viernes, 20 de mayo de 2016

José Donoso. Novela: El mocho.


Ultimo gesto del narrador full-time

El Mocho, la última novela que José Donoso entregó a sus editores, tiene su origen en un viaje que el escritor hizo, a comienzos de los años 80, a la zona minera de Lota. Alternada a lo largo de los años con otros pro-yectos, su escritura avanzó en tramos irregulares, dis-persos pero recurrentes, hasta que en 1996, ya muy débil, el novelista dio por concluido el libro. Es un re-lato en que el mundo de los mineros del carbón funciona como un fondo sobre el cual Donoso proyec-ta sus antiguas, alucinadas obsesiones: los vasos comu-nicantes, clandestinos, perversos e inevitables, entre la aristocracia y la marginalidad, por ejemplo, o bien las genealogías ambiguas, la identidad voluble, el disfraz, la obligada simulación.
Donoso era lo que podríamos llamar «un es-critor a tiempo completo»: su existencia se veía total-mente permeada por la literatura, o más concreta-mente por el acto mismo de la escritura, y hablar con él, conocerlo, recorrer las habitaciones de su casa, era ponerse en contacto con lo que fue una opción existencial inequívoca, apasionada. También la construc-ción de una identidad: algo así como labrar para sí mismo la más genuina máscara.
Pero el novelista a tiempo completo es a la vez amo y esclavo de su escritura. En los últimos tiempos, cuando la enfermedad lo debilitaba día a día, resulta-ba conmovedor verlo empeñado hasta el final en con-tinuar su trabajo, a pesar de que no podía tener la energía de antes. Donoso subía, a veces muy penosa-mente, hasta su estudio del tercer piso, para teclear allí siempre una línea más, otro ángulo en ese espejo oblicuo e irónico de la realidad que constituye su obra. Es este empecinamiento en seguir navegando sobre las páginas, escena a escena, diálogo a diálogo, mien-tras su cuerpo parecía varado en la inmovilidad y el mundo real transcurría ante sus ojos, lo que nos hace reconocer en Donoso a una suerte de héroe solitario. No en vano circuló muchas veces entre sus amigos la idea de que era esta voluntad de escribir lo que lo mantenía vivo más allá de sus fuerzas.
Su dedicación absorbente a la escritura lo im-pulsaba además a examinar los mecanismos íntimos del oficio, los engranajes más o menos inconscientes, a menudo irracionales en apariencia, que desencadenan una ficción literaria a partir de la experiencia –física o mental, o ambas–: Donoso escribe y a veces, al escri-bir, está preguntándose qué, cómo y por qué escribe.
Es a veces, porque sólo en algunos casos el diá-logo interno acerca de cómo se articulan la imagina-ción, los dedos y la página en blanco quedaba explicitado como un aspecto más del relato. Pensemos en Taratuta, o en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, donde la pluralidad de versiones posibles para una de-terminada intriga es parte orgánica de la narración.
La curiosidad por la gestación «doméstica» de una ficción literaria no es, por cierto, exclusividad su-ya, ni ha sido Donoso el primer escritor en utilizar esas vacilaciones, esos avances, retrocesos y reformulacio-nes de un mismo suceso, como elementos estéticos, ex-presivos, de una narración. Pero sin duda es un rasgo que le dio, sobre todo en los últimos años –cuando di-rigía su célebre taller de narrativa en la mansarda que le servía de estudio–, una marca particular a su traba-jo creativo: es como si hubiera tenido una conciencia activa de los artificios –y por lo tanto de la relatividad, aun dentro del texto– involucrados en la creación de una novela.
¿Cómo operó esta actitud en la elaboración de El Mocho, novela en que se entrecruzan y encadenan las historias de diversos personajes, y donde los sucesivos legos de un convento –los mochos, categoría ínfima entre los religiosos– están emparentados no sólo por lazos de sangre más bien indirectos o difusos, sino por su irrefrenable tendencia a la degradación, la fatalidad o el delirio? Ciertas ambivalencias, cierta fantasmagórica sensación de duplicidad, por ejemplo, en la percepción del transcurso del tiempo en relación a la secuencia de los hechos narrados, o en lo que puede leerse, en algu-nos pasajes, como inexplicados cambios de óptica, ¿qué señalan a fin de cuentas? Ultimo guiño de la máscara o gestos vertiginosos del juego final: tal vez el único que pudiera saberlo con verdadera certeza sea Chiriboga, el ubicuo, pero (irónicamente) él es, como Donoso, inencontrable.

Marcelo Maturana, Editor
Santiago de Chile, marzo de 1997

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