lunes, 7 de septiembre de 2015

(Fragmento de antología). Antologías de Ciencia Ficción. Edgar Allan Poe.

Edgar Allan Poe

 La ciencia-ficción de EDGAR ALLAN POE


(Fragmento de antología).
Antologías de Ciencia Ficción Caralt - 21
Título original: The Science Fiction of Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe, 1978
Traducción: Pablo Mañé y P. Rubiralta
Editor digital: Hechadelluvia & dekisi
ePub base r1.1
MANUSCRITO HALLADO EN UNA BOTELLA
Qui n’a plus qu’un moment á vivre
N’a plus ríen á dissimuler.
Quinault, Atys.


Muy poco podría decir acerca de mi país y de mi familia. Los malos tratos y el correr de los años me obligaron a abandonar el primero y a alejarme de la última. La riqueza heredada me permitió lograr una educación fuera de lo común, y una inclinación de mi espíritu hacia la contemplación, me capacitó para ordenar metódicamente los conocimientos acumulados en mis primeros estudios. No había nada superior al placer que experimentaba con las obras de los moralistas alemanes. No se trataba de una admiración mal aconsejada por su locura elocuente, sino por la facilidad con que mis hábitos de rígido pensamiento me permitían descubrir sus falsedades. Se me ha reprochado con frecuencia la aridez de mi genio, se me ha imputado como un crimen mi imaginación deficiente y siempre me he destacado por el pirronismo de mis opiniones. Sospecho en verdad que el gran placer que siento por la filosofía física ha marcado mi mente con un error muy común en nuestros tiempos. Me refiero a la costumbre de relacionar sucesos, incluso los menos susceptibles para eso, a los principios de dicha ciencia. Normalmente nadie estaría menos expuesto que yo a desviarse de los límites rígidos de la verdad por el ignes fatui de la superstición. He creído oportuno sentar esas premisas, para que el relato increíble que debo contar no sea considerado el desvarío de una imaginación poco refinada, sino la experiencia auténtica de una mente para la que los ensueños de la fantasía han sido nulidad y letra muerta.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, me embarqué en el año 18…, en el puerto de Batavia, en la rica y poblada isla de Java, en un viaje por el archipiélago de las islas de la Sonda. Viajé como un pasajero sin ningún incentivo que me empujara, salvo una nerviosa inquietud que me acosaba como un demonio.
Era el nuestro un excelente navío de cerca de cuatrocientas toneladas, con remaches de cobre, que había sido construido, con teca de Malabar, en Bombay. La carga consistía en algodón en rama y aceite de las islas Laquedivas. Llevaba además a bordo fibra de coco, melaza de palma, mantequilla de búfala, cocos y unas cuantas cajas de opio. La estiba había sido hecha a la diabla y debido a ello el barco escoraba.
Nos hicimos a la mar con un suave soplo de brisa y durante varios días nos mantuvimos al largo de la costa oriental de Java, sin otro incidente que aliviara la monotonía de nuestro rumbo que el encuentro ocasional con algún pequeño grab del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, inclinado en la barandilla de cubierta, observé hacia el Noroeste una nube aislada de aspecto singular. Era notable tanto por su color como por ser la primera que veíamos desde nuestra salida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, y entonces empezó a extenderse de repente hacia el Este y el Oeste, ciñendo el horizonte con una estrecha faja de vapor que parecía una extraña playa baja. Atrajo en seguida mi interés el aspecto rojo oscuro de la luna y la rara apariencia del mar. En éste tenía efecto una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. A pesar de que podía distinguirse con toda claridad el fondo, al halar la sonda comprobé que la profundidad era de quince brazas. Ahora el aire se había vuelto intolerablemente cálido, como cargado de emanaciones en espiral, semejantes a las que se desprenden del hierro calentado’ al rojo. Mientras anochecía se desvaneció el menor soplo de viento y resultaría imposible concebir una calma más absoluta. En la popa ardía una bujía y su llama no vacilaba en absoluto y un largo cabello, sostenido entre el índice y el pulgar, colgaba sin que pudiera observarse la menor oscilación. Sin embargo, aunque el capitán dijo que no podía apreciar ninguna señal de peligro, y como sea que estábamos derivando hacia la costa, ordenó que se arriaran las velas y se echara el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, integrada sobre todo por malayos, se tumbó sobre la cubierta a descansar. Yo bajé a mi camarote presa de un presentimiento preñado de peligros. Todas las apariencias justificaban el temor de un simún inminente. Hice al capitán partícipe de mis temores, pero hizo muy poco caso de mis palabras y me dio la espalda sin dignarse responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí al puente. Al franquear el último peldaño de la escalera de toldilla, fui sorprendido por un fuerte ruido parecido a un zumbido, como el que produciría la rotación rápida de las aspas de un molino, y antes de poder adivinar su significado me di cuenta de que el barco Se estremecía en su interior. Inmediatamente después una montaña de espuma se abalanzó sobre nosotros por el lado de babor y, envolviéndonos de popa a proa, barrió toda la cubierta de punta a punta.
La extraordinaria furia de la ráfaga representó, en gran medida, la salvación del barco. Aunque sumergido por completo, como sus mástiles cayeron por la borda, se levantó al cabo de un minuto, pesadamente desde la sima, vaciló unos segundos bajo el tremendo impacto de la tempestad y por último se enderezó.
No podría decir en virtud de qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el choque del agua me encontré, al recuperar el sentido, embutido entre el codastre y el gobernalle. Con gran dificultad me puse de pie y miré en torno, mareado, y de momento pensé que estábamos en los rompientes de la costa, tan terrible —más allá de la imaginación más desbocada— era el remolino que formaban las encrespadas olas y el océano espumoso dentro del que nos hallábamos sumidos. Al poco rato oí la voz de un viejo sueco, que se había embarcado con nosotros cuando levábamos anclas. Le llamé con todas mis fuerzas y en seguida vino hacia mí tambaleándose. Pronto pudimos apreciar que éramos los únicos supervivientes del accidente. Todo cuanto había en cubierta, excepto nosotros dos, fue barrido por las olas. El capitán y los tripulantes debieron perecer mientras dormían, ya que las aguas inundaron los camarotes. Sin ayuda, poco podíamos conseguir para la seguridad del navío y nuestros esfuerzos fueron paralizados al principio frente a la creencia momentánea de que nos íbamos a pique. Sin duda el cabo del ancla se rompió como un cordel al primer embate del huracán, de otro modo nos hubiéramos hundido al instante, íbamos con tremenda velocidad antes de que el mar y el agua nos arrastrara. El armazón de popa había sufrido daños irreparables y, bajo todos los aspectos, el barco estaba muy maltrecho. Pero con gran alegría por nuestra parte vimos que las bombas funcionaban y que el lastre apenas se había desplazado. La primera y principal furia de la ráfaga había amainado y ya no era tan grande el peligro procedente de la violencia del viento. Pero nos aterrorizaba la idea de que fuera a cesar de un momento a otro, ya que temíamos que, en nuestras lamentables condiciones, zozobraríamos en el oleaje agitado que le seguiría. Pero este temor, perfectamente explicable, no parecía en modo alguno que fuera a justificarse. Durante cinco días completos con sus noches, durante los cuales nuestra única subsistencia consistió en una pequeña cantidad de melaza de palma que con grandes dificultades nos procuramos en el castillo de proa, el casco del buque corrió a una velocidad que desafiaba todo cálculo, empujado por rápidas y sucesivas ráfagas de viento que, a pesar de no tener la violencia inicial del simún, eran terriblemente más fuertes que cualquier tempestad que jamás hubiera presenciado. Nuestra derrota, durante los primeros cuatro días, fue, con variaciones sin importancia, de Sud-Sudeste y con seguridad que pasamos cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día el frío fue tremendo, a pesar de que el viento había girado un punto hacia el Norte. Salió el sol de un color amarillo enfermizo y se elevó unos pocos grados en el horizonte, irradiando una luz indecisa. No había nubes a la vista, pero el viento arreciaba y soplaba con una furia irregular e insegura. Cerca de mediodía, sólo aproximadamente lo podíamos calcular, nuestra atención se dirigió de nuevo a la apariencia del sol. No daba luz, hablando con propiedad, sino un brillo sin reflejos, apagado y tétrico, como, si todos sus rayos estuviesen polarizados. Poco antes de ponerse en el mar hinchado, su fuego central se extinguió de repente, como si un poder inexplicable lo hubiera apagado. Fue un aro pálido, como de plata, lo que quedó de él antes de sumergirse rápidamente en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día. Este día no llegó para mí. Y para el sueco nunca llegó. Desde aquel punto y hora quedamos envueltos en una negra oscuridad, que no permitía ver a un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, sin contar siquiera con el alivio de la brillantez fosfórica del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. Observamos también que, a pesar de que la tempestad seguía con tenaz violencia, ya no podíamos apreciar la apariencia habitual del oleaje, o de la espuma, que hasta entonces nos envolviera. Todo a nuestro alrededor era horror, densa oscuridad y un negro y bochornoso desierto de ébano. El terror supersticioso aumentaba poco a poco en el espíritu del sueco y mi propia alma estaba envuelta en maravillado silencio. Dejamos de cuidar el navío, peor que inútil, y nos amarramos lo mejor que pudimos en el tocón del palo de mesana, mirando con amargura la inmensidad del océano. No contábamos con medios para calcular el tiempo ni podíamos adivinar nuestra situación. Estábamos, sin embargo, totalmente convencidos de haber ido más al Sur que ningún navegante antes que nosotros y experimentamos una gran sorpresa al no encontrarnos con los lógicos obstáculos del hielo. Entretanto, cada segundo amenazaba con ser el último y olas gigantes como montañas se precipitaban para destruirnos. El oleaje rebasaba cualquier posibilidad que yo hubiera imaginado y el que no fuéramos instantáneamente sepultados era un milagro. Mi compañero me hablaba de las condiciones marineras de nuestro barco y aludió a la ligereza del cargamento. No me era de ninguna ayuda pensar en la inutilidad de toda esperanza y me preparaba tristemente a morir, y creía que nada iba a evitar que sucediera al cabo de una hora a lo sumo, ya que, a cada nudo que el navío recorría, el oleaje de aquel mar horrendo y tenebroso se volvía más aterrador. A veces boqueábamos perdido el aliento cuando nos elevábamos más altos que un albatros, otras veces nos mareaba lo vertiginoso de nuestro descenso hacia algún infierno líquido, donde el aire se volvía estancado y ningún sonido turbaba el sueño de los «kraken».
Estábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero se alzó terrible en la noche: «¡Mire!, ¡mire! —exclamaba, gritando a mis oídos—, ¡Dios Todopoderoso!, ¡mire, mire!» Mientras él voceaba, advertí un apagado y tétrico resplandor rojizo corriendo a los lados de la vasta sima en la que descansábamos el cual derramaba un brillo irregular sobre el puente. Dirigiendo mi vista hacia arriba percibí un espectáculo que me heló la sangre. A tremenda altura, directamente encima de nosotros y sobre el mismo borde del tremendo abismo, estaba suspendido un barco enorme de quizá cuatro mil toneladas. Aunque se hallaba en la cresta de una ola cien veces más elevada que su propia altura, su tamaño aparente excedía con mucho al de cualquier barco de línea o de la Compañía de las Indias Orientales. Su enorme casco era de un profundo y deslustrado color negro y no tenía ninguna de las acostumbradas tallas y mascarones de los barcos. Una única hilera de cañones de bronce asomaba por sus portañolas. Las pulidas superficies de los cañones reflejaban la luz de innumerables linternas de combate, que se balanceaban en las jarcias. Pero lo que mayormente nos inspiró horror y estupefacción fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en las mismas fauces de aquel mar sobrenatural y de aquel huracán indomeñable. Cuando lo vimos por primera vez sólo percibimos la proa al empezar a surgir del profundo y horrible golfo del que venía. Durante un instante de intenso horror permaneció inmóvil sobre el vertiginoso pináculo, como contemplando su propia sublimidad. Luego tembló y se sacudió antes de precipitarse en el abismo.
Ignoro qué repentina serenidad se apoderó de mi espíritu en aquel momento. Tambaleante retrocedí cuanto pude hacia proa y allí esperé, sin miedo, el desastre que se nos venía encima. Nuestro propio barco estaba escorando cansado de la pelea y hundiéndose de proa. El choque de la masa que se precipitaba le sacudió, en consecuencia, en ese punto de su estructura que ya estaba bajo las aguas y el resultado inevitable fue lanzarme a mí, con violencia irresistible, contra las jarcias de la nave recién aparecida.
Cuando caí, el barco viró y siguió su camino y atribuyo a la confusión reinante el hecho de que la tripulación no se diera cuenta de mi presencia. Sin que se apercibieran de mí me abrí camino, con pocas dificultades, hasta la escotilla principal, que estaba abierta a medias y pronto tuve la oportunidad de esconderme en la cala. Me sería muy difícil explicar por qué lo hice. Un indefinido sentimiento de temor se apoderó de mi mente desde el primer instante que vi a los tripulantes de la nave y con seguridad que eso estuvo en el origen de mi encierro. No era mi deseo confiarme a quienes me habían dado la impresión, en seguida que les di una rápida ojeada, de vaga extrañeza, duda y aprensión. En consecuencia creí que lo mejor sería procurarme un escondrijo en la cala. Me fue fácil lograrlo sacando una pequeña parte de las tablas movedizas, de forma que me agencié un lugar conveniente entre las gruesas cuadernas del barco.
Apenas hube dado fin a mi tarea cuando unas pisadas en la cala me obligaron a usar el escondite. Un hombre pasó cerca de donde me hallaba, caminando con paso inseguro y débil. No pude verle la cara pero sí tuve la oportunidad de observar su apariencia general. Daba la impresión, por otra parte evidente, de que era muy viejo y que estaba enfermo. Sus rodillas temblaban bajo el peso de los años, y su cuerpo se estremecía bajo la carga. Murmuraba para sí en tono bajo y quebrado palabras en un idioma para mí desconocido y se puso a trastear en un rincón donde había amontonados diversos instrumentos de apariencia singular y deterioradas cartas de navegación. Su comportamiento era una extraña mezcla de mal humor de la segunda infancia y la solemne dignidad de un dios. Al fin regresó al puente y ya no volví a verle.
Un sentimiento, para el cual no doy con el nombre, se había apoderado de mi alma, una sensación que no admitía el análisis, para el cual las lecciones de la experiencia no eran válidas y, mucho me temo, que ni siquiera el futuro me dará la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es una tortura. Nunca podré, tengo la seguridad de ello, encontrar satisfacción respecto a la naturaleza de mis concepciones. Con todo no es sorprendente que esas concepciones sean indefinidas, dado que tienen su origen en fuentes de tan extraordinaria novedad. Un nuevo sentido, una nueva entidad se agrega a mi alma.
Hace ya mucho que subí por vez primera al puente de este navío horrible y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Gentes incomprensibles! Absortos en una meditación de un tipo que no puedo comprender, se cruzan en mi camino sin prestarme atención. Esconderme sería por mi parte una total locura, ya que esa gente no quiere ver. Precisamente ahora mismo pasé frente al piloto. No hace mucho que me atreví a penetrar en el camarote del capitán, donde cogí los materiales con los que estoy escribiendo ahora y las notas que ya he tomado. De vez en cuando seguiré escribiendo este diario. Claro está que no encontraré la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no voy a dejar de hacer el intento. En el instante postrero encerraré el manuscrito en una botella y lo confiaré al mar.
Ha ocurrido un incidente que me ha dado nuevas oportunidades de pensar. ¿Son tales sucesos el resultado de un azar incontrolado? Había subido al puente donde me eché, sin atraer la atención de nadie, entre un montón de flechastes y viejas velas, en el fondo de un bote. Mientras meditaba acerca de la singularidad de mi destino, empecé sin darme cuenta a pintarrajear con un pincel mojado de brea los bordes de una vela que estaba cuidadosamente plegada encima de un barril cercano. La vela ahora está desplegada en el barco y las irreflexivas pinceladas se extienden formando la palabra «descubrimiento».
Últimamente he hecho varias observaciones acerca de la estructura del barco. A pesar de aparecer bien armado, no creo que sea de guerra. Ni los aparejos, ni la construcción, ni su equipo concuerdan con tal suposición. Puedo darme perfecta cuenta de lo que no es, pero temo que me es imposible decir lo que es. No sé cómo es el barco, pero al escrutar su extraña forma, el tipo singular de sus mástiles, su enorme tamaño, su desmesurado velamen, su proa de severa sencillez y su anticuada popa, ocasionalmente cruza mi recuerdo una sensación de cosas familiares, siempre entremezcladas con sombras indistintas del recuerdo, inexplicable, de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado contemplando el maderamen del navío. Está construido con un material desconocido para mí. La madera tiene una textura peculiar que me sorprende y que me da la impresión de que no es la adecuada para el fin a que se la ha destinado. Me refiero a su extraordinaria porosidad, prescindiendo de su carcoma que es una consecuencia de la navegación por esos mares y de la podredumbre resultante de su vejez. Parecerá quizás una observación asaz curiosa, pero la madera tiene todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera distendido por medios artificiales.
Al leer la frase anterior me viene a la memoria un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés. «Es tan seguro —solía afirmar cuando alguien ponía en duda la veracidad de sus palabras— como que existe un mar en el cual un barco crece de forma idéntica a como lo hace el cuerpo de un marinero».
Hace una hora que tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, a pesar de que estaba entre ellos, parecían estar totalmente al margen de mi presencia. Igual que el primero que había visto antes en la cala, todos daban la impresión de ser de edad muy avanzada… Sus rodillas enfermizas entrechocaban, sus hombros estaban cargados por la decrepitud, sus epidermis ajadas se estremecían al viento, su voz era sorda, trémula y rota, el brillo de sus ojos velado por antiguas legañas y sus cabellos canos alborotadísimos por el viento. A su alrededor, por todas partes en el puente, estaban desperdigados instrumentos náuticos de construcción singular y anticuada.
He mencionado ya la colocación de un ala en el trinquete. Desde entonces el buque, librado a la merced del viento, ha proseguido su rumbo terrible hacia el Sur, con todo el trapo recogido, desde el racamento de la verga hasta los botalones, bañando frecuentemente sus mastelerillos de juanete en el más impresionante diluvio que puede llegar a imaginarse la mente humana. Acababa de abandonar la cubierta, donde me fue imposible caminar como deseaba, aunque la tripulación parecía caminar por ella sin grandes inconvenientes. Me parece el mayor de los milagros el que nuestra inmensa mole no se fuera a pique en un abrir y cerrar de ojos. Sin duda estamos condenados a navegar indefinidamente al borde de la eternidad, sin llegar a la zambullida final en el abismo. Con la grácil facilidad de una veloz gaviota, nos deslizábamos por encima de olas mil veces más impresionantes de las que nunca antes viera. Colosales, enderezaban su cabeza sobre nosotros como demonios surgidos del abismo, demonios que al parecer sólo debían amedrentarnos, sin llegar a destruirnos. Me inclino a atribuir esas frecuentes escapadas a la única causa natural que podría ocasionar tal efecto. He de creer que el navío está bajo la influencia de una fuerte corriente o de una fuerza superior que nos arrastra por debajo de la quilla.
He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como era de suponer, ni siquiera me ha hecho caso. Aunque para un observador casual el aspecto del capitán no es ni superior ni inferior al de otro mortal, he experimentado, sin embargo, un sentimiento reverente y de temor que se mezclaba con la sensación de asombro con que le contemplaba. Es más o menos de mi estatura, es decir, un metro setenta poco más o menos. Es de constitución mediana pero sólida, no muy robusta y no veo otra condición a señalar. Pero es la singularidad de la expresión de su rostro, la intensa, la maravillosa, la emocionante evidencia de la ancianidad, tan total, tan extrema, la que inspira en mi espíritu un sentimiento inefable. Su frente, a pesar de carecer de arrugas, parece estar marcada por una miríada de años. Sus grises cabellos son recuerdos del pasado y sus ojos grisáceos son sibilas del futuro. Desparramados por el suelo de la cabina había raros infolios con broches de hierro y mohosos instrumentos científicos y mapas obsoletos y olvidados, de tiempos idos. Su cabeza estaba apoyada en sus manos y escudriñaba con inquieta y enfebrecida mirada un documento que tomé por un nombramiento, el cual, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuraba para sí, del mismo modo que lo hacía el primer marinero con quien me topé en la cala, palabras malhumoradas y quedas en una lengua extranjera. A pesar de que hablaba cerca de mi hombro, sus palabras parecía que me llegaban desde la distancia de una milla.
El barco y cuanto hay en él está impregnado de Vetustez. La tripulación se desliza de aquí para allá como los fantasmas de los siglos idos, sus ojos lucen una expresión inquieta y anhelante, y cuando sus dedos tantean a través de mi camino en el raro resplandor de las farolas, experimento lo que jamás noté anteriormente, a pesar de que durante toda mi vida he comerciado con antigüedades y me he empapado de las sombras de las columnas caídas de Balbek, Tadmor y Persépolis hasta que mi alma se ha convertido en una ruina.
Cuando miro a mi alrededor me siento avergonzado de mis aprensiones de antes. Si temblaba ante las ráfagas que hasta ahora nos han acompañado, ¿no debería horrorizarme ante esta pelea del viento y del océano, para dar una idea de la cual los términos tornado y simún son triviales y carecen de sentido? Todo en la inmediata proximidad del navío es la oscuridad de una noche eterna y un caos de agua espumosa, pero a cosa de una legua, a un lado y otro, se pueden percibir claramente y a intervalos, fantásticas murallas de hielo, elevándose hasta los cielos desolados, y que semejan las murallas del universo.
Como ya suponía, resulta que el barco está dentro de una corriente. Si así puede nombrarse con propiedad un flujo que ululante y rugiente llega del blanco hielo y atruena y se precipita hacia el Sur con una velocidad parecida a la caída de una catarata.
Creo que sería del todo imposible hacerse una idea cabal de mi situación. Sin embargo, predomina incluso sobre mi desesperación la curiosidad de averiguar los misterios de esas regiones espantosas, que lograría reconciliarme con el más odioso aspecto de la muerte. Es evidente que nos dirigimos velozmente hacia algún descubrimiento excitante, algún secreto que nunca deberemos compartir con nadie y cuyo conocimiento representa morir. Sin duda esta corriente nos lleva directamente al polo Sur. Forzoso es confesar que esa suposición, en apariencia tan disparatada, tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos trémulos e inquietos. Pero en su expresión, en su continente hay más anhelo de esperanza que apatía de desespero.
Mientras tanto el viento sigue aún a popa y dado que navegamos a velas desplegadas, el barco a veces parece volar sobre el mar. ¡Horror de los horrores!
Las grandes masas de hielo nos abren paso apartándose a derecha e izquierda y empezamos a girar vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y más vueltas, bordeando un inmenso anfiteatro, la cima de cuyas paredes se pierden en la oscuridad y en la altura. Pero ya me queda muy poco tiempo para meditar sobre mi destino. Los círculos se van estrechando rápidamente y nos estamos zambullendo enloquecedoramente en las fauces de la vorágine, entre rugidos, bramidos y el retumbar del océano y de la tempestad. ¡Todo el navío tiembla! ¡Dios mío… se hunde!…
* * *

Nota. — El Manuscrito hallado en una botella fue publicado originalmente en 1831 y hasta varios años después no conocí los mapas de Mercator, en los cuales el océano está representado como corriendo velozmente, a través de cuatro fauces y precipitándose en el golfo Polar (nórdico), para ser absorbido por las entrañas de la Tierra; el propio Polo aparece representado como un negro peñasco, elevándose a una altura prodigiosa.

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