(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. Cuarta reimpresión 2015. Premio UNA-Palabra 2004).
- Este don Julián está en todas- exclamó Juancho-, de seguro estaba hace rato esperándonos y nos ha visto con una de las cámaras de circuito cerrado que tiene al frente del portón principal.
Henry no hizo ningún comentario: en efecto, pudo mirar en la entrada de la mansión unos muros de piedra con varios metros de altura que terminaban en unas puntas de lanza de hierro listas para empalar a cualquier intruso que tuviera la idea de traspasar sus límites. Las cámaras de televisión estaban a ambos lados de la puerta principal.
Aceleró el carro y prosiguieron por espacio de unos quinientos metros hasta que se divisó la enorme mansión. Llegaron al pórtico, la puerta se abrió y un joven de escasos veintisiete años les hizo saber que don Julián estaba esperando en su dormitorio.
La mansión era tan grande como se miraba por fuera. Su estilo se aproximaba a la construcción de un templo griego. Lo primero que llamó la atención a Henry fue su gran luminosidad. La mansión era de mármol gris pálido y de colores cremas, contrario a lo que se había imaginado: oscura y de contraluces.
En el recibidor el piso de mármol estaba adornado por un mosaico con figuras de tres delfines que seguían las naves de Odiseo. Cuando ingresaron al primer salón, Henry observó al lado de un gran espejo un óleo en donde Belerofonte mata a la Quimera...
Avanzaron a otro salón en medio de gruesas cortinas de muselina color añil. El salón estaba iluminado de una luz azul que se hacía más densa por el mármol blanco que cubría las paredes y cielo raso imitando a un mar áreo. A Henry, le llamó la atención que, a excepción del cuadro mural de la entrada, en el salón no colgaban pinturas, sino que una biblioteca estaba empotrada en las paredes, donde en un rincón se hallaban dos búhos en mármol negro de tamaño natural que la custodiaban.
Siguieron la caminata, el joven andaba de primero sirviendo de guía entre los pasadizos, de segundo iba Juancho, de tercero Oscar y de último Henry.
Mientras caminaban Henry se abrochaba el saco y de vez en vez con la mano derecha tocaba la Beretta, para asegurarse estuviera en su lugar dándole cierta tranquilidad.
Después de pasar por el Salón Azul, el joven dobló hacia la derecha y comenzaron a recorrer un zaguán de unos cien metros de largo. El color de la luz varió y la luz que los rodeaba ahora era púrpura. Miró al suelo: varios mosaicos narraban pasajes de la Ilíada desde el rapto de Helena hasta las honras fúnebres a Patrocolo. Un detalle que le interesó a Henry era que en algunos tramos del zaguán varias estatuas de mármol de tamaño natural eran alusivas a los dioses y héroes de la mitología griega, fue imposible no recordar a Fidias y Praxíteles.
-No se preocupe, doctorcito, - comentó Juancho a mitad del zaguán de las estatuas -, a este lugar le llamamos Oscar y yo “el túnel”, siempre le hemos comentado a don Julián que mejor ilumine este pasillo con otro color; pero don Julián nos dice que la gracia está en contemplar con este color púrpura las estatuas... en fin...
Y antes que tocara la puerta o que el joven avisara la llegada, se oyó una voz gruesa de tenor que decía:
-¡Adelante, adelante, está abierto!
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