viernes, 7 de noviembre de 2014

El arte del asesinato 11 relatos de crimen e investigación.


El arte del asesinato
11 relatos de crimen e investigación

G. K. Chesterton
RESEÑA


Basil Grant, Horne Fisher, Gabriel Gale, Mr. Pond, el padre Brown... una verdadera galería de personajes excéntricos, diversamente locos, pero alumbrados por la llama del genio, todos ellos dados al sutil arte de resolver asesinatos o misterios aparentemente sin solución. Pero no sólo comparten el ingenio o la propensión a la paradoja: de alguna manera, todos ellos son Chesterton, máscaras o avatares del autor, por medio de los cuales nos invita a reflexionar sobre la condición de la sociedad o sobre la naturaleza humana. El presente volumen recoge once relatos de crimen y misterio extraídos de las obras detectivescas de G. K. Chesterton y, no sólo nos ofrece un amplio retrato de cada uno de estos personajes que forman su peculiar galería de investigadores, sino también, como es habitual en el autor, una sabia combinación de destreza en la exposición y en la ambientación, suspense, humor e ingenio.

 Las extraordinarias aventuras del comandante Brown
 El rostro en la diana
 El pozo sin fondo
 La casa del pavo real
 La joya púrpura
 Los tres jinetes del Apocalipsis
 Anillo de enamorados
 El jardín de humo
 La cruz azul
 El hombre en el pasaje
 La resurrección del padre Brown
 


Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y ello no sólo por su venturosa inven-ción, por su imaginación visual y por la felicidad pueril o divina que traslucen todas sus páginas, sino por sus virtudes retóricas, por sus puros méritos de destreza.
... hubiera podido ser un Edgar Allan Poe o un Kafka: prefirió —debemos agradecérselo— ser Chesterton.

Jorge Luis Borges

 
Investigadores de G.K. Chesterton


El criminal es el artista creativo, el detective sólo el crítico.
G.K. Chesterton
El candor del padre Brown
 Las extraordinarias aventuras del comandante Brown

Se diría que Rabelais, o su fantástico ilustrador, Gustave Doré, han tenido algo que ver en la creación y trazado de los pisos de las casas de Inglaterra y Norteamérica. Hay algo ver-daderamente gargantuesco en la idea de economizar espacio amontonando unas viviendas sobre otras, con sus correspon-dientes puertas y fachadas. En el caos y la complejidad de estas calles perpendiculares puede ocultarse o sobrevenir cualquier cosa, y creo que es en una de ellas donde el curioso puede en-contrar las oficinas de «El Club de los Negocios Raros». A pri-mera vista podría creerse que semejante título tendría que in-teresar y chocar forzosamente al transeúnte, pero nada choca ni interesa en estas confusas y monstruosas colmenas. El tran-seúnte concentra la atención en su prosaico objetivo —la Agen-cia de Embarque de Montenegro o la Delegación londinense de «El Centinela de Rutland»— y se desliza por los oscuros pasi-llos de igual manera que se atraviesan los sombríos corredores de un sueño. Si los Thugs  establecieran en uno de los grandes edificios de Norfolk Street una Compañía para el Asesinato de Extranjeros y colocaran en la oficina a un amable señor encar-gado de facilitar informes, podéis estar seguros de que nadie iría a pedirlos. Así pues, El Club de los Negocios Raros impera oculto en un gran edificio, como un fósil escondido en un gi-gantesco conglomerado de fósiles.
El carácter de esta sociedad, como más tarde se comprobó, puede explicarse en breves y sencillas palabras. Se trata de un club excéntrico y bohemio, para pertenecer al cual es condición indispensable que el candidato haya inventado la manera de ga-narse la vida. Su profesión tiene que ser absolutamente nueva. La definición exacta de semejante requisito se halla contenida en las dos cláusulas principales de los estatutos. En primer lugar, no debe tratarse de una simple variación de una industria exis-tente. Así, por ejemplo, el Club no admitiría a un agente de se-guros por el simple hecho de que en vez de asegurar los muebles contra el incendio, asegurara, pongamos por caso, los pantalo-nes de los hombres contra la posibilidad de ser desgarrados por un perro rabioso. El principio es el mismo (como hizo notar con agudeza e ingenio Sir Bradcock Burnaby-Bradcock en el subli-me y por demás elocuente discurso pronunciado en el Club al plantearse el problema en el asunto Stormby Smith). En segun-do lugar, la profesión tiene que constituir una fuente de ingresos de carácter genuinamente comercial, que mantenga económi-camente a su inventor. Así, el Club no admitiría a un hombre por el mero hecho de que se dedicara a coleccionar latas vacías de sardinas, a no ser que con ellas pudiera montar una industria decorosa. El profesor Chick aclaró perfectamente este punto. La verdad es que cuando se recuerda cuál era la nueva profesión del profesor Chick no sabe uno si echarse a reír o llorar.
El descubrimiento de esta extraña sociedad era una cosa su-mamente alentadora. Descubrir que había diez profesiones nuevas en el mundo era como contemplar el primer buque o al primer arado: producía la sensación de que el hombre se en-contraba todavía en la infancia del mundo.
Puedo decir, sin pecar de vanidoso, que no tenía nada de extraño que yo llegara a tropezar, al fin, con tan singular cor-poración, porque tengo la manía de pertenecer a todas las so-ciedades que me es posible. Podría decirse que soy un coleccio-nista de clubes, y lo cierto es que he logrado reunir una enorme y fantástica variedad de ejemplares desde los tiempos de mi osada juventud en que ingresé en el Ateneo. Puede que algún día refiera historias de algunas de las otras corporaciones a las que he pertenecido. Contaré quizá las hazañas de la Sociedad del Calzado del Muerto (comunidad aparentemente inmoral, pero que tenía sus oscuras razones de existencia). Explicaré el curioso origen de la asociación El Gato y el Cristiano, cuyo nombre ha dado lugar a lamentables tergiversaciones. Y el mundo sabrá, al menos, por qué el Instituto de Mecanógrafos se fusionó con la Liga del Tulipán Rojo. De El Club de las Diez Tazas de Té no me atreveré, por supuesto, a decir una palabra.
De todas maneras, la primera de mis revelaciones ha de re-ferirse a El Club de los Negocios Raros, el cual, como ya he di-cho, era una de esas asociaciones con la que forzosamente ha-bía de tropezarme tarde o temprano a causa de mi singular manía. La bulliciosa juventud de la metrópoli suele llamarme en broma «el rey de los Clubes». También «Querubín», alu-diendo al color sonrosado y juvenil que presenta mi semblante en el ocaso de la vida. Lo único que espero es que los espíritus celestiales coman tan bien como yo.
Pero el descubrimiento de El Club de los Negocios Raros ofrece un detalle curiosísimo, y este curiosísimo detalle es que no fue descubierto por mí, sino por mi amigo Basil Grant, un contemplativo, un místico, un hombre que rara vez salía de su buhardilla.
Pocas personas sabían algo de Basil, y no porque fuera inso-ciable ni mucho menos, pues si cualquier desconocido hubiera penetrado en sus habitaciones, le habría entretenido con su charla hasta el día siguiente. Pocas personas le conocían, por-que al igual que la mayoría de los poetas, podía pasarse sin los demás. Acogía una fisonomía humana con el mismo agrado con que podía acoger una repentina mutación de color en una puesta de sol, pero no sentía la necesidad de acudir a las reu-niones, del mismo modo que no experimentaba el menor de-seo de alterar las nubes del ocaso. Vivía en una extraña y cómo-da buhardilla en los tejados de Lambeth, rodeado de un caos de objetos que ofrecían un contraste singular con la sordidez del entorno: libros antiguos y fantásticos, espadas, armadu-ras... todos los trastos viejos del romanticismo. Pero entre to-das estas reliquias quijotescas destacaba su sagaz fisonomía de hombre moderno, su rostro inteligente de jurista. Sin embar-go, nadie más que yo sabía quién era.
A pesar del tiempo transcurrido, todo el mundo recuerda la escena terrible —a la vez que grotesca— que se desarrolló en , cuando uno de los jueces más sagaces y competen-tes de Inglaterra se volvió loco de repente en pleno tribunal. Por mi parte, yo interpreté el suceso a mi manera, pero en cuanto a los hechos escuetos no cabe discutir. El caso es que desde hacía muchos meses, e incluso años, la gente venía ob-servando algo anómalo en la conducta del juez. Parecía haber perdido todo interés por la Ley, en la que había brillado hasta entonces con la grandeza indescriptible de un comendador, y se dedicaba a dar consejos morales y personales a los sujetos in-teresados. Se comportaba más bien como un médico o un sa-cerdote, y con un lenguaje muy osado, por cierto. La primera señal de alarma debió darla, sin duda, cuando al sentenciar a un hombre que había intentado cometer un crimen pasional, le dijo: «Le condeno a usted a tres años de prisión bajo la firme y solemne convicción que Dios me ha dado, de que lo que usted necesita es pasar tres meses a la orilla del mar». Desde su es-trado acusaba a los delincuentes, no tanto por sus evidentes in-fracciones de la ley como por cosas de las cuales nunca se había oído hablar en los tribunales de justicia, reprochándoles su monstruoso egoísmo, su debilidad de carácter o su deliberado deseo de permanecer en la anormalidad. Las cosas llegaron al tolmo en aquel célebre proceso del robo del diamante, en el cual tuvo que comparecer el primer ministro en persona, aquel brillante patricio, para declarar en contra de su criado. Lina vez expuestos minuciosamente todos los pormenores de la vida doméstica, el juez requirió de nuevo la comparecencia del pri-mer ministro, y cuando éste hubo obedecido con sosegada dig-nidad, le dijo bruscamente, con áspera voz: «Búsquese otra ¡lima. Eso que usted tiene no sirve ni para un perro. Búsquese otra alma».
A los ojos de los perspicaces, todo esto no era natural-mente sino un anuncio de aquel día trágico y luctuoso en que el magistrado perdió definitivamente la sesera en pleno tribunal. Se trataba de un proceso escandaloso contra dos eminentísimos y poderosos financieros, acusados por igual de considerables defraudaciones. El proceso era complicado y duró mucho tiempo. Los abogados hicieron gala de una elocuencia interminable, pero tras varias semanas de trabajos y de retórica, llegó al fin el momento en que el eminente juez tenía que resumir su criterio, y se esperaba con avidez lino de sus famosos destellos geniales de aplastante lógica y lucidez. El magistrado había hablado muy poco en el transcurso del prolongado proceso, y al término de éste parecía triste y sombrío. Guardó silencio unos instantes, y de pronto se puso a cantar con voz estentórea, condensando su parecer, según se dice, del siguiente modo:

Tarará, tarará, tarará, 
Tarará, tarará, tarará, 
Tarará, tarará, tarará, 
Tarará, tarará.

A raíz de este suceso se retiró de la vida pública y alquiló la buhardilla de Lambeth.
Allí me encontraba yo sentado una tarde, a eso de las seis, saboreando una copa del excelente Borgoña que mi amigo guardaba tras un rimero de infolios impresos en caracteres gó-ticos. Basil se paseaba por la estancia, esgrimiendo, según su costumbre, una de las grandes espadas de su colección. El rojo resplandor del potente fuego que ardía en la chimenea ilumi-naba sus cuadradas facciones y su rebelde cabellera gris. Sus ojos azules se hallaban impregnados constantemente de una vaguedad de ensueños, y abría la boca para hablar con su aire soñador, cuando se abrió la puerta de par en par y penetró ja-deando en la estancia un hombre pálido y fogoso, de cabello rojizo, que llevaba un enorme abrigo de piel.
—Siento molestarte, Basil —balbució—. Me he tomado una libertad... He citado aquí a un hombre... un cliente... dentro de cinco minutos... Usted perdone, caballero —agregó hacién-dome una reverencia.
Basil me dirigió una sonrisa.
—¿No sabía usted —dijo— que yo tenía un hermano bastante práctico? Pues aquí lo tiene. Este es Mr. Rupert Grant, capaz de hacer todo lo que haya que hacer. Así como yo he fracasa-do en lo único que he emprendido, él ha triunfado en todo. Recuerdo que ha sido periodista, agente de fincas, naturalista, inventor, editor, maestro de escuela y... ¿qué eres ahora, Ru-pert?
—Soy, y llevo siéndolo durante algún tiempo —repuso Rupert con cierta dignidad—, detective privado... y aquí está mi cliente.
Un fuerte golpe en la puerta les interrumpió. Concedido el debido permiso, la puerta se abrió bruscamente, y un hombre «puesto y corpulento entró con energía en la estancia, dejó rui-dosamente su chistera encima de la mesa y dijo:
—Buenas tardes, señores.
La entonación que imprimía a sus palabras parecía denotar que se trataba de un ordenancista en el sentido militar, literario y social. Tenía una voluminosa cabeza, el cabello con estrías negras y grises, y su enorme bigote negro le daba un aspecto de ferocidad que contrastaba con la mirada triste de sus ojos azul de mar.
—Vamos a la otra habitación —me dijo Basil.
Y ya se dirigía a la puerta, cuando el recién llegado exclamó:
—De ningún modo. Quédense. Pueden ser de ayuda.
En cuanto le oí hablar, recordé de quién se trataba: era un tal comandante Brown, al que había conocido años antes en compañía de Basil. Había olvidado por completo su enérgica figura y su cabeza solemne, pero recordaba su especial modo de hablar, que consistía en proferir únicamente la cuarta parte de cada frase, y esto con tono seco, como la detonación de un fusil. No sé si se debía a la costumbre de dar órdenes a la tropa.
El comandante Brown poseía la Cruz de la Victoria. Era un militar competente y distinguido, pero no pasaba de ser un hombre de guerra. Como muchos de los férreos hombres que han conquistado la India, tenía las creencias y los gustos de una solterona. En su manera de vestir era meticuloso a la vez que recatado. En sus costumbres era de una rigurosa exactitud, hasta el punto de no tomar una taza de té sino en el momento preciso. Un solo entusiasmo le dominaba, que adquiría para él el carácter de una verdadera religión: el cultivo de pensamien-tos en su jardín. Cuando hablaba de su colección, sus ojos azu-les resplandecían como los de un niño a la vista de un juguete nuevo: esos mismos ojos que habían permanecido impertérri-tos cuando las tropas lanzaban sus vítores victoriosos alrededor del general Roberts, en Cadahar.
—Vamos a ver, comandante —dijo Rupert Grant con seño-rial cordialidad, acomodándose en una silla—. ¿Qué es lo que le ocurre?
—Pensamientos amarillos. La carbonera P. G. Northover —dijo el comandante con indignación.
Nosotros nos miramos unos a otros con gesto inquisitivo. Basil, abstraído como de costumbre, tenía los ojos cerrados y se limitó a decir:
—Perdón, pero no comprendo.
—Es un hecho. La calle, ¿sabe usted? El hombre, los pensa-mientos. En la tapia. La muerte para mí. Algo. Absurdo.
Nosotros no acabábamos de comprender. Al fin, trozo a tro-zo, y gracias sobre todo a la ayuda del aparentemente somno-liento Basil Grant, pudimos reconstruir la fragmentaria y exci-tada narración del comandante. Sería un crimen someter al lector a la tortura que hubimos de soportar nosotros, por lo cual referiré la historia del comandante Brown a mi manera. Sin em-bargo, el lector debe imaginarse la escena: los ojos de Basil, ce-rrados como en estado hipnótico, según su costumbre, y los de Rupert y los míos, que amenazaban con salirse de las órbitas a medida que escuchábamos una de las más sorprendentes histo-rias del mundo de labios de aquel hombrecillo vestido de frac, el cual, sentado como un palo en la silla, nos hablaba telegráfica-mente. Como ya he dicho, el comandante Brown era un militar consumado, pero en modo alguno entusiasta de su profesión. Lejos de lamentar su retiro a media paga, se había apresurado a alquilar un hotelito que se parecía en todo a una casa de múñe-las, y consagró el resto de sus días al cultivo de los pensamientos y al consumo de té ligero. La idea de que las batallas habían ter-minado para siempre una vez que colgó su espada en el peque-ño vestíbulo, consagrándose en cambio a empuñar el rastrillo en su diminuto y soleado jardín, era para él algo así como si hu-biera arribado a un puerto celestial. En su afición por la jardine-ría había algo del tipo del holandés meticuloso, y acaso se incli-nara también a tratar a sus flores como si fueran soldados. Era lino de esos hombres que son capaces de poner cuatro paraguas en el paragüero, en lugar de tres, con el objeto de que haya dos a cada lado. Para él la vida parecía ajustarse a un patrón inmutable. Por lo tanto, no cabe duda de que jamás habría imaginado que a unos metros de su paraíso de ladrillos se ocultaba algo ominoso destinado a hacerle zozobrar en un torbellino de inve-rosímiles aventuras, más increíbles, en efecto, que cuantas ha-bría podido presenciar o soñar nunca en la horrible selva o en el fragor de los combates.
Cierta tarde de sol y viento, ataviado con la meticulosidad que le era propia, el comandante había salido a dar su acos-tumbrado paseo. Al encaminarse de una a otra de las amplias «venidas que formaban los hoteles, quiso la casualidad que se metiera en una de esas interminables callejuelas que se encuentran a espaldas de una hilera de mansiones, y que por su aspec-to descolorido y solitario le hacen a uno experimentar la extraña sensación de que se encuentra entre los bastidores de un teatro. Pero si bien a la mayoría de nosotros la escena podría aparecérsenos sórdida y hostil, no le ocurría lo mismo al co-mandante, porque a lo largo del tosco camino de guijarros avanzaba algo que era para él como el desfile de una procesión religiosa para una persona devota. Un hombre corpulento y de pesado andar, con ojos azules de pez y un halo de barba rojiza, empujaba delante de sí una carretilla, en la que resplandecían incomparables flores. Había ejemplares magníficos de casi to-dos los órdenes, pero los que predominaban eran precisamente los pensamientos predilectos del comandante. Este se detuvo en el acto y, después de entablar conversación, entró en tratos con el jardinero comportándose como suelen comportarse en semejantes casos los coleccionistas y otros chiflados por el esti-lo, es decir, que comenzó por separar con una especie de an-gustia las mejores plantas de las peores, ensalzó unas, menos-preció otras, estableció una sutil escala que se extendía desde lo óptimo a lo raro y lo insignificante, y acabó finalmente por compararlas todas. Ya comenzaba el hombre a alejarse con su carretilla, cuando se detuvo de pronto y se aproximó al coman-dante.
—Oiga usted, caballero —le dijo—. Si le interesan estas cosas no tiene usted más que subirse a esa tapia.
—¡Ah, esa tapia! —exclamó escandalizado el comandante, cuya alma convencional desfallecía ante la simple idea de tan fantástica transgresión.
—En ese jardín se encuentra la más hermosa colección de pensamientos amarillos que existe en Inglaterra, señor —susu-rró el tentador—. Yo le ayudaré a subir.
Nadie sabrá jamás cómo sucedió aquello, pero el entusias-mo positivo del comandante triunfó sobre sus tradiciones ne-gativas y, dando un hábil salto que probaba que no necesitaba ayuda, se encontró encaramado a la tapia que circundaba el ex-traño jardín. Un segundo después, el roce de la levita en sus ro-dillas le hizo pensar que había cometido la mayor de las nece-dades, pero inmediatamente todos estos pensamientos triviales fueron ahogados por la más aterradora sorpresa que el viejo militar había experimentado nunca en el curso de su intrépida y azarosa existencia. Su mirada se posó en el jardín, y a través de un amplio macizo que ocupaba el centro de la pradera di-visó un vasto dibujo de pensamientos. Las flores eran magníficas, pero por primera vez no era el aspecto del jardín lo que absorbía la atención del comandante Brown, pues los pensa-mientos estaban dispuestos en gigantescas letras mayúsculas que formaban la siguiente frase:

MUERTE AL COMANDANTE BROWN

Un anciano de aspecto bondadoso, con patillas blancas, es— tuba rayando el jardín.
Brown se volvió rápidamente a mirar hacia el camino. El hombre de la carretilla había desaparecido como por encanto. Entonces contempló de nuevo el jardín y su increíble inscrip-ción. Otro hombre habría pensado que se había vuelto loco, pero Brown no imaginaba tal cosa. Cuando las damas románticas hablaban con gran efusión de su Cruz de la Victoria y de sus hazañas militares, el comandante se confesaba con tristeza que era un hombre prosaico, pero por la misma razón sabía que era un hombre incurablemente cuerdo. Del mismo modo, otro hombre se habría creído víctima de una broma pasajera, pero a Brown le costaba trabajo creerlo. Sabía por experiencia que aquella labor de jardinería era costosa y entretenida, y le parecía demasiado improbable que hubiera alguien que tirara el dinero a chorros para gastarle una broma. Así pues, al no en-contrar ninguna explicación al caso, admitió el hecho como un hombre de claro juicio y esperó el desarrollo de los aconte-cimientos sin inmutarse, como habría hecho de haberse dado de bruces con un hombre de seis piernas.
En aquel preciso instante alzó la vista el robusto anciano de las patillas blancas, y al ver a Brown se le cayó la regadera de la mano, que formó un charco de agua en los guijarros del sendero.
—¿Quién diablos es usted? —murmuró estremecido por vio-lentos temblores.
—Soy el comandante Brown —dijo nuestro hombre, que conservaba siempre la sangre fría en los momentos de acción.
El anciano se quedó con la boca abierta como un perro monstruoso. Al fin, balbuceó alocadamente:
—¡Baje! ¡Baje aquí!
—¡A sus órdenes! —dijo el comandante, dejándose caer sobre la hierba sin que se le escurriera de la cabeza el sombrero de copa.
El anciano le volvió sus anchas espaldas y echó a correr como un pato hacia la casa, seguido a grandes zancadas por el coman-dante. Su guía le condujo a través de los pasillos posteriores de una casa sombría pero suntuosamente adornada, hasta que lle-garon a la puerta de la habitación que daba a la fachada. Enton-ces el anciano se volvió hacia Brown con una cara en la que se reflejaba vagamente en la penumbra un terror apoplético.
—¡Por lo que más quiera, no mencione a los chacales! —le dijo.
A continuación abrió la puerta, dejando penetrar la luz de una lámpara y huyó estrepitosamente escalera abajo.
El comandante entró con el sombrero en la mano en una sala suntuosa y resplandeciente, repleta de adornos de bronce y cortinajes de abigarrados colores. Brown tenía los mejores mo-dales del mundo y, aunque no se lo esperaba, no se quedó nada desconcertado al ver que la única persona que ocupaba el apo-sento era una señora que se hallaba sentada junto a la ventana mirando al exterior.
—Señora —dijo inclinándose con sencillez—, soy el coman-dante Brown.
—Siéntese —dijo la mujer sin volver la cabeza.
Era una mujer esbelta, vestida de verde, con la cabellera ru-bia y un perfume que le recordaba el parque de Bedford.
—Supongo que vendrá usted a torturarme a propósito de las odiosas criaturas —dijo con tono lúgubre.
—Vengo para saber de qué se trata, señora —repuso el co-mandante—. Para saber por qué está escrito mi nombre en su jardín. Y no muy amigablemente, por cierto.
Brown hablaba con acritud porque la cosa le había llegado al alma. No es posible describir el efecto que producía en el es-píritu la escena de aquel plácido y soleado jardín, la incitación que aquello constituía para una persona aturdida y brutal. Rei-naba en el aire crepuscular una calma infinita, y la hierba pare-cía de oro en el sitio mismo en que las flores que contemplaba el comandante clamaban al cielo por su sangre.
—Ya sabe usted que no puedo volverme —dijo la dama—. Hasta que suenen las seis tengo que permanecer todas las tar-des mirando la calle.
Impulsado por una rara y desusada inspiración, el prosaico militar decidió aceptar sin extrañeza estos irritantes enigmas.
—Ya van a ser las seis —dijo.
Y apenas hubo hablado, el bárbaro reloj de bronce que colgaba de la pared dejó oír la primera campanada. Cuando terminaron de dar las seis, la mujer se puso bruscamente de pie y volvió hacia el comandante una de las caras más extra-ñas y atractivas que había visto en toda su vida. Aunque se-ductor en extremo, era francamente el rostro de un ser sobre-natural.
—Hace ya tres años que espero —exclamó la mujer—. Hoy es el aniversario. Tanto esperar casi le hace a una desear que la ho-rrenda cosa acabe de ocurrir de una vez.
Aún no había terminado de hablar, cuando un grito surcó de pronto el silencio circundante. A ras del suelo de la borrosa calle (ya empezaba a oscurecer) se oyó una voz que gritaba con ronca y despiadada claridad:
—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Dónde vive el chacal?
Brown sabía actuar con rapidez y en silencio.
A grandes zancadas se encaminó a la puerta de la fachada y miró al exterior. Ningún vestigio de vida se advertía en la azu-lada neblina de la calle, donde comenzaban a brillar las luces amarillentas de uno o dos faroles. Al volverse, encontró tem-blando a la dama de verde.
—¡Es el fin! —exclamó la mujer con los labios convulsos—. ¡Será la muerte para los dos! Siempre que...
Pero sus palabras fueron ahogadas por otra ronca invoca-ción procedente de la tenebrosa calle, y articulada de nuevo con precisión tremenda.
—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Cómo mu-rió el chacal?
Brown se precipitó a la puerta, pero nuevamente se vio de-fraudado. No se veía a nadie, aun cuando la calle era demasia-do larga y solitaria para que el misterioso personaje hubiera huido. A pesar de su sensatez, el comandante se hallaba un tan-to sobrecogido, y al cabo de un rato decidió regresar a la sala. Pero apenas había dado unos pasos cuando se oyó de nuevo la terrorífica voz:
—¡Comandante Brown! ¡Comandante Brown! ¿Dónde...?
De un salto, Brown se lanzó a la calle y logró llegar a tiem-po... a tiempo de ver algo que le heló la sangre en las venas. Los gritos parecían provenir de una cabeza sin cuerpo que reposaba en el pavimento.
Un instante después el lívido comandante comprendió de qué se trataba: un hombre asomaba la cabeza por la trampilla de la carbonera que daba a la calle. Inmediatamente la cabeza desapareció una vez más, y entonces el comandante Brown se volvió hacia la señora.
—¿Por dónde se entra a la carbonera? —le preguntó encami-nándose al pasillo.
Ella se quedó mirándole con ojos enloquecidos.
—¿No irá usted a bajar solo a esa oscura cueva —exclamó— es-táñelo allí esa fiera?
—¿Es por aquí? —dijo Brown, y descendió los escalones de la cocina de tres en tres.
El comandante abrió la puerta de una tenebrosa cavidad y se introdujo en ella a la vez que se palpaba en los bolsillos en busca de las cerillas. Cuando tenía la mano derecha ocupada en este menester, brotaron en la oscuridad un par de manos enormes y viscosas que según todas las apariencias pertenecían a un hom-bre de gigantesca estatura. Le cogieron por la nuca y le obliga-ron a doblarse en las asfixiantes tinieblas, como una imagen do-lorosa del destino. Pero aun cuando el comandante tenía oprimida la cabeza, conservaba toda su lucidez. Sin ofrecer la menor resistencia, cedió a la presión, hasta que casi se vio a cua-tro patas, y entonces, al advertir que las rodillas del monstruo invisible se encontraban a un palmo de distancia, no hizo más que extender una de sus largas, huesudas y diestras manos, aga-rró la pierna por un músculo y la arrancó del suelo, con lo cual el gigantesco adversario se desplomó estrepitosamente. El mis-terioso personaje forcejeó por levantarse, pero Brown había caí-do sobre él como un gato. Los dos rodaron por el suelo una y otra vez. A pesar de su corpulencia, era evidente que el agresor sólo pensaba en la fuga. Daba saltos de un lado a otro para ganar la puerta, pero el obstinado comandante le había cogido con fuerza por el cuello de la chaqueta, en tanto que con la mano li-bre se agarraba a una viga. Al fin hizo un violento esfuerzo para obligar a retroceder a aquel toro humano, en cuyo empeño el comandante creyó que se le rompería la mano y parte del brazo, pero fue otra cosa lo que se rompió, y la robusta silueta desapareció por la puerta de la carbonera dejando en poder de Brown una chaqueta desgarrada, único fruto de su aventura y único in-dicio para resolver el misterio, pues cuando el comandante su-bió de nuevo al aposento, la dama, los suntuosos cortinajes y to-dos los demás adornos de la casa habían desaparecido. Sólo se veían entarimados desnudos y blancas paredes.
—La señora formaba parte del complot, no cabe duda —dijo Rupert con aire pensativo.
El comandante Brown se puso colorado.
—Perdone usted —dijo—, pero no lo creo.
Rupert enarcó las cejas y le miró un instante, pero no dijo nada. Unos segundos después preguntó:
—¿Había algo en los bolsillos de la chaqueta?
—Había siete peniques y medio en calderilla y una monedita de tres peniques —dijo el comandante meticulosamente—. También había una pipa, un trozo de cuerda y esta carta.
Y la depositó sobre la mesa. Decía así:

Querido Mr. Plover:
Me entero, con pesar, de que han sobrevenido algu-nas dilaciones en el asunto del comandante Brown. Procure que, según se ha convenido, sea atacado ma-ñana. En la carbonera, por supuesto.
De usted afectísimo
P. G. Northover

Rupert Grant escuchaba la lectura de la carta, inclinado ha-cia delante y mirando con ojos de lince. De pronto preguntó:
—¿Está fechada en algún sitio?
—No... Digo sí —repuso Brown, mirando el papel—. 14, Tamers Court, North...
Rupert se puso en pie de un salto, dando una palmada.
—¿Qué hacemos aquí entonces? Vamos allá. Basil, déjame tu revólver.
Basil tenía los ojos fijos en las ascuas, como un hombre hip-notizado, y tardó algún tiempo en contestar.
—No creo que lo necesites —dijo.
—Puede que no —contestó Rupert, poniéndose su abrigo de pieles—. Vaya usted a saber. Pero cuando se va a un callejón os-curo en busca de unos criminales...
—¿Crees que se trata de criminales? —le preguntó su hermano.
Rupert se echó a reír a carcajadas.
—Es posible que a ti te parezca un experimento inocente or-denar a un subalterno que estrangule a un hombre inofensivo en una carbonera, pero...
—¿Crees tú que querían estrangular al comandante? —pre-guntó Basil con el mismo tono distante y monótono.
—Querido, veo que estabas dormido. Mira esta carta.
—Ya veo la carta —repuso tranquilamente el desequilibrado juez, aunque lo cierto era que seguía contemplando el fuego—. No creo que sea ésa la carta que un criminal escribiría a otro.
—¡Hijo mío, eres maravilloso!—exclamó Rupert dando me-dia vuelta con sus ojos azules chispeantes de risa—. Tus méto-dos me desconciertan. Porque, en fin, la carta está aquí. La te-nemos aquí escrita y en ella se ordena un crimen. Es como si dijeras que la columna de Nelson no es lo más fácil de encontrar en Trafalgar Square.
Basil Grant le escuchaba como acometido por una especie de risa silenciosa, pero sin hacer ningún otro movimiento.
—Todo eso está muy bien —repuso—; pero, desde luego, no es ésa la lógica que aquí hace falta precisamente. Se trata de una cuestión de atmósfera espiritual. Ésa no es una carta criminal.
—Lo es. Es un hecho indiscutible —clamó el otro en un arre-bato de cordura.
—¡Los hechos! —murmuró Basil, como quien mencionara unos animales extraños y remotos—, ¡Cómo oscurecen los he-chos la verdad! Yo seré un insensato (a decir verdad, no estoy en mis cabales); pero nunca he podido creer en ese hombre... ¿cómo se llama el protagonista de esas famosas historias...? Sherlock Holmes. Todos los detalles conducen a algo, no cabe duda; pero por regla general a algo equivocado. Los hechos apuntan, a mi parecer, en todas direcciones, como las ramas de un árbol. Únicamente es la vida del árbol la que ofrece unidad y la que se eleva... Únicamente es su verde savia la que brota como un surtidor hacia las estrellas.
—Pero ¿qué demonios puede significar esta carta si no es de un criminal?
—Tenemos toda la eternidad para pensarlo —repuso el místi-co—. Puede significar una infinidad de cosas. Yo no he visto aún ninguna de ellas. Sólo he visto la carta y me basta verla para decir que no es de un criminal.
—Pero ¿cuál es su origen?
—No tengo la menor idea.
—En ese caso, ¿por qué no admites la explicación vulgar?
Basil siguió contemplando un instante las brasas y pareció reconcentrar sus pensamientos en un esfuerzo humilde y dolo-roso. Al fin, dijo:
—Supongamos que salieras a pasear en una noche de luna. Supongamos que fueras a través de calles y plazas silenciosas y argentadas hasta llegar a un amplio desierto en el que entre otros monumentos descubrieras una estatua ataviada como una corista que bailara a la luz plateada de la luna. Y supongamos que al fijarte mejor observaras que se trataba de un hombre dis-frazado. Finalmente supongamos que miraras más atentamente y vieras que era Lord Kitchener. ¿Qué es lo que pensarías...?
Basil hizo una pausa, y luego prosiguió:
—No podrías adoptar la explicación vulgar. La explicación vulgar que puede darse de la adopción de indumentarias sin-gulares es que le sienten bien a uno, y creo que no se te ocurri-ría pensar que Lord Kitchener se había vestido de bailarina por un vulgar prurito de vanidad personal. Es mucho más proba-ble que pensaras que habría heredado la monomanía del baile «le alguna tatarabuela, o que habría sido hipnotizado por alguien, o amenazado quizá de muerte por una sociedad secreta ni rehusaba pasar la prueba. Si fuera Baden—Powell, pongamos por caso, podría tratarse de una apuesta, pero en el caso de Kitchener sería imposible. Yo tengo mis motivos para estar enterado, porque en mis tiempos de actividad pública le conocí bien. También conozco esa carta, y conozco bien a los criminales. Esa no es la carta de un criminal. Es una cuestión de ambiente.
Y Basil cerró los ojos y se pasó la mano por la frente. Rupert y el comandante le contemplaban entre respetuosos y compa-sivos. El primero dijo:
—Bueno, de todas maneras yo me marcho, y mientras no nos resuelvas tu problema espiritual, seguiré pensando que un hombre que manda a otro una carta encomendándole un cri-men, crimen que positivamente ha sido ejecutado aunque sin éxito, es un hombre, según todas las apariencias, de una mora-lidad un tanto dudosa. ¿Puedo coger tu revólver?
—Sin duda —dijo Basil poniéndose en pie—. Pero yo voy a acompañaros.
Y envolviéndose en una vieja capa, cogió un bastón de esto-que de un rincón.
—¿Es posible?—exclamó Rupert un tanto sorprendido—, ¡Si casi nunca sales de tu madriguera para ver lo que pasa por el mundo!
Basil se ajustó un viejo sombrero blanco, de tamaño enor-me, y replicó con inconsciente y desmedida arrogancia:
—Casi nunca ocurre nada en el mundo que yo no compren-da en el acto y no vaya a verlo.
Dicho esto, abrió la marcha en la noche púrpura.
Los cuatro nos deslizamos a lo largo de las iluminadas calles de Lambeth, y después de atravesar el puente de Westminster bordeamos el muelle para encaminarnos a la parte de Fleet Street en que se encontraba Tamers Court. La erguida y negra silueta del comandante Brown formaba, vista por detrás, un extraño contraste con las posturas inquisitivas del joven Rupert Grant, que adoptaba con infantil deleite todas las actitu-des dramáticas de los detectives de novela. La mejor de sus múltiples cualidades era el pueril interés que manifestaba por el color y la poesía de Londres. Basil, que caminaba detrás, ab-sorto en la contemplación de las estrellas, tenía todo el aire de un sonámbulo.
Rupert se detuvo en la esquina de Tamers Court, estreme-ciéndose de alegría ante la proximidad del peligro, y empuñó en el bolsillo del abrigo el revólver de su hermano.
—¿Entramos ya? —dijo.
—¿No avisamos a la policía? —preguntó el comandante Brown examinando con interés la calle de arriba abajo.
—No sé qué hacer —repuso Rupert frunciendo el ceño—. Desde luego, es evidente que la cosa no ofrece dudas, pero so-mos tres y...
—Yo no avisaría a la policía —dijo Basil con voz extraña.
Rupert se volvió para mirarle y se quedó atónito.
—¡Basil! —exclamó—. Estás temblando. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?
—El frío, quizá—dijo el comandante, observándole.
No cabía duda de que Basil Grant se estremecía. Al fin, tras unos momentos de atención, Rupert soltó un improperio.
—¡Te estás riendo! —exclamó—. Conozco bien esa maldita risa tuya, que te retuerce en silencio. ¿Qué diablos te hace tanta gracia, Basil? Nos ves aquí a los tres, a un paso de una madri-guera de maleantes...
—Pues yo no avisaría a la policía —dijo Basil—. Cuatro héroes como nosotros valemos por todo un ejército.
Y su cuerpo siguió estremeciéndose bajo el influjo de su misterioso regocijo. Rupert le volvió la espalda con irritación y se encaminó a grandes pasos hacia la misteriosa casa, seguido de todos nosotros. Cuando llegó a la puerta del número 14 se volvió bruscamente, con el revólver en la mano.
—¡Acérquense! —dijo con voz de mando—. Puede que el gra-nuja quiera fugarse en este mismo instante. Tenemos que abrir la puerta de golpe y precipitarnos adentro.
Inmediatamente los cuatro nos pegamos a la entrada con una rigidez de piedra, a excepción del viejo juez, que no cesaba en sus alegres convulsiones.
—Escuchen— dijo Rupert Grant, volviendo de pronto su pá-lido rostro y mirándonos con ojos ardientes por encima del hombro—. Cuando yo diga: «¡Cuatro!», síganme como una tromba. Si digo: «¡A por él!», échense encima de los granujas, sean quienes sean. Si digo: «¡Alto!», deténganse. Esto último lo diré si son más de tres. Si nos atacan, vaciaré el revólver sobre ellos. Basil, prepara tu bastón. ¡Vamos! ¡Una, dos, tres, cuatro!
Al proferir la última palabra, la puerta fue abierta de par en par y los cuatro penetramos en el interior como una tromba, pero sólo para quedarnos clavados en el sitio.
La habitación era una vulgar oficina pulcramente amue-blada, y parecía desierta a primera vista. Pero al mirar más atentamente vimos sentado, tras una inmensa mesa repleta de departamentos y cajones de asombrosa multiplicidad, un hombrecillo de negro y encerado bigote, con aire de ser un vul-garísimo empleado, que estaba escribiendo con gran atención.
Al mismo tiempo que nosotros nos parábamos, el hombre alzó la vista.
—¿Habían llamado ustedes? —preguntó con tono afable—. Siento mucho no haberles oído. ¿En qué puedo servirles?
Titubeamos un instante, y al fin, por consentimiento gene-ral, se adelantó el comandante, la víctima del ultraje.
Llevaba la carta en la mano, y su expresión era desacostum-bradamente feroz.
—¿Se llama usted P. G. Northover? —preguntó.
—Para servirle —contestó el otro sonriendo.
—Creo poder asegurar —dijo el comandante Brown con el semblante cada vez más ensombrecido— que esta carta ha sido escrita por usted.
Y, al decir esto, depositó violentamente la carta encima de la mesa con el puño crispado. El hombre llamado Northover la examinó con interés nada fingido y se limitó a asentir con la cabeza.
—Pues bien, caballero —dijo el comandante con indigna-ción—, ¿qué quiere decir esto?
—¿Qué quiere decir el qué? —contestó el hombre del bigote.
—Yo soy el comandante Brown —dijo nuestro amigo som-bríamente.
Northover se inclinó.
—Encantado de conocerle, caballero. ¿Qué tiene usted que decirme?
—¡Cómo decirle!—exclamó el comandante perdiendo los es-tribos—, ¡Lo que quiero es que se termine de una vez este mal-dito asunto! Deseo...
—Perfectamente, caballero —repuso Northover, poniéndose en pie a la vez que enarcaba ligeramente las cejas—. ¿Quiere us-ted tomar asiento un momento?
Y oprimió el botón de un timbre que sonó en una habitación contigua. El comandante apoyó la mano en el respaldo de la silla que se le ofrecía, pero permaneció de pie frotando y gol-peando el piso con su bruñida bota.
Momentos después, se abrió una puerta vidriera en el inte-rior y entró en la estancia un joven rubio vestido de levita.
—Mr. Hopson —le dijo Northover—, este caballero es el co-mandante Brown. ¿Quiere hacer el favor de terminar lo que le di esta mañana y traerlo?
—Sí, señor —repuso Mr. Hopson, desapareciendo como un relámpago.
—Señores —dijo el egregio con su radiante sonrisa—, ustedes perdonarán que continúe trabajando hasta que termine Mr. Hopson. Tengo que dejar algunos libros al corriente para po-der marcharme mañana de paseo. Que a todos nos gusta echar una cana al aire, ¿verdad? ¡Ja, ja!
El criminal cogió su pluma con una risa infantil y en la es-tancia reinó un profundo silencio; silencio plácido y laborioso por parte de Mr. P. G. Northover, furibundo y sombrío en cuanto a los demás.
Al fin, el rasguear de la pluma de Northover fue ahogado en la quietud por un golpe en la puerta. Casi al mismo tiempo se movió el picaporte y Mr. Hopson entró de nuevo con la mis-ma celeridad silenciosa, y después de depositar un papel delan-te del jefe volvió a desaparecer.
El hombre de la mesa se atusó y retorció unos instantes las puntas del bigote, mientras su mirada recorría el documento. De pronto cogió la pluma frunciendo ligeramente el ceño y alteró algo, murmurando: «¡Qué descuido!» Después leyó de nuevo el papel con la misma hermética atención y, por último, se lo tendió al frenético comandante, cuya mano tamborileaba furiosamente en el respaldo de la silla.
—Supongo que estará usted conforme, comandante —le dijo.
El comandante miró el papel. Si estaba conforme o no, más adelante se verá; pero lo que leyó fue lo siguiente:

EL COMANDANTE BROWN DEBE A P. G. NORTHOVER

1 de enero. Saldo anterior                   5      6      0

9 mayo. Por la colocación de
200 tiestos de pensamientos                2      0      0

Por los gastos de transporte
de las flores                                            0      15     0

Por el sueldo del mozo                  0       5      0

Por el alquiler de la casa y 
Jardín por un día                              1       0      0

Por la ornamentación de la
sala con cortinajes de colores, 
adornos de bronce, etcétera      3       0       0

Por el sueldo de Miss Jameson          1       0       0

ídem de Mr. Plover                             1       0       0

                     TOTAL                             14       6       0


—Pero... —dijo Brown después de una pausa mortal, mien-tras los ojos amenazaban salírsele de las órbitas—. ¿Qué demo-nios es esto?
—¿Que qué es? —repitió Northover enarcando las cejas con regocijo—, Pues es una cuenta, naturalmente.
—¡Mi cuenta! —exclamó el comandante, que creía perder el Juicio—. ¡Mi cuenta! Pero ¿qué es lo que usted pretende?
—¡Hombre!—repuso Northover riéndose a carcajadas—. Lo que  yo querría, por supuesto, es que me la abonara.
Al ser pronunciadas estas palabras, la mano del comandan-te se apoyaba todavía en el respaldo de la silla. Sin moverla apenas, el militar la levantó en el aire con una mano y se la tiró a Northover a la cabeza.
Las patas de la silla se destrozaron contra la mesa, de suerte que Northover sólo recibió un golpe en el codo al mismo tiem-po que se ponía en pie de un salto con los puños crispados. To-dos nosotros nos echamos encima de él como una avalancha mientras la silla rodaba por el suelo estrepitosamente.
—¡Soltadme, granujas! —gritó—. ¡Soltadme...!
¡Silencio! —exclamó Rupert con tono autoritario—. La ac-ción del comandante Brown es excusable. El abominable cri-men que usted ha intentado...
—Todo cliente tiene perfecto derecho a discutir una partida abusiva —le interrumpió Northover acaloradamente—, pero, ¡caramba!, no a tirarle a uno los muebles a la cabeza.
—¡Por Dios Santo! ¿Qué es lo que quiere usted decir con sus clientes y sus partidas? —gritó el comandante Brown, cuyo ca-rácter femenino, imperturbable en el dolor y en el peligro, se desquiciaba por completo en presencia de un prologado y exas-perante misterio—, ¿Quién es usted? Yo no le he visto en mi vida ni sé nada de sus estúpidas e insolentes cuentas. Lo que sé es que uno de sus malditos compinches trató de estrangularme...
—¡Locos! —exclamó Northover, mirando atónito a su alrede-dor—. ¡Todos están locos! ¡No sabía que anduvieran sueltos de cuatro en cuatro!
—¡Basta de tonterías!—dijo Rupert—. Sus crímenes han sido descubiertos. En la esquina hay apostado un policía. Aun cuan-do yo no soy más que un detective privado, asumo la responsa-bilidad de manifestarle que todo cuanto diga...
—¡Locos! —repitió Northover con aire agobiado.
En aquel preciso instante se oyó entre ellos, por primera vez, la voz extraña y soñolienta de Basil Grant.
—Comandante Brown —dijo—, ¿puedo hacerle una pregunta?
El militar volvió la cabeza con acrecentado desconcierto.
—¿Usted?—exclamó—, Claro, Mr. Grant.
—¿Puede decirme —dijo el místico con la cabeza inclinada y las cejas hundidas mientras trazaba un dibujo en el suelo con su bastón—, puede decirme cómo se llamaba el individuo que vivió en su casa antes que usted?
El desconcierto del infortunado comandante no hizo sino aumentar con este último e inútil desatino y contestó con cier-ta vaguedad:
—Sí, creo que sí. Era un hombre llamado Gurney, y algo más... Era un nombre con guión... Gurney—Brown: eso creo.
—¿Y cuándo cambió de dueño la casa? —dijo Basil alzando de pronto la vista.
Sus extraños ojos relucían con brillante fulgor.
—Yo la ocupé el mes pasado —repuso el comandante.
Al oír esto el criminal Northover se desplomó de pronto en su amplia silla y estalló en estrepitosas carcajadas.
—¡Oh! ¡Graciosísimo! —balbució dándose puñetazos en los brazos.
Northover se reía de modo ensordecedor. Basil Grant hacía lo mismo en silencio. En cuanto a los demás, sólo sentíamos que nuestras cabezas eran como endebles veletas bajo la furia del vendaval.
—¡Por Dios santo, Basil! —exclamó Rupert pataleando—. Si no quieres que me vuelva loco y te vacíe tu metafísica mollera, Haz el favor de explicarme lo que significa todo esto.
Northover se levantó.
—Caballero, permítame que me explique —dijo—. Y ante todo, permítame usted, comandante Brown, que le presente mis excusas por un error verdaderamente abominable e imper-donable que le ha causado a usted molestias e inquietudes, ante las cuales, por cierto, se ha comportado usted, si me per-mite decírselo, con asombroso valor y con suma dignidad. Por supuesto, no tiene usted por qué preocuparse de la cuenta. Las pérdidas corren de nuestro cargo.
Y rasgando el papel por la mitad, lo arrojó al cesto de los pa-líeles e hizo una reverencia.
—Pues no entiendo una palabra —exclamó—. ¿Qué cuenta? ¿Qué error? ¿Qué pérdida?
Mr. P. G. Northover se adelantó hasta el centro de la estan-cia con aire pensativo y no poca dignidad. Visto más de cerca, se observaban en él algunas otras cosas que su bigote, en parti-cular, un rostro enjuto y cetrino de halcón que no dejaba de re-flejar una profunda inteligencia. De repente dirigió la mirada hacia el militar.
—¿Sabe usted dónde se encuentra exactamente, comandan-te? —le dijo.
—Bien sabe Dios qué no lo sé —contestó el militar con fran-queza.
—Se encuentra usted —afirmó Northover— en las oficinas de la Agencia de Aventuras Ltd.
—¿Y qué es eso? —inquirió atónito Brown.
El hombre de negocios se inclinó sobre el respaldo de la silla y clavó sus negros ojos en el semblante del otro.
—Comandante —le dijo—, ¿no le ha ocurrido a usted nunca, cuando caminaba por una calle desierta en una tarde de ocio, experimentar un anhelo invencible de que sobreviniera algo, pero algo en consonancia con las sublimes palabras de Walt Whitman: «Algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina y piadosa, algo desconocido, algo absor-bente, algo desprendido de su anclaje que bogara en libertad»? ¿No ha sentido usted nunca eso?
—No, por cierto —contestó secamente el comandante.
—En ese caso tendré que explicarme mejor —agregó Northo-ver con un suspiro—. La Agencia de Aventuras ha sido creada para atender a un gran anhelo moderno. Por todas partes, en la conversación y en la literatura, se manifiesta el deseo de un más amplio teatro de acontecimientos, de algo que nos sorprenda y nos conduzca por insospechados y sublimes derroteros. Ahora bien, el hombre que siente el deseo de una vida variada, satisfa-ce una suma anual o trimestral a la Agencia de Aventuras, y ésta por su parte se encarga de rodearle de acontecimientos fantásti-cos y sorprendentes. Cuando el hombre en cuestión sale de casa, se le acerca un individuo excitadísimo que le asegura que existe un complot contra su vida, o bien el hombre coge un co-che y se ve conducido a un fumadero de opio, o recibe un tele-grama misterioso o una visita dramática, e inmediatamente se encuentra envuelto en una vorágine de acontecimientos. Para empezar, uno de los distinguidos novelistas que en estos mo-mentos trabajan atareadísimos en la habitación de al lado, es-cribe una historia interesantísima y emocionante. La de usted, comandante Brown (que se debe a la pluma de nuestro colabo-rador, Mr. Grigsby), es a mi parecer de un interés y una perfec-ción notables. Casi es una lástima que no vea usted el final. No creo que tenga que extenderme ya mucho para explicar el monstruoso error. Su predecesor en la casa que usted ocupa ahora, Mr. Gurney—Brown, estaba suscrito a nuestra agencia, y nuestros negligentes empleados, ignorando por igual la dignidad del guión y de la gloria de la graduación militar, se imagina-ron, sin duda, que el comandante Brown y Mr. Gurney—Brown eran la misma persona. Debido a esto se ha visto usted sumergi-do de pronto en una tragedia ajena.
—¿Cómo demonios puede funcionar una agencia tan extraor-dinaria? —preguntó Rupert Grant con los ojos chispeantes y fasci-nados.
—Nosotros creemos realizar una noble empresa —respondió Northover con ardor—. Constantemente nos ha obsesionado la idea de que no hay en la vida moderna nada más lamentable que el hecho de que el hombre moderno tiene que satisfacer todas las exigencias artísticas de una manera sedentaria. Si de— lea volar al país de las hadas lee un libro, y lo mismo hace si quiere sumirse en el fragor de las batallas, o elevarse a los cielos, o salvar toda clase de obstáculos. Nosotros le proporcionamos todas esas visiones, pero al mismo tiempo le obligamos a vivir-las, colocándole en la necesidad de saltar tapias, de pelearse con individuos extraños, de huir por largas calles de turbios perseguidores..., todos ellos ejercicios divertidos y saludables. Así le hacemos saborear un destello del mundo grandioso de Robin Hood y los caballeros andantes, en el que tenían lugar sublimes hazañas bajo un espléndido cielo. Así también le ha-lemos volver a los días de su infancia, esa divina edad en que podemos vivir con la imaginación, ser nuestros propios héroes, y al mismo tiempo bailar y soñar.
Basil le contemplaba con curiosidad. El descubrimiento psicológico más singular había quedado reservado para el fi-nal, pues al pronunciar sus últimas palabras, el hombrecillo de negocios tenía la mirada fulgurante de un fanático.
El comandante Brown acogió la explicación con gran senci-llez y muy buen humor.
—Bien argumentado, caballero, por supuesto —dijo—. No cabe duda, la idea es excelente; pero no creo... —se detuvo un momen-to y miró por la ventana con aire soñador—. No creo que a mí me convenza. La verdad es que cuando uno ha visto la cosa con sus propios ojos, ¿comprende...?, la sangre, los hombres muriendo, lo que uno quiere es tener una casita y una pequeña chifladura. Como dice la Biblia: «Allí encontrarás el descanso».
Northover le hizo una reverencia. Después, tras una breve pausa, agregó:
—Señores, les ofrezco mi tarjeta. Si alguno desea recurrir a mis servicios en cualquier momento, a pesar del criterio del co-mandante sobre el asunto...
—Le agradecería que me diera su tarjeta, caballero —dijo el comandante con voz brusca, aunque cortés—. Pagaré la silla.
El director de la Agencia de Aventuras le tendió la tarjeta riéndose. Decía así:

P. G. NORTHOVER. LICENCIADO EN LETRAS.
C. N. R.
AGENCIA DE AVENTURAS LTD.
14, TAMERS COURT. FLEET STREET.

—¿Qué diablos quiere decir «C. N. R.»? —preguntó Rupert Grant, mirando por encima del hombro del comandante.
—¿No lo sabe usted?—contestó Northover—, ¿No han oído ustedes hablar del Club de los Negocios Raros?
—Parece ser que hay multitud de cosas divertidas de las que nunca hemos oído hablar —dijo el comandante con aire pensa-tivo—, ¿Qué es?
—El Club de los Negocios Raros es una sociedad integrada exclusivamente por personas que han inventado alguna nueva y curiosa manera de hacer dinero. Yo soy uno de los miembros más antiguos.
Merece usted serlo —dijo Basil cogiendo su enorme sombrero y hablando por última vez aquella noche.
Cuando se hubieron marchado todos, el director de la Agencia de Aventuras sonrió con extraña sonrisa mientras apagaba el fuego y cerraba los cajones de su mesa.
—¡Gran tipo ese comandante! Cuando no se tiene algo de poeta se puede ser a cambio un verdadero poema. ¡Pero a quien se le diga que este hombre, metódico si los hay, ha caído en las redes de una de las historias de Grigsby...!
Y Northover se echó a reír a carcajadas en el silencio.
En el preciso instante en que se extinguía su risa, se oyó un golpe seco en la puerta, y una cabeza de lechuza, con negro bigote, asomó por ella con un aire un tanto absurdo de curiosi-dad y de súplica.
—¡Cómo! ¿Usted otra vez, comandante? —exclamó Northover sorprendido—. ¿En qué puedo servirle?
El comandante entró en la estancia con paso febril.
—Es terriblemente absurdo —declaró—; pero algo debe haber surgido dentro de mí que nunca he experimentado. El caso es que puedo jurarle que siento una curiosidad desesperada por conocer el final de todo eso.
—¿El final de qué?
—Sí —dijo el comandante—. Lo de los «chacales», y las escrituras, y lo de «Muerte al comandante Brown».
El agente se puso serio, pero sus ojos reflejaban cierto regocijo.
—Lo siento en el alma, comandante —le dijo—; pero lo que usted desea es imposible. No puede usted figurarse lo que me agradaría complacerle, pero las normas de la Agencia son rigurosísimas. Las aventuras tienen carácter confidencial y, como usted es un extraño, me está vedado revelarle ni una palabra más de lo que sea inevitable. Espero que usted lo comprenderá...
—Nadie puede comprender mejor que yo las reglas de la dis-ciplina —dijo Brown—. Muchísimas gracias. Buenas noches.
Y el pobre hombre se retiró definitivamente.

El comandante se casó más tarde con Miss Jameson, la dama del cabello rojizo y el vestido verde. Era una actriz con-tratada —igual que otras muchas— por la Agencia de Aventuras, y su matrimonio con el relamido veterano produjo cierta sen-sación entre sus espirituales amistades. Pero ella replicaba siempre con gran compostura, que si bien conocía a muchos que se habían comportado maravillosamente en las intrigas de Northover, sólo había visto a uno que se metiera con decisión en una carbonera en la que suponía que se ocultaba realmente un asesino.
El comandante y ella viven felices como dos tórtolas en un hotelito absurdo, y el primero se ha decidido ahora a fumar. En todo lo demás no ha cambiado, salvo que alguna que otra vez —aun siendo como es por naturaleza vivaracho y de un de-sinterés femenino— se queda absorto, sin embargo, en una es-pecie de abstracción. En esos momentos su mujer adivina con disimulado regocijo, por la mirada ciega de sus ojos azules, que está pensando en cuáles serían las escrituras aquellas, y en por qué le estaba vedado mencionar a los chacales. Pero como tan-tos otros viejos militares, Brown es un hombre religioso y cree que conocerá el resto de su fantástica aventura en un mundo mejor.

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