domingo, 27 de noviembre de 2016

AES TRIPLEX. ROBERT LOUIS STEVENSON.


AES TRIPLEX
ROBERT LOUIS STEVENSON


LOS CAMBIOS labrados por la muerte son en sí mismos tan brutales y definitivos, tan terribles y melancólicos en sus consecuencias, que este hecho se mantiene aparte en la experiencia del hombre, y no tiene paralelo sobre la tierra. Sobrepasa todos los acciden-tes, pues es el último de ellos. Algunas veces salta de repente sobre sus víctimas, como un asesino; otras veces somete a un sitio continuo a su ciudadela y tarda algunos años en tomársela, y cuando su asunto está realizado, deja una dolorosa devastación en las vidas de otras personas, y arranca el clavo del que muchas amistades subsidiarias pendían. Hay sillas vacías, ca-minatas solitarias y camas individuales durante la noche. Además, al llevarse a nuestros amigos, la muerte no se los lleva por completo, sino que deja detrás suyo un residuo burlón, trágico e intolerable, que debe ser afanosamente disimulado. De ahí un capítulo entero de aspectos y costumbres asombrosas, desde las pirámides de Egipto hasta las horcas y los túmulos. Las personas más pobres tienen algo so-lemne cuando se dirigen a la tumba; los epitafios restauran lo menos memorable; y en orden de preser-var alguna muestra de respeto por nuestros viejos amores y amistades, debemos acompañarlos con las más severas y absurdas ceremonias, mientras el coche fúnebre alquilado espera ante la puerta. Todo esto, y muchas cosas de la misma suerte, acompañado de la elocuencia de los poetas, ha recorrido un largo ca-mino para inducir a la humanidad al equívoco. Ade-más, en muchas filosofías el error ha sido asumido, y asumido con todo tipo de lógicas; aunque en la vida real el bullicio y el ajetreo al conceder a la gente poco tiempo para pensar, no les deja tiempo suficiente para equivocarse peligrosamente en la práctica.
De hecho, aunque de pocas cosas se habla con más temerosos susurros que de esta perspectiva de la muerte, pocas tienen menos influencia sobre la con-ducta bajo circunstancias saludables. Todos hemos oído hablar de ciudades de Suramérica construidas sobre las faldas de empinadas montañas, y de cómo, aún en ese ambiente tremendo, los habitantes no están ni un tris más impresionados por la solemnidad de su condición mortal que si estuvieran cultivando jardines en la más fértil esquina de Inglaterra. Se celebran serenatas, cenas, y hay mucha galantería bajo los mirtos. Y mientras tanto, los cimientos tiemblan bajo los pies, las entrañas de la montaña gruñen, y en cualquier momento, a la luz de la luna, las ruinas vivientes pueden saltar hasta el cielo y arrojar al polvo a la humanidad y sus festejos. En los ojos de la gente muy joven, y de los muy viejos, hay algo temerario y desesperado en tal zona. No parece creíble que matri-monios respetables con sombrillas, puedan tener ape-tito por la cena a escasa distancia de la montaña ardiente. La vida ordinaria comienza a oler, a tener el aspecto de una gran bacanal, cuando se prosigue tan cerca de una catástrofe; e incluso el queso y las ensaladas, según parece, difícilmente pueden ser sa-boreados en tales circunstancias, sin cierto aire de desafío al creador. Este debería ser lugar desierto, salvo para los ermitaños dedicados a la oración y la penitencia, o para los pobres demonios entregados a una perpetua borrachera.
Y, sin embargo, cuando se lo piensa detenidamen-te, la situación de estos ciudadanos sudamericanos es apenas un pálido reflejo del estado ordinario de la humanidad. Este mundo, que viaja ciega y velozmente en un espacio atestado, entre un millón de otros mundos que viajan ciega y velozmente en direcciones contrarias, puede de repente chocar y explotar al igual que una papeleta. ¿Y qué, considerado patológi-camente, es el cuerpo humano con todos sus órganos, sino una bolsa de petardos? El menor de los cuales es tan peligroso al todo, como el polvorín del barco al barco; y con cada partícula de aire que aspiramos, con cada comida que ingerimos, estamos poniendo uno o varios de ellos en peligro; y si estuviéramos tan devo-tamente apegados (como algunos filósofos pretenden que lo estamos) a la idea abstracta de la vida o estuviéramos la mitad de lo asustados que pretenden que estamos ante el subversivo accidente que todo lo concluye, las trompetas sonarían y nadie atendería su llamado a la batalla; la bandera de despedida podrá ondear en el mástil, pero ¿quién abordará un barco que se pierde en el mar? Pensemos (si estos filósofos estuvieran en lo cierto) .con qué preparativos de espíritu afrontaríamos los peligros diarios de la mesa del comedor, lugar más mortal que cualquier campo de batalla, donde la más grande proporción de nues-tros antepasados dejaron sus huesos?
¿Qué mujer se aventuraría al matrimonio, el cual es mucho más peligroso que el mar más agitado? ¿y qué significaría el envejecer? Pues, mirado desde cierta distancia, a cada paso que damos en la vida encontramos la capa de nieve más delgada bajo nues-tros pies, y a nuestro alrededor y detrás de nosotros vemos cómo nuestros contemporáneos se hunden en ella. Cuando un hombre se acerca a los setenta años, el que su existencia continúe es tan sólo un milagro; y cuando tiende sus viejos huesos sobre el lecho para pasar la noche, hay una sobrecogedora probabilidad de que no vea la luz del nuevo día. ¿Se preocupan por esto, en realidad, los ancianos? Obviamente, no. Jamás fueron más felices. Tienen su trago de ponche cada noche, y cuentan las historias más picantes; oyen acerca de la muerte de personas de su edad, o aún menores, no como una terrible advertencia, sino con un placer simple, pueril, de haberlos sobrevivido. Y cuando una corriente de aire podría apagarlos como si de una vela que parpadea se tratara, o un ligero resbalón quebrarlos como si estuvieran hechos de cristal, sus viejos corazones palpitan acompasada-mente y sin temor, y continúan, entre risas, muchos años, comparados con los cuales el Valle de Balaclava sería tan pacífico y seguro como un campo de criquet de un pueblo en domingo. Se podría tranquilamente preguntar (si consideramos el peligro únicamente) si fue una hazaña más osada la de Curcio al sumergirse en el abismo, que la de un viejo de noventa años que se desviste y se sube a la cama. De hecho, uno de los más memorables temas a considerar, es ver con qué despreocupación y alegría avanza la humanidad por el Valle de las Sombras de la Muerte. Se trata de unaselva llena de trampas, a cuyo final, para quienes temen el último esfuerzo, está la ruina irrevocable. Sin embargo, vamos divertidos, como si se tratara de una excursión para el Derby. Tal vez el lector recuerda una de las humorísticas ocurrencias del deificado Caligula; cómo procuró una vasta concurrencia de personas en ánimo de fiesta sobre un puente de la bahía Baiae; y cómo, cuando estaban en el clímax de la diversión, lanzó a la Guardia Pretoriana a que los acometiera y los arrojara al mar. No se trata de una mala reproducción en miniatura de cómo la natura-leza se comporta con la transitoria raza humana. Sólo que, ¡qué amenazada se halla la excursión, incluso mientras dura, y en qué profundas aguas, que ningún nadador podrá cruzar, en las que las pálidas Pretoria-nas Divinas nos arrojan al final!
Vivimos el tiempo que tarda en consumirse una cerilla; hacemos saltar el corcho de una botella de jengibre y el terremoto nos engulle un instante des-pués. ¿No es extraño, no es incongruente, no es, en el más elevado sentido de la razón humana, increíble que pensemos tanto en la botella de jengibre y tan poco en el terremoto que nos devora? El amor a la Vida y el temor a la Muerte son dos frases famosas que cuanto más pensamos en ellas son más difíciles de entender. Es un hecho bien sabido que una inmensa proporción de los accidentes de barco jamás ocurri-rían si la gente mantuviera la escota a mano, en lugar de sujetarla; y sin embargo, a menos que se trate de un caballero de armas tomar o de un marino profesio-nal, todas las criaturas de Dios la sujetan. i Qué extraño ejemplo de la despreocupación humana y de la desvergonzada osadía frente a la muerte!
Nos confundimos con frases metafísicas que intro-ducimos a las conversaciones corrientes. No tenemos idea de lo que la muerte es, aparte de las circunstan-cias y de algunas de sus consecuencias para otros; aunque tenemos alguna experiencia de la vida, no hay un sólo hombre sobre la tierra que se haya elevado tanto en sus abstracciones que tenga siquiera una visión práctica del significado de la palabra vida.
Toda la literatura, desde Job y Omar Khayan a Thomas Carlyle o Walt Whitman, no es otra cosa que una tentativa de contemplar la condición humana con tal amplitud de mira que nos permita elevarnos de la condición del vivir a una Definición de la Vida; y nuestros sabios nos dan casi la mejor satisfacción que está a su alcance, cuando dicen que es un vapor, una apariencia, o que está hecha del mismo tejido que los sueños. La filosofía, en su sentido más rígido, se ha aplicado a esta labor por años; y luego de que una miríada de cabezas brillantes se han devanado los sesos en el asunto, y montañas de palabras se han apilado unas sobre otras en secos y nebulosos volúme-nes que no tienen fin, la filosofía tiene el honor de exponernos, con modesto orgullo, su contribución: que la vida es una Permanente Posibilidad de Sensa-ción. ¡Verdaderamente un gran resultado! Un hom-bre puede muy bien amar la carne, la cacería, o una mujer; pero con seguridad, no una Permanente Posi-bilidad de Sensación. Puede sentir temor de un precipicio, del dentista, de un enemigo armado de un garrote, incluso del enterrador; pero no ciertamente de la muerte en abstracto. Podemos hacer trampa con la palabra vida en sus múltiples sentidos hasta cuando nos fatiguemos de hacerlo. Podemos argumentar en los términos de todas las filosofías que existen sobre la tierra, pero un hecho continúa siendo cierto: que no amamos la vida, en el sentido de que estemos hondamente preocupados por su conservación; que lo que amamos no es, propiamente hablando, la vida, sino vivir. En las ideas del menos precavido hay un poco de previsión; los ojos de ningún hombre están absolutamente fijos en la hora que pasa; pero aunque tenemos cierta anticipación de la buena salud, del buen clima, del vino, de las ocupaciones, del amor, de la auto-estima, la suma de estas previsiones no consti-tuye para nadie una visión general de sus posibilidades y recursos. Tampoco son aquellos que más las cuidan, los más escrupulosos en cuanto a su seguridad perso-nal. El estar hondamente interesados en los acciden-tes de la propia existencia, el obtener el máximo pro-vecho de la compleja textura de la experiencia hu-mana, lleva a los hombres a olvidar tomar precau-ciones y a arriesgar su cuello por cualquier cosa. Pues, con seguridad, el amor a la vida es más fuerte en un alpinista que cuelga de un lazo sobre un precipicio, o en un cazador que cabalga alegremente sobre una va-lla, que en una criatura que vive a dieta y que camina distancias calculadas en interés de su constitución.
Sobre este asunto ambos bandos han pronunciado una buena cantidad de tonterías: llorosos predicado-res que reducen la vida a la mera dimensión de una procesión funeraria, tan corta que difícilmente puede ser decente; y melancólicos incrédulos que suspiran por la tumba como si de un mundo demasiado lejano se tratara. Ambos bandos deben sentirse un poco apenados de sus logros cuando se acomodan en sus sillas para cenar. De hecho, una buena comida y una
botella de vino son una respuesta para la mayoría de los trabajos sobre este asunto. Cuando el corazón del hombre se enciende por las viandas, olvida una buena cantidad de sofistiquerías y se eleva hasta la rosada zona de la contemplación. La Muerte puede estar tocando a la puerta, como la estatua del Comendador. Tenemos algo entre manos, gracias a Dios, dejémosla pues que llame. Las campanas que llaman a duelo se escuchan por doquier. Por todas partes, y a todas horas, alguien se está despidiendo de todos sus dolo-res y éxtasis. También para nosotros la trampa está tendida. Pero estamos tan encariñados con la vida, que no hay lugar para entretenernos con el terror de la muerte. Es una luna de miel para cada uno de nosotros, y no la más larga. Poca culpa tenemos si entregamos nuestro corazón a esta resplandeciente novia, a los apetitos, al honor, a la hambrienta curiosi-dad de la mente, al placer de los ojos en la naturaleza, al orgullo por la agilidad de nuestro cuerpo.
Todos nosotros hablamos de las sensaciones. Pero en cuanto se refiere a preocuparse por la Permanencia de la Posibilidad, la cabeza de un hombre se halla por lo general desnuda y sus sentidos bastante embotados antes de que llegue eso. Sea que consideremos la vida como una callejuela que conduce a un paredón, un fondo de saco, como dicen los franceses; sea que la consideremos como un portal o un gimnasio, donde aguardamos nuestro turno y preparamos nuestras facultades para algún destino más noble; sea que gritemos en un púlpito, o nos lamentemos en libritos de poesía atea a propósito de la vanidad de la vida y de su brevedad; sea que aspiremos a largos años de salud y vigor, o estemos a punto de montarnos a unasilla de ruedas como paso previo al ataúd; en todas y cada una de estas situaciones hay sólo una conclusión posible: que un hombre debe taparse los oídos contra cualquier terror paralizante y correr el camino que le corresponde con una mente tranquila. Seguramente nadie habrá retrocedido con mayor angustia en el corazón y terror ante el pensamiento de la muerte que nuestro respetado filólogo Samuel Johnson; y, sin embargo, sabemos lo poco que afectó su conducta, con qué sabiduría y osadía recorrió su camino, con qué fresca y vívida vena habló sobre la vida. Ya viejo, se aventuró a viajar por los Highlands; y su corazón, recubierto de bronce, no retrocedió ante veintisiete tazas de té.
Como el coraje y la inteligencia son las dos mejores cualidades que un hombre puede cultivar, corres-ponde a la inteligencia como primera tarea reconocer la precariedad de la vida, y como la primera del valor el no dejarse abatir ante el hecho. Un aire franco y de algún modo temerario, el no mirar con demasiada ansiedad hacia adelante, ni perder el tiempo en sollozos plañideros respecto al pasado, son sellos del hombre bien armado para este mundo.
Y no sólo bien armado para sí mismo, sino para servir a los demás como buen amigo y buen ciuda-dano. No buscamos a los cobardes para proponerles cosas; no hay nada tan cruel como el pánico; el hombre que siente menos temor por su propio pe-llejo, tiene más tiempo para los demás. El químico aquel que decidió hacer sus paseos con zapatos de hojalata, y que se alimentaba únicamente de leche tibia, logró que su trabajo se resintiera por las preocu-paciones de la digestión. Tan pronto como la prudencia hizo aparición en su cerebro, como un hongo lúgubre, encontró su primera expresión en la parálisis de sus actos generosos. La víctima comenzó a enco-gerse espiritualmente; comenzó a desarrollar una afi-ción por salitas con temperatura regulada y a extraer su moral de los zapatos de hojalata y de la leche tibia.
Los cuidados del cuerpo o del alma se vuelven tan definitivos, que todos los ruidos del mundo externo comienzan a llegar débiles y adelgazados a la salita con temperatura regulada; y los zapatos de hojalata avan-zan uniformemente sobre sangre y lluvia. Ser pruden-te en exceso es osificarse; y aquél demasiado escrupu-loso termina quedándose fijo en un punto. En cambio, el hombre que tiene su corazón a flor de piel y una veleta rondando en su cerebro, que reconoce que su vida es algo para ser usado y arriesgado alegremente, hace una muy diferente amistad con el mundo, man-tiene sus latidos rítmicos y rápidos, reúne ímpetus a medida que corre, y si su meta es algo mejor que un fuego fatuo, puede convertirse al final en una conste-lación. El Señor cuida de su salud; el Señor toma cuidado de su alma, dice. Tiene la clave de su posición y avanza entre el peligro y la incongruencia hacia su meta. La muerte le apunta desde todos lados con sus baterías preparadas, igual que a nosotros; sorpresas desafortunadas le rodean; amigos y conocidos sujetan las manos en una suerte de sínodo elegíaco sobre su camino ¿y qué le preocupa de todo esto a él? Siendo un verdadero amante del vivir, un hombre con algo espontáneo en su interior, puede, como cualquier otro soldado, en cualquier otra guerra mortífera, apresurar su paso hasta llegar a su objetivo. ` ` i Un título de nobleza, o la Abadía de Westminster!",gritaba Nelson en su estilo brillante, juvenil, heroico.
Estos son grandes incentivos. No por ninguno de estos, sino por la simple satisfacción de vivir, de ocuparse de sus asuntos de esta o de otra manera, el hombre valiente y servicial de cada nación se arriesga en el peligro y salva los obstáculos de la prudencia. Pensemos en el heroísmo de Johnson, en aquella soberbia indiferencia hacia la limitación mortal que le fijó sobre su diccionario y lo llevó triunfante hasta el final. ¿Quién, de haber considerado prudentemente las cosas, se habría embarcado en un trabajo más considerable que una postal de medio penique? ¿Quién habría proyectado una novela por entregas, luego de que Dickens y Thackeray habían caído a mitad de camino? ¿Quién habría hallado valor para comenzar a vivir, de haberse entretenido en la consi-deración de la muerte?
Y al fin y al cabo, ¡qué equívoco tan lamentable y penoso en todo aquello! Privarse de todas la ventajas de la vida en una salita con temperatura regulada, como si eso no fuese morir cien veces y a lo largo de diez años sin interrupción. ¡Como si eso no fuera estar muerto en vida, sin gozar siquiera de las tristes inmunidades de la muerte! ¡Como si eso no fuera morir, y ser sin embargo los pacientes espectadores de muestro propio estado lamentable! La Posibilidad Permanente se preserva, pero las sensaciones cuida-dosamente se mantienen al alcance de los brazos, como si se mantuviera una placa fotográfica en un cuarto oscuro. Es mejor perder la salud como un dilapidador, que malgastarla como un miserable. Es mejor vivir y encontrar la muerte viviendo que morir diariamente en una habitación de enfermo. Empecemos pues nuestro folio. Aún si el doctor no nos asegura un año de vida, aún si duda de que pueda ser un mes, tomemos un impulso valeroso y veremos qué podemos hacer con una semana. No es sólo en las empresas concluidas en las que advertimos labores útiles. Hay un espíritu en el hombre que supera el final más imprevisto. Todos los que han deseado de corazón hacer un buen trabajo, han hecho un buen trabajo, aunque hayan muerto antes de firmarlo. Todo corazón que ha latido con fuerza y alegremente ha dejado tras de sí un esperanzador impulso, y ha mejorado la tradición de la humanidad. Y aún si la muerte alcanza a la gente, como una trampa abierta, en mitad de carrera, mientras planeaban vastos proyectos y gigantescos cimientos, inflamados de es-peranza y sus bocas llenas de jactancioso lenguaje, si son, pues, detenidos y silenciados, ¿no hay algo valiente y animoso en tal final? Y, ¿no se entrega la vida de mejor grado arrojándola al precipicio, que regándola miserablemente, para terminar en un delta arenoso? Cuando los griegos compusieron aquella hermosa frase de que los amados de los dioses mueren jóvenes, no puedo evitar pensar que tenían sus ojos puestos en este tipo de muerte. Pues seguramente, cualquiera que sea la edad en la que la muerte alcance a un hombre, es joven para morir. No se tolera que la muerte arranque ni siquiera una ilusión del corazón. En el clímax de la vida, con un pie en el punto más alto de la existencia, se pasa de golpe al otro lado. Cuando aún se oye el ruido del mazo y del cincel, las trompetas apenas comienzan a sonar arrastrando con él nubes de gloria, este espíritu afortunado y lleno de vida, es lanzado a la vida espiritual.

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