jueves, 19 de mayo de 2016

José Donoso «Chatanooga Choochoo».


José Donoso
«Chatanooga Choochoo»

Para Gene y Francesca Raskin
"
“Chatanooga Choochoo” presenta una modelo de brazos desmontables, y que para tener ojos, o boca, debe pintárselos: su cara es cada día una máscara nueva. Pero esta perfecta mujer-objeto es a la vez la mujer devoradora, castradora, capaz de desmontar al hombre y guardarlo en maletines: la bruja tan propia de la narrativa de Donoso, a pesar de su blusa folk.

(Fragmento).
 El chorrito de aceite que Sylvia vertía sobre la escarola era de oro puro a la luz de los sarmientos que ardían en la chimenea, destinados a reducirse a brasas en las que Ramón, que aguardaba fumando su pipa, pronto prepararía las chuletas. La solana estaba abierta a la oscuridad de los cerros, aglomerada aquí y allá en puñados de viejos castaños —restos del bosque ejemplarmente utilizado en la urbanización— que ocultaban por completo todas las demás casas que se alzaron en torno de esta masía central modernizada. Una mariposa nocturna, gorda, blanda, torpe, chocó contra el trozo de espalda que la blusa folk de Sylvia dejaba desnudo, pero a juzgar por el hilo de oro que continuó cayendo imperturbable sobre la ensalada ella no sintió este embate, como si su perfecta superficie dorsal estuviera constituida por algún pulido material inerte. Sin embargo, ese leve choque debió poner en movimiento ciertos mecanismos escondidos bajo la corteza de la espalda, porque Sylvia pronunció estas palabras casi como una respuesta inmediata a la presión de la mariposa:
—Lástima que Magdalena no haya podido venir... es tan simpática. Os pudierais haber decidido por una de las casas hoy mismo y ya está...
Sentí que el tono idílico del día transcurrido eligiendo casa en la urbanización repentinamente cambiaba de signo con las palabras de Sylvia, como cuando de pronto, sin que nada lo justifique, la leche se corta o se pone agria. Al principio creí que era porque me pareció sentir que reaparecía la nota irónica respecto a Magdalena en lo que Sylvia decía, y que el repentino agriamiento se debía sólo a mi natural rechazo hacia las mujeres que, enteradas hace poco de la emancipación femenina en un ambiente para el que esta actitud resulta todavía arriesgada, aplican machaconamente su catecismo contra las «pobres», las víctimas de sus maridos y de su propia pusilanimidad, que se ven obligadas a permanecer atadas en la ciudad junto a sus niños durante los week-ends. Pero no, no fue eso lo que produjo la alteración en la marea, el brusco cambio del placer al sobresalto: sentí que más allá de teorías y de ironizaciones, Sylvia estaba implorando la presencia de Magdalena, la necesitaba como apoyo o ayuda o protección contra no sabía yo qué peligros. Pero, ¿qué protección era necesaria en este agradable mundo que habitábamos, donde el mal no existía porque todo era inmediatamente digerido? Nadie ignoraba que Sylvia y Ramón eran perfectos: su prolongada relación de estructura impecable era universalmente admirada por estar situada más allá —o más acá— del amor, y aunque hoy por hoy resultaba kitsch darle importancia a un detalle de esa naturaleza, también era posible que lo incluyera: no, las palabras de Sylvia sobre Magdalena no revelaban inseguridad al comparar la relación de mi mujer con nuestros hijos y la suya respecto a su hijo, ahora en manos de un marido enquistado en el color local de la vida social madrileña. Cualquier inseguridad resultaba  fuera de  lugar  porque Ramón era Ramón del Solar:  se  quitó  la pipa  de la boca, se acercó al fuego que inflamó su rostro como el de un hechicero, soplando hasta agotar las llamas y dejar una brasada de ascuas. Dijo:
—Las chuletas...
Al pasárselas, Sylvia insistió:
—Y Magdalena tiene tan buen gusto...
¿La había saboreado? Quizá porque pasó la carne junto con decir esas palabras, pensé repentinamente que aludía a ese «sabor» de Magdalena que sólo yo conocía, y esto me hizo replegarme ante la antropófaga Sylvia. Pero se refería, naturalmente, a otra clase de «gusto»: al «gusto» que había presidido, como el valor más alto, nuestra visita a las casas durante la tarde, proporcionándonos un idioma común, un «gusto» relacionado con el discernimiento estético determinado por el medio social en que vivíamos. Fue esto lo que bruscamente, para mí, lo agrió todo: Sylvia no podía condolerse de la ausencia de Magdalena esta noche por la sencillísima razón de que nos conocía apenas; y esta insistencia sobre su buen gusto, sobre la falta que nos hacía, estas alabanzas repetidas que delataban una sensibilidad un poco corta, ya que, sin duda, el idioma de las sugerencias no le parecía suficiente, era una pesada exageración que desvirtuaba posibilidades futuras, puesto que los cuatro nos habíamos conocido sólo la noche anterior: es cierto, sin embargo, que tanto ellos como nosotros conocíamos de sobra nuestras leyendas mutuas, pero era ridículo, además de falso, pretender que había habido tiempo suficiente para que la promesa de amistad entrevista y de simpatía inmediata, esa posibilidad de compartir tanto el sentido del humor como el sentido de lo estético atisbada anoche en el cocktail en casa de Ricardo y Raimunda Roig, sobrepasara una embrionaria afinidad: por el momento, y aunque Sylvia quisiera pretender otra cosa, Sylvia y Ramón eran bidimensionales para nosotros, apenas con más relieve que el resto de los personajes hacinados como en un gran poster gesticulante del cocktail de anoche, tal como nosotros, sin duda, debíamos serlo para ellos.


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