jueves, 26 de mayo de 2016

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) y Adolfo Bioy Casares El Paraiso de los Creyentes (1967).


Jorge Luis Borges (1899 - 1986) y Adolfo Bioy Casares
El Paraiso de los Creyentes (1967)
PRÓLOGO

Los dos films que integran este volumen [ el otro es Los Orilleros ] aceptan o quisieron aceptar las diversas convenciones del cinematógrafo. No nos atrajo al escribirlos un propósito de innovación: abordar un género e innovar en él nos pareció excesiva temeridad. El lector de estas páginas hallará, previsiblemente, el boy meets girl y el happy ending o, como ya se dijo en la epístola al "magnífico y victorioso señor Cangrande della Scala " el tragicum principium et comicum finem, las peripecias arriesgadas y el feliz desenlace. Es muy posible que tales convenciones sean deleznables; en cuanto a nosotros, hemos observado que los films que recordamos con más emoción —los de Sternberg, los de Lubitsch— las respetan sin mayor desventaja.

También son convencionales estas comedias en lo que se refiere al carácter del héroe y de la heroína. Julio Morales y Elena Rojas, Raúl Anselmi e Irene Cruz, son meros sujetos de la acción, formas huecas y plásticas en las que puede penetrar el espectador, para participar así en la aventura. Ninguna marcada singularidad impide que uno se identifique con ellos. Se sabe que son jóvenes, se entiende que son hermosos, decencia y valentía no les falta. Para otros queda la complejidad psicológica. En Los orilleros tendríamos al infortunado Fermín Soriano; en El paraíso de los creyentes, a Kubin.

El primer film corresponde a las postrimerías del siglo xrx; el segundo, más o menos a nuestra época. Ya que el color local y temporal sólo existe en función de diferencias es infinitamente probable que el del primero sea más perceptible y más eficaz. En 1951 sabemos cuáles son los rasgos diferenciales de 1890; no cuáles serán, para el porvenir, los de 1951. Por otra parte, el presente nunca parecerá tan pintoresco y tan conmovedor como el pasado.

En El paraíso de los creyentes el móvil esencial es el lucro; en Los orilleros, la emulación. Esta última circunstancia sugiere personajes moralmente mejores; sin embargo, nos hemos defendido de la tentación de idealizarlos y, en el encuentro del forastero con los muchachos de Viborita, no faltan, creemos, ni crueldad ni bajeza. Por cierto que ambos films son románticos, en el sentído en que lo son los relatos de Stevenson. Los informa la pasión de la aventura y, aCaso, un lejano eco de epopeya. En El paraíso de los creyentes, a medida que progresa la acción, el tono romántico se acentúa; hemos juzgado que el arrebato propio del fin puede paliar ciertas inverosimilitudes que al principio no serían aceptadas.

El tema de la busca se repite en las dos películas. Quizá no huelgue señalar que en los libros antiguos, las buscas eran siempre afortunadas; los argonautas conquistaban el Vellocino y Galahad, el Santo Grial. Ahora, en cambio, agrada misteriosamente el concepto de una busca infinita o de la busca de una cosa que, hallada, tiene consecuencias funestas. K..., el agrimensor, no entrará en el castillo y, la ballena blanca es la perdición de quien la encuentra al fin. En tal sentido, Los orilleros y El paraíso de los creyentes no se apartan de las modalidades de la época.

En contra de la opinión de Shaw, que sostenía que los escritores deben huir de los argumentos como de la peste, nosotros durante mucho tiempo creímos que un buen argumento era de importancia fundamental. Lo malo es que en todo argumento complejo hay algo de mecánico; los episodios que permiten y que explican la acción son inevitables y pueden no ser encantadores. El seguro y la estancia de nuestros films corresponden, ay, a esas tristes obligaciones.

En cuanto al lenguaje, hemos procurado sugerir lo popular, menos por el vocabulario que por el tono y la sintaxis.

Para facilitar la lectura hemos atenuado o borrado ciertos términos técnicos del "encuadre" y no mantuvimos la redacción a dos columnas.

Hasta aquí, lector, las justificaciones lógicas de nuestra obra. Otras hay, sin embargo, de índole emocional; sospechamos que fueron más eficaces que las primeras. Sospechamos que la última razón que nos movió a imaginar Los orilleros fue el anhelo de cumplir de algún modo, con ciertos arrabales, con ciertas noches y crepúsculos, con la mitología oral del coraje y con la humilde música valerosa que rememoran las guitarras.

J.L.B.-A.B.C.

Buenos Aires, 11 de diciembre de 1951
o quizás 20 de agosto de 1975.

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