
negro. Cada gesto suyo era una apología. Los cautos pasos no necesitaban
explicación. Con el sombrero en la mano saludó, inclinándose torpemente,
preguntando al mismo tiempo:
—¿Es usted Mr.
Jennerton?
—Ese es mi
nombre. ¿Qué desea de mí?
El recién
llegado miró a todas partes, antes de contestar, como para asegurarse de que no
había nadie más que ellos. Luego cerró la puerta, diciendo:
—Es una
pequeña precaución.
Jennerton miró
su reloj. Eran más de las ocho.
—No son horas
de oficina —observó.
Su probable
cliente tosió, y dijo confidencialmente:
—Nuestro
trabajo suele hacerse a altas horas de la noche, señor. Vi luz aquí desde la
calle, y pensé que podría hallarle. He estado indeciso algún tiempo hasta que
esta noche me decidí a hacerlo. Quería hallarle solo, porque el público no me
interesa.
—¿Cuál es su
trabajo? ¿Quién es usted y qué desea? —preguntó Jennerton, indicándole, al
mismo tiempo, que se sentara.
El visitante
volvió a toser, depositó el hongo en el suelo y se sentó en el borde de la
silla que le había ofrecido.
—De profesión,
señor… —confesó—, soy ladrón…, ladrón pulcro, científico, moderno. Garantizo
poder abrir cualquier caja de caudales de cualquier fabricación que se me
señale, con mis propios medios, mis propias herramientas y tiempo suficiente.
Mi nombre es Hyams… Len Hyams. La otra parte de su pregunta será contestada
cuando usted, me aclare algo.
Jennerton miró
con asombro, un momento y en silencio, a su extraño visitante. No era, en modo
alguno, un ejemplar típico de la profesión a la cual decía pertenecer. Pero,
por otra parte, y a pesar de su aire de completa respetabilidad, tenía cierta
expresión muy curiosa en los ojos y en la boca, un tono y unas maneras
especiales que daban cierta verosimilitud a su relato.
—Bien,
continúe, Mr. Hyams —le invitó Jennerton.
—Yo infiero,
señor, que usted es miembro de una firma de detectives particulares, técnicos.
¿Ustedes no tienen relaciones íntimas con la poli?
—Ciertamente,
no…, trabajo por mi cuenta. No tengo relación con ninguna firma de esa clase.
Mr. Hyams
aclaró su garganta, y dijo:
—Quiero
presentarle a usted el asunto de la siguiente manera, señor. Hay momentos,
cuando uno de nosotros no tiene suerte, en que hay que consultar a un abogado.
Por ejemplo, Slim Bennett. ¿Conoce usted a Slim Bennett?
—Sé a quien se
refiere —añadió Jennerton con sequedad.
—Bien. Pues a
un hombre como ése, no puede írsele con cuentos. Usted ha de decirle toda la
verdad y no andarse por las ramas; con él no caben los rodeos, pues ha de saber
si usted realiza el trabajo o si la policía lo está preparando para usted. A
menos que usted no vaya recto, no se moverá. Muy bien. Nada de lo que yo le
diga debe salir de esta oficina. ¿Me comprende, señor?
—Creo que sí.
—Y de estas
cuatro paredes…
Jennerton
quedó pensativo unos momentos.
—Lo mismo creo
—respondió al fin—. Claro está, si se refiere a un delito ordinario. Si fuese
un crimen… un asunto serio, ¿sabe?, como, por ejemplo, un asesinato o algo
parecido… yo no aceptaría confidencia de ningún cliente. Yo aceptaría, prestaría
mi ayuda a un cliente que reconociese su culpabilidad en un robo, para evitar
el ser detenido; pero si la confesión de robo era sólo parte del asunto, yo no
me comprometería a ayudarle.
—¿Usted me ha
comprendido, señor?
—Quiero
decirle que yo no le delataría —explicó Jennerton.
Su visitante,
durante unos minutos, no supo qué decir, dándole vueltas al sombrero como si
estuviera mirando el nombre del fabricante fijado en el interior. Luego, de
pronto, levantó la vista y Jennerton sorprendió una expresión en sus ojos que,
por un momento, le sorprendió… Una expresión de intenso terror. Los dedos del
hombre temblaban. El temor se había apoderado de su corazón.
—¿Sabe lo de
la avenida Forest?
—Ya lo creo
—exclamó Jennerton—. Estuve presente en el Tribunal. Aquello no era un caso de
robo. Fue un asesinato.
—¡Demasiado
tarde! —prorrumpió con desesperación el hombrecillo, con una leve contracción
en su boca al mismo tiempo que su frente se cubría de sudor—. ¡Me está
saliendo! ¡Lo tengo en mis labios! ¡Me volveré loco si no hablo! Que Dios me
ayude. Le aseguro que yo nunca toqué al viejo. La operación fue realizada
después que me marché, una vez hecho el robo, ¡todavía tengo los objetos
malditos! ¡De haber sabido lo que vendría después, los hubiera tirado al río!
Jennerton
contemplaba a su visitante con incredulidad. El robo y el asesinato de la
avenida Forest, para el público y para los periódicos, tenían una relación
indisoluble. Muchos criminalistas, incluyendo al mismo Jennerton, habían pasado
horas tratando de llegar a una solución del crimen. Algo había manifiestamente
oscuro en la cruda confesión de aquel hombre.
—Me extraña lo
que dice —hizo notar Jennerton—. Me hubiera agradado que usted no hubiese
venido aquí con ese cuento. ¿De qué le serviría acudir a mí? ¿Qué espera que
haga yo?
—Atrapar al
asesino —repuso con ansiedad el visitante—. Alguien mató al viejo aficionado a
los ídolos. Yo no fui, ¿sabe usted?
Jennerton se
acariciaba el mentón, pensativo.
—Difícilmente
convencería a un jurado de que lo que dice es verdad, solamente con lo que me
ha confesado —expresó.
—¿Y no es por
eso por lo que estoy aquí? —exclamó el hombrecito, excitado—. ¿No comprende, no
ve —continuó, temblando de miedo— que si se me encerrase por esto no habría
nadie que creyera que mientras yo estaba «trabajando» otro despachaba al viejo?
La policía sospecha de mí porque sabe que yo estuve en el asunto de Burton
Hill, aunque no pudieron probármelo… Señor, aquí estamos dos hombres, frente a
frente. Usted debe creerme. No llevo pistola cuando «trabajo». No tengo valor.
He sido toda mi vida un ratero y un ladrón de cajas de caudales. Eso es lo que
he sido… y lo que soy. Jamás hago un trabajo si no tengo asegurada la salida.
Aquí se detuvo
para limpiarse el sucio sudor que le humedecía la frente. Hombre silencioso por
hábito, el temor le había hecho locuaz.
—Nunca, antes
de ahora, he tenido miedo de que me encerrasen —dijo—. Corría y aceptaba el
riesgo, como los demás. De ser detenido, hubiera marchado a la cárcel con la
sonrisa en los labios. Pero esta vez estoy horrorizado. No puedo dormir, no
puedo estarme quieto un momento ni tomarme una cerveza tranquilo. Si veo a
alguien de la poli, mis rodillas tiemblan.
—Si usted no
despachó al viejo, ¿tiene alguna idea de quién pudo ser el autor? —preguntó
Jennerton—. Tenga presente que Usted cuenta una hermosa historia; pero tiene
que haber algo más que se reserva.
—¡Esta es toda
la verdad, así Dios me salve! —dijo Hyams febrilmente—. Bajaba la escalera
precisamente cuando yo estaba llenando el segundo saco. Iba en pijama, y solo.
Entreabrió la puerta, y atisbo. Yo iba a precipitarme a la ventana cuando noté
que él no llevaba pistola alguna y estaba más asustado que yo.
»—¿Qué está
haciendo aquí? —preguntó desde la entreabierta puerta.
»—¿A usted que
le importa? Váyase a la cama —le dije yo—. Allí estará más seguro.
»—Usted está
robando mi plata —gruñó como un niño que ha perdido sus juguetes—. No contesté;
pero me dirigí a él, y, a pesar de ser viejo, como era, sus piernas le
llevaron, y subió la escalera más aprisa de lo que yo mismo lo hubiera podido
hacer. Aquello me sirvió estupendamente. No había teléfono y me di cuenta de
que él estaba tan asustado que no tendría fuerzas para gritar, al menos durante
cierto tiempo. Así, pues, recogí los sacos, cerré la puerta de la calle al
salir y me largué avenida abajo, hasta donde mi compañero estaba esperándome en
un taxi. Cuando a la mañana siguiente leí que el anciano había sido despachado,
no podían creerlo mis ojos. «Robo y asesinato brutal», decían los periódicos.
¡Dios mío!
Jennerton,
recostado en la silla, estudiaba a su visitante con detenimiento. Aun siendo
tan improbable la historia, se inclinaba a creerla. La mise
en scène de aquel sórdido drama adquirió de pronto perfiles dramáticos.
Era espeluznante pensar en la casa saqueada, en el viejo temblando en lo alto
de la escalera y en la furtiva llegada del verdadero asesino; todo
terriblemente improbable; pero los crímenes más grandes de la historia han
revestido semejantes características.
—Veamos —continuó
Jennerton, pensativo—. En la casa dormía un criado, de ochenta y un años de
edad, más viejo y más enfermo, en efecto, que su amo y sordo como un poste. Las
criadas, una criada para todo y su ayudanta, llegaban juntas por la mañana, a
las siete. Ellas fueron las que descubrieron el crimen. El mayordomo aún
dormía. ¿Es así?
—Así es,
señor. El vejete tenía que ser despertado por las mujeres para servirle el té,
cada mañana, antes de levantarse.
—Usted sabe
algo más que no me ha querido decir —insistió Jennerton—. Tal como se
encuentran las cosas, ya no tiene remedio. Dígame el resto.
—No hay mucho
más; pero le diré la verdad, señor —respondió el otro, algo desalentado—. Toda
la verdad. Cuando salí a la calle aquella noche, cerrando la puerta tras de mí,
lo primero que hice fue mirar arriba y abajo por la avenida. No vi a nadie.
Entonces fui en busca de Jimmy, que me estaba esperando en un taxi. Yo llevaba
un saco en cada mano, bastante pesados los dos. Llegué casi corriendo. Jimmy me
tomó los sacos y los arrojó al coche. Sólo por un momento, antes de subir, yo
me quité el sombrero… Estaba sudando… En la otra parte de la calle, mirando con
interés, no a mí, sino a la casa que yo acababa de abandonar… había un
individuo alto, delgado, con un impermeable oscuro.
—¡Con un
impermeable oscuro! —repitió Jennerton, maquinalmente.
—Usted debió
verle, señor —gritó el hombrecito con vehemencia—. Usted estuvo en la vista con
un detective.
—Sí, estuve
—confesó Jennerton—. ¿Fue usted también?
Yo no me meto
el cuello en un nudo corredizo —repuso Len Hyams sin alterarse—; pero me lo
dijeron. El que identificó el cadáver, el sobrino, el mismo que compareció en
el estrado, dijo que no había visto a su tío desde hacía quince días. Pues
bien, era él el que yo vi en la parte opuesta de la avenida. Cruzó la calle y
entró en la casa después de haber salido yo. Y no olvide que el vejete estaba
aún vivo. Él es el heredero, el que ha de recoger el dinero. ¿Qué hizo en la
casa después de abandonarla yo? Me vio salir de la casa. Me vio perfectamente
cuando yo iba con los dos sacos. Sabía exactamente lo que aquello significaba.
¿Qué podía importarle a él? El caso es que me dejó marchar con el producto del
robo. Entonces entró, despachó al viejo, y se fue. Al día siguiente los
periódicos titulaban la información del hecho: «Robo y asesinato». Ese maldito
lo previo todo. Lo cierto es que si yo cometí el robo, él realizó el asesinato.
A este
discurso sucedió un corto, pero tirante silencio. El hombrecito, recostado en
su silla, producía extraños sonidos en su garganta, con los ojos fijos en el
grave rostro del joven Jennerton, a pesar de la viva emoción que aquello le
había producido, se inclinaba a desear que le hubieran ahorrado la visita de
aquel singular cliente.
—Dígame,
Hyams, exactamente, lo que quiere que yo haga por usted —le rogó.
—¿No es fácil
adivinarlo? —replicó febrilmente—. Usted sabe ya quién realizó el hecho. Se lo
he dicho. Fije su atención en el caso. Lo que usted debiera hacer, señor
—continuó, cambiando el tono de voz, ahora apasionada—, es intervenir en el
asunto y salvarme a mí. Si lo hace le entregaré todo lo cogido; de lo
contrario, me entregaré a la policía, declarándome autor del robo. Tres o
cuatro años, sin duda; pero sólo pensar en lo otro se
me hiela la sangre en el corazón. Me da escalofríos.
—¿Tiene
motivos para suponer que sospechan de usted? —inquirió Jennerton.
Su visitante
gruñó, y dijo:
—Me vigilan
continuamente desde aquella noche. Pero no pueden acusarme. Jimmy es demasiado
inteligente. Nosotros nos escurrimos, y el taxi, a estas horas, ya no es taxi.
No hay un alma que me haya visto; pero los chicos,
aunque astutos, andan mareados. Están esperando a ver si saco de lo robado.
Pasaba yo la otra noche por los almacenes de Pat Nathan…, Nathan, el comprador
de objetos robados, ¿sabe? Pues allí había uno vigilando. Yo llevaba las manos
en los bolsillos, como cosa casual, y entré en el bar de la esquina. No he
tocado nada de lo robado. Tengo dinero, aparte de aquello, señor. Sus
honorarios están seguros. Dígame la suma y se la entregaré en seguida. Dinero
honrado, ¿eh?
Su mano se
dirigió hacia el bolsillo del pecho. Jennerton movió la cabeza en sentido
negativo, diciendo:
—Dejaremos la
cuestión de los honorarios hasta qué veamos lo que se puede hacer. Haré
averiguaciones sobre ese individuo del impermeable oscuro. Vuelva el jueves por
la noche a las nueve. No quiero que me dé su dirección.
El hombrecillo
se levantó de mala gana, diciendo:
—Señor, usted
me cree sólo a medias; pero juro ante Dios, como si fuera a morirme esta noche,
que yo no lo hice. Pesqué los objetos, es cierto; pero no toqué al viejo. No me
dio ocasión; pero tampoco le hubiera tocado si me la hubiese dado. Eso no entra
en mi trabajo. Y la policía lo sabe.
—Trataré de
hacerlo —le prometió Jennerton.
Dos días
después, Jennerton, al final de una jornada muy
atareada, aún tuvo tiempo para estudiar un informe que le habían entregado
hacía una hora poco más o menos. Era de carácter tranquilizador:
«STEPHEN
GOSCHEN. Corredor en esta plaza de Almacenistas de Comestibles, casado, con
cuatro hijos, residente en calle Sur, Camberwell. Nunca ha estado apurado
económicamente, nada se conoce en contra suya; pero se cree que tiene deudas.
Buenos informes de sus jefes. Se dice que recientemente ha recibido de la herencia
de Miles Goschen, de Forest Avenue, Hamstead, la víctima del célebre asesinato
y robo. Sus movimientos en la noche del 22 de noviembre, difíciles de trazar;
pero se sabe que estuvo en casa a las nueve para cenar; luego salió a dar un
paseo, tomando un vaso de cerveza en Cat and Fiddle, calle Royston. Llegó al
trabajo a la hora de costumbre, a la mañana siguiente.»
Jennerton quedó muy
desilusionado al leer el informe.
Acababa de
leerlo por segunda vez cuando oyó un golpe en la puerta, presentándose, inmediatamente,
el «botones» de la oficina, diciendo:
—Un caballero
desea verle, señor. No quiere dar su nombre.
—¿Qué clase de
persona es?
La expresión
del muchacho era de reserva.
—Ordinaria.
Más bien mal vestido, y usa impermeable oscuro.
En los ojos de
Jennerton apareció cierta señal de interés, y ordenó:
—Que entre.
Un hombre
alto, delgado, llevando un impermeable oscuro que le llegaba casi a los
talones, hizo su entrada. Iba muy afeitado; parecía cansado y sin distinción.
Llevaba en la mano un maletín negro de los que usan los viajantes. Jennerton
contestó a su saludo con una inclinación de cabeza, indicándole una silla y
esperó a que fuese cerrada la puerta. Entonces, preguntó:
—¿Por qué no
ha dado su nombre?
El visitante
se sentó y depositó el maletín en el suelo, a su lado.
—Mi asunto es
confidencial. Mi nombre es Stephen Goschen.
—¿Tiene algún
parentesco con el difunto Mr. Goschen de Forest Avenue?
El individuo
se estremeció. En sus ojos apareció el mismo temor que había observado en los
ojos de Len Hyams.
—Sobrino.
—¿Su heredero?
—Lo que ha
dejado me pertenece. La mitad de sus bienes desaparecieron la noche en que fue
asesinado. Se calcula en unas seis mil libras el valor de los objetos de plata
que se llevó el ladrón.
—Tenga la
bondad de decirme qué desea de mí.
El presunto
cliente vaciló un momento. Luego repitió:
¿Lo que le
diga será considerado como confidencial?
—En absoluto
—le aseguró Jennerton—. Yo no soy policía oficial.
Muy bien
—continuó el joven del impermeable—. Esto es lo que vengo a referirle. En la
misma noche del crimen, después de cenar, salí y tomé un vaso de cerveza en un
bar, y luego pensé ir a visitar a mi tío Miles. Tengo esposa y cuatro niños y
mi salario es de cuatro libras diez chelines a la semana. Mi esposa ha estado
enferma y ha tenido que ser asistida por una enfermera y cuando ya estaba bien,
los niños enfermaron del sarampión. Yo no pude hacer frente a aquellos gastos y
debía el alquiler de la casa. Yo sabía que mi tío Miles era un tacaño. Se
vanagloriaba de no dar nunca limosnas. Nunca recibí de él ni un céntimo. Pero
aquella noche pensé que estando unidos por la misma sangre tenía, hasta cierto
punto, obligación de ayudarme, o de lo contrario…
—¿Qué?
—preguntó Jenrierton, intrigado.
Su visitante
se inmutó visiblemente. Se quedó pálido como la cera, con el aspecto de un
hombre enfurecido contra sí mismo por haber hablado demasiado.
—En mi casa no
había ni un chelín —prosiguió—. Tenía el propósito de insistir hasta sacarle
por lo menos lo necesario para pagar el alquiler.
—¿Insistir
cómo? —inquirió Jennerton.
—¡Cállese!
Déjeme contar la historia a mi manera.
—Pero le
advierto que en su confidencia puede haber algo que no me comprometo a olvidar.
—Adivino lo
que usted quiere decir. Le aseguro que yo no lo maté. Lo digo aquí y lo diré en
todas partes. Yo no lo maté. ¿Comprendido?
—Continúe.
—Eso es lo que
quiero. Me fui a Forest Avenue. Al llegar frente al número 19 vi que salía un
hombre de corta estatura con dos sacos… muy pesados para él. Permanecí parado
en la parte opuesta de la calle, espiando. Miró arriba y abajo, sin prisas,
pero con precaución, sin llegar a verme porque me protegía la sombra de un
tilo. De momento no pensé que pudiera ser un ladrón. Mi tío no tenía escrúpulos
en cuanto a la adquisición de objetos de plata antiguos, y bien podía ser que
tratase con aquel sujeto una operación de compra o venta… De pronto, el
hombrecito recogió los sacos que había dejado en el suelo y se encaminó hacia
un taxi parado en la esquina próxima. Esto ya empezó a llamarme la atención, porque
encontré raro que el auto no le aguardase en la puerta. Seguidamente crucé la
calle, y aunque la puerta estaba cerrada vi que no habían echado el pasador por
dentro. Así es que pude entrar, sin dificultad… ¡Dios mío!… En el vestíbulo
había un charco de sangre. Mi tío yacía muerto en el primer escalón, con las
piernas encogidas y la cabeza abierta.
El visitante
se cubrió el rostro con las manos. Lanzó un hondo suspiro y sollozó.
Jennerton se
le quedó mirando, y cuando le vio repuesto, preguntó:
—¿Y por qué no
refirió esto al tribunal?
—Por miedo
—respondió el extraño visitante—, por desconfiar de todos. En la avenida no
había nadie, y además, ¿cómo justificarme de no haber detenido al ladrón al
verle salir de casa de mi tío con dos fardos ni de haber dado la alarma al
verle escapar en el taxi? Se sabía… o se hubiera sabido tan pronto como me
hubiesen detenido, que pasaba apuros monetarios. De haber acudido a la policía,
ésta no hubiese creído ni una sola palabra de mi historia. Me hubieran detenido
por sospechoso. Me habría pasado la noche en un calabozo. ¡Para volverme loco!
¡Sólo Dios sabe lo que me hubiera pasado! No hice ningún mal al entrar en la
casa. Yo no podía devolverle la vida a mi tío, ni aun pidiendo ayuda. Ya lo
pondría todo en claro la justicia. Así es que me limité a escapar en silencio.
—Pero se ha
comprometido a callar todo eso ante el tribunal —le reconvino Jennerton,
secamente.
—Lo supongo
—admitió, el otro.
Jennerton
permaneció un momento pensativo. Lo que aquel individuo acababa de decirle
podía ser verdad; pero no era convincente del todo.
—Dígame
exactamente por qué ha acudido a mí —le rogó el detective.
—Vengo a verle
porque no me atrevo a presentarme a la policía, y porque algo hay que hacer
—replicó el visitante, impaciente y nervioso—. Es demasiado tarde para contarle
a la policía lo del hombrecito de los dos sacos y lo del taxi; pero a usted se
lo debo contar todo. Usted no me denunciará. El asunto vale la pena.
¿No lo cree
usted así? Puedo darle detalles del sujeto y del taxi. No le podré pagar sus
honorarios hasta que disponga de lo que el viejo ha dejado; pero, aparte de
eso, el Daily Standard ha ofrecido un premio de mil
libras para quien descubra al asesino. ¿No le tienta eso?
Jennerton,
reclinado en el sillón, observaba sagazmente al hombre que tenía delante.
—Bien; pero
supongamos que una vez descubierto, ese pequeño sujeto de los dos sacos, jura y
perjura que dejó al viejo vivito y coleando.
—Puede ser.
Pero yo entré en la casa cinco minutos después de haber salido él.
—Pero usted no
podría negar que fue testigo del hecho.
—¿Y qué
importancia tiene eso? El que yo me limitase a observar desde la puerta no pudo
causar daño a nadie. Repito que mi tío fue asesinado minutos antes de asomarme
yo, y nadie que tenga normales sus cinco sentidos puede dudar de que lo hizo el
hombre de los dos sacos. ¿Lo buscará usted, Mr. Jennerton, o debo acudir a otra
firma de detectives?
—Lo buscaré
—prometió Jennerton—. Venga a verme el viernes por la tarde, a las cinco.
A la hora
exacta del día señalado compareció Stephen Goschen. Era otro hombre, tanto en
su aspecto físico como en el porte. Había prescindido del impermeable oscuro.
Llevaba un terno gris de buen corte y una camisa irreprochable. Sus maneras
eran desenvueltas. En la mano llevaba un periódico de la mañana, en cuya
primera página, bajo grandes titulares, se insertaban noticias que habían
impresionado a un millón de lectores a la hora del desayuno.
LA TRAGEDIA DE LA FOREST AVENUE
Detención sensacional
Detención sensacional
«En la mañana
de ayer detuvo la policía en la calle Bow a un individuo llamado Len Hyams, al
que se acusa del robo de la casa número 19 de la Forest Avenue y del asesinato
de su dueño Mr. Goschen. El acusado, que se desmayó al ser interrogado, ha
quedado detenido e incomunicado. También ha sido detenido un taxista, al que se
acusa de encubridor»
—¿Es esto obra suya? —preguntó
Goschen.
—Nada tengo
que ver con esto —replicó Jennerton, reforzando lo dicho con un enérgico
ademán—. Es cosa de la policía.
El visitante
se balanceaba en su silla, sin dar muestras de inquietud. Ya no era el
visitante tembloroso y acobardado.
—De todos
modos, ha sido una lástima. Usted hubiera podido embolsarse las mil libras
adelantándose a la policía.
—Eso es lo que
menos me preocupa. El dinero, cuando hay sangre por medio, no me interesa.
—¡Vaya una
filosofía! —exclamó el visitante sorprendido—. El hombre que comete un
asesinato es merecedor de todo lo que le sobrevenga.
—Ciertamente
—asintió Jennerton.
—Bueno, dígame
lo que le debo —rogó Stephen Goschen, tras una corta pausa—. Sin duda habrá
tenido gastos en las averiguaciones practicadas.
—Ninguno, en
absoluto.
—Pues no
quiero molestarle más —dijo el joven, poniéndose de pie para marcharse.
Jennerton
pulsó el timbre que había sobre la mesa, y apareció el «botones».
—Le agradezco
que se vaya —expresó Jennerton esbozando una inclinación de cabeza y sin sacar
las manos de los bolsillos—. Hoy he tenido un trabajo abrumador —añadió en tono
perentorio.
Al despedirse,
Stephen Goschen no parecía tan arrogante como al entrar.
Exactamente
una semana después de esta entrevista, Jennerton, acompañado de su amigo
Hewson, dejaba su coche en la esquina de Great North Road y entraba en el
callejón de Hertfordshire, y luego de caminar unos minutos abría la puerta de
la cerca de una casita pintada de blanco. El pequeño jardín estaba lleno de
flores; las abejas, zumbando sobre las plantas, daban animación a aquel
rinconcito. Una atmósfera de paz campesina se notaba por todas partes. Antes de
que pudieran llegar a la puerta de la casa, una mujer la abrió y preguntó,
desabridamente:
—¿Qué desean
ustedes?
—Solamente
queremos hacerle una pregunta a Mr. Ricardo Joyce —respondió Jennerton.
—Entonces no
pueden hacerlo —replicó con sequedad la mujer—. Esta mañana vino el médico a
verle, y ordenó: «Ni un visitante, ni una palabra». Es mi hermano, y no puedo
permitir que se le moleste.
Jennerton miró
hacia el otro extremo de un camino enladrillado, en donde había un hombrecito
envuelto en mantas. Parecía feliz, de cara al sol, fumando su pipa, y mirándoles
con amable interés.
—Lo siento,
señora —dijo Jennerton—; pero este caballero que viene conmigo está relacionado
con la policía y sólo queremos hacer una pregunta sobre algo que pasó la
infortunada noche en que su amo fue asesinado.
—¡La policía!
—exclamó la mujer, con amargura—. ¡Me lo figuraba! Cuando los vi abrir la
puertecilla, me dije: Viene a molestar a un pobre viejo que ya tiene un pie en
la tumba. Ya declaró en la vista. Ya les dijo todo lo que sabía. Les aseguro
que no está en condiciones de hablar. Está descansando. Tan pronto llegamos
aquí, perdió la memoria.
La mujer no
supo cómo; pero en un momento de descuido los dos hombres avanzaron hacia el
viejo. Este, al acercarse los visitantes, tocó su sombrero a modo de saludo, y
dijo:
—Caballeros,
buenos días. Me gustan las visitas. ¿Qué desean ustedes?
Jennerton miró
en torno suyo, y luego dijo:
—Bien, Joyce;
ha encontrado usted una casita muy agradable, muy bonita.
—Y a tiempo
—replicó el otro, quejumbroso—. Cincuenta y dos años, caballero, trabajando
para tener este trocito de casa, y treinta años sin cobrar salario. Sólo tenía
lo que podía agenciarme en mis ratos perdidos. Toda una vida, caballeros. Toda
una vida esperando… y ha llegado un poco tarde…, un poco tarde.
Cuando acabó
de hablar, el vejete se quedó contemplando los campos circundantes con sus ojos
pitarrosos y azules, que despedían un extraño y siniestro fulgor. La mujer, a
corta distancia, daba muestras de agitación.
—Me hizo
esperar mucho tiempo, caballeros —prosiguió el viejo, convulso—. Me debía el
sueldo de veinte años. Le reclamaba la deuda semana tras semana. Le decía: «Mr.
Goschen, estoy cansado de trabajar tanto. Deme lo que es mío y déjeme marchar.
Quiero una silla y un jardincito, un jarro de cerveza y mi pipa. Eso es cuanto
deseo. Ya no puedo trabajar». Pero no me hacía caso. ¡Oh! ¡Era muy duro, muy
duro! Duro de corazón, eso es. Pero tuvo lo que se merecía. ¡Cuánto le odiaba!
Aquella noche…
—¡Ricardo! —le
gritó la mujer para que callara; pero los visitantes la agarraron de un brazo
para que no le interrumpiera.
—Aquella noche
—prosiguió el viejo, impertérrito, indiferente al hecho de que sus visitantes
sujetaran a su acompañanta—, oí ruido abajo, aunque declaré que nada oí. Me
dirigí a la escalera y vi al amo espiando al hombrecito que salía con los dos
sacos. Luego el amo me miró como dándome a entender que habiendo sido robado ya
no podría pagarme porque le habían dejado sin su preciosa plata. Entonces cogí
aquella barra de hierro que no quiso que pusieran en su sitio para evitarse el
gasto, y… Dios o el diablo… quien fuera… no sé… me devolvió las fuerzas que
tenía de joven, y, al tiempo de asomarme a la puerta… para pedir socorro, creo
yo…, me arrastré hacia él y le di un golpe. ¡Si ustedes le hubieran visto
caer!… Yo le miraba, le miraba, le miraba… ¡Me sentí feliz en aquel momento! Al
fin había realizado lo que desde muchos años pensaba hacer; pero siempre me
faltó el valor. ¡Cuánto le odiaba!
La mujer lanzó
un grito de espanto. Hewson llegó a tiempo para sostener la silla. El rostro
del viejo se había contraído; sus labios estaban llenos de espuma. A Jennerton
le pareció que el drama que se desarrollaba en aquel lúgubre patio vibraba en
el aire perfumado de las madreselvas.
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