CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 23 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
Miércoles 23 de noviembre de 1966. Clase Nº16
Vida de Thomas Carlyle. Sartor Resartus, de Carlyle. Carlyle, precursor del nazismo. Los soldados de Bolívar según Carlyle.
Hablaremos hoy de Carlyle. Carlyle es de aquellos escritores que deslumbran al lector. Recuerdo que cuando yo lo descubrí, hacia 1916, pensé que era realmente el único autor. Aquello me sucedió después con Walt Whitman, me había sucedido con Víc-tor Hugo, me sucedería con Quevedo. Es decir, pensé que todos los demás escritores eran unos equivocados simplemente porque no eran Thomas Carlyle. Ahora, esos escritores que deslumbran, que parecen el prototipo del escritor, suelen acabar por abru-marnos. Empiezan siendo deslumbrantes y corren el albur de ser a la larga intolerables. Lo mismo me sucedió con el escritor fran-cés León Bloy, con el poeta inglés Swinburne y, a lo largo de una larga vida, con muchos otros. Se trata en todos esos casos de escritores muy personales, tan personales que uno acaba por aprender las fórmulas del estupor, el deslumbramiento que pre-paran.
Veamos algunos hechos de la vida de Carlyle. Carlyle nació en un pueblito de Escocia en el año 1795 y murió en Londres —en el barrio de Chelsea, donde se conserva su casa— el año 1881. Es decir, una larga y laboriosa vida consagrada a las letras, a la lectura, al estudio y a la escritura.
Carlyle fue de origen humilde. Sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, fueron campesinos. Y Carlyle era escocés. Es común confundir ingleses con escoceses. Pero se trata, a pesar de la unión política, de dos pueblos esencialmente distintos. Escocia es un país pobre, Escocia ha tenido una historia sangrienta de lu-cha entre los diversos clanes. Y además, el escocés en general suele ser más intelectual que el inglés. O mejor dicho, el inglés no suele ser intelectual y casi todos los escoceses lo son. Esto puede ser obra de las discusiones religiosas, pero si bien es cier-to que el pueblo de Escocia se dedicó a discutir la teología, es porque era intelectual. Esto suele ocurrir con las causas que tien-den a ser efectos y los efectos que se confunden con las causas también. En Escocia las discusiones religiosas eran comunes, y conviene recordar que Edimburgo fue, con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Lo esencial del calvinis-mo es la creencia en la predestinación, basada en el texto bíblico, "muchos los llamados y pocos los elegidos".
Carlyle estudió en la iglesia de la parroquia de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo y a los veintitantos años tuvo una suerte de crisis espiritual o de experiencia mística que él ha descrito en el más extraño de sus libros: Sartor Resartus. Sartor Resartus significa en latín "el sastre remendado" o "el sas-tre zurcido". Ya veremos por qué eligió este extraño título. Lo cierto es que Carlyle había llegado a un estado de melancolía motivado sin duda por la neurosis que lo persiguió durante toda su vida. Carlyle había llegado al ateísmo, no creía en Dios. Pero la melancolía del calvinismo seguía persiguiéndolo aun cuando él creía haberla dejado atrás. La idea de un Universo sin esperan-za, un Universo cuyos habitantes están condenados en una in-mensa mayoría al Infierno. Y luego una noche él recibió una suerte de revelación. Una revelación que no lo libró del pesimis-mo, de la melancolía, pero que le dio la convicción de que el hombre puede salvarse por el trabajo. Carlyle no creía que nin-guna obra humana tuviese valor perdurable. Pensaba que cuan-to los hombres pueden hacer estética o intelectualmente es de-leznable y es efímero. Pero al mismo tiempo creía que el hecho de trabajar, el hecho de hacer cualquier cosa, aunque esa cosa sea deleznable, no es deleznable. Existe una antología alemana de sus trabajos, que se publicó durante la Primera Guerra Mundial y que se titulaba Trabajar y no desesperarse. Este es uno de los efectos del pensamiento de Carlyle.
Carlyle, desde que se dedicó a las letras, había adquirido una cultura miscelánea y muy vasta. Por ejemplo, él y su mujer, Jane Welsh, estudiaron sin maestros el español y leían un capítulo del Quijote en el texto original cada día. Y ahí hay un pasaje de Carlyle en el cual él contrasta el destino de Byron y el destino de Cervantes. Piensa en Byron, un aristócrata, hermoso, atleta, un hombre de fortuna, que sin embargo sentía una melancolía inex-plicable. Y piensa en la dura vida de Cervantes soldado y prisio-nero, que sin embargo escribe una obra, no de quejas, sino de ín-timas y a veces escondidas alegrías en el Quijote.
Carlyle se traslada a Londres —ya antes había sido maestro de escuela y había sido colaborador de una enciclopedia, la En-ciclopedia de Edinburgh— y colabora para las revistas. Publica artículos, pero debemos recordar que un artículo entonces era lo que llamaríamos hoy un libro o una monografía. Ahora un ar-tículo suele constar de cinco o diez páginas, antes un artículo so-lía constar más o menos de unas cien páginas. Así, los artículos de Carlyle y de Macaulay son verdaderas monografías, y algu-nos alcanzan las doscientas páginas. Actualmente serían libros.
Un amigo suyo le recomendó el estudio de la lengua alema-na. Inglaterra, movida por las circunstancias políticas —ya por el hecho de la victoria de Waterloo los ingleses y los prusianos fue-ron hermanos de armas— estaba descubriendo Alemania, estaba descubriendo la afinidad que durante siglos había olvidado con las otras naciones germanas, con Alemania, con Holanda, y na-turalmente con los países escandinavos. Carlyle estudió alemán, se entusiasmó con la obra de Schiller, y publicó —éste fue su pri-mer libro— una biografía de Schiller escrita en un estilo correc-to, pero en un estilo común. Luego leyó a un escritor romántico alemán, Johann Paul Richter, un escritor que podríamos llamar soporífero, un relator de sueños místicos lentos y a veces lángui-dos. El estilo de Richter es un estilo lleno de palabras compues-tas y de cláusulas largas, y este estilo influyó en el estilo de Carlyle, salvo que Richter deja una impresión apacible. En cam-bio Carlyle era esencialmente un hombre fogoso, de modo que fue un escritor oscuro. Carlyle descubrió también la obra de Goethe, que no era conocida entonces salvo de un modo muy fragmentario fuera de su patria, y creyó encontrar en Goethe a un maestro. Digo "creyó encontrar", porque es difícil pensar en dos escritores más distintos. En el olímpico y —como lo llaman los alemanes— sereno Goethe, y en Carlyle, atormentado como buen escocés por la preocupación ética.
Carlyle fue además un escritor infinitamente más impetuoso que Goethe y más extravagante que Goethe. Goethe empezó siendo romántico, luego se arrepintió de su romanticismo inicial y llegó a una tranquilidad que podríamos llamar "clásica". Carlyle escribió sobre Goethe en revistas de Londres. Esto con-movió mucho a Goethe, ya que aunque Alemania había llegado entonces a una plenitud intelectual, políticamente no había lo-grado su unidad. La unidad de Alemania se logra en el año 1871, después de la guerra franco-prusiana. Es decir, para el mundo Alemania era entonces una colección heterogénea de pequeños principados, ducados, un tanto provinciana, y para Goethe el hecho de que lo admiraran algunas personas de Inglaterra fue lo que sería para un sudamericano, por ejemplo, el hecho de ser co-nocido en París o en Londres.
Carlyle publicó luego una serie de traducciones de Goethe. Tradujo las dos partes de Wilhelm Meister, los "Años de Apren-dizaje" y los "Años de Viaje". Tradujo a otros románticos ale-manes, entre ellos al fantástico Hoffman. Luego publicó Sartor Resartus y luego se dedicó a la historia, y escribió ensayos so-bre el famoso affaire del collar de diamantes, la historia de un pobre hombre en Francia a quien le hacen creer que María An-tonieta había aceptado un regalo suyo —el ensayo lo toma del conde Cagliostro —, y sobre temas muy diversos. Entre ellos encontramos un ensayo sobre el doctor Francia, tirano de Para-guay, un ensayo que contiene —y esto es típico de Carlyle— una vindicación del doctor Francia. Luego Carlyle escribe un li-bro titulado Vida y correspondencia de Oliver Cromwell. Es natural que admirara a Cromwell. Cromwell, que en pleno siglo XVII hace que el rey de Inglaterra sea juzgado y condenado a muerte por el Parlamento. Esto escandalizó al mundo, como lo escandalizaría después la Revolución Francesa y mucho después la Revolución Rusa.
Finalmente, Carlyle se establece en Londres y allí publica La historia de la Revolución Francesa, su obra más famosa. Carly-le le prestó el manuscrito a su amigo, autor del famoso tratado de lógica, Stuart Mill. Y la cocinera de Stuart Mill usó el ma-nuscrito para encender el fuego de la cocina. Quedó así destrui-da una obra de años. Pero Stuart Mill consiguió que Carlyle aceptara una suma mensual hasta reescribir su obra. Este libro es uno de los más vívidos de la obra de Carlyle, pero que no tiene la vividez de la realidad sino la vividez de un libro visionario, la vividez de una pesadilla. Recuerdo que cuando leí aquel capítu-lo en que Carlyle describe la fuga y la captura de Luis XVI re-cordé haber leído algo parecido antes: estaba pensando en la fa-mosa descripción de la muerte de Facundo Quiroga, uno de los últimos capítulos del Facundo de Sarmiento. Carlyle describe la fuga del rey en un capítulo que se llama "La noche de las espue-las". Describe cómo el rey se detiene en una taberna y allí un muchacho lo reconoce. Lo reconoce porque la efigie del rey es-taba grabada en el anverso de una moneda y lo delata. Luego lo arrestan y finalmente lo llevan a la guillotina.
La mujer de Carlyle, Jane Welsh, era socialmente superior a él, era una mujer muy inteligente y se considera que sus cartas pueden contarse entre las mejores del epistolario inglés. Carly-le vivió entregado a su obra, a sus conferencias, a su labor en cierto modo profética, y descuidó bastante a su mujer. Después de la muerte de ella, Carlyle escribió pocas cosas importantes. Antes él había dedicado catorce años a escribir la Historia de Fe-derico el Grande de Prusia, un libro de lectura difícil. Había una gran diferencia entre Carlyle hombre, a pesar de su ateísmo religioso y piadoso, y Federico, que era ateo escéptico y que ig-noraba cualquier escrúpulo moral. Después de la muerte de su mujer Carlyle escribe una historia de los primeros reyes de No-ruega basada en la Heimskringla del historiador islandés Sno-rri Sturluson, del siglo XIII, pero en este libro ya no encontramos el fuego de las primeras obras.
Y ahora veamos el pensamiento de Carlyle, o algunos rasgos de ese pensamiento. En la clase anterior yo dije que para Blake el mundo era esencialmente alucinatorio. El mundo era una alu-cinación lograda por los cinco engañosos sentidos con que nos ha dotado el Dios superior que hizo esta Tierra, Jehová. Ahora bien, esto corresponde en filosofía al idealismo, y Carlyle fue uno de los primeros divulgadores del idealismo alemán en Ingla-terra. En Inglaterra el idealismo ya existía en la obra del obispo irlandés Berkeley. Pero Carlyle prefirió buscarlo en la obra de Schelling y en la obra de Kant. Para estos pensadores, y para Berkeley, el idealismo tiene un sentido metafísico. Nos dicen que lo que nosotros creemos la realidad, digamos, el mundo de lo visible, de lo tangible, de lo gustable, no puede ser la realidad: se trata simplemente de una serie de símbolos o de imágenes de la realidad que no pueden parecerse a ella. Y así Kant habló de la cosa en sí que está más allá de nuestras percepciones. Todo esto lo comprendió perfectamente Carlyle. Carlyle dijo que de igual modo que vemos un árbol verde, podríamos verlo azul si nues-tros órganos visuales fueran distintos, de igual forma que al to-carlo lo sentimos como convexo, podríamos sentirlo como cón-cavo si nuestras manos estuvieran hechas de otra manera. Esto está bien, pero los ojos y las manos pertenecen al mundo exter-no, al mundo aparencial. Carlyle toma pues la idea fundamental de que este mundo es aparente, y le da un sentido moral y un sentido político. Swift había dicho que todo en este mundo es aparente, que nosotros llamamos "obispo", digamos, a una mi-tra y a una vestidura colocadas de cierto modo, que llamamos "juez" a una peluca y a una toga, que llamamos "general" a una cierta disposición de ropa, de uniforme, de casco, de charreteras. Carlyle toma esta idea y escribe así el Sartor Resartus, o "Sastre zurcido".
Este libro es una de las mayores mistificaciones que la histo-ria de la literatura registra. Carlyle imagina un filósofo alemán que enseña en la Universidad de Weissnichtwo —en aquel tiem-po pocas personas conocían el alemán en Inglaterra, de modo que él podía utilizar sin peligro estos nombres —. Le daba a su filó-sofo imaginario el nombre de Diógenes Teufelsdrockh, es decir Diógenes Escoria —la palabra "escoria" es un eufemismo, aquí la palabra es más fuerte— del Diablo, y le atribuye la escritura de un vasto libro titulado Los trajes, la ropa, su formación y su obra, su influencia. Esta obra lleva como subtítulo: "Filosofía del tra-je". Carlyle entonces imagina que lo que llamamos Universo es una serie de trajes, de apariencias. Y Carlyle alaba a la Revolución Francesa, porque ve en la Revolución Francesa un principio de la admisión de que el mundo es apariencia y de que hay que des-truirla. Para él, por ejemplo, el reinado, el papado, la república, eran apariencias, eran ropa usada que convenía quemar, y la Re-volución Francesa había comenzado por quemarla. Entonces el Sartor Resartus viene a ser una biografía del imaginario filósofo alemán. Ese filósofo es una especie de transfiguración del mismo Carlyle. Allí él cuenta, situándola en Alemania, su experiencia mística. Cuenta la historia de un amor desdichado, de una mu-chacha que parece quererlo y que lo deja, lo deja solo con la no-che. Luego describe conversaciones con ese filósofo imaginario y da copiosos extractos de ese libro que no existió nunca y que se llamaba "Sartor", el sastre. Ahora, como él sólo da extractos de ese libro imaginario, llama a su obra "El sastre remendado".
El libro está escrito de un modo oscuro, lleno de palabras compuestas y llenas de elocuencia. Si tuviéramos que comparar a Carlyle con algún escritor de la lengua española, pensaríamos por empezar de un modo casero en las más impresionantes pá-ginas fuertes de Almafuerte. Podemos pensar también en Una-muno, que tradujo al español La Revolución Francesa de Carly-le y sobre el cual Carlyle influyó. En Francia podríamos pensar en León Bloy.
Y ahora veamos el concepto de la historia de Carlyle. Según Carlyle existe una escritura sagrada. Esa escritura sagrada no es, salvo parcialmente, la Biblia. Esa escritura es la historia univer-sal. Esa historia, dice Carlyle, que estamos obligados a leer con-tinuamente, ya que nuestros destinos son parte de la historia universal. Esa historia que estamos obligados a leer incesante-mente y a escribir, y en la cual —agrega— también nos escriben. Es decir, nosotros no sólo somos lectura de esa escritura sagra-da sino letras, o palabras, o versículos de esa escritura. Ve al Uni-verso, pues, como a un libro. Ahora, este libro está escrito por Dios, pero Dios para Carlyle no es una personalidad. Dios está en cada uno de nosotros, Dios está escribiéndose y realizándose a través de nosotros. Es decir, Carlyle viene a ser panteísta: el único ser que existe es Dios, pero Dios no existe como un ente personal sino a través de las rocas, a través de las plantas, a tra-vés de los animales y a través de los hombres. Y sobre todo a tra-vés de los héroes. Carlyle dicta en Londres una serie de confe-rencias tituladas: De los héroes, del culto de los héroes y de lo he-roico en la historia. Dice Carlyle que los hombres han recono-cido siempre la existencia de los héroes, es decir de seres huma-nos superiores a ellos, pero que en épocas primitivas el héroe es concebido como un dios, y así la primera conferencia suya se ti-tula: "El héroe como dios", y característicamente toma como ejemplo al dios escandinavo Odín. Dice que Odín fue un hom-bre muy valiente, muy leal, un rey que dominó a otros reyes, y que sus contemporáneos y los sucesores inmediatos lo diviniza-ron, lo vieron como un dios. Luego tenemos otra conferencia: "El héroe como profeta", y Carlyle elige como ejemplo a Maho-ma. Mahoma, que hasta entonces sólo había sido objeto de es-carnio para los cristianos de Europa occidental. Carlyle dice que Mahoma, en la soledad del desierto, se sintió poseído por la idea de la soledad o unidad de dios, y que así fue dictando el Corán. Tenemos otros ejemplos: el héroe como poeta, Shakespeare. Luego, como hombre de letras: Johnson y Goethe. Y el héroe como militar, y elige —aunque él detestaba a los franceses— a Napoleón.
Carlyle descreía profundamente de la democracia. Hay quie-nes han considerado —y entiendo que con toda razón— a Carlyle como precursor del nazismo, pues creyó en la superio-ridad de la raza germánica. Los años 1870-71 fue la guerra fran-co-prusiana. Casi toda Europa —lo que fue Europa intelec-tual— estaba de parte de Francia. El famoso escritor sueco Strindberg escribiría después: "Francia tenía razón, pero Pru-sia tenía cañones". Esto es lo que se sintió en toda Europa. Carlyle estaba de parte de Prusia. Carlyle creyó que la fundación del Imperio Alemán sería el principio de una era de paz para Eu-ropa —[tras] lo acaecido luego con las guerras mundiales pudi-mos apreciar lo erróneo de su juicio—. Y Carlyle publicó dos cartas en las cuales decía que el conde de Bismarck fue un hom-bre incomprendido y que el triunfo "de la Alemania, que piensa profundamente, sobre la frívola, vanagloriosa y belicosa Fran-cia" sería un beneficio para la humanidad. En el año sesenta y tantos había ocurrido en Estados Unidos la Guerra de Sece-sión, y todos en Europa estaban de parte de los estados del nor-te. Esta guerra, según ustedes saben, no empezó siendo una gue-rra de abolicionistas —de enemigos de la esclavitud— en el nor-te, contra partidarios y poseedores de esclavos en el sur. Jurídi-camente, los estados del sur quizá tuvieran razón. Los estados del sur pensaron que ellos tenían derecho a separarse de los es-tados del norte y alegaron argumentos legales. Lo grave es que en la Constitución de los Estados Unidos no se había contem-plado muy bien la posibilidad de que algunos estados pudieran separarse. El tema era ambiguo y los estados del sur, cuando Lincoln fue elegido presidente, resolvieron separarse de los esta-dos del norte. Los estados del norte dijeron que los del sur no tenían derecho a separarse, y Lincoln, en uno de sus primeros discursos, dijo que no era abolicionista, pero que creía que la es-clavitud no debía extenderse más allá de los primitivos estados del sur, no debía llevarse, por ejemplo, a estados nuevos como Texas o California. Pero luego, a medida que la guerra fue más encarnizada —la Guerra de Secesión fue la guerra más encarni-zada del siglo XIX— , ya se confundía la causa del norte con la causa de la abolición de la esclavitud.
La causa del sur se había confundido con la de los partidarios de la esclavitud, y Carlyle, en un artículo titulado "Shooting Nia-gara", se puso de parte del sur. Dijo que la raza negra era infe-rior, que el único destino posible del negro era la esclavitud, y que él estaba de parte de los estados del sur. Agregó un argumen-to sofístico que es propio de su humorismo —porque Carlyle en medio de su tono profético era un humorista también—: dijo que él no comprendía a quienes combatían la esclavitud, que él no veía qué ventaja podía haber en cambiar de sirvientes continua-mente. Le parecía mucho más cómodo que los sirvientes fueran vitalicios. Lo cual puede ser más cómodo para los amos, pero quizá no lo sea para los sirvientes.
Carlyle llega a condenar a la democracia. Por eso Carlyle, a lo largo de toda su obra, admira a los dictadores, a los que llamó strong men, "hombres fuertes". La frase ha perdurado todavía. Por eso escribió el elogio de Guillermo el Conquistador, escri-bió en tres volúmenes el elogio del dictador Cromwell, alabó al doctor Francia, alabó a Napoleón, alabó a Federico el Grande de Prusia. Y dijo en cuanto a la democracia que no era otra cosa si-no "la desesperación de encontrar hombres fuertes", y que sola-mente los hombres fuertes podían salvar a la sociedad. Definió con una frase memorable a la democracia como "el caos provis-to de urnas electorales". Y escribió sobre el estado de cosas en Inglaterra. Recorrió toda Inglaterra, prestó mucha atención a los problemas de la pobreza, de los obreros —él era de estirpe cam-pesina—. Y dijo que en cada ciudad de Inglaterra veía el caos, veía el desorden, veía la absurda democracia, pero que al mismo tiempo había algunas cosas que lo confortaban, que lo ayudaban a no perder del todo la esperanza. Y esos espectáculos eran para él los cuarteles —en los cuarteles hay por lo menos orden— y las cárceles. Éstas eran las dos cosas capaces de regocijar el espíritu de Carlyle.
Tenemos pues en todo lo que he dicho un cierto programa del nazismo y el fascismo concebido antes del año 1870. Más particularmente del nazismo, ya que Carlyle creía en la superio-ridad de las diversas naciones germánicas, en la superioridad de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, de los diversos países es-candinavos, sobre los otros. Esto no impidió que Carlyle fuera en Inglaterra uno de los mayores admiradores de Dante. Su her-mano publicó una traducción admirable, literal, en prosa ingle-sa, de la Divina Comedia de Dante. Y Carlyle admiró natural-mente a los conquistadores griegos y romanos, a los vándalos y a César.
En cuanto al cristianismo, Carlyle creía que ya estaba desa-pareciendo, que ya no había ningún porvenir para él. Y en cuan-to a la historia, él veía la salvación en los hombres fuertes, y pen-saba que los hombres fuertes pueden estar —como lo diría des-pués Nietszche, que sería en cierto modo su discípulo— más allá del bien y del mal. Es lo que había dicho antes Blake: una mis-ma ley para el león y para el buey es una injusticia.
No sé qué libro de Carlyle les podría recomendar a ustedes. Yo creo que si saben inglés el mejor libro será el Sartor Resartus. O, si les interesa, lean —si les interesa menos el estilo y más las ideas de Carlyle—, lean las conferencias que él reunió bajo el tí-tulo de El culto de los héroes y de lo heroico en la historia. En cuanto a su obra más extensa, a la que dedicó catorce años, La vida de Federico el Grande, es un libro en el que hay brillantes descripciones de batallas. Las batallas le salían muy bien a Carly-le siempre. Pero a la larga se nota que el autor se siente muy le-jos del héroe. El héroe era ateo y amigo de Voltaire. No le inte-resaba.
La vida de Carlyle fue una vida triste. Acabó enemistándose con sus amigos. Él predicaba la dictadura y era dictatorial en su conversación. No admitía contradicciones. Sus mejores amigos fueron apartándose de él. Su mujer murió trágicamente: estaba paseándose en su coche por Hyde Park cuando murió de un ata-que al corazón. Y Carlyle sintió después el remordimiento de ser un poco culpable de su muerte, ya que él se había desentendido de ella. Creo que Carlyle llegó a sentir, como nuestro Almafuer-te lo sintió, que la felicidad personal estaba negada para él, que su neurosis le quitaba toda esperanza de ser personalmente feliz. Y por eso buscó su felicidad en el trabajo.
Me olvidaba de decir —es un rasgo meramente curioso— que en uno de los primeros capítulos de Sartor Resartus, al ha-blar de trajes, dice que el traje más sencillo de que él tiene noti-cias es el usado por la caballería de Bolívar en la guerra sudame-ricana. Y aquí tenemos una descripción del poncho como "una frazada con un agujero en el medio", y debajo él imagina al sol-dado de caballería de Bolívar, lo imagina —simplificándolo un poco— "mother naked", desnudo como cuando salió del vientre de su madre, cubierto por el poncho, y con su sable y con su lan-za solamente.
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