jueves, 24 de noviembre de 2016

MARGUERITE YOURCENAR. OPUS NIGRUM.


MARGUERITE
YOURCENAR
OPUS NIGRUM

INTRODUCCIÓN
MARGUERITE YOURCENAR O LA FORMA DE LA HISTORIA
Con la historia sucede algo muy curioso: no se hace cuando se produce, sino siempre después, no pasa sino que se fabrica, no sucede sino que es algo que se inventa una vez que haya sucedido. Esto es, que la historia es la forma que luego damos a lo que pasó, no exactamente aquello que pasó y que cuando pasaba pocas veces parecía ser historia. Esto es algo que se hace mucho más evidente en nuestros días, cuando la simultaneidad de los acontecimientos y de su transmisión, con la increíble expansión de los medios de comunicación y de las técnicas informáticas, ponen a cada instante en las manos del hombre todo lo que sucede en el universo entero. Pero esta multiplicación de la información, seguida de la instantaneidad y de la simultaneidad de toda ella, no provoca una sensación de historia estructurada, ni mucho menos, sino la de un desorden esencial, un caos: lo contrario precisamente de la sensación que produce la historia, intento desesperado de los historiadores por implantar un orden en el caótico devenir de la humanidad.
Pero para implantar un orden es preciso establecer un sentido, cosa a la que pocos historiadores llegan, pues suele ser patrimonio de los pensadores, de los creadores y de los artistas. Se suele decir que el arte de la literatura reside en la memoria, lo que es verdad en gran medida; y también que la literatura consiste en un ir y venir entre la memoria y la historia, expresando con palabras dispuestas para ser más intensamente recordadas y repetidas —esto es, sentidas— este constante viaje de ida y vuelta. La literatura nació con la rima, el ritmo y el verso, y luego se multiplicó en todas las direcciones para llegar a ser «la máxima lengua posible», según las teorías del académico Francisco Rico.
Y esta lengua con la que expresan de la máxima manera posible las idas y venidas entre la memoria y la historia la crean los artistas, los escritores. De ahí la vigencia del género histórico, que es algo tan real como ficticio. En efecto, desde la Biblia y la Ilíada, la literatura se ancla en la historia, real, mitificada o imaginada, independientemente de la verdad o mentira que superficialmente —esto es, en cuanto a su contenido aparente— predique su propio texto. Lo que sucedió fue que en un momento determinado de la historia de la literatura, concretamente en el romanticismo, y merced sobre todo al escocés Walter Scott, se puso de moda en el mundo el género de la «novela histórica» que, con altos y bajos, ha pervivido hasta nuestros días, y que precisamente en la última década hace furor en el mercado occidental. Y dentro de él, la gran triunfadora final ha sido precisamente esta extraordinaria y profunda escritora francobelga, que falleció el 18 de diciembre de 1987, Marguerite Yourcenar. Dos meses antes, había sido elegida como el mejor escritor europeo en un congreso en Estrasburgo, pero ya para entonces estaba cargada de premios y honores, era miembro de las Academias de Francia y Bélgica, había sido traducida a casi todos los idiomas, y sus obras ocupaban desde hacía años los primeros lugares en las listas de libros más vendidos del mundo entero.
Y aquí cabe hacer una doble matización. En primer lugar, que el género de la novela histórica no es el que define por completo la obra de la escritora —que ha escrito muchos libros de otra temática y sentido— sino el que le llevó a la fama. Pero, como todo gran creador, Marguerite Yourcenar desborda a su propia fama, y es una narradora histórica pero también una pensadora, una asombrosa artista del estilo, ha escrito además ensayos, novelas largas y cortas, teatro y poesía; su obra, tan dispersa en los géneros que cultivó, circula por todos los momentos de la historia, desde la antigüedad clásica griega y latina hasta la época de la ascensión de los fascismos, pasando por las culturas orientales y la época de las convulsiones de la Reforma en la Europa del siglo XVI, y además por todos los espacios también, pues va desde escenarios japoneses y americanos hasta los europeos, españoles, y así sucesivamente: y una obra que al final no es demasiado extensa, pues consta de quince libros en prosa, dos de poemas, seis piezas teatrales y seis volúmenes de traducciones, pero cuyo rigor y profundidad alcanzan cotas inéditas en las letras universales de nuestros días. La novela histórica, por lo tanto, es el género que proporcionó celebridad a la escritora, el que la hizo triunfar universalmente, pero no el que la define en su totalidad.
El segundo matiz que hay que subrayar es que este triunfo ha sido lento, y sobre todo tardío. Para ceñirnos al ámbito simplemente hispánico habrá que advertir que desde la primera aparición de un libro de la Yourcenar en castellano hasta que su obra se impuso definitivamente, colocando esa misma obra durante dos años en las listas de libros más vendidos, y ocupando además los primeros lugares, transcurrieron casi treinta años. Pues se trataba además del mismo libro, una de las obras maestras de la escritora, las Memorias de Adriano, en la no menos valiosa traducción del gran narrador argentino Julio Cortázar, que apareció primero en Buenos Aires, en 1955, sin que apenas se advirtiera, y que en los años ochenta irrumpió como un meteoro en el mercado español, siendo reeditado desde entonces sin parar.
Aún hay más: en 1960, se publicaba en Buenos Aires también otra novela de Yourcenar, El tiro de gracia, en 1970 aparecía en Barcelona una primera versión de esta Opus Nigrum —bajo el título de El alquimista —libro que, al pasar inadvertido, fue posteriormente saldado en algunos grandes almacenes— y que en 1977 aparecía en Madrid, en traducción de Emma Calatayud, que luego se convertiría en la gran traductora de casi toda la obra de la escritora, su primera novela, no muy larga desde luego pero que es una de las mejores pese a su precocidad, Alexis o el tratado del vano combate.
Bueno, pues todo esto había sido ya publicado en España sin que ni el gran público ni gran parte de la crítica pareciera haberse enterado. Pero cuando en 1980 los medios de comunicación conectaron sus focos sobre Marguerite Yourcenar con motivo de su elección como miembro de la Academia Francesa —y era la primera mujer en la historia que alcanzaba esta dignidad, en una institución tan prestigiosa como tenazmente misógina, hasta el punto de que la misma Real Academia Española había roto ese tabú un año antes— la sorpresa fue general. ¿Quién era esta escritora casi secreta, que, aunque relativamente conocida en Francia y otros países occidentales donde ya había sido traducida, presentaba una obra de tal magnitud y bastante desconocida del gran público?
Marguerite Yourcenar, nacida en Bruselas en 1903, en el seno de una familia francobelga, hija de un aristócrata francés venido a menos y de una heredera de la gran burguesía belga —que falleció a los diez días del nacimiento de su hija—no se llamaba en realidad así, sino que formó este nombre literario al principio de su carrera mediante un anagrama imperfecto de parte de su apellido paterno. Su nombre completo, si se cuenta también el apellido materno, fue el de Marguerite, Antoinette, Jeanne, Marie, Ghislaine, Cleenewerck de Crayencour y Cartier de Marchienne; su padre era de la región de Lille, en Francia, y su madre de la de Namur, en Bélgica, y el nacimiento de la escritora se produjo durante una estancia temporal de sus padres en Bruselas, en una casa ya derruida de la avenida Louise. Tras la muerte de la madre, el padre se trasladó a vivir con su hija recién nacida a Francia, a una propiedad familiar de su región natal denominada el castillo de Mont-Noir, mansión que también resultó posteriormente destruida durante la guerra. Así, los escenarios familiares y vitales de Marguerite Yourcenar han ido desapareciendo uno tras otro de manera implacable. Durante su infancia, la niña fue educada con rigor y flexibilidad, merced a preceptores privados, y alternaba su existencia en Mont-Noir con otras en casa de su familia paterna en Lille y otras más en Bruselas con sus parientes por parte de madre. También su padre la arrastró con cierta frecuencia al sur de Francia durante los veranos y las vacaciones. De todas formas, a partir de 1912, Michel Cleenewerck de Crayencour se instala con su hija en París, en un barrio elegante, en una casa que también desaparecería después. La guerra de 1914 les sorprende en la costa belga, de donde padre e hija se trasladan a Gran Bretaña huyendo del conflicto. La niña sigue sus estudios de manera intermitente, profunda y flexible como siempre, guiada por sus preceptores y su propio padre, primero en los suburbios de Londres y posteriormente en París, de donde se trasladan finalmente al sur de Francia a finales de la guerra. Aprende el latín, el griego y el italiano, empezando a leer poesía en estos idiomas, y adquiere sus primeros conocimientos del inglés.
A los dieciséis años, compone un poema dialogado basado en la leyenda de ícaro, El jardín de las quimeras, que se publica, pagado por su padre, en 1921. Y al año siguiente otro libro de poemas, Los dioses no han muerto, muestra que ya no se trata de ejercicios de diletante —aunque sean de alguna manera bastante escolares— sino de una vocación en debida forma. Durante todo el período de entreguerras, Marguerite Yourcenar —que ya ha adoptado este nombre de pluma, que se convertirá en el suyo legal en Estados Unidos en 1947— viaja con su padre por toda Europa, por el Mediterráneo, Italia, Grecia, Centroeuropa y España, comienza a escribir ensayos y textos de creación que va publicando lentamente en algunas revistas francesas de la época y proyecta una vasta construcción novelesca que nunca llegará a realizar, pero que es el germen de otras obras posteriores. En efecto, esta artista adolescente planeaba la creación de una vasta novela, Remous (Remolinos), que contase a través de múltiples personajes la historia de varias familias europeas que se mezclaban entre sí a través de cuatro siglos. Llegó a escribir más de quinientas páginas de este proyecto que, sin embargo, quedó inconcluso y jamás se publicó. Sin embargo, tres fragmentos aparecerían en un volumen en 1934 bajo el título La muerte conduce el atelaje, título del que también renegaría posteriormente y que jamás reeditó. En realidad, este volumen contenía tres novelas cortas, que luego sufrieron distintos destinos. La primera, D’après Greco, se convirtió en Anna Sóror, historia de un incesto sucedido en Nápoles bajo la dominación española en el siglo XVI, que pasaría casi sin variantes a una de sus obras finales, Como el agua que fluye, que se publicó en 1981. En esta última obra se incluyen también otras dos narraciones, Un hombre oscuro y Una hermosa mañana, que son la reelaboración profunda de temas incluidos en otro de los relatos del libro de 1934, D’après Durero, el tercer relato, D’après Rembrandt daría origen, después de muchas reelaboraciones, a toda una obra larga e independiente que además es una de sus obras maestras, Opus Nigrum, como tan excelentemente se ha traducido la expresión francesa «L’oeuvre en noir», la «obra en negro», según las operaciones de los alquimistas del renacimiento.
También son estos los años en los que Marguerite Yourcenar siente la llamada del emperador Adriano, y cuando, según se agotaba la inspiración de Remous, iba surgiendo en su interior lo que después sería su autobiografía, El laberinto del mundo, de la que llegó a publicar en vida los dos primeros volúmenes, Recordatorios y Archivos del Norte —que son sobre todo un análisis y recreación de la historia de sus familias paterna y materna durante varios siglos, y al parecer ha dejado terminado en el momento de su desaparición el tercer tomo, que llevará el título de Quoi, l’éternité?, pero que todavía no se ha publicado en el momento en que redacto estas líneas. En 1922, la escritora es testigo de la marcha de los fascistas de Mussolini sobre Roma, que luego le servirá para otra de sus novelas, de inspiración claramente antifascista, Denario del sueño, que tras publicarse poco antes de la gran guerra no sería reeditada, bastante modificada, en su versión definitiva hasta 1959. Durante todos estos años publica sus primeros poemas también y alguna obra teatral o relatos de inspiración oriental. Aunque el influjo de André Gide —el gran maestro de las juventudes literarias de aquella época en Francia y en Europa— y sus viajes por Centroeuropa le llevarían a redactar dos célebres novelas, Alexis, o el tratado del vano combate, y El tiro de gracia, publicadas respectivamente en 1929 y 1939, donde se abre paso un tema de inspiración gidiana, el de la homosexualidad. La primera de esas dos breves novelas llamó poderosamente la atención de la crítica más rigurosa de aquel tiempo. Ese mismo año, en 1929, fallece su padre en un clínica suiza en Lausanne, pero la escritora prosigue sus peregrinaciones por Europa, tras haber intentado recobrar los restos de su herencia materna. En 1930 publicaba otra novela de la que después también renegaría, La nueva Eurídice, y una obra de teatro, El diálogo en la marisma. En 1934 publica los dos libros citados anteriormente, Denario del sueño y La muerte conduce el atelaje, y durante los cuatro años siguientes viaja por Grecia, donde escribe los textos de uno de sus libros más importantes, Fuegos, compuesto por textos líricos de un posible diario personal, intercalados entre varios relatos inspirados en la mitología clásica pero con lecciones morales permanentes, que se publicó en 1936. Y dos años después aparecería otra obra extraña y personal, Los sueños j las suertes, una especie de ensayo sobre los sueños, que incluye relatos de sus propias pesadillas. Traduce también a Virginia Woolf —Las olas— y a Henry James —Lo que Maisie sabía— así como al gran poeta griego de Alejandría Constantin Kavafys, al que dedicó asimismo un largo ensayo introductorio. Tras su encuentro con la profesora norteamericana Grace Frick, que sería su traductora al inglés y su compañera durante toda su vida, visita por vez primera Estados Unidos, donde conecta con los cantos espirituales negros, con los que escribiría después una gran antología y ensayo. Tras la publicación en 1939 de El tiro de gracia, Marguerite Yourcenar escapa de la segunda guerra mundial que ha estallado en Europa y se exilia en los Estados Unidos, donde se dedica en principio a tareas docentes, a pesar de carecer de títulos universitarios, en un trabajo en el que la calidad y profundidad de sus conocimientos y su vasta cultura, tras la ayuda inicial de Grace Frick, se le abrieron las puertas con sencillez. Con el tiempo, ambas amigas se instalarían en la isla de los Monts-Déserts, situada en la costa atlántica norteamericana, frente al Estado de Maine, alternando sus trabajos docentes con los de la traducción y la escritura de creación.
De 1948 a 1950 redacta las Memorias de Adriano, cuya publicación en 1951 le valió el premio de novela de la Academia Francesa y el comenzar a ser ya bastante conocida al menos en Francia. Durante los largos años de la postguerra, Marguerite Yourcenar vuelve a emprender numerosos viajes, va siendo reconocida en otras partes, recibe varios doctorados «honoris causa», publica su segunda gran novela Opus Nigrum, en 1968 —que le valió el premio Femina—, entra dos años después en la Academia Belga de literatura y recibe al siguiente la Legión de Honor. Inicia la publicación de su autobiografía ya citada, la edición de algunas obras anteriores revisadas como ya he dicho, sus traducciones poéticas, algunas piezas teatrales más, sus libros de ensayos, como A beneficio del inventario o, mucho después, El tiempo, ese gran escultor, y acompaña y asiste a su amiga Grace Frick en una dolorosa enfermedad que la llevará a la tumba en 1979. Y al año siguiente llegó su elección como miembro de la Academia Francesa, que rompía así con su misógina tradición de tres siglos y medio. Durante estos años también, Marguerite Yourcenar se sintió tentada por algunos temas misteriosos, como los del mundo de las drogas y los alucinógenos del brujo don Juan descritos por Carlos Castañeda, o el del suicidio del escritor japonés Yukio Mishima, al que dedicó un libro —Mishima o la visión del vacío— pero también combatió en temas más políticos, como en la defensa de los negros y los derechos civiles en Estados Unidos, en favor de la paz universal, contra la proliferación nuclear, contra la superpoblación y en favor de la ecología, del medio ambiente, de la naturaleza y de los animales. Sin embargo, y a pesar de que toda su vida y su obra es un gran ejemplo para la lucha por los derechos de la mujer, nunca se acercó a los movimientos feministas, pues le desagradaban sus radicalismos y sus exageraciones.
En los últimos años de su vida, Marguerite Yourcenar alternó su residencia en la propiedad de la isla de Mont-Déserts —una mansión campesina denominada «Petite plaisance»— con sus viajes y conferencias en el mundo entero, y la recepción de múltiples premios, honores y homenajes. Publicó su ensayo sobre Mishima, una asombrosa antología de la poesía griega clásica, La corona y la lira, revisó alguna obra anterior y en 1983 sufrió un grave accidente en Kenia que hizo temer por su vida, hasta que, finalmente, falleció en un hospital de Washington a finales de 1987, cuando contaba ochenta y cuatro años de edad.
Como diría André Malraux, la muerte de un hombre convierte su vida en destino. Marguerite Yourcenar hizo de su propia vida y de su obra un constante peregrinar por todos los rincones del mundo, tanto en su geografía como en su historia; se paseó, en su existencia o en su imaginación repleta de sabiduría y cultura, por los lugares y las épocas más dispares, pero siempre acercando al hombre y a la mujer de hoy a los grandes temas del pasado, o convirtiendo el pasado en los moldes más conflictivos del mundo contemporáneo. En su afán de discreción y de objetividad, nada de su vida personal ha pasado a su literatura, exceptuando sus obsesiones y temas preferidos. En su autobiografía, que todavía no lo es a la espera de su tercer volumen, ya que sólo habla de sus estirpes familiares más que de su propia vida, empieza citando un lema oriental «¿Cómo sería tu rostro antes de que tu padre y tu madre se encontraran?» Y cuando tiene que hablar de sí misma, al principio de esta misma obra, empieza separándose del tema para siempre: «El ser que llamo yo...». Dejando aparte su poesía, que traspasa toda su obra, su teatro —seis piezas— y sus ensayos, su obra propiamente narrativa, si se prescinde de algunos libros juveniles ya citados —La nueva Eurídice y La muerte conduce el atelaje, ya citados— consta tan sólo de cinco novelas largas, y veintidós cortas reunidas en tres volúmenes estas últimas: Como el agua que fluye, Fuegos, y Novelas orientales. Sus novelas largas son las ya citadas Alexis, o el tratado del vano combate, El tiro de gracia, Denario del sueño, Memorias de Adriano y Opus Nigrum, siendo estas dos últimas los dos grandes pilares sobre los que se asienta su obra entera. La primera de las dos se basa en el monólogo, imaginario, pero perfectamente verosímil —Yourcenar cuidaba al milímetro sus reconstrucciones históricas, a las que no cabe objetar el menor error, y cuando extrapola algo ella es la primera que lo advierte— del emperador Adriano, que intentaba consolidar el territorio de Roma justo antes de que se desmoronase, debatiendo sobre la naturaleza humana, sobre el tema del amor y la homosexualidad, sobre el arte, las religiones y los dioses, en el momento en que vacilaba la antigua civilización y los viejos valores iban a ser sustituidos por otros nuevos, pues el cristianismo se anunciaba como nueva fuerza emergente. Pero Adriano es un personaje histórico real y existente, mientras que en Opus Nigrum la escritora iba a basar su fábula, tan coherente, imaginaria y real como la anterior, sobre un personaje perfectamente inventado, el alquimista, médico y filósofo Zenón, cuya peregrinación por la Europa de su tiempo, justo cuando el cristianismo se divide en dos, a causa de la Reforma protestante, constituye una gran novela de aventuras, una lección filosófica y una fabulación moral universal.
La propia escritora, en la «nota de autor» incluida en este volumen relata, con su habitual exactitud y elegancia, cómo nació esta obra y cuáles fueron sus principales fuentes de inspiración. Es otra vez la historia de un mundo vacilante, de lucha de dos grandes fuerzas que se contraponen, un juego de contraluces que iluminan el corazón humano de una vez para siempre, y ya desde el principio, en la cita de Pico de la Mirándola que abre el volumen, se le cita con su nombre primero y universal, Adán. Zenón podría haber nacido en Brujas en 1510 aproximadamente, y su vida recorrería el mundo civilizado y conflictivo de su tiempo como un estandarte en favor de la luz y de la independencia, de la ciencia y de la tolerancia, cuando catolicismo y protestantismo se oponen cada vez más cruelmente, y empieza la decadencia del imperio español, lo que causará su muerte voluntaria que podría hasta imaginarse feliz. Los modelos para la figura de Zenón han sido muchos, desde Erasmo de Rotterdam o Leonardo da Vinci, o Vesalio, o Galileo y Giordano Bruno hasta Campanella y Miguel Servet, el gran científico español perseguido tanto por el catolicismo como por el calvinismo protestante. Esta novela es un relato de aventuras, una lección ética, un tratado de historia y un magistral poema.

Rafael Conte.

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