Entrevista a Ricardo Piglia
Escribir una novela se parece a construir un complot
Por Patricio Pron
Artículo tomado de http://www.letraslibres.com/revista/entrevista/entrevista-ricardo-piglia
Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires, 1941) es el autor de las novelas Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno, así como de la reciente El camino de Ida (Anagrama, 2013). Considerado uno de los escritores latinoamericanos más importantes de los últimos cincuenta años, Piglia reflexiona en esta conversación acerca del tiempo como elemento constitutivo del estilo, los vínculos entre literatura y experiencia, los campus estadounidenses, la potencia y los riesgos de la ficción, el futuro de la literatura y una hipotética segunda juventud literaria.
Noviembre 2013 | Tags: Entrevista relato Anécdotas soldados juventud ritmo diarios
Fotografía: Alejandro García
A menudo tus libros dan la impresión de haber sido escritos por decantación, es decir, mediante la depuración de ciertos materiales (citas, lecturas, experiencias) que permiten intuir que “había algo más allí”, una cierta acumulación que no parece haber tenido lugar en El camino de Ida, que es singularmente diáfano. ¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? ¿Muy diferente al de otros tuyos?
Sí fue diferente, más rápido, digamos. La novela la escribí en un año, sin interrupciones: en todas las otras, entre una versión y otra, a veces pasaban meses o años. Y algo de lo que decís es cierto, porque al escribirla usé muchos materiales que estaban en mis diarios, es decir, notas que fui tomando en esos años mientras vivía en Estados Unidos.
El camino de Ida se publica “solo” tres años después de Blanco nocturno. No recuerdo que haya pasado tan poco tiempo entre la publicación de uno u otro libro tuyo en el pasado. ¿Es el resultado de la libertad adquirida tras la marcha de Princeton? ¿Una especie de segunda juventud literaria?
No sé si segunda juventud, ojalá, pero sí que al dejar de enseñar el tiempo cambia. La vida académica tiene muchas virtudes (es quizá el mejor trabajo para un escritor como yo), pero te obliga a seguir el calendario de clases, de modo que cuando llega septiembre tienes que parar, sea lo que sea que estés haciendo. Un tiempo estriado, digamos, con fronteras fijas, raro, ¿no? Al menos eso me pasaba a mí, porque yo daba cursos académicos, clásicos, no “hacía de escritor”, daba seminarios de grado y de posgrado, cursos muy exigentes: había que preparar las clases, leer mucho, trabajar con los estudiantes, dirigir tesis... Me interesa la enseñanza, pero la ficción es puro deseo, es absorbente, exige tiempo completo, no puedo hacer otra cosa mientras escribo, aunque al final del día haya escrito solo dos horas. Quiero decir: me cuesta escribir ficción cuando estoy enseñando, así que empecé a experimentar con el tiempo transcurrido entre versión y versión. ¿Qué pasa si uno vuelve a leer un borrador tres años después? Así escribí todas las otras novelas, en una especie de trabajo geológico con borradores que decantaban años, como si los hubiera escrito otro, y me gustaba lo que salía cuando volvía a escribirlos: en ese momento la historia se movía en una dirección inesperada. No quiero decir que las novelas escritas así vayan a ser buenas (este método no garantiza nada), pero los libros mutaban como si estuvieran vivos, aunque en reposo; aparecían intrigas que no recordaba, tonos nuevos; el tiempo que pasaba entraba a formar parte del libro. Durante la época de Princeton experimenté con esas escrituras discontinuas: escribía rápido, pero con grandes pausas entre versión y versión y convertí el modo de ganarme la vida en una técnica narrativa (risas). En cambio, El camino de Ida está más cerca de la escritura de las dos nouvelles de Prisión perpetua, que están narradas por Renzi y fueron escritas sin cortes, en una sola sesión larga de escritura que duró unas seis semanas para cada una. Los cuentos, por ejemplo, siempre los he escrito de una sentada, digamos, en una semana como máximo, a veces en tres días. Me interesa que el ritmo de la escritura se traslade al estilo: para mí eso es el estilo, el tiempo, la sintaxis, las interrupciones, las pausas, los cambios de ritmo. Una vez escribí tres cuentos (“En noviembre”, “La invasión” y “La pared”) en una noche. Claro que en total no son nada más que treinta páginas, tal vez menos... y tienen el mismo estilo, me parece, aunque las anécdotas son muy distintas.
Quizás en este punto sea necesario preguntarte sobre cuáles son tus objetivos como escritor, ¿cuándo te detienes y das tu trabajo por concluido? ¿Cuándo el texto que escribes “se parece a un texto de Ricardo Piglia”? ¿Cuándo no se parece en absoluto? ¿Cuándo deja de escribir el escritor?
Siempre tengo presente el final, la conclusión de la historia que estoy escribiendo. Escribo borradores completos y a menudo, en las primeras versiones, el final es bastante sintético, de modo que sé de antemano que el cierre va a ser lo más complicado de escribir. En Respiración artificial, por ejemplo, la novela iba hacia el viaje de Renzi a Concordia y la conversación con Tardewski que dura toda una noche; esa escena, en la última versión, solo tenía cinco páginas y todo lo que vino después lo escribí al final en tres meses. En algún sentido, escribí toda la novela para justificar esa conversación. En La ciudad ausente, por otro lado, la imagen era la de la mujer-máquina, que imagina y espera en soledad a alguien que está por llegar; pero en definitiva el cierre fue el encuentro de Junior con el inventor Russo en su casa del Tigre. En Plata quemada supe siempre que la conclusión tenía que ser la quema de los quinientos mil dólares por parte de los “malandras” acorralados por la policía, y el asunto era: bien, ¿de qué hablan, qué dicen? Tuve que escribir toda la novela para enterarme. En Blanco nocturno, por otra parte, supe de movida que el encuentro de Renzi con Luca en la fábrica medio abandonada sería el final, pero tampoco supe qué pasaría allí hasta que no tuve la novela escrita. En El camino de Ida la primera imagen fue el viaje de Renzi a la cárcel y el encuentro con el convicto. En ese sentido (me doy cuenta recién ahora) todas mis novelas están hechas del mismo modo, como si yo fuera, digamos irónicamente, un escritor conceptual que tiene una idea fija y escribe novelas para hacer posible una conversación final entre los personajes.
Creo haber descubierto que la historia del gato que escoge regresar a la calle tras un breve periodo en la casa del protagonista se encontraba en los adelantos de tu diario que fueron publicados por el suplemento Babelia. ¿Cómo se relaciona esta novela con el diario? ¿Cómo fluyen los materiales de uno a otro sitio?
La historia del gato (que es cierta) sucedió en Buenos Aires, en un árbol de la calle Cabrera, a la vuelta de mi casa, y es uno de los materiales del diario que entraron en la ficción como si fueran bloques de realidad. En todas mis novelas ha pasado eso, sobre todo en las que están narradas por Renzi: en ellas, la relación entre ficción y experiencia es más directa y el material vivido entra naturalmente. No es que lo logre siempre, pero yo busco eso: cierta inmediatez, la sensación de que la experiencia narrada está por suceder. Admiro las prosas lentas (Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Sergio Chejfec, Juan Benet), pero yo busco otra cosa. La prosa tiene que ser rápida, seguir un ritmo, un fraseo, tiene que fluir: eso es el estilo para mí, la marcha, no el léxico, el tono, no las palabras, sino algo que está entre las palabras, para decirlo así. Es lo que busco desde que empecé a escribir y es lo que me gusta cuando leo a Rodolfo Walsh o a Antonio Di Benedetto, o a Roberto Bolaño, que tiene mucha energía en la prosa, algo que viene de la generación beat (William S. Burroughs es el maestro de esa inmediatez, tiene un oído infalible).
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