lunes, 30 de mayo de 2016

Adolfo Bioy Casares. Novela. Diario de la guerra del cerdo.



Sinopsis y resumen de DIARIO DE LA GUERRA DEL CERDO
Una mañana, Isidro Vidal, jubilado sedentario y benévolo, descubre que el proceso de sustitución generacional se ha acelerado. Hordas de atléticos muchachos recorren Buenos Aires a la caza de viejos débiles y lentos. Obligados a improvisar una desesperada defensa, Vidal y sus amigos deberán aprender a moverse por una ciudad fantasmagórica, apenas iluminada por las antorchas de una guerra invisible, tan real como simbólica. Una guerra que se libra contra grupos rivales pero también contra un enemigo común: el inexorable paso del tiempo. Adolfo Bioy Casares terminó esta novela magistral a principios de 1968. Según declaró en entrevistas, la escribió en un momento en que se sintió envejecer. Quizá por eso su historia no envejece y es tan nueva como la luz de cada día.
Fuente:
http://www.entrelectores.com/libros/adolfo-bioy-casares/diario-de-la-guerra-del-cerdo-adolfo-bioy-casares

ADOLFO BIOY CASARES

Diario de la guerra
del cerdo
(Fragmento).


 Lunes, 23 — miércoles, 25 de junio

ISIDORO VIDAL conocido en el barrio como don Isidro, desde el último lunes prácticamente no salía de la pieza ni se dejaba ver. Sin duda más de un inquilino y sobre todo las chicas del taller de costura de la sala del frente, de vez en cuando lo sorprendían fuera de su refugio. Las distancias, dentro del populoso caserón, eran considerables y, para llegar al baño, había que atravesar dos patios. Confinado a su cuarto, y al contiguo de su hijo Isidorito, quedó por entonces desvinculado del mundo. El muchacho, alegando sueño atrasado porque trabajaba de celador en la escuela nocturna de la calle Las Heras, solía extraviar el diario que su padre esperaba con ansiedad y persistentemente olvidaba la promesa de llevar el aparato de radio a casa del electricista. Privado de ese vetusto artefacto, Vidal echaba de menos las cotidianas “charlas de fogón” de un tal Farrell, a quien la opinión señalaba como secreto jefe de los Jóvenes Turcos, movimiento que brilló como una estrella fugaz en nuestra larga noche política. Ante los amigos, que abominaban de Farrell, lo defendía, siquiera con tibieza; deploraba, es verdad, los argumentos del caudillo, más enconados que razonables; condenaba sus calumnias y sus embustes, pero no ocultaba la admiración por sus dotes de orador, por la cálida tonalidad de esa voz tan nuestra y, declarándose objetivo, reconocía en él y en todos los demagogos el mérito de conferir conciencia de la propia dignidad a millones de parias.
Responsables de aquel retiro —demasiado prolongado para no ser peligroso— fueron un vago dolor de muelas y la costumbre de llevarse una mano a la boca. Una tarde, cuando volvía del fondo, sorpresivamente oyó la pregunta:
—¿Qué le pasa?
Apartó la mano y miró perplejo a su vecino Bogliolo. En efecto, éste lo había saludado. Vidal contestó solícitamente:
—Nada, señor.
—¿Cómo nada? —protestó Bogliolo que, bien observado, tenía algo extraño en la expresión—. ¿Por qué se lleva la mano a la boca?
—Una muela. Me duele. No es nada —respondió sonriendo.
Vidal era más bien pequeño, delgado, con pelo que empezaba a ralear y una mirada triste, que se volvía dulce cuando sonreía. El matón sacó del bolsillo una libretita, escribió un nombre y una dirección, arrancó la hoja y se la entregó, mientras comunicaba:
—Un dentista. Vaya hoy mismo. Lo va a dejar como nuevo.
Vidal acudió al consultorio esa tarde. Restregándose las manos, el dentista le explicó que a cierta edad las encías, como si fueran de barro, se ablandan por dentro y que felizmente ahora la ciencia dispone de un remedio práctico: la extirpación de toda la dentadura y su reemplazo por otra más apropiada. Tras mencionar una suma global; procedió el hombre a la paciente carnicería; por fin, sobre carne tumefacta, asentó muelas y dientes y dijo:
—Puede cerrar la boca.
Se oponían a ello el dolor, los cuerpos extraños y aun la desazón moral que le infundía la confrontación con el espejo. Al otro día Vidal despertó con malestar y fiebre. Su hijo le aconsejó que visitara al dentista; pero él ya no quería saber nada con ese individuo. Quedó echado en la cama, enfermo y apesadumbrado, sin atreverse en las primeras veinte horas a tomar un mate. La debilidad ahondó la pesadumbre; la fiebre le daba pretextos para seguir en el cuarto y no dejarse ver.
El miércoles 25 de junio resolvió concluir con tal situación. Iría al café, a jugar el habitual partidito de truco. Se dijo que la noche era el mejor momento para abordar a los amigos.
Cuando entró en el café, Jimi (Jaime Newman, un hijo de irlandeses que no sabía una palabra de inglés; alto, rubio, rosado, de sesenta y tres años) lo saludó con el comentario
—Te envidio el comedor.
Vidal fraternizó un rato con el pobre Néstor Labarthe, que había pasado, según se aclaró entonces, por la misma cruz. Néstor, subiendo y bajando un arco dental apenas grisáceo, articuló estas misteriosas palabras:
—Te prevengo sobre alguna consecuencia que más vale no hablar.
Los muchachos armaron, como todas las noches, la mesa de truco, en ese café de Canning, frente a la plaza Las Heras. El término muchachos, empleado por ellos, no supone un complicado y subconsciente, propósito de pasar por jóvenes, como asegura Isidorito, el hijo de Vidal, sino que obedece a la casualidad de que alguna vez lo fueron y que entonces justificadamente se designaban de ese modo. Isidorito, que no opina sin consultar a una doctora, sacude la cabeza, prefiere no discutir, como si su padre se debatiera en su propia argumentación especiosa. En cuanto a no discutir, Vidal le da la razón. Hablando nadie se entiende. Nos entendemos a favor o en contra, como manadas de perros que atacan o repelen un circunstancial enemigo. Por ejemplo, todos ellos —Vidal se cuidaba de decir los muchachos, cuando se acordaba— en la mesa de truco mataban el tiempo, lo pasaban bien, no porque se entendieran o congeniaran particularmente, sino por obra y gracia de la costumbre. Estaban acostumbrados a la hora, al lugar, al fernet, a los naipes, a las caras, al paño y al color de la ropa, de manera que todo sobresalto quedaba eliminado para el grupo. ¿Una prueba? Si Néstor —en chanza los amigos pronunciaban Nestór, con erre a la francesa— empezaba a decir que había olvidado algo, Jimi, a quien por lo animado y ocurrente llamaban el Bastonero, concluía la frase con las palabras:
—Por un completo.
Y Dante Révora machacaba:
—¿Así que te olvidaste por un completo?
Era inútil que Néstor, con esa cara que mantenía la rubicundez de la juventud, con los ojitos redondos de pollo y con la permanente expresión de hablar en serio, asegurara que se trataba de un error cometido en su increíble infancia, que se le quedó, ¿cómo decir?, fijado... No lo escuchaban. Menos lo escuchaban cuando sacaba el ejemplo de Dante, que insistía en pronunciar ermelado por enmelado, sin que nadie le negara el respeto que merece una persona culta.
Como la noche del 25 asumirá en el recuerdo aspectos de sueño y aun de pesadilla, conviene señalar pormenores concretos. El primero que me viene a la mente es que Vidal perdió todos los partidos. La circunstancia no debe asombrar, ya que en el bando contrario jugaban Jimi, que ignoraba el escrúpulo y era la astucia personificada (a veces Vidal le preguntaba, en broma, si no había vendido el alma, como Fausto) y Lucio Arévalo, que había ganado más de un campeonato de truco en La Paloma de la calle Santa Fe, y Leandro Rey, apodado el Ponderoso. A este último, un panadero, hay que distinguirlo entre los muchachos por no ser jubilado y por ser español. Aunque sus tres hijas —la ambición las perdía— lo mortificaban para que se retirara y fuera por las tardes a tomar sol con los amigos a la plaza Las Heras, el viejo se mantenía al pie de la caja registradora. Hombre frío, egoísta, apegado a su dinero, peligroso en los negocios y en la mesa de truco, Rey irritaba a los otros por un defecto venial: en trance de comer, aunque fuera el queso y el maní traídos con el fernet, sin disimulo se entregaba a la impaciencia de la gula. Vidal decía: “Entonces la aversión me ofusca y le deseo la muerte”. Arévalo, un experiodista que durante algún tiempo redactó crónicas de teatro para una agencia que trabajaba con diarios del interior, era el más leído. Si no descollaba por hablador ni por brillante, manejaba ocasionalmente un tipo de ironía criolla, modesta y oportuna, que hacía olvidar su fealdad. Empeoraba esta fealdad una desidia en auge con los años. Barba mal rasurada, anteojos empañados, pucho adherido al labio inferior, saliva nicotínica en las comisuras, caspa en el poncho, completaban la catadura de este sujeto asmático y sufrido. Compañeros de Vidal en aquel partido fueron Néstor, cuyas travesuras propendían a la inocencia, y Dante, un anciano que nunca se distinguió por la rapidez y que ahora, con la sordera y la miopía, vivía retirado en su caparazón de carne y hueso.
Para que su imagen reviva en la memoria, señalo otro aspecto de esa noche: el frío. Hacía tanto frío que a toda la concurrencia del café se le ocurría la misma idea de soplarse las palmas de las manos. Como Vidal no se convencía de que no hubiera allí algo abierto, de vez en cuando miraba en derredor. Dante, que si perdía se enojaba (su devoción por el equipo de fútbol de Excursionistas, inexplicablemente no le había servido para encarar con filosofía las derrotas), lo reprendió por desatender el juego. Apuntando a Vidal con el índice, Jimi exclamó:
—El viejito trabaja para nosotros.
Vidal consideraba el húmedo hocico en punta, el bigote que tal vez en razón de la temperatura invernal se le antojaba nevado, y no podía menos que admirar el desparpajo de su amigo.
—A mí el frío me asienta —declaró Néstor—. De modo, señores, que prepárense para el chubasco.
Triunfalmente puso una carta sobre la mesa. Arévalo recitó:

Y si la plata se acaba
Por eso no me caduco
Si esta noche pierdo al truco
Mañana gano a la taba.

—Quiero —respondió Néstor.
—Al que quiere se le da —dijo Arévalo y dejó caer una carta superior.
Entró el diarero don Manuel, bebió en el mostrador su vaso de vino tinto, se fue y, como siempre, dejó la puerta entreabierta. Ágil para evitar corrientes de aire, Vidal se levantó, la cerró. De regreso, al promediar el salón, por poco tropezó con una mujer vieja, flaca, estrafalaria, una viviente prueba de lo que dice Jimi: “¡La imaginación de la vejez para inventar fealdades!”.Vidal dio vuelta la cara y murmuró:
—Vieja maldita.
En una primera consideración de los hechos, para justificar el ex abrupto, Vidal atribuyó a la señora el chiflón que por poco le afecta los bronquios y entre sí comentó que las mujeres no se comiden a cerrar las puertas porque se creen, todas ellas, reinas. Luego recapacitó que en esa imputación era injusto, porque la responsabilidad de la abertura recaía sobre el pobre diarero. A la vieja sólo podía enrostrarle su vejez. Quedaba, sin embargo, otra alternativa: soltarle, con apenas disimulado furor, la pregunta de ¿qué buscaba, a esa hora, en el café? Demasiado pronto hubiera obtenido respuesta, porque la mujer se metió por la puerta rotulada Señoras, de donde nadie la vio salir.
Permanecieron todavía otros veinte minutos. Para congraciar la suerte, Vidal agotó los recursos más acreditados: esperó con fidelidad, aguantó con resignación. Tampoco era cosa de mostrarse terco. El jugador inteligente asegura que la suerte prefiere que la sigan, no apoya a quien se le opone. Si no había cartas, con semejantes compañeros, ¿cómo ganar? Tras la quinta derrota, Vidal anunció:
—Señores, ha sonado la hora de levantar campamento.
Sumaron y dividieron, pagó Dante deudas y adición, los compañeros le reembolsaron su parte, bajo protesta. Ni bien Dante deslizó la propina, todos los otros alzaron la algarabía de siempre.
—Yo voy a decir que a éste no lo conozco —informó Arévalo.
—No podés dejar eso —protestó Jimi.
Le reprochaban, en tono de broma, la avaricia.
Departiendo animadamente pasaron a la intemperie. El frío por un instante los enmudeció. Una vaporosa niebla se difundía en llovizna y envolvía en un halo blanco los faroles. Alguien aventuró:
—Esta humedad va a podrir los huesos. Rey, con empaque, observó:
—Desde ya promueve carrasperas.
En efecto, varios habían tosido. Se encaminaron por Cabello rumbo a Paunero y Bulnes. Néstor comentó:
—¡Qué noche!
En su apagado tono irónico apuntó Arévalo:
—A lo mejor llueve.
Dante los hizo reír:
—¿Qué me cuentan si después refresca?
Jimi, el Bastonero, resumió:
—Brrr.
La vida social es el mejor báculo para avanzar por la edad y los achaques. Lo diré con una frase que ellos mismos emplearon: a pesar de las rigurosas condiciones atmosféricas, el grupo se manifestaba entonado. Entre burlas y veras, mantenían un festivo diálogo de sordos. Los ganadores hablaban del truco y los otros rápidamente respondían con observaciones relativas al tiempo. Arévalo, que tenía el don de ver de afuera cualquier situación, incluso aquellas en que él participaba, acotó como si hablara solo:
—Un entretenimiento de muchachos. Nunca dejamos de serlo. ¿Por qué los jóvenes de ahora no lo entienden?
Iban tan absortos en ese entretenimiento, que al principio no advirtieron el clamor que venía de el pasaje El Lazo. La gritería de pronto los alarmó y entonces notaron que un grupo de gente miraba, expectante, hacia el pasaje.
—Están matando un perro —sostuvo Dante.
—Cuidado —previno Vidal—. ¿No estará rabioso?
—Han de ser ratas —opinó Rey.
Perros, ratas y una enormidad de gatos merodeaban por el lugar, porque allí los feriantes del mercadito, que forma esquina, vuelcan los desperdicios. Como la curiosidad es más fuerte que el miedo, los amigos avanzaron unos metros. Oyeron, primero en conjunto y luego distintamente, injurias, golpes, ayes, ruidos de hierros y chapas, el jadeo de una respiración. De la penumbra surgían a la claridad blancuzca, saltarines y ululantes muchachones armados de palos y hierros, que descargaban un castigo frenético sobre un bulto yacente en medio de los tachos y montones de basura. Vidal entrevió caras furiosas, notablemente jóvenes, como enajenadas por el alcohol de la arrogancia. Arévalo dijo por lo bajo:
—El bulto ese es el diarero don Manuel.
Vidal pudo ver que el pobre viejo estaba de rodillas, el tronco inclinado hacia adelante, protegida con las manos ensangrentadas la destrozada cabeza, que todavía procuraba introducir en un tacho de residuos.
—Hay que hacer algo —exclamó Vidal en un grito sin voz— antes que lo maten.
—Callate —ordenó Jimi—. No llamés la atención. Envalentonado porque sus amigos lo retenían, Vidal insistió:
—Intervengamos. Van a matarlo. Arévalo observó flemáticamente:
—Está muerto.
—¿Por qué? —preguntó Vidal, un poco enajenado. En su oído, Jimi murmuró fraternalmente:
—Calladito.
Jimi debió de alejarse del lugar. Mientras lo buscaba, Vidal descubrió una pareja que miraba con desaprobación esa matanza. El muchacho, de anteojos, llevaba libros debajo del brazo; ella parecía una chica decente. En procura del apoyo moral que tantas veces encontró en los desconocidos de la calle, Vidal comentó:
—¡Qué ensañamiento!
Ella abrió la cartera, sacó unos anteojos redondos y, sin apuro, se los puso. Ambos volvieron hacia Vidal sus caras con anteojos y lo miraron, impávidos. Con dicción demasiado clara la muchacha afirmó:
—Yo soy contraria a toda violencia. Sin detenerse a considerar la frialdad de tales palabras, Vidal intentó congraciarlos:
—Nosotros no podemos hacer nada, pero la policía, ¿para qué está?
—Abuelo, no es hora de andar ventilándose —el muchacho le advirtió en un tono casi cordial—. ¿Por qué no se va antes que le pase algo?
Ese mote injustificado —Isidorito no tenía hijos y él estaba seguro de parecer, a pesar de la incipiente calvicie, más joven que sus contemporáneos— tal vez lo cegó, porque interpretó la frase como un rechazo. Trató de reunirse con el grupo, pero no lo encontró. Se alejó por fin. Estaba un poco desorientado, sin los muchachos para conversar, para compartir el disgusto.
Llegó a su casa, que viene a quedar frente al taller del tapicero de autos, en la calle Paunero. El cuarto le pareció inhospitalario. Últimamente sentía una invencible propensión a la tristeza, que modificaba el aspecto de las cosas más habituales. De noche veía los objetos de su cuarto como testigos impasibles y hostiles. Trató de no hacer ruido: en la pieza contigua dormía su hijo, que se acostaba tarde porque trabajaba en la escuela nocturna. Ni bien se cubrió con la manta, preguntó alarmado si no pasaría la noche en vela. Ninguna posición le convenía. Porque pensaba, se movía; digan después que el pensamiento no afecta la materia. Los hechos que vieron sus ojos, ahora se le presentaban con una vividez intolerable, y se movía en la esperanza de que la visión y el recuerdo cesaran. Al rato se le ocurrió, tal vez para cambiar de tema, ir al baño; nada más que para estar seguro y dormirse tranquilo. La travesía de los dos patios, en noches de helada, lo arredraba; pero no permitiría que una duda sobre la utilidad de ese viaje lo dejara sin dormir.
En medio de la noche, cuando se encontraba en la inhóspita dependencia del fondo —fría, oscura, maloliente— solía deprimirse. Motivos para ello nunca faltan, pero, ¿por qué precisamente incidían a esa hora y en ese lugar? Para olvidar al diarero y a sus matadores recordó una época, hoy increíble, en que la aventura misma no se descartaba... La culminación llegó la tarde en que sin saber cómo se encontró en los brazos de una chica llamada Nélida, hija de una cocinera, la señora Carmen, que trabajaba en casas de familia del barrio norte. Nélida vivía con su madre en la segunda sala del frente, donde ahora funcionaba el taller de costura. Por una simple casualidad el recuerdo del fin de ese amorío coincidía con otro, para Vidal desgarrador (no sabía muy bien por qué) y repugnante, de un anciano excitado y borracho que perseguía con un largo cuchillo desenvainado a la señora Carmen. De Nélida guardaba, en un baúl, donde tenía cosas viejas y reliquias de sus padres, una fotografía que les tomaron en el Rosedal y una cinta de seda, descolorida. Los tiempos habían cambiado. Si antes se encontraba en el fondo con una mujer, ambos reían; ahora pedía disculpas y rápidamente se alejaba, para que no pensaran que era un degenerado o algo peor. Acaso tal deterioro de su posición en la sociedad lo volvía nostálgico. El hecho era que de meses, tal vez años, a esta parte, se había dado al vicio de los recuerdos; como otros vicios, primero entretenía y a la larga lesionaba y perjudicaba. Se dijo que al día siguiente estaría muy cansado y apresuró la vuelta a la pieza. Ya en cama, formuló con relativa lucidez (pésimo síntoma para el desvelado) la observación: “He llegado a un momento de la vida en que el cansancio no sirve para dormir y el sueño no sirve para descansar”. Revolviéndose en el colchón, recordó nuevamente el crimen que había presenciado y quizá para sobreponerse al desagrado que le infundía el cadáver que primero había visto y ahora imaginaba, se preguntó si el muerto realmente sería el diarero. Lo acometió una vivísima esperanza, como si la suerte del pobre diarero fuera esencial para él; se vio tentado de figurárselo por las calles, corriendo y pregonando, pero se resistía a esas imaginaciones por temor a la desilusión. Recordó la frase de la muchacha de anteojos: “Yo soy contraria a toda violencia”. ¡Cuántas veces había oído esa frase como si no significara nada! Ahora, en el mismo instante en que se decía “Qué chica pretenciosa”, por primera vez la entendió. Entrevió entonces una teoría sobre la violencia, bastante atinada, que lamentablemente olvidó luego. Recapacitó que en noches como esa, en que daría cualquier cosa por dormir, involuntariamente pensaba con la brillantez de un suelto del diario. Cuando los pájaros cantaron y en las hendijas apareció la luz de la mañana, se apesadumbró de veras, porque había perdido la noche. En ese momento se durmió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas