lunes, 23 de mayo de 2016

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.


Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
Crónicas de Bustos Domecq (1967)
PRÓLOGO

Abordo una vez más, a instancias del amigo inveterado y del escritor estimable, los inherentes riesgos y sinsabores que acechan, pertinaces, al prologuista. Éstos no eluden a mi lupa, por cierto. Nos toca navegar, como el homérida, entre dos escollos contrarios. Caribdis: fustigar la atención de lectores abúlicos y remisos con la Fata Morgana de atracciones que presto disipará el corpus del librejo. Escila: sofrenar nuestro brillo, para no oscurecer y aun anéantir el material subsiguiente. Ineluctablemente las reglas del juego se imponen. Como el vistoso tigre real de Bengala que retiene la garra para no borrar de un zarpazo las facciones de su trémulo domador, acataremos, sin deponer del todo el escalpelo crítico, las exigencias que de suyo comporta el género. Seremos buenos amigos de la verdad, pero más de Platón.

Tales escrúpulos, interpondrá sin duda el lector, resultarán quiméricos. Nadie soñará en comparar la sobria elegancia, la estocada a fondo, la cosmovisión panorámica del escritor de fuste, con la prosa bonachona, desabrochada, un tanto en pantoufles, del buen hombre a carta cabal que entre siesta y siesta despacha, densos de polvo y tedio provinciano, sus meritorios cronicones.

Ha bastado el rumor de que un ateniense, un porteño —cuyo aclamado nombre el buen gusto me veda revelar— consolidara ya el anteproyecto de una novela que se intitulará, si no cambio de idea, Los Montenegro, para que nuestro popular "Bicho Feo"1, que otrora ensayó el género narrativo, se corriese, ni lerdo ni perezoso, a la critica. Reconozcamos que esta lúcida acción de darse su lugar ha tenido su premio. Descontado más de un lunar inevitable, la obrilla explosiva que nos toca hoy prologar ostenta suficientes quilates. La materia bruta suministra al curioso lector el interés que no le insuflaría nunca el estilo.

En la hora caótica que vivimos, la crítica negativa es a todas luces carente de vigencia; trátase con preponderancia de afirmar, allende nuestro gusto, o disgusto, los valores nacionales, autóctonos, que marcan, siquiera de manera fugaz, la pauta del minuto. En el caso presente, por otra parte, el prólogo al que presto mi firma ha sido impetrado 2 por uno de tales camaradas a quien nos ata la costumbre. Enfoquemos, pues, los aportes. Desde la perspectiva que le brinda su Weimar litoral, nuestro Goethe de ropavejería 3 ha puesto en marcha un registro realmente enciclopédico, donde toda nota moderna halla su vibración. Quien anhelase bucear en profundidad la novelística, la lírica, la temática, la arquitectura, la escultura, el teatro y los más diversos medios audiovisuales, que signan el día de hoy, tendrá mal de su grado que apechugar con este vademécum indispensable, verdadero hilo de Ariadna que lo llevará de la mano hasta el Minotauro.

Levantaráse acaso un coro de voces denunciando la ausencia de alguna figura cimera, que conjuga en síntesis elegante el escéptico y el sportsman, el sumo sacerdote de las letras y el garañón de alcoba, pero imputamos la omisión a la natural modestia del artesano que conoce sus límites, no a la más justificada de las envidias.

Al recorrer con displicencia las páginas de este opúsculo meritorio, sacude, momentánea, nuestra modorra una mención ocasional: la de Lambkin Formento. Un inspirado recelo nos acribilla. ¿Existe, concretado en carne y hueso, tal personaje? ¿No trataráse acaso de un familiar, o siquiera de un eco, de aquel Lambkin, fantoche de fantasía, que dio su augusto nombre a una sátira de Belloc? Fumisterías como ésta merman los posibles quilates de un repertorio informativo, que no puede aspirar a otro aval —entiéndase bien— que el de la probidad, lisa y llana.

No menos imperdonable es la ligereza que consagra el autor al concepto de gremialismo, al estudiar cierta bagatela en seis abrumadores volúmenes que manaron del incontenible teclado del doctor Baralt. Se demora, juguete de las sirenas de ese abogado, en meras utopías combinatorias y neglige el auténtico gremialismo, que es robusto pilar del orden presente y del porvenir más seguro.

En resumen, una entrega no indigna de nuestro espaldarazo indulgente.

Gervasio Montenegro

Buenos Aires, 4 de julio de 1966.

1. Mote cariñoso de H. Bustos Domecq en la intimidad. (Nota de H. Bustos Domecq.)

2. Semejante palabra es un equívoco. Refresque la memoria, don Montenegro. Yo no le pedí nada; fue usted el que apareció con su exabrupto en el taller del imprentero. (Nota de H. Bustos Domecq.)

3. A la postre de muchas explicaciones del doctor Montenegro, no hago hincapié y desisto del telegrama colacionado que a mi pedido redactase el doctor Baralt. (Nota de H. Bustos Domecq.)

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