El 28 de julio de 1841 el hallazgo en el río Hudson del cuerpo sin vida, con visibles señales de violencia, de Mary Rogers, una joven conocida en todo Nueva York como «la bella cigarrera», dio inicio a uno de los más famosos «crímenes del siglo». Edgard Allan Poe investigó su muerte y escribió un relato basado en el caso. Stashower traza un magnífico retrato de Poe en relación con este misterio policial.
Enrico Pugliatti.
Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera
Daniel Stashower
Para la señorita Corbett.
Siempre nos quedará Breezewood
Prólogo
Descenso al Maelstrom
«¡Oh, Maria! ¡Ojalá te lo hubieses pensado un poco antes de dar este paso!» Portada de una novela publicada en 1844, basada en el caso de Mary Rogers.
Cortesía del autor
En junio de 1842, Edgar Allan Poe cogió la pluma para tratar una cuestión delicada con un viejo conocido. «¿Te he ofendido con mis malas acciones? –preguntaba–. Y, en tal caso, ¿cómo? Hubo un tiempo en que siempre tenías unos minutos para un amigo.»
El corresponsal de Poe, Joseph Evans Snodgrass, director del Sunday Visitor de Baltimore, debió de imaginar lo que vendría a continuación. Una vez más, Poe se explayaría contra el último editor o rival literario que lo hubiera agraviado. Alegaría enseguida una situación «embarazosa desde el punto de vista pecuniario», afirmaría que estaba sin trabajo y con pocas perspectivas de encontrarlo y pediría a su antiguo amigo una «ínfima ayuda» en forma de préstamo.
La última carta de Poe, notó con alivio Snodgrass, se apartaba del esquema habitual. «Tengo una propuesta que hacerte –escribía–. No sé si recordarás un cuento que publiqué hará cosa de un año, titulado Los asesinatos de la rue Morgue, que era todo un ejercicio de ingenio encaminado a descubrir a un asesino. Estoy a punto de concluir otro similar, que titularé El misterio de Marie Rogêt. Continuación de Los asesinatos de la rue Morgue, y que está basado en el asesinato real de Mary Cecilia Rogers, que tanto revuelo causó en Nueva York hace unos meses.»
Snodgrass no necesitaba ningún recordatorio. Mary Rogers, más conocida por «la bella cigarrera», había sido una persona muy conocida en las calles de Nueva York. Desde su puesto en el mostrador del Tobacco Emporium de John Anderson, Mary Rogers había ejercido su hechizo sobre la mitad de los hombres de la ciudad. Su célebre «sonrisa misteriosa» tenía fama de ser tan fulminante como las flechas de Cupido. Admiradores de todas las clases sociales, del Bowery al Ayuntamiento, acudían a disfrutar de su compañía. Unos le ofrecían poemas dedicados a su belleza. Otros hablaban con voz engolada de sus triunfos empresariales, y a veces se daban golpecitos en la cartera y la miraban de reojo. Y entretanto la cigarrera aguardaba detrás del mostrador, con la mirada baja y fingiendo no oírles. En ocasiones se llevaba los dedos a la boca, como escandalizada por alguna expresión grosera, pero sus ojos seguían calmos y cómplices.
Algunos temían que la joven e inocente empleada de Anderson terminara de mala manera por culpa de las malas compañías. The New York Morning Herald recomendó tomar medidas «cuanto antes para remediar los grandes males que pueden seguirse de poner a chicas tan guapas en los mostradores de estancos y confiterías. Rufianes con dinero se dejan caer por esos locales, compran cigarros y golosinas, entablan conversación con la chica y acaban por llevarla a la ruina».
Tales temores se revelarían trágicamente proféticos. En julio de 1841, Mary Rogers apareció brutalmente asesinada, y el suceso desató protestas masivas y preparó el escenario para uno de los dramas más espeluznantes del siglo XIX, que empujaría a un hombre al suicidio, a otro a la locura y a un tercero a la deshonra y a la humillación públicas. La muerte de la cigarrera, escribió un neoyorquino, señaló el «terrible momento en que la ciudad perdió su inocencia».
Para bien o para mal, el crimen se convirtió también en el catalizador de un cambio radical. El indisciplinado y desorganizado cuerpo de policía de la ciudad demostró ser incapaz de llevar una investigación con eficacia, lo que abrió paso a una ambiciosa serie de reformas políticas y sociales, mientras los detalles más escabrosos del asesinato alimentaban una encarnizada guerra por aumentar la tirada de los periódicos que condujo al periodismo norteamericano a cotas de sensacionalismo nunca imaginadas. El marrullero James Gordon Bennett del The New York Herald aprovechó el caso para presentarlo como un «cuento macabro y aleccionador», regodearse en los aspectos más morbosos y desatar una feroz polémica sobre los límites del decoro periodístico. «No podemos desayunarnos con la sangre de inocentes asesinados –declaró un lector escandalizado–. ¿Es que los caballeros de la prensa no tienen vergüenza?» Las súplicas de moderación cayeron en saco roto y la tragedia de Mary Rogers se convertiría en uno de los primeros y más significativos casos en destacar en las páginas de los periódicos norteamericanos, y serviría de base para todos los «crímenes del siglo» subsiguientes, de los asesinatos supuestamente cometidos por Lizzie Borden en 1892 al asesinato de Stanford White en 1906 y hasta nuestros días.
No obstante, el caso estuvo plagado de pistas falsas y malentendidos desde el principio. En los días que siguieron al descubrimiento del cadáver, casi todo el mundo dio por sentado que Mary Rogers había sido víctima de una de las famosas «bandas de Nueva York», como los Plug-Uglies o los Hudson Dusters, que campaban a sus anchas en las calles, aprovechando la ausencia total de autoridad policial. «¿Acaso debemos entregar nuestras calles a esos canallas? –se quejaba The New York Tribune–. ¿No podemos exigir a nuestros jefes de policía electos que impongan la ley a esos forajidos?» Los periódicos se esforzaron en crear una mártir. «En una palabra –declaraba el Herald–, Nueva York quedará deshonrada y ultrajada ante el mundo civilizado, a menos que se ponga en marcha un gran movimiento moral con objeto de reformar y dar nuevos bríos a la administración de justicia criminal, y proteger la vida y las propiedades de sus habitantes de la violencia y el latrocinio públicos. ¿Quién dará el primer paso para emprender esta gran reforma moral?»
A medida que crecía la indignación de la opinión pública, Mary Rogers obtuvo la dudosa distinción de convertirse en bien de consumo. A las dos semanas de cometerse el asesinato, un daguerrotipista hizo un grabado e imprimió un enorme número de copias, «con un aceptable parecido a la fallecida». «Un vendedor ambulante podría vender un gran número si las llevase a Hoboken –declaró en un anuncio–, donde mucha gente acude a diario a visitar el lugar.» Los escritores de panfletos no tardaron en sacar tajada: se puso en circulación un morboso relato titulado Un negro suceso, que se vendía por seis céntimos y narraba «varios intentos de cortejo y seducción ocasionados por sus múltiples encantos». Pronto le seguiría una mediocre novela titulada La bella cigarrera.
No obstante, un año después, el crimen seguía sin resolver, y había dejado atrás vidas arruinadas y reputaciones destrozadas. Cuando el interés del público empezaba a declinar, Edgar Allan Poe vio una oportunidad única. Su proyecto, tal como se lo contó a su amigo Snodgrass, consistía en enfocar el caso de un modo que no se había intentado ni imaginado nunca. Estudiaría los hechos a través de la lente de la ficción, expondría los fallos y los malentendidos de la investigación oficial, y ofrecería sus propias conclusiones sobre lo ocurrido… incluso señalaría con el dedo al posible criminal. En suma, Poe daba a entender que propondría una solución que obligaría a la policía de Nueva York a reanudar sus investigaciones.
Era una estrategia sorprendente. En la época en que se cometió el asesinato, Poe había disfrutado de un raro interludio de prosperidad como director del Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, un periódico mensual ilustrado. Había seguido con detalle el caso de Mary Rogers, e incluso se dice que había sido cliente del Tobacco Emporium de Anderson, donde trabajaba la joven. La época de Poe en Graham’s señaló un breve período de calma en una carrera por lo demás turbulenta. A pesar de sus evidentes dotes como poeta y escritor de relatos breves, siempre tuvo que hacer grandes esfuerzos por ganarse la vida y a menudo se vio obligado a mendigar préstamos a amigos compasivos como el propio Snodgrass. Su escasa reputación se fundaba sobre todo en su labor como crítico literario, campo en el que hacía gala de una notable sensibilidad e intuición, pero también de un tono implacable que le había ganado muchos enemigos. Poe había escrito ya la mayoría de sus mejores obras cuando murió la joven cigarrera, pero la fama y la libertad creativa seguían siéndole esquivas. «No sólo he trabajado en beneficio ajeno (a cambio de un sueldo mísero) –escribió–, sino que me he visto forzado a modificar mi forma de pensar por culpa de personas cuya imbecilidad era evidente para todos excepto para ellos mismos.»
Confiaba en que El misterio de Marie Rogêt cambiaría las cosas. Su innovador relato Los asesinatos de la rue Morgue, donde apareció por vez primera el detective aficionado C. Auguste Dupin, se había publicado en Graham’s en abril de 1841, unos dos meses antes del asesinato de Mary Rogers. Poe describía a Dupin como un personaje brillante y solitario, recluido en un cuarto mal iluminado, que sólo de noche se aventuraba a recorrer las calles de París y disfrutar de «la infinidad de emociones intelectuales» que le procuraba su capacidad de observación. El relato anticipaba prácticamente todas las convenciones de lo que serían las novelas modernas de misterio: el investigador excéntrico y reservado, su compañero en comparación más obtuso, el sospechoso injustamente acusado, el criminal inesperado, la pista falsa, y –tal vez por encima de todo– el crimen imposible en un cuarto cerrado. Hoy el relato se considera un hito literario y la génesis de todo el género de ficción policíaco, pero en el momento de su publicación apenas llamó la atención. Al año siguiente, Poe había dejado Graham’s y su suerte había dado un giro desfavorable. Buscando una idea que vender, decidió aplicar la capacidad de «raciocinación» de Dupin, o su razonamiento deductivo, a un enigma real, transformando el asesinato de Mary Rogers en El misterio de Marie Rogêt.
Pocas veces un escritor ha escogido un asunto más apropiado. La vida entera de Poe se había visto ensombrecida por la muerte de mujeres cercanas a él, empezando por su propia madre, que murió de tuberculosis cuando su hijo no había cumplido aún los tres años. Cuando empezó a escribir El misterio de Marie Rogêt, su propia mujer, Virginia, estaba en la primera etapa de esa misma enfermedad, en lo que sería el inicio de un largo y agónico declive. Para Poe, esas muertes no sólo constituyeron la tragedia de su vida, sino la fuente de la que manaba su arte, y de la que brotaron esas oleadas de tristeza, en apariencia ilimitadas, que inspiraron sus heroínas más memorables: Helen, Lenore, Madeline Usher, Annabel Lee y otras muchas más.
«La muerte […] de una mujer joven –escribió una vez– es, sin duda alguna, el tema más poético del mundo.» En el caso de Mary Rogers, el escritor parecía haber dado con una mujer sacada de una de sus obras. La víctima no sólo era joven y hermosa, sino que sobre su muerte pendía un aura de tristeza e injusticia. Las ambiciones de su relato eran enormes: «He dado forma a mis propósitos de un modo totalmente novedoso en literatura –le dijo a Joseph Snodgrass–. He imaginado una serie de coincidences casi exactas sucedidas en París. Una joven grisette llamada Marie Rogêt muere asesinada en circunstancias muy similares a las de Mary Rogers. Así, con la excusa de mostrar cómo esclarece Dupin el misterio del asesinato, hago un largo y riguroso análisis de la tragedia neoyorquina. No omito nada. Examino, una por una, las opiniones y argumentos de la prensa sobre el asunto, y demuestro que, hasta la fecha, nadie ha enfocado debidamente el caso. De hecho, no sólo creo haber demostrado cuán falaz es la idea más generalizada –que la joven fue víctima de una banda de rufianes–, sino que he sugerido quién pudo ser el asesino de un modo que sin duda dará nuevos bríos a la investigación».
El tono de confianza de Poe no podía ocultar lo desesperado de su situación. Tras fijar un precio de cuarenta dólares por su relato, concluía la carta en tono quejoso: «¿Me enviarás tu respuesta? Hazlo a vuelta de correo, si te es posible». Al final Snodgrass no mostró el menor interés por Marie Rogêt, y el cuento terminó apareciendo en una revista llamada The Ladies’ Companion, publicación que Poe había criticado previamente por su «mal gusto y charlatanería». Aun así, tenía motivos para albergar esperanzas sobre el éxito de Marie Rogêt. Había examinado minuciosamente todos los giros y vuelcos del caso de Mary Rogers y elaborado una solución que parecía tan emocionante como verosímil. Aún más intrigante era el modo en que Dupin, el detective de ficción de Poe, había llegado a sus conclusiones, «sentado tan tranquilo en su sillón de siempre», y confiando únicamente en su capacidad de raciocinación. «Estoy convencido –decía Poe– de que el cuento llamará la atención.»
Debido a la extensión poco habitual de Marie Rogêt, el director de The Ladies’ Companion prefirió publicar el relato en tres partes a lo largo de tres entregas mensuales. Puede que Poe pensara que de ese modo aumentaría el suspense y despertaría el interés del público por ver cómo resolvería Dupin el caso en las últimas páginas. Pero después de publicadas las dos primeras entregas de Marie Rogêt aparecieron nuevas y turbadoras pruebas en el caso del asesinato de Mary Rogers, y la investigación, que llevaba varios meses paralizada, se reanudó.
Faltaban pocos días para que se publicara la tercera y última entrega de Marie Rogêt, que incluía la cuidadosamente razonada resolución ideada por Poe. Con el misterio a punto de resolverse y la fecha de publicación cada vez más próxima, Poe hizo una apuesta a la desesperada. Sus esfuerzos por salvar su historia y su reputación fueron tan audaces como brillantes, y forman un característico capítulo de su vida. Cuando concluyó, no sólo había retomado la historia, sino que la había reencauzado según su voluntad.
Henry James hizo en una ocasión una observación franca y reveladora al comparar a Poe con el poeta francés Charles Baudelaire: «Poe era con mucho el más charlatán de los dos –observó– y también mucho más genial». Ambos aspectos del carácter de Poe, el genio y la charlatanería, afloraron al enfrentarse al problema de Marie Rogêt. En ocasiones, pasaba de lo uno a lo otro en el espacio de una sola frase, con extraordinarios destellos de inspiración que se contraponían a una dosis idéntica de astucia. El resultado fue una forma única de alquimia, que transformó la realidad en ficción y viceversa. Para Poe, Mary Rogers señaló el punto en que la vida y el arte convergen. En un momento en que su propia vida se venía abajo, su historia le ofreció una forma de distracción, una oportunidad de emular a su famoso detective y encontrar orden en el caos. En el proceso, reescribió la historia –tanto la suya propia como la de la cigarrera– y se las arregló para encontrar poesía en el mismísimo meollo de un asesinato.
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