jueves, 4 de abril de 2019

EL HOMRE DE LOS DOS SACOS. E. PHILLIPS OPPENHEIM


Edward Phillips Oppenheim (1866-1946), self-styled "Prince of story tellers", best-selling popular English novelist, and a pioneer in the thriller genre wrote The Great Impersonation (1920).

EL HOMBRE DE LOS DOS SACOS

E. Phillips Oppenheim

E
S el primer juicio oral que presencio en mi vida —susurró Jennerton, detective amateur, al oído de su compañero, el detective oficial Hewson, durante una pausa.
¿Y qué le parece? —preguntóle Hewson.
—Un poco aburrido —respondióle el otro, con tono de decepción—. Es la historia de un asesinato referida de segunda mano. Falta sensación… dramatismo.
—Le diré por qué —repuso el detective profesional, sonriendo—. No hay elemento humano. En el banquillo no se sienta el criminal, y se nota la falta de nerviosismo y de la inquietud que siempre muestra el que ha tomado parte directa en el asunto. Los que estudiamos los hechos criminales tenemos algo de vampiros. Observamos el miedo a la muerte que se aproxima lenta y seguramente… Esto, tan terrible, ya es en sí una tragedia. Esto es lo más saliente de todo suceso criminal. El acto, en sí, ya da que pensar; pero al ponerse en acción el propio cerebro, uno se siente excitado al recibir la impresión del drama. Es como si leyésemos una tragedia en vez de verla representar en escena.
Indudablemente, el entourage de la pequeña sala de justicia, y la misma vista de la causa, eran cosas sin importancia en comparación con el crimen que los había precedido. Pero lo cierto era que los allí presentes sintieron helárseles la sangre en las venas cuando los señores del Jurado volvieron a ocupar sus asientos habituales después de haber examinado el cuerpo del hombre asesinado. El propio médico forense y los tres testigos parecían insensibles al horror de la situación.
Miles Goschen, profesor de Arqueología, septuagenario e impedido, había sido encontrado en la escalera de su casita, situada en el extremo de una de las avenidas que hay entre Hampstead y Goldeer Green, con el cráneo partido por un terrible golpe, dado sin duda por los ladrones que habían asaltado su vivienda para llevarse una colección de antiguos objetos de plata, georgianos, de inapreciable valor. El médico que había sido llamado se limitó a decir que el golpe debieron dárselo con uno de los hierros del pasamano de la escalera, que por estar seguramente fuera de su alvéolo, sería arrancado con facilidad. Un joven flacucho, con un impermeable de tono oscuro, había identificado el cadáver de quien declaró ser tío suyo y al que no había visto desde hacía más de quince días. El tercer testigo fue el único que interesó, porque fue llevado ante el tribunal en una silla, ayudado a sentarse en el sitio de los testigos y escuchando las preguntas con ayuda de una trompetilla. Este individuo era de constitución frágil, ojos azules y pequeños, y cuando declaró que tenía ochenta y un años y que era el mayordomo del difunto, por la sala corrió un murmullo de incredulidad.
—¿Qué edad tiene usted, Joyce? —inquirió el magistrado.
—Ochenta y uno, señor.
—¿Y todavía sirviendo?
—He estado con él cincuenta y dos años, señor —replicó el viejo—. No podía pasarse sin mí.
—¿Y usted oyó algo la noche del pasado jueves?
—Señor, estoy bastante sordo y duermo bien. Duermo hasta que la señora Adams… la mujer que viene a hacer la limpieza de la casa… me despierta, trayéndome una taza de té, a las siete de la mañana. Luego me vestía y le llevaba al amo su té. El no podía soportar a ninguna mujer.
—Entonces, ¿usted no oyó ruido alguno aquella noche? ¿No sospechó que hubiera ladrones en la casa y que su amo estuviese en peligro?
—Ningún ruido llegó a mí, señor —contestó con tristeza el viejo—. Duermo como un tronco, y antes de tener esta trompetilla hubiera necesitado un terremoto para despertarme.
Todo aquello fue la única evidencia que se pudo obtener. La policía nada tenía que decir. Los jurados, sin abandonar sus sitios, pronunciaron el veredicto de «Asesinato realizado por alguna persona o personas desconocidas», y la pequeña asamblea de curiosos se retiró. Jennerton y su acompañante se separaron fuera, diciendo el primero:
—Muy bien. Muchas gracias por haberme traído aquí. Debo reconocer que esta primera experiencia me ha desilusionado. Pero, de todos modos, me alegro de haberlo presenciado.
El detective asintió.
—No fue un gran espectáculo, es verdad —admitió—. Un caballero que se va a vivir a un barrio solitario, sin protección alguna, siendo poseedor de una colección de objetos de plata de gran valor, parece buscar ese fin.
—¿Tienen ustedes alguna sospecha? —preguntó Jennerton con curiosidad.
Su compañero hizo una mueca.
—Estamos vigilando a dos hombres, y quizás haya otro mezclado en esto. Lo raro es el arma.
—Pues parece lo más natural —observó Jennerton—. ¿No dijo el viejo que la barra estaba fuera del alvéolo desde hacía unos días y que las otras estaban en su sitio?
—Cierto —asintió el detective—; pero el hombre que comete un asesinato, generalmente emplea un arma más afilada que ésa. Sin embargo, creo que dentro de una semana podremos decirle lo que haya. Creo que esta vez no tendremos que pedirle ayuda, míster Jennerton.
Los dos hombres se estrecharon las manos sonriendo. Se notaba, sin embargo, que el detective tenía pocas esperanzas.
Estaba Jennerton sentado, solo, a su mesa de trabajo después de las horas normales de oficina, un atardecer, pocos días después, cuando de pronto se detuvo a la mitad de una carta que estaba escribiendo, y escuchó. Sin duda algo casi siniestro trascendía del ruido que producían aquellas pisadas que lentamente subían y que se oían con claridad a través de la puerta medio cerrada. Era una hora intempestiva para visitas y no era corriente que alguien subiera de cuatro en cuatro los escalones de piedra con pasos perfectamente regulares. Llegaron al último tramo y todavía continuaron. El suave tictac que producían sobre el piso duro era misterioso, y despertó en Jennerton una sensación, no de temor, pero sí de inquietud. Abrió un cajón de la mesa y de su fondo extrajo una pistola automática para hacer uso inmediato de ella si lo precisaba. Luego volvió a tomar su primitiva actitud, sólo con sus músculos en tensión. Sus ojos no se separaban de la puerta… El visitante que llegaba, sin embargo, no venía con malévolas intenciones, como luego se vio. Llamó cortésmente y no entró hasta que Jennerton le invitó a hacerlo. Pasó lentamente, y cuanto más le miraba, más se burlaba Jennerton en su interior, de la inquietud que sintió minutos antes. El visitante era un pequeño y cadavérico individuo, vestido pulcramente de negro. Cada gesto suyo era una apología. Los cautos pasos no necesitaban explicación. Con el sombrero en la mano saludó, inclinándose torpemente, preguntando al mismo tiempo:
—¿Es usted Mr. Jennerton?
—Ese es mi nombre. ¿Qué desea de mí?
El recién llegado miró a todas partes, antes de contestar, como para asegurarse de que no había nadie más que ellos. Luego cerró la puerta, diciendo:
—Es una pequeña precaución.
Jennerton miró su reloj. Eran más de las ocho.
—No son horas de oficina —observó.
Su probable cliente tosió, y dijo confidencialmente:
—Nuestro trabajo suele hacerse a altas horas de la noche, señor. Vi luz aquí desde la calle, y pensé que podría hallarle. He estado indeciso algún tiempo hasta que esta noche me decidí a hacerlo. Quería hallarle solo, porque el público no me interesa.
—¿Cuál es su trabajo? ¿Quién es usted y qué desea? —preguntó Jennerton, indicándole, al mismo tiempo, que se sentara.
El visitante volvió a toser, depositó el hongo en el suelo y se sentó en el borde de la silla que le había ofrecido.
—De profesión, señor… —confesó—, soy ladrón…, ladrón pulcro, científico, moderno. Garantizo poder abrir cualquier caja de caudales de cualquier fabricación que se me señale, con mis propios medios, mis propias herramientas y tiempo suficiente. Mi nombre es Hyams… Len Hyams. La otra parte de su pregunta será contestada cuando usted, me aclare algo.
Jennerton miró con asombro, un momento y en silencio, a su extraño visitante. No era, en modo alguno, un ejemplar típico de la profesión a la cual decía pertenecer. Pero, por otra parte, y a pesar de su aire de completa respetabilidad, tenía cierta expresión muy curiosa en los ojos y en la boca, un tono y unas maneras especiales que daban cierta verosimilitud a su relato.
—Bien, continúe, Mr. Hyams —le invitó Jennerton.
—Yo infiero, señor, que usted es miembro de una firma de detectives particulares, técnicos. ¿Ustedes no tienen relaciones íntimas con la poli?
—Ciertamente, no…, trabajo por mi cuenta. No tengo relación con ninguna firma de esa clase.
Mr. Hyams aclaró su garganta, y dijo:
—Quiero presentarle a usted el asunto de la siguiente manera, señor. Hay momentos, cuando uno de nosotros no tiene suerte, en que hay que consultar a un abogado. Por ejemplo, Slim Bennett. ¿Conoce usted a Slim Bennett?
—Sé a quien se refiere —añadió Jennerton con sequedad.
—Bien. Pues a un hombre como ése, no puede írsele con cuentos. Usted ha de decirle toda la verdad y no andarse por las ramas; con él no caben los rodeos, pues ha de saber si usted realiza el trabajo o si la policía lo está preparando para usted. A menos que usted no vaya recto, no se moverá. Muy bien. Nada de lo que yo le diga debe salir de esta oficina. ¿Me comprende, señor?
—Creo que sí.
—Y de estas cuatro paredes…
Jennerton quedó pensativo unos momentos.
—Lo mismo creo —respondió al fin—. Claro está, si se refiere a un delito ordinario. Si fuese un crimen… un asunto serio, ¿sabe?, como, por ejemplo, un asesinato o algo parecido… yo no aceptaría confidencia de ningún cliente. Yo aceptaría, prestaría mi ayuda a un cliente que reconociese su culpabilidad en un robo, para evitar el ser detenido; pero si la confesión de robo era sólo parte del asunto, yo no me comprometería a ayudarle.
—¿Usted me ha comprendido, señor?
—Quiero decirle que yo no le delataría —explicó Jennerton.
Su visitante, durante unos minutos, no supo qué decir, dándole vueltas al sombrero como si estuviera mirando el nombre del fabricante fijado en el interior. Luego, de pronto, levantó la vista y Jennerton sorprendió una expresión en sus ojos que, por un momento, le sorprendió… Una expresión de intenso terror. Los dedos del hombre temblaban. El temor se había apoderado de su corazón.
—¿Sabe lo de la avenida Forest?
—Ya lo creo —exclamó Jennerton—. Estuve presente en el Tribunal. Aquello no era un caso de robo. Fue un asesinato.
—¡Demasiado tarde! —prorrumpió con desesperación el hombrecillo, con una leve contracción en su boca al mismo tiempo que su frente se cubría de sudor—. ¡Me está saliendo! ¡Lo tengo en mis labios! ¡Me volveré loco si no hablo! Que Dios me ayude. Le aseguro que yo nunca toqué al viejo. La operación fue realizada después que me marché, una vez hecho el robo, ¡todavía tengo los objetos malditos! ¡De haber sabido lo que vendría después, los hubiera tirado al río!
Jennerton contemplaba a su visitante con incredulidad. El robo y el asesinato de la avenida Forest, para el público y para los periódicos, tenían una relación indisoluble. Muchos criminalistas, incluyendo al mismo Jennerton, habían pasado horas tratando de llegar a una solución del crimen. Algo había manifiestamente oscuro en la cruda confesión de aquel hombre.
—Me extraña lo que dice —hizo notar Jennerton—. Me hubiera agradado que usted no hubiese venido aquí con ese cuento. ¿De qué le serviría acudir a mí? ¿Qué espera que haga yo?
—Atrapar al asesino —repuso con ansiedad el visitante—. Alguien mató al viejo aficionado a los ídolos. Yo no fui, ¿sabe usted?
Jennerton se acariciaba el mentón, pensativo.
—Difícilmente convencería a un jurado de que lo que dice es verdad, solamente con lo que me ha confesado —expresó.
—¿Y no es por eso por lo que estoy aquí? —exclamó el hombrecito, excitado—. ¿No comprende, no ve —continuó, temblando de miedo— que si se me encerrase por esto no habría nadie que creyera que mientras yo estaba «trabajando» otro despachaba al viejo? La policía sospecha de mí porque sabe que yo estuve en el asunto de Burton Hill, aunque no pudieron probármelo… Señor, aquí estamos dos hombres, frente a frente. Usted debe creerme. No llevo pistola cuando «trabajo». No tengo valor. He sido toda mi vida un ratero y un ladrón de cajas de caudales. Eso es lo que he sido… y lo que soy. Jamás hago un trabajo si no tengo asegurada la salida.
Aquí se detuvo para limpiarse el sucio sudor que le humedecía la frente. Hombre silencioso por hábito, el temor le había hecho locuaz.
—Nunca, antes de ahora, he tenido miedo de que me encerrasen —dijo—. Corría y aceptaba el riesgo, como los demás. De ser detenido, hubiera marchado a la cárcel con la sonrisa en los labios. Pero esta vez estoy horrorizado. No puedo dormir, no puedo estarme quieto un momento ni tomarme una cerveza tranquilo. Si veo a alguien de la poli, mis rodillas tiemblan.
—Si usted no despachó al viejo, ¿tiene alguna idea de quién pudo ser el autor? —preguntó Jennerton—. Tenga presente que Usted cuenta una hermosa historia; pero tiene que haber algo más que se reserva.
—¡Esta es toda la verdad, así Dios me salve! —dijo Hyams febrilmente—. Bajaba la escalera precisamente cuando yo estaba llenando el segundo saco. Iba en pijama, y solo. Entreabrió la puerta, y atisbo. Yo iba a precipitarme a la ventana cuando noté que él no llevaba pistola alguna y estaba más asustado que yo.
»—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó desde la entreabierta puerta.
»—¿A usted que le importa? Váyase a la cama —le dije yo—. Allí estará más seguro.
»—Usted está robando mi plata —gruñó como un niño que ha perdido sus juguetes—. No contesté; pero me dirigí a él, y, a pesar de ser viejo, como era, sus piernas le llevaron, y subió la escalera más aprisa de lo que yo mismo lo hubiera podido hacer. Aquello me sirvió estupendamente. No había teléfono y me di cuenta de que él estaba tan asustado que no tendría fuerzas para gritar, al menos durante cierto tiempo. Así, pues, recogí los sacos, cerré la puerta de la calle al salir y me largué avenida abajo, hasta donde mi compañero estaba esperándome en un taxi. Cuando a la mañana siguiente leí que el anciano había sido despachado, no podían creerlo mis ojos. «Robo y asesinato brutal», decían los periódicos. ¡Dios mío!
Jennerton, recostado en la silla, estudiaba a su visitante con detenimiento. Aun siendo tan improbable la historia, se inclinaba a creerla. La mise en scène de aquel sórdido drama adquirió de pronto perfiles dramáticos. Era espeluznante pensar en la casa saqueada, en el viejo temblando en lo alto de la escalera y en la furtiva llegada del verdadero asesino; todo terriblemente improbable; pero los crímenes más grandes de la historia han revestido semejantes características.
—Veamos —continuó Jennerton, pensativo—. En la casa dormía un criado, de ochenta y un años de edad, más viejo y más enfermo, en efecto, que su amo y sordo como un poste. Las criadas, una criada para todo y su ayudanta, llegaban juntas por la mañana, a las siete. Ellas fueron las que descubrieron el crimen. El mayordomo aún dormía. ¿Es así?
—Así es, señor. El vejete tenía que ser despertado por las mujeres para servirle el té, cada mañana, antes de levantarse.
—Usted sabe algo más que no me ha querido decir —insistió Jennerton—. Tal como se encuentran las cosas, ya no tiene remedio. Dígame el resto.
—No hay mucho más; pero le diré la verdad, señor —respondió el otro, algo desalentado—. Toda la verdad. Cuando salí a la calle aquella noche, cerrando la puerta tras de mí, lo primero que hice fue mirar arriba y abajo por la avenida. No vi a nadie. Entonces fui en busca de Jimmy, que me estaba esperando en un taxi. Yo llevaba un saco en cada mano, bastante pesados los dos. Llegué casi corriendo. Jimmy me tomó los sacos y los arrojó al coche. Sólo por un momento, antes de subir, yo me quité el sombrero… Estaba sudando… En la otra parte de la calle, mirando con interés, no a mí, sino a la casa que yo acababa de abandonar… había un individuo alto, delgado, con un impermeable oscuro.
—¡Con un impermeable oscuro! —repitió Jennerton, maquinalmente.
—Usted debió verle, señor —gritó el hombrecito con vehemencia—. Usted estuvo en la vista con un detective.
—Sí, estuve —confesó Jennerton—. ¿Fue usted también?
Yo no me meto el cuello en un nudo corredizo —repuso Len Hyams sin alterarse—; pero me lo dijeron. El que identificó el cadáver, el sobrino, el mismo que compareció en el estrado, dijo que no había visto a su tío desde hacía quince días. Pues bien, era él el que yo vi en la parte opuesta de la avenida. Cruzó la calle y entró en la casa después de haber salido yo. Y no olvide que el vejete estaba aún vivo. Él es el heredero, el que ha de recoger el dinero. ¿Qué hizo en la casa después de abandonarla yo? Me vio salir de la casa. Me vio perfectamente cuando yo iba con los dos sacos. Sabía exactamente lo que aquello significaba. ¿Qué podía importarle a él? El caso es que me dejó marchar con el producto del robo. Entonces entró, despachó al viejo, y se fue. Al día siguiente los periódicos titulaban la información del hecho: «Robo y asesinato». Ese maldito lo previo todo. Lo cierto es que si yo cometí el robo, él realizó el asesinato.
A este discurso sucedió un corto, pero tirante silencio. El hombrecito, recostado en su silla, producía extraños sonidos en su garganta, con los ojos fijos en el grave rostro del joven Jennerton, a pesar de la viva emoción que aquello le había producido, se inclinaba a desear que le hubieran ahorrado la visita de aquel singular cliente.
—Dígame, Hyams, exactamente, lo que quiere que yo haga por usted —le rogó.
—¿No es fácil adivinarlo? —replicó febrilmente—. Usted sabe ya quién realizó el hecho. Se lo he dicho. Fije su atención en el caso. Lo que usted debiera hacer, señor —continuó, cambiando el tono de voz, ahora apasionada—, es intervenir en el asunto y salvarme a mí. Si lo hace le entregaré todo lo cogido; de lo contrario, me entregaré a la policía, declarándome autor del robo. Tres o cuatro años, sin duda; pero sólo pensar en lo otro se me hiela la sangre en el corazón. Me da escalofríos.
—¿Tiene motivos para suponer que sospechan de usted? —inquirió Jennerton.
Su visitante gruñó, y dijo:
—Me vigilan continuamente desde aquella noche. Pero no pueden acusarme. Jimmy es demasiado inteligente. Nosotros nos escurrimos, y el taxi, a estas horas, ya no es taxi. No hay un alma que me haya visto; pero los chicos, aunque astutos, andan mareados. Están esperando a ver si saco de lo robado. Pasaba yo la otra noche por los almacenes de Pat Nathan…, Nathan, el comprador de objetos robados, ¿sabe? Pues allí había uno vigilando. Yo llevaba las manos en los bolsillos, como cosa casual, y entré en el bar de la esquina. No he tocado nada de lo robado. Tengo dinero, aparte de aquello, señor. Sus honorarios están seguros. Dígame la suma y se la entregaré en seguida. Dinero honrado, ¿eh?
Su mano se dirigió hacia el bolsillo del pecho. Jennerton movió la cabeza en sentido negativo, diciendo:
—Dejaremos la cuestión de los honorarios hasta qué veamos lo que se puede hacer. Haré averiguaciones sobre ese individuo del impermeable oscuro. Vuelva el jueves por la noche a las nueve. No quiero que me dé su dirección.
El hombrecillo se levantó de mala gana, diciendo:
—Señor, usted me cree sólo a medias; pero juro ante Dios, como si fuera a morirme esta noche, que yo no lo hice. Pesqué los objetos, es cierto; pero no toqué al viejo. No me dio ocasión; pero tampoco le hubiera tocado si me la hubiese dado. Eso no entra en mi trabajo. Y la policía lo sabe.
—Trataré de hacerlo —le prometió Jennerton.
Dos días después, Jennerton, al final de una jornada muy atareada, aún tuvo tiempo para estudiar un informe que le habían entregado hacía una hora poco más o menos. Era de carácter tranquilizador:
«STEPHEN GOSCHEN. Corredor en esta plaza de Almacenistas de Comestibles, casado, con cuatro hijos, residente en calle Sur, Camberwell. Nunca ha estado apurado económicamente, nada se conoce en contra suya; pero se cree que tiene deudas. Buenos informes de sus jefes. Se dice que recientemente ha recibido de la herencia de Miles Goschen, de Forest Avenue, Hamstead, la víctima del célebre asesinato y robo. Sus movimientos en la noche del 22 de noviembre, difíciles de trazar; pero se sabe que estuvo en casa a las nueve para cenar; luego salió a dar un paseo, tomando un vaso de cerveza en Cat and Fiddle, calle Royston. Llegó al trabajo a la hora de costumbre, a la mañana siguiente.»
Jennerton quedó muy desilusionado al leer el informe.
Acababa de leerlo por segunda vez cuando oyó un golpe en la puerta, presentándose, inmediatamente, el «botones» de la oficina, diciendo:
—Un caballero desea verle, señor. No quiere dar su nombre.
—¿Qué clase de persona es?
La expresión del muchacho era de reserva.
—Ordinaria. Más bien mal vestido, y usa impermeable oscuro.
En los ojos de Jennerton apareció cierta señal de interés, y ordenó:
—Que entre.
Un hombre alto, delgado, llevando un impermeable oscuro que le llegaba casi a los talones, hizo su entrada. Iba muy afeitado; parecía cansado y sin distinción. Llevaba en la mano un maletín negro de los que usan los viajantes. Jennerton contestó a su saludo con una inclinación de cabeza, indicándole una silla y esperó a que fuese cerrada la puerta. Entonces, preguntó:
—¿Por qué no ha dado su nombre?
El visitante se sentó y depositó el maletín en el suelo, a su lado.
—Mi asunto es confidencial. Mi nombre es Stephen Goschen.
—¿Tiene algún parentesco con el difunto Mr. Goschen de Forest Avenue?
El individuo se estremeció. En sus ojos apareció el mismo temor que había observado en los ojos de Len Hyams.
—Sobrino.
—¿Su heredero?
—Lo que ha dejado me pertenece. La mitad de sus bienes desaparecieron la noche en que fue asesinado. Se calcula en unas seis mil libras el valor de los objetos de plata que se llevó el ladrón.
—Tenga la bondad de decirme qué desea de mí.
El presunto cliente vaciló un momento. Luego repitió:
¿Lo que le diga será considerado como confidencial?
—En absoluto —le aseguró Jennerton—. Yo no soy policía oficial.
Muy bien —continuó el joven del impermeable—. Esto es lo que vengo a referirle. En la misma noche del crimen, después de cenar, salí y tomé un vaso de cerveza en un bar, y luego pensé ir a visitar a mi tío Miles. Tengo esposa y cuatro niños y mi salario es de cuatro libras diez chelines a la semana. Mi esposa ha estado enferma y ha tenido que ser asistida por una enfermera y cuando ya estaba bien, los niños enfermaron del sarampión. Yo no pude hacer frente a aquellos gastos y debía el alquiler de la casa. Yo sabía que mi tío Miles era un tacaño. Se vanagloriaba de no dar nunca limosnas. Nunca recibí de él ni un céntimo. Pero aquella noche pensé que estando unidos por la misma sangre tenía, hasta cierto punto, obligación de ayudarme, o de lo contrario…
—¿Qué? —preguntó Jenrierton, intrigado.
Su visitante se inmutó visiblemente. Se quedó pálido como la cera, con el aspecto de un hombre enfurecido contra sí mismo por haber hablado demasiado.
—En mi casa no había ni un chelín —prosiguió—. Tenía el propósito de insistir hasta sacarle por lo menos lo necesario para pagar el alquiler.
—¿Insistir cómo? —inquirió Jennerton.
—¡Cállese! Déjeme contar la historia a mi manera.
—Pero le advierto que en su confidencia puede haber algo que no me comprometo a olvidar.
—Adivino lo que usted quiere decir. Le aseguro que yo no lo maté. Lo digo aquí y lo diré en todas partes. Yo no lo maté. ¿Comprendido?
—Continúe.
—Eso es lo que quiero. Me fui a Forest Avenue. Al llegar frente al número 19 vi que salía un hombre de corta estatura con dos sacos… muy pesados para él. Permanecí parado en la parte opuesta de la calle, espiando. Miró arriba y abajo, sin prisas, pero con precaución, sin llegar a verme porque me protegía la sombra de un tilo. De momento no pensé que pudiera ser un ladrón. Mi tío no tenía escrúpulos en cuanto a la adquisición de objetos de plata antiguos, y bien podía ser que tratase con aquel sujeto una operación de compra o venta… De pronto, el hombrecito recogió los sacos que había dejado en el suelo y se encaminó hacia un taxi parado en la esquina próxima. Esto ya empezó a llamarme la atención, porque encontré raro que el auto no le aguardase en la puerta. Seguidamente crucé la calle, y aunque la puerta estaba cerrada vi que no habían echado el pasador por dentro. Así es que pude entrar, sin dificultad… ¡Dios mío!… En el vestíbulo había un charco de sangre. Mi tío yacía muerto en el primer escalón, con las piernas encogidas y la cabeza abierta.
El visitante se cubrió el rostro con las manos. Lanzó un hondo suspiro y sollozó.
Jennerton se le quedó mirando, y cuando le vio repuesto, preguntó:
—¿Y por qué no refirió esto al tribunal?
—Por miedo —respondió el extraño visitante—, por desconfiar de todos. En la avenida no había nadie, y además, ¿cómo justificarme de no haber detenido al ladrón al verle salir de casa de mi tío con dos fardos ni de haber dado la alarma al verle escapar en el taxi? Se sabía… o se hubiera sabido tan pronto como me hubiesen detenido, que pasaba apuros monetarios. De haber acudido a la policía, ésta no hubiese creído ni una sola palabra de mi historia. Me hubieran detenido por sospechoso. Me habría pasado la noche en un calabozo. ¡Para volverme loco! ¡Sólo Dios sabe lo que me hubiera pasado! No hice ningún mal al entrar en la casa. Yo no podía devolverle la vida a mi tío, ni aun pidiendo ayuda. Ya lo pondría todo en claro la justicia. Así es que me limité a escapar en silencio.
—Pero se ha comprometido a callar todo eso ante el tribunal —le reconvino Jennerton, secamente.
—Lo supongo —admitió, el otro.
Jennerton permaneció un momento pensativo. Lo que aquel individuo acababa de decirle podía ser verdad; pero no era convincente del todo.
—Dígame exactamente por qué ha acudido a mí —le rogó el detective.
—Vengo a verle porque no me atrevo a presentarme a la policía, y porque algo hay que hacer —replicó el visitante, impaciente y nervioso—. Es demasiado tarde para contarle a la policía lo del hombrecito de los dos sacos y lo del taxi; pero a usted se lo debo contar todo. Usted no me denunciará. El asunto vale la pena.
¿No lo cree usted así? Puedo darle detalles del sujeto y del taxi. No le podré pagar sus honorarios hasta que disponga de lo que el viejo ha dejado; pero, aparte de eso, el Daily Standard ha ofrecido un premio de mil libras para quien descubra al asesino. ¿No le tienta eso?
Jennerton, reclinado en el sillón, observaba sagazmente al hombre que tenía delante.
—Bien; pero supongamos que una vez descubierto, ese pequeño sujeto de los dos sacos, jura y perjura que dejó al viejo vivito y coleando.
—Puede ser. Pero yo entré en la casa cinco minutos después de haber salido él.
—Pero usted no podría negar que fue testigo del hecho.
—¿Y qué importancia tiene eso? El que yo me limitase a observar desde la puerta no pudo causar daño a nadie. Repito que mi tío fue asesinado minutos antes de asomarme yo, y nadie que tenga normales sus cinco sentidos puede dudar de que lo hizo el hombre de los dos sacos. ¿Lo buscará usted, Mr. Jennerton, o debo acudir a otra firma de detectives?
—Lo buscaré —prometió Jennerton—. Venga a verme el viernes por la tarde, a las cinco.
A la hora exacta del día señalado compareció Stephen Goschen. Era otro hombre, tanto en su aspecto físico como en el porte. Había prescindido del impermeable oscuro. Llevaba un terno gris de buen corte y una camisa irreprochable. Sus maneras eran desenvueltas. En la mano llevaba un periódico de la mañana, en cuya primera página, bajo grandes titulares, se insertaban noticias que habían impresionado a un millón de lectores a la hora del desayuno.
LA TRAGEDIA DE LA FOREST AVENUE
Detención sensacional
«En la mañana de ayer detuvo la policía en la calle Bow a un individuo llamado Len Hyams, al que se acusa del robo de la casa número 19 de la Forest Avenue y del asesinato de su dueño Mr. Goschen. El acusado, que se desmayó al ser interrogado, ha quedado detenido e incomunicado. También ha sido detenido un taxista, al que se acusa de encubridor»
—¿Es esto obra suya? —preguntó Goschen.
—Nada tengo que ver con esto —replicó Jennerton, reforzando lo dicho con un enérgico ademán—. Es cosa de la policía.
El visitante se balanceaba en su silla, sin dar muestras de inquietud. Ya no era el visitante tembloroso y acobardado.
—De todos modos, ha sido una lástima. Usted hubiera podido embolsarse las mil libras adelantándose a la policía.
—Eso es lo que menos me preocupa. El dinero, cuando hay sangre por medio, no me interesa.
—¡Vaya una filosofía! —exclamó el visitante sorprendido—. El hombre que comete un asesinato es merecedor de todo lo que le sobrevenga.
—Ciertamente —asintió Jennerton.
—Bueno, dígame lo que le debo —rogó Stephen Goschen, tras una corta pausa—. Sin duda habrá tenido gastos en las averiguaciones practicadas.
—Ninguno, en absoluto.
—Pues no quiero molestarle más —dijo el joven, poniéndose de pie para marcharse.
Jennerton pulsó el timbre que había sobre la mesa, y apareció el «botones».
—Le agradezco que se vaya —expresó Jennerton esbozando una inclinación de cabeza y sin sacar las manos de los bolsillos—. Hoy he tenido un trabajo abrumador —añadió en tono perentorio.
Al despedirse, Stephen Goschen no parecía tan arrogante como al entrar.
Exactamente una semana después de esta entrevista, Jennerton, acompañado de su amigo Hewson, dejaba su coche en la esquina de Great North Road y entraba en el callejón de Hertfordshire, y luego de caminar unos minutos abría la puerta de la cerca de una casita pintada de blanco. El pequeño jardín estaba lleno de flores; las abejas, zumbando sobre las plantas, daban animación a aquel rinconcito. Una atmósfera de paz campesina se notaba por todas partes. Antes de que pudieran llegar a la puerta de la casa, una mujer la abrió y preguntó, desabridamente:
—¿Qué desean ustedes?
—Solamente queremos hacerle una pregunta a Mr. Ricardo Joyce —respondió Jennerton.
—Entonces no pueden hacerlo —replicó con sequedad la mujer—. Esta mañana vino el médico a verle, y ordenó: «Ni un visitante, ni una palabra». Es mi hermano, y no puedo permitir que se le moleste.
Jennerton miró hacia el otro extremo de un camino enladrillado, en donde había un hombrecito envuelto en mantas. Parecía feliz, de cara al sol, fumando su pipa, y mirándoles con amable interés.
—Lo siento, señora —dijo Jennerton—; pero este caballero que viene conmigo está relacionado con la policía y sólo queremos hacer una pregunta sobre algo que pasó la infortunada noche en que su amo fue asesinado.
—¡La policía! —exclamó la mujer, con amargura—. ¡Me lo figuraba! Cuando los vi abrir la puertecilla, me dije: Viene a molestar a un pobre viejo que ya tiene un pie en la tumba. Ya declaró en la vista. Ya les dijo todo lo que sabía. Les aseguro que no está en condiciones de hablar. Está descansando. Tan pronto llegamos aquí, perdió la memoria.
La mujer no supo cómo; pero en un momento de descuido los dos hombres avanzaron hacia el viejo. Este, al acercarse los visitantes, tocó su sombrero a modo de saludo, y dijo:
—Caballeros, buenos días. Me gustan las visitas. ¿Qué desean ustedes?
Jennerton miró en torno suyo, y luego dijo:
—Bien, Joyce; ha encontrado usted una casita muy agradable, muy bonita.
—Y a tiempo —replicó el otro, quejumbroso—. Cincuenta y dos años, caballero, trabajando para tener este trocito de casa, y treinta años sin cobrar salario. Sólo tenía lo que podía agenciarme en mis ratos perdidos. Toda una vida, caballeros. Toda una vida esperando… y ha llegado un poco tarde…, un poco tarde.
Cuando acabó de hablar, el vejete se quedó contemplando los campos circundantes con sus ojos pitarrosos y azules, que despedían un extraño y siniestro fulgor. La mujer, a corta distancia, daba muestras de agitación.
—Me hizo esperar mucho tiempo, caballeros —prosiguió el viejo, convulso—. Me debía el sueldo de veinte años. Le reclamaba la deuda semana tras semana. Le decía: «Mr. Goschen, estoy cansado de trabajar tanto. Deme lo que es mío y déjeme marchar. Quiero una silla y un jardincito, un jarro de cerveza y mi pipa. Eso es cuanto deseo. Ya no puedo trabajar». Pero no me hacía caso. ¡Oh! ¡Era muy duro, muy duro! Duro de corazón, eso es. Pero tuvo lo que se merecía. ¡Cuánto le odiaba! Aquella noche…
—¡Ricardo! —le gritó la mujer para que callara; pero los visitantes la agarraron de un brazo para que no le interrumpiera.
—Aquella noche —prosiguió el viejo, impertérrito, indiferente al hecho de que sus visitantes sujetaran a su acompañanta—, oí ruido abajo, aunque declaré que nada oí. Me dirigí a la escalera y vi al amo espiando al hombrecito que salía con los dos sacos. Luego el amo me miró como dándome a entender que habiendo sido robado ya no podría pagarme porque le habían dejado sin su preciosa plata. Entonces cogí aquella barra de hierro que no quiso que pusieran en su sitio para evitarse el gasto, y… Dios o el diablo… quien fuera… no sé… me devolvió las fuerzas que tenía de joven, y, al tiempo de asomarme a la puerta… para pedir socorro, creo yo…, me arrastré hacia él y le di un golpe. ¡Si ustedes le hubieran visto caer!… Yo le miraba, le miraba, le miraba… ¡Me sentí feliz en aquel momento! Al fin había realizado lo que desde muchos años pensaba hacer; pero siempre me faltó el valor. ¡Cuánto le odiaba!

La mujer lanzó un grito de espanto. Hewson llegó a tiempo para sostener la silla. El rostro del viejo se había contraído; sus labios estaban llenos de espuma. A Jennerton le pareció que el drama que se desarrollaba en aquel lúgubre patio vibraba en el aire perfumado de las madreselvas.

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