miércoles, 18 de mayo de 2016

José Donoso. Átomo verde número cinco.



Un matrimonio en Chile se muda a su flamante nuevo piso, tras decorarlo magnificamente, incluyendo una obra de arte moderno llamado `Atomo verde numero cinco`, despues de distintas visitas, notan que desaparecen poco a poco sus piezas, como mostrando que su entorno hace desaparecer aquellos objetos comunes hasta caer en crisis.


(Fragmento)

José Donoso
«Átomo verde número cinco»


Es una verdad universalmente reconocida que llega el momento en la vida de un hombre, y más aun en la vida de una pareja, cuando se hace mandatorio comprar el piso definitivo, instalarse de manera permanente; y después de una existencia más o menos transhumante en pisos alquilados donde las soluciones estéticas nunca quedan completamente satisfactorias, arreglar y alhajar el hogar propio de modo que refleje con rigor el gusto propio y la personalidad propia es uno de los grandes placeres que brinda la madurez. La elección cuidadosísima de las moquetas y las cortinas, la exigencia de que los baños y los picaportes sean perfectos, maniobrar sutilmente —y con toda la libertad que los medios y la sabiduría proporcionan— las gamas de colores y las texturas empleadas en el salón, en el dormitorio, en la cocina y aun en los pasillos, de modo que reposen la vista y realcen la belleza de la dueña de la casa, ubicar con discriminación la cantidad de objetos acumulados durante toda una vida —o media vida, en realidad, puesto que se trata de Roberto Ferrer y de Marta Mora, que acaban de pasar la línea de la cuarentena—, utilizando los mejores y guardando otros para regalar en caso de compromiso y «quedar bien», se transforma en una tarea apasionante, en un acto de compromiso que nada tiene de superficial, sobre todo si la pareja, como en el caso de Marta y Roberto, no tiene hijos. Roberto Ferrer, en los momentos que le dejaba libre la práctica de la odontología, se dedicaba a la pintura —unas abstracciones de lo más elegantes en negro y blanco sobre arpillera rugosa, centradas alrededor de unos cuantos átomos en un color fuera de paleta—, y aunque no poseía una educación artística formal, ciertamente «tenía mucho museo», como solía decirle Paolo, que los asesoró en la decoración del piso. Por eso Roberto sentía que una parte suya muy importante se «realizaba» en la amorosa exigencia que él mismo desplegó para que el piso quedara impecable: original y con carácter, eso sí, sin duda, puesto que ellos no constituían una pareja banal; pero no excesivamente idiosincrásico —no atestado de objetos, por ejemplo, que aunque tuvieran valor, al acumularse podían restarle rigor al piso—, y además preocupándose de que las soluciones prácticas se ajustaran a las soluciones estéticas.
La pintura confortaba a Roberto —cosa que no hacía su práctica odontológica, distinguidísima pero quizá demasiado vasta—, como también su cautelosa colección de grabados: litografías, xilografías, aguafuertes... algún buril, sobre todo, en que lo enamoraba la espontaneidad, la valiente emoción de la síntesis. Ciertas tardes de invierno, cuando no tenía nada que hacer se deleitaba en examinar con lupa la línea un poco peluda que produce la inmediatez de la punta seca, para compararla con la línea químicamente precisa de un aguafuerte, y se convencía más y más —y convencía más y más a Marta, dichosa porque una vez que la profesión de su marido les proporcionó amplitud de medios él prefirió estas civilizadas aficiones de coleccionista, al golf, por ejemplo, o a la montería, que se mostraron brevemente como alternativas posibles— de que era una pena que ahora tan pocos artistas practicaran el buril. En fin, su propia pintura, sus grabados, valiosos objetos reunidos con tanta discriminación en su piso nuevo, su curiosidad por la literatura producida alrededor de estos temas, eran integrantes de la categoría «placer».
En el gran piso nuevo, con su bella terraza-jardín, reservó para sí un cuarto vacío con una ventana orientada al norte, en el cual no quiso poner nada hasta tener tiempo —por ejemplo, cuando se tomara las vacaciones, o hasta que sintiera que las paredes del piso nuevo se transformaban en paredes amigas— para ver cómo instalaría su estudio de pintor. Si es que lo instalaba. No quería sentirse presionado por nada exterior ni interior, ansiaba vivirlo todo lentamente, darle tiempo al tiempo para que la necesidad de pintar, cuando surgiera si surgía, lo hiciera con tal vigor que determinaría la forma precisa del cuarto. Entonces, su relación con el arte se transformaría en una relación verdaderamente erótica, como lo propone Marcuse. ¿Quién sabe si así podría «realizarse» en la pintura? ¿Quién sabe, si como Gauguin, y apoyado por Marta, que aprobaría su actitud, lo abandonara todo para irse a una isla desierta o a un viejo pueblo amurallado en medio de la estepa, y como un hippie más bien maduro dedicarse plenamente al placer de pintar sin pensar para qué ni para quién, ni qué sucedería en el mundo si él no asumía por medio de la pintura su puesto en él? Mientras tanto quedaba el cuarto vacío esperándolo como el mayor privilegio: no dejó que Paolo lo tocara, ni siquiera que le sugiriera un color para los muros de enyesado desnudo... eso lo decidiría solo, cuando llegara el momento. Tampoco permitió que Marta guardara cosas allí «por mientras» —las mujeres siempre andan guardando cosas «por mientras», con una especie de vocación por lo impreciso que no dejaba de irritarlo—, ya que aun eso sería una transgresión: no, dejó el cuarto tal como era, un cubo blanquizco, abstracto, con una puerta y una ventana y una bombilla colgando del alambre enroscado en el centro, nada más. Después se vería.
La solución Gauguin le estaba apeteciendo muchísimo la mañana de domingo cuando Marta se fue al Palau con la mujer de Anselmo Prieto, que ocupó la entrada que le correspondía a él para escuchar a Dietrich Fischer-Diskau cantando el ciclo de «La Bella Molinera». ¿O era «El Viaje de Invierno» esta semana? En fin, estaba lloviendo, y si se levantara —lo que no tenía la menor intención de hacer— y se asomara por la ventana vería cómo en la calle, tres pisos más abajo, arreciaba el frío: la gente con los cuellos de los abrigos subidos, con paraguas enarbolados para defenderse de una penetrante lluvia invisible. Roberto se había quedado en cama porque tenía uno de esos agradables resfríos que ofuscan un poco y borronean las aristas de las cosas, pero que no molestan casi nada porque el dolor de cabeza cede al primer Optalidón. Además, cada ser humano tiene «su» resfrío, como tiene «su» cuenta de banco, «su» sauna y «su» superstición: el resfrío de Roberto, por lo general, se resolvía en una sinusitis que esta vez ni siquiera se había dado la molestia de presentarse. En todo caso, era de esos resfríos que a uno lo liberan de la puritana necesidad de hacer cualquier cosa, incluso leer, incluso entretenerse, dejando que el pensamiento o el no pensamiento vague sin dirección y sin deber. Sobre todo hoy: este primer domingo en que estaban lo que se puede llamar real y definitivamente instalados en el piso nuevo, hasta el último vaso y el último cenicero ocupando sus lugares. El lujo de esta mañana solitaria sin nada que hacer levantó dentro de él una marea de amor hacia todas sus cosas, desde los cojines negros en las esquinas del sofá habano y las lámparas italianas de sobremesa que eran como esculturas de luz pura, hasta ese cuarto que lo esperaba con el yeso desnudo como lujo final y que, yendo más allá que Gauguin, hoy se sentía con valor para dejar intacto, un cubo blanco y nada más, clausurado para siempre.
Sin embargo, se puso las pantuflas para acercarse a la ventana y mirar hacia abajo, a la calle: ahora podía distinguir las gotas minúsculas que hacían abrir paraguas en esta mañana de cielo tan bajo que encerraba la calle con una tapa oscura. Como un ataúd, pensó. Toda esa gente que camina allá afuera está en un ataúd y por eso tiene frío. Adentro, en cambio, es decir afuera del ataúd, donde él estaba, hacía calor: una calefacción tan bien pensada que no era agobiante y sin embargo le permitía levantarse en pantuflas aun estando con catarro. Pero, ¿era verdad que estaba con catarro? ¿Se podía realmente llamar catarro a este sentirse un poco abombado, con la nariz goteando de cuando en cuando? No, la verdad era que no, sólo que no había sentido la necesidad imperiosa de oír a Fischer-Diskau esta mañana... era el tercer concierto de la serie y la gente se peleaba por las entradas, de modo que... no, hiciera lo que hiciera debía nacer de un fuerte impulso interior o no hacerlo... y si pasaba mucho tiempo sin el impulso para pintar podía instalar en su cuarto vacío un pequeño taller para encuadernaciones de lujo, por ejemplo, cosa que no dejaba de tentarlo; o una sala con moqueta y techo de corcho estudiada exclusivamente para escuchar música en condiciones óptimas... todo esto mientras afuera llovía, mientras la gente tenía frío y él no, y pasaban de prisa para ir a misa, o malhumorados llevando un paquetito con queso francés para almorzar ritualmente el domingo en casa de sus suegros y Roberto los observaba con ironía desde su ventana, en su piso perfecto, rodeado por la sutil gama de marrones y beiges tan elegantes y cálidos, con una que otra nota negra o de un verde seco que contrastaba con el conjunto, realzándolo.
No. En realidad no tenía catarro. Hoy no necesitaba engañarse a sí mismo ni siquiera con eso. Lo que le apetecía en este momento era ver, ver y tocar y quizás hasta acariciar y oler los objetos de su piso nuevo, entablar con ellos una relación directa, propia, suya, privada; cometer, por decirlo así, adulterio con ellos en ausencia de su mujer y conocerlos como a seres íntimos con los que —seguramente, si el mundo no cambiaba demasiado ni él tampoco— viviría por el resto de sus días. Porque claro, lo de Gauguin era bello, pero quizás un poquito pasado de moda.
Fuente: Enrico Pugliatti.

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