domingo, 4 de septiembre de 2016

Silvina Ocampo. Cuentos. Volumen 2: Hombres animales enredaderas.


Hombres animales enredaderas

Al caer perdí sin duda el conocimiento. Sólo recuerdo dos ojos que me miraban y el último vaivén del avión, como si una enorme nodri-za me acunara en sus brazos. Así agradará a un niño que lo acunen. Cerré los párpados, vagué por mundos desconocidos. Después un ruido ensorde-cedor y luego un golpe seco me devolvieron a la reali-dad: el encuentro duro de la tierra. Después nada me comunicaba con esa tierra, salvo la sensación de una hoguera que se apaga y de-ja la ceniza gris parecida al silencio. No comprendo en qué forma su-cedió el accidente: que yo esté solo en esta selva con los víveres y que no quede ningún rastro a la vista de la máquina donde viajé, me desconcierta. Alguien vendrá a buscarme, confío en la astucia de los aviadores que, más que buscarme a mí y a los demás tripulantes y pasajeros, buscarán la máquina. Me en-contrarán por casualidad; la casualidad existe y a veces conviene. Estas provisiones, cuidándo-las, alcanzarán para veinte días. Mi cálculo podría ser inexacto.
Además algún roedor, algún pájaro o una bestia cualquiera po-drían de-vorar los víveres que no están adecuadamente envasados; entonces, mi dieta se reduciría considerablemente. Me quedarían, asimismo, las con-servas y las galletitas con gusto a cartón que es-tán en latas, el lomito ahumado, las lengüitas, los dátiles y las ci-ruelas, las repugnantes cas-tañas de Cajú, el maní.
Pero aquellos ojos, ¿dónde estarán?.
Veinte días es mucho, es casi un mes. Víveres para veinte días, ¿qué más puedo pedir?. Compartirlos. ¿me será dada esa felicidad?. No sé dónde leí que algunos monjes se alimentaban durante mucho tiempo de dos o tres dátiles por día. Las botellas de vino también me ayudarán a mantenerme sano y fuerte.
Pero aquellos ojos que me miraban, ¿qué beberán?.
A ningún animal le interesa tomar vino, ¿por qué será?. Y ha-blando de
animales, pienso en la posible existencia de fieras.
Oigo a veces crujir las ramas y me parece que hay olor a fiera, pero en-tiendo que si doy curso a mis cavilaciones me volveré loco, y entonces me echo de bruces en la tierra, la beso y trato de imaginar un mundo de corderos, como en las estampas de primera comunión, y de maripo-sas, como en los libros de lectura infantil. Mi cama es tan cómoda que después de haber dormido ocho horas, me despier-to plácidamente cre-yendo que estoy en casa. Extiendo el brazo y con mano segura, trato de encender la lámpara de mi mesa de luz; me demoro un rato en esa ilusión. Si la noche está muy oscura, me apresa una gran angustia, pe-ro si hay luna, contemplo la luz que brilla en las hojas de los árboles y en los troncos cubiertos de mus-go y me imagino que estoy en un jardín bien cuidado. Me tranquili-za esta imagen tan tonta en realidad, ya que siempre preferí la sel-va a un jardín civilizado. Por eso mismo andaba siempre despeina-do, me dejaba crecer la barba y, a veces, el aseo de mi ropa no era impecable. Ahora que estoy rodeado de una vegetación que se ex-pande al azar, ¿preferiría estar rodeado de las más disciplinadas plantas? No, de ningún modo. Todos mis pensa-mientos me llevan a la ciudad que odié; a los alrededores de la ciudad que desprecié. Re-cuerdo con rencor su olor a nafta, a naftalina, a far-macia, a sudor, a vómito, a pies, a sótano, a viejo, a insecticida, a min-gitorio, a re-cién nacido, a escupitajo, a excrementos, a cocina. No cometo la equivocación de redimir la imagen de la ciudad con la imagen de las personas queridas. Trato de no echar de menos ni la letrina ni el la-vatorio. Me acostumbro a esta vida. Uno se acostumbra a todo, me decía mamá y tenía razón.
No conozco el clima de este sitio; eso sí, me molesta un poco mi igno-rancia. Sería difícil conocerlo sin nada que me oriente: ni baró-metro, ni indicación geográfica, ni estudios botánicos ni climáticos. Por culpa de una tormenta el avión tuvo que cambiar de rumbo, de modo que no sé ni siquiera aproximadamente dónde cayó. Podría consultar el cielo, pero tampoco entiendo mucho de estrellas, temo equivocarme. Creo que es-te lugar es húmedo porque hay ciertas lia-nas y cierta variedad de ma-dreselvas que crecen en lugares húme-dos. No sé si el calor que siento es del trópico o simplemente del ve-rano. Hay bajo los árboles ciertos helechos que se amontonan entre el musgo.
¿De qué color eran aquellos ojos?. Del color de las bolitas de vi-drio que yo elegía, cuando era chico, en la juguetería.
De noche hay luciérnagas y grillos ensordecedores. Un perfume suave y penetrante me seduce, ¿de dónde proviene?. Aún no lo sé. Creo que me hace bien. Se desprende de obres o de árboles o de hierbas o de raíces o de todo a la vez (¿no será de un fantasma?); es un perfume que no aspiré en ninguna otra parte del mundo, un per-fume embriaga-dor y a la vez sedante. Husmeando como un perro ¿me volveré perro?, estrujo las hojas, las hierbas, las flores silves-tres que encuentro. Estu-dio las hojas para averiguar si ese perfume emana de ellas. Arranco y pruebo la corteza de los árboles. Final-mente he descubierto lo que per-fuma el aire con tanta vehemencia: es una enredadera, tal vez de flores insignificantes. Nada en su as-pecto la distingue de las otras, salvo su impetuoso follaje. Mientras la miro me parece que crece. Me alimento metódicamente de acuer-do con el cálculo de cantidades diarias que me he propuesto comer para que los alimentos me alcancen hasta la llega-da del avión o del helicóptero que espero de los hombres y de Dios. Como varias veces por día pequeñas dosis de alimentos. Hay algunas frutas silvestres que enriquecen mi dieta. Soy una porquería. ¿Por qué me cuido tan-to?. No hace ni un mes que pensaba suicidarme; ahora metódica-mente me alimento, trato de descansar, como si cuidara a un niño. Hay personas que tardan mucho en saber quiénes son. El canto de los pájaros a mediodía (lo que yo calculo que es el mediodía) se vuel-ve ensordecedor. Hubiera podido fabricar una honda con elásticos que tengo en la cintura de mi anorak y dos ramas que he recortado. ¿Para qué cazar un pájaro?, me pregunto. Lo natural sería matarlo y comerlo. No podría. Mi voluntad se debilita, tal vez. Duermo mu-cho. Cuando me despierto, saco fotografías de los árboles, de mi ma-no, de mi pie, del follaje, pues ¿qué otras fotografías podría sacar?. No tengo disparador automático para fotografiarme. Además no sé si mi cámara fotográfica funciona, porque ha recibido un golpe. En algunos momen-tos pronuncio mi nombre varias veces, dando a mi voz tonalidades di-ferentes. ¿Tendré miedo de olvidarlo?. Descubro que hay un eco en el bosque. Nada me da tanto miedo. A veces oigo, o creo oír, el motor de un avión: entonces miro el cielo desesperada-mente.
¿Dónde estarán aquellos ojos que me miraban tanto?. ¿De qué conver-sarán?. ¿Habrán caído al mar atraídos por su propio color?. ¿Si llegaran de improviso?.
Poco a poco me acostumbro a esta vida. Prefiero dormir, es lo que hago mejor, a veces demasiado. Si una fiera me atacara duran-te mi sueño no podría defenderme y cometo todos los días la impru-dencia de dormir profundamente a la hora de la siesta; es claro que no sé a ciencia cierta cuándo es la hora de la siesta, porque mi reloj se ha parado y por primera vez he perdido la noción del tiempo. A través de tantos árboles la luz del sol me llega indirectamente. Des-pués de perder el hilo de la hora, si así puede decirse, difícil sería orientarme de acuerdo con esa luz. No sé si es otoño, invierno, pri-mavera o verano. ¿Cómo podría saberlo si no sé en qué sitio estoy?. Creo que los árboles que me rodean son de hojas perennes. No me atrevo a aventurarme por el bosque: podría perder mis provisiones. Ésta ya es mi casa. Las ramas son mis perchas. Extraño mucho el jabón y el espejo, las tijeras y el peine. Empieza a preocuparme la cuestión del sueño, me parece que duermo casi todo el tiempo y creo que las culpables son estas flores que perfuman tanto el aire. El as-pecto anodino que tienen, engaña: forman una glorieta que observándola bien es diabólica. Vanamente las arranco de la tierra: vuelven a crecer con más ímpetu. Traté de destruir algunas enterrándolas, pero no tengo herramientas para cavar la tierra y me serví de un trozo de madera chato, cuyo manejo me resultó engorroso. Pobre Robinson Crusoe, o más bien dicho, feliz Robinson Crusoe que sabía desempeñarse en las tareas que impone la soledad. Yo no sirvo pa-ra una situación como ésta. Vanamente traté de destruir las flores, como estaba diciendo, pues muchas de ellas se trepan a los árboles y se pierden en la altura tapándome el cielo. No podría destruir con nada su perfume, ya que este lugar es como un cuarto cerrado. A ve-ces me he dormido observando una rama con dos o tres flores; al despertar he advertido que la misma rama ya tenía nueve flores más. ¿Cuánto tiempo yo habría dormido?. No lo sé. Nunca sé el tiem-po que duermo, pero su-pongo que duermo como en los días en que llevo una vida normal. ¿Cómo en ese tiempo tan corto han podido florecer tantas flores? Si pienso en estas cosas me volveré loco. Ob-servo la flor culpable de mi sueño: es como una campanilla, y es dul-ce (la he probado). Las ramas en que brota van tejiendo extrañas ca-nastitas. Nunca observé una en-redadera tan de cerca. Se enrosca en troncos y en ramas, con un tejido tan apretado que a veces resulta imposible arrancarla. Es como un fo-rro, como una cascada, como una serpiente. Sedienta de agua, busca mis ojos, se aproxima. Aho-ra tengo miedo de dormir. Tengo pesadillas. Ya van varias noches que sueño lo mismo: la madreselva me confunde con un árbol y co-mienza a tejer alrededor de mis piernas una red que me aprisiona. No creo que estoy mal de salud. Creo, por lo contrario, que estoy perfectamente bien. Sin embargo, este estado de somnolen-cia no pa-rece tan normal. A veces me pregunto: ¿no habré perdido to-talmen-te la noción del tiempo?. ¿Duermo más de lo que es habitual para un ser humano, o creo que duermo más?. ¿Es el perfume que me da sue-ño?. A la hora en que más se expande, empiezo a parpadear, se me cierran los ojos, y caigo en un letargo que al despertar me asusta. El progreso que hace la enredadera sobre el árbol fue durante unos días mi reloj. Como una tejedora iba tejiendo sus puntos alrededor de cada rama. Al despertar, por los nudos que había hecho yo podía calcular el tiempo de mi sueño, pero ahora, últimamente, se apre-sura. ¿Soy yo o el tiempo?. Pasar de una idea a la otra sin orden al-guno, es una de mis características actuales, pero la verdad es que nunca dispuse de tanto tiempo ni de tanta inactividad física. Jamás creí que me encontraría en una situación semejante. La abstinen-cia, además, me causó siempre horror. Ayer ¿sería ayer ayer? bebí dos botellas de vino para desqui-tarme, y después de vagar por el bosque, embriagado, caí dormido no sé por cuánto tiempo.
Soñé que decía: ¿Dónde estarán aquellos ojos que tanto me mi-raban?. ¿Qué beberán?. Hay personas que son manos; otras, bocas; otras, ca-bellera; otras, pecho donde uno se recuesta; otras, cuello; otras, ojos, nada más que ojos. Como ella. Trataba de explicárselo cuando íbamos en el avión, pero ella no entendía. Entendía sólo con los ojos y pregun-taba: "¿Cómo? ¿Cómo dice?".
Desperté lejos de los víveres creyendo que jamás volvería a en-contrarlos. Me amonesté cruelmente. Tuve discusiones conmigo mismo. Volví guiado por una gracia divina, sin duda, al lugar de sal-vación: mis alimentos. ¡Qué ironía de la suerte!. ¡Depender de ali-mentos cuando me jactaba entre los hombres de poder pasar veinte días ayunando y me reía de las huelgas de hambre!. Ahora, por un dátil o por una re-pugnante castaña de Cajú, vendería mi alma. Sin duda todos los hom-bres son iguales y reaccionarían del mismo mo-do. No me muevo, estoy encerrado como en una celda. No supuse que celda y selva se parecie-ran tanto, que sociedad y soledad tuvie-ran tantos puntos de contacto. Dentro de mi oreja un millón de vo-ces discuten, se enemistan, se dedi-can a destruirme. Tra ra ra ra ra estoy harto.
Dios mío, que me sea dado no olvidarme de aquellos ojos. Que el iris viva en mi corazón como si mi corazón fuese de tierra y el iris una plan-ta.
Esas voces contradictorias (volviendo a las voces que siento den-tro de mi oreja) se dedican a destruirme.
Amaos los unos a los otros. Nunca me resultó tan difícil seguir ese pre-cepto. Asimismo no hay que despreciar la soledad. Un día el mundo se poblará tanto, que mi actual guarida no será solitaria. Pensar en trans-formaciones me da vértigo. Con los ojos cerrados pienso todos esos disparates y es una imprudencia: la enredadera aprovecha mi descuido para treparse por mi pierna izquierda, teje una red minuciosa en cada dedo de mi pie. El dedo más chiquito me hace reír. Con qué artimaña lo envuelve. No hablemos del dedo gor-do que parece un hisopo. La enre-dadera avanza rápidamente en su trabajo con distintos métodos: para los dedos chicos de mi pie utili-za simplemente un punto que se parece mucho a los barrotes de las sillas de mimbre modernas, para superfi-cies grandes utiliza una amalgama extraña de arabescos que imitan los asientos plásticos de los automóviles. Arranco de mi pie la trenza con cierta dificultad. Recuerdo una enredadera de mi casa que se llama enamorada del muro, y que tiene patitas con garras que se adhieren a los muros. Recuerdo haber arrancado, de niño, algunas ramas y haber sentido la resistencia de la planta en cada una de las hojas como gati-tos que no quieren soltar su presa. Esta enredadera no tiene patitas como la enamorada del muro. Mayor es su mérito. Infatigablemente va tejiendo y tejiendo lazos. ¡Pobres árboles, pobres plantas que caen bajo sus garras!. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Se lo decía a al-guien (por quien ya no siento ningún amor) para conmoverla. Me quedó el verso. No estoy tan seguro de ese apenas sensitivo. De noche me parece que oí a los árboles quejarse, abrazarse, rechazar-se o suspirar, arrodillarse frente a otros de su familia o de otros que habían sucumbi-do bajo la enredadera. Ingresé en este mundo vege-tal desconociéndolo totalmente. El único árbol que conocí, fuera del sauce, se entiende, fue la tipa. Una vez mamá dijo al cruzar la pla-za San Martín:
-¡Qué lindas tipas! -pasaban en ese momento dos mujeres ho-rribles y me reí.
-¿De qué te reís? -protestó mamá mirando el follaje de las ti-pas y aña-dió-: ¿Acaso ahora no se puede admirar ni los árboles? -¿Qué árboles? -interrogué.
-Las tipas, ignorante. Todavía no sabés lo que son las tipas. -¡Ah!, las tipas -respondí con debido asombro-, "yo creí que hablabas de las ti-pas".
-Ya no sabés ni hablar. Tendrías que irte a la selva para hablar con los monos.
Pobre mamá, cómo se habrá arrepentido del insulto. A veces me desve-la ese recuerdo pero no puedo evitarlo. Miro en la oscuridad las tipas. Tenían flores amarillas: el vestido de mamá parecía más celeste. ¿Y yo tendré siempre mi cara gris de Buenos Aires?.
¿Qué mirarán aquellos ojos?.
Cara de pan crudo, decía la modista que venía a coser para mis herma-nas en casa y que siempre pensaba que yo tenía doce años cuando ya había cumplido los veinte. ¡Qué opio tener veinte años!. No extraño mi casa; eso sí que no, pero un espejo es una compañía, mala o buena, como todas las compañías, y allí tenía mi espejo re-dondo como una lu-na. He dormido esta vez más que todas las otras veces, más que el día de la borrachera; es claro que no puedo estar seguro de no equivocar-me.
¿Dónde estarán aquellos ojos?. ¿Los estaré olvidando?. No recuer-do muy bien la forma del lagrimal.
A veces uno duerme cinco minutos y parecería que ha dormido toda una noche. Me dormí al atardecer, me desperté con una luz de atarde-cer. ¿Habría dormido cinco minutos?. Pero tengo una prueba contun-dente de que no fue así: la enredadera tuvo tiempo de tejer su trenza alrededor de mi pierna izquierda y de llegar hasta el mus-lo; ¡la tiene con mi pierna izquierda!. Como si no fuera bastante hi-zo otro tanto con mi brazo izquierdo. Esta vez la arranqué con ma-yor dificultad pero con menos urgencia que la vez anterior, dicién-dole animal, como a una de mis amigas que siempre me embroma. He resuelto cambiar de guarida. Cargo mis víveres y me mudo en busca de un sitio sin enredaderas pero no lo encuentro y la camina-ta me cansa. A veces pienso que han pasado varios años y que soy viejo; pero si fuera así no me quedarían provisiones. Ahora me que-dé en un lugar tal vez peor, pero no tengo ánimo para volver sobre mis pasos. Toda esta selva es una enredadera. ¿Para qué preocupar-me?. Hay que preocuparse sólo por lo que tiene solución. El perfume seguirá embriagándome, dándome sueño. La enredadera seguirá haciendo sus trenzas. Ahora raras veces me despierto sin que haya tejido alguna trenza alrededor de mi brazo o de mi pierna. Ayer no más, se trepó a mi cuello. Me fastidió un poco. No es que me diera miedo, ni siquiera cuando se me enroscó alrededor de la lengua. Re-cuerdo que al soñar grité y abrí imprudentemente la boca. Es extra-ño. Nunca pensé que una enredadera podía introducirse tan fácil-mente adentro de mi boca.
-Anormal. ¿Qué te has creído?. Uno no se puede fiar de nadie -le dije-.
Me hace gracia porque pienso en la risa que les va a dar a mis amigos esta anécdota. No me creerán. Tampoco creerán que no pue-do estar ociosa. Últimamente trato de tejer trenzas como la enreda-dera alrede-dor de las ramas: es un experimento bastante interesan-te, pero difícil. ¿Quién puede competir con una enredadera?. Estoy tan ocupada que me olvido de aquellos ojos que me miraban; con mayor razón me olvido hasta de beber y de comer. ¡Variable género humano!. Envolví la lapi-cera en mis tallos verdes, como las lapice-ras tejidas con seda y lana por los presos.

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