jueves, 24 de abril de 2014

Seneca: filósofo y moralista. Tratado de la Ira.


  LA HISPANIA ROMANA Y LA CORDUBA PATRICIA. ESPIRITUALISMO MORAL Y ESPIRITUALISMO ONTOLÓGICO EN LUCIO ANNEO SÉNECA.


1. Fin de la moral de Séneca

Séneca es un filósofo de «obediencia estoica». Pero no es un pensador pasivo y repetidor de una doctrina definida. Su estoicismo -insistimos- es pragmático y selectivo como correspondía a los grandes maestros estoicos. Ninguno de los estoicos, y mucho menos Séneca, disimulan su aversión natural a una vida vulgar, ajustada exclusivamente a normas convencionales y utilitarias sin aspiraciones más nobles. Los textos De beneficiis, De tranquillitate animi, De uita beata y las Naturales Quaestiones muestran el conocimiento que Séneca tenía del pensamiento estoico, epicúreo, cínico y académico en general, lo que no permite pensar en ignorancia cuando Séneca critica todo aquello que una filosofía hedonista pudiera proponerse. Su arquetipo está muy por encima de lo que significa el estricto interés material. No en vano se ha dicho que de las tres partes en que la Estoa dividió la filosofía -física, lógica y ética-, solamente esta última fue significativa para Séneca. Conocedor de grandes monstruosidades históricas -Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón-, Séneca no renuncia a sus convicciones ético-filosóficas dentro de la doctrina estoica: está convencido de que el «sumo bien» y la «felicidad» (efectos de la virtud moral) no sólo residen en el alma del hombre, sino que la fundan y engrandecen. De ahí que todas sus aspiraciones las veamos culminadas en un deseo importante: la formación
del sabio, como sinónimo de hombre virtuoso y contrapuesto al vulgo.

1.1. Sumo bien

El camino para alcanzar esta perfección no es desconocido: la meta es el sumo bien. Y desde el momento en que éste encierra cuanto un hombre pudiera desear para ser totalmente feliz, nadie tiene por qué pretender conseguir otros bienes. Importa, pues, precisar en qué objetiva Séneca el sumo bien. «El bien supremo es el rigor de un espíritu inquebrantable, y su clarividencia, y su sensatez, y su elevación, y su salud, y su libertad, y su firmeza, y su belleza» (Sobre la vida feliz 9, 4). Dicho con otras palabras: Séneca cree que el mayor bien no puede ser otro que la virtud: «Lo mejor en cada uno debe ser aquella cualidad para la que nace y por la que es valorado. En el hombre ¿qué es lo mejor? La razón: por ella aventaja a los animales y sigue de cerca de los dioses. La razón consumada constituye, por tanto, su bien propio. Las restantes cualidades las posee en común con los animales y las plantas. Cuando ella es recta y cabal sacia la felicidad del hombre. Luego si todo ser cuando lleva su bien propio a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza, si el bien propio del hombre es la razón, cuando el hombre ha llevado ésta a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza. Esta razón perfecta se llama virtud y coincide con la honestidad» (Carta 76, 9- 10). Y en otra ocasión, Séneca pregunta: «¿Cuál es, por tanto, tu bien? La razón perfecta» (Carta 124, 23). La naturaleza nos da la razón, con la razón seguimos los «principios naturales» que hay en nosotros, pero sólo el sabio lo hace de un modo perfecto. ¿Por qué? La sabiduría solamente la alcanza el hombre si es capaz de valorar la distinción entre instinto y razón y actuar en consecuencia, sobre todo porque la razón humana es algo divina: «la razón no es otra cosa que una parte del espíritu divino introducida en el cuerpo humano» (Carta 66, 12).
Por lo tanto, la virtud -es decir, seguir a la naturaleza y conformarse con ella-, además de ser objeto necesario para que el hombre alcance la felicidad, es lo «único suficiente» para colmar por sí mismo todas nuestras aspiraciones: «¿Qué pido a la virtud? Nada sino la misma virtud. Ella es premio de sí misma. Es grande porque es suficiente» (Carta 74, 12). Este es el pensamiento que magistralmente desarrolla en el capítulo 6 del tratado Sobre la constancia del sabio. Así, pues, la virtud también es inexpugnable y estable. La virtud es, además, el máximo bien, porque éste consiste en la «concordia del alma», y la virtud está allí donde hay unidad y armonía. La virtud es asimismo el premio único. Ningún bien hay sobre ella. No debemos, pues, buscarla como medio para otros fines, sino que ella ha de tener para nosotros significado de fin último: «Pero me dices: ‘Tú no ejercitas ni cultivas la virtud, sino porque esperas de ella algún placer’. En primer lugar, debes advertir que no porque la virtud ofrezca placer, se busca ésta por el deleite; pues no es placer lo único que la virtud nos ofrece ni se esfuerza con este único fin, sino que sus esfuerzos, aunque se dirijan a otras cosas, también consiguen esto que le es secundario. El sumo bien radica en los criterios que aplica al comportamiento una inteligencia extraordinaria; ésta, cuando ha cumplido con lo suyo y se ha ceñido a sus propios límites, ha alcanzado el sumo bien y nada echa ya en falta. Pues fuera del todo no hay nada, lo mismo que nada hay más allá de los confines. En resumen: en nuestras acciones hemos de buscar la virtud por sí misma; ni siquiera por el placer que proporciona. Porque la virtud es la que hace al sabio semejante a los dioses. Éstos son los que poseen plenamente la vida conforme al Logos. Pero ¿en qué se personifica la virtud? «(…) consideremos cuál es su naturaleza: un alma que contempla
la verdad, versada en lo que debe rehuir y apetecer, otorgando a las cosas el valor de acuerdo no con la opinión corriente, sino con su naturaleza, en conexión con todo el universo y dirigiendo su mirada penetrante a todos los fenómenos de éste, atenta por igual a sus pensamientos y a sus obras, noble y enérgica, invencible por igual frente a la aspereza y a la dulzura, sin rendirse por una u otra alternativa de la fortuna, elevándose por encima de todos los sucesos favorables o adversos, bellísima, con perfecta armonía de gracia y de vigor, sana y sobria, imperturbable, intrépida, a la que ninguna violencia puede quebrantar, ni los acontecimientos fortuitos exaltar o abatir. Semejante alma personifica la virtud» (Carta 66, 6). La participación en la vida de la razón otorga al sabio características que les hace ser diferente de los demás. En efecto, el sabio es «conquistador» de la genuina suficiencia y de la auténtica libertad frente al mundo, a los dioses y a sí mismo. Por eso, cualquier asomo de vicios o pasiones queda excluido del entorno de la sabiduría. El placer buscado con ansia es propio del instinto, hace abdicar a la razón, esclaviza.
Por otra parte, ¿qué fundamento puede aducirse para probar la licitud de las pasiones? ¿Que son más poderosas que la misma razón? Causa ésta más que sobrada para rechazarlas: «(…) la razón nunca invocará el auxilio de los impulsos desbocados y violentos, de suerte que no posea sobre ellos ninguna autoridad y que no pueda reprimirlos más que oponiéndoles resistencia mediante otros de naturaleza homóloga y que sean semejantes, como el miedo (contra la ira), la ira (contra la pasividad) y el deseo (contra el temor). ¡Lejos de la virtud la desgracia de que la razón acuda a los vicios! El espíritu así dispuesto no podría disfrutar de un ocio seguro, pues forzosamente se vería sacudido y zarandeado por depender su tranquilidad de los propios males, por no ser fuerte más que a través de la ira, emprendedor más que a través de la codicia, pacífico más que a través de la prevención; viviría en un régimen de despotismo, bajo la esclavitud de cualquier incontinencia.
¿No es motivo de sonrojo condenar las virtudes a ser dominadas por los vicios? Más aún: la razón perdería todo poder si de nada fuera capaz sin la pasión, a la cual comenzaría a parecerse y a igualarse. ¿Dónde estaría la diferencia, si la pasión sin razón es tan irreflexiva como ineficaz la razón sin pasión? Ambas cosas se identifican cuando la una no puede concebirse sin la otra, y ¿quién se atrevería a sostener que la pasión se equipara a la razón? ‘La pasión -dice- es útil cuando es moderada’. Pero tiene que ser útil por naturaleza, porque, si no acata el mando y la razón, con la templanza sólo consigue dañar menos a medida que menor es su fuerza; por lo cual, una pasión moderada no es más que un mal moderado» (Sobre la ira, I, 10, 1-4).
Virtud y vicio se repelen mutuamente: «’Hay que desterrar -dice- la maldad de la naturaleza si pretendes acabar con la ira, y ni lo uno ni lo otro es posible’.

1.2. Consecuencias prácticas

¿Qué se deduce de esta doctrina para la vida práctica del hombre? ¿Cuál será, por consiguiente, la actitud del sabio ante las desgracias y adversidades? El hombre tiene que contar con la adversidad; ésta es una consecuencia de la condición humana y llega a todos en algún momento. La fortuna dispone las adversidades y con ello la ocasión de probar la grandeza que cada uno tiene: «La prosperidad alcanza también a la plebe y a las almas viles, pero es propio de un varón esforzado poner bajo yugo las calamidades y todo cuanto es motivo de terror para los mortales; ser siempre afortunado y pasar la vida sin que el espíritu encaje herida alguna significa ignorar la otra mitad de la naturaleza. Eres varón fuerte, pero ¿cómo puedo yo saberlo si el destino no te concede ninguna oportunidad de mostrar tu valor? Te considero desgraciado por no haber sido nunca desgraciado; has pasado la vida sin ningún adversario: nadie sabe de lo que eres capaz de hacer, ni siquiera tú mismo’. Es necesario ponerse a prueba para conocerse: hasta dónde llega uno no lo aprende más que experimentando. Por esta razón se han lanzado algunos voluntariamente a la adversidad que no acaba de manifestarse y han buscado para su virtud que se mantenía en la sombra una oportunidad que le permitiera resplandecer; los grandes hombres, diría, se alegran a veces con la suerte adversa lo mismo que el soldado bravo con la guerra (…) Ansiosa de peligros está la virtud y piensa en su meta sin preocuparse por lo que haya de sufrir, porque el sufrimiento forma --parte también de su gloria. (…) Estimo que es a quienes desea que alcancen la cumbre a los que la divinidad facilita la ocasión de vivir alguna experiencia que requiera decisión y coraje, a cuyo fin se hace necesario un contratiempo: en medio de la tempestad reconocerás al timonel; al soldado, en el campo de batalla. ¿Cómo voy a saber hasta qué punto eres capaz de sobrellevar la pobreza si nadas en
la abundancia? ¿Cómo voy a saber hasta qué punto eres bueno para tolerar la ignominia, la infamia y el odio de la gente si envejeces entre aplausos y te asiste un favor popular inquebrantable y propicio por una especie de adhesión de las conciencias? ¿Cómo voy a saber con cuánta resignación llevas la muerte de un hijo si están vivos todos los que criaste? Te he oído consolar a otros; hubiera conocido tu carácter si te hubieses consolado
a ti mismo, si tú mismo hubieses puesto coto a tu dolor» (Sobre la providencia 4, 1-5).

En consecuencia, la pobreza y las pesadumbres serán para muchos el camino de la virtud: «(…) para formar a un varón que deba ser nombrado con respeto es menester un tejido más fuerte: no será el suyo un camino fácil. Es necesario que marche hacia arriba y hacia abajo, tendrá que navegar contra corriente y conducir la nave en medio del mar turbulento. Debe mantener su ruta contra la fortuna. Le sucederán accidentes duros y desagradables, pero podrá reducirlos y afrontarlos. El fuego pone a prueba el oro; la desgracia a los varones intrépidos. Mira cuán alto ha de subir la virtud y verás que la suya no es un camino sin obstáculos» (Sobre la providencia 5, 9-10). En la disposición de las cosas cada uno tiene una porción en el todo: hay una «pars fati» (cfr., Carta 96, 1). De ahí la necesidad de aceptar todo lo que nos viene impuesto no por casualidad, sino por decreto: «Ningún revés me sobrevendrá jamás que lo asuma con tristeza, con rostro enojado; ningún tributo pagaré contrariado. Todos los infortunios ante los cuales gemimos, por los cuales nos atemorizamos son tributos a la vida: no esperes, Lucilio querido, ni pidas verte libre de ellos» (Carta 96, 2).

La personalidad puede ser destruida por los temores y por los deseos: temor de perder lo que nos agrada, deseo de poseer lo que nos incita. Cuando el sabio es arrastrado por los temores y empujado por los deseos, pierde su libertad y se transforma en esclavo. Es necesario, pues, que el sabio se sitúe más allá de los temores y de los deseos: «(…) hay que lanzarse en busca de la libertad. No la proporciona más que la indiferencia ante la fortuna. Entonces surgirá un bien inapreciable: la quietud del espíritu que se siente seguro, y la elevación moral, y el inmenso e inamovible gozo que provoca la contemplación de la verdad (que ha dejado atrás los miedos), y en fin la afabilidad y la expansión del alma, no porque sean buenas, sino porque han nacido del bien que le es propio» (Sobre la vida feliz 4, 5). La victoria contra los temores y las injurias se alcanza con la fortaleza de la virtud, ya que «ésta es libre, inviolable, constante, inconmovible, tan endurecida ante las circunstancias imprevistas, que no puede ser desviada, y mucho menos derrotada, sino que frente a los enemigos encarnizados mantiene fija la mirada y el rostro impasible, ya sea la situación adversa o favorable» (Sobre la constancia del sabio 5, 4). Para el consuelo del sabio ante las desgracias y adversidades está la providencia. Séneca insiste en que el hombre virtuoso debe distinguirse del necio en que reconoce la providencia que todo lo determina para nuestro bien. De hecho gran parte de sus escritos están orientados a calmar los ánimos, a consolar a los tristes, a exhortar a la confianza, a vivir enfrentado a la muerte.


2. Sujeto y norma de la moralidad

2.1. El hombre y las leyes naturales

En el centro de la preocupación de Séneca está el hombre concreto con sus dimensiones personales, con su silueta moral, su destino espiritual, su integración social y política. El sujeto de la moral es el hombre. De ahí que -insistimos- el problema «filosófico» de Séneca sea el problema del hombre. Por otra parte, el obrar humano no se inscribe en el mundo de la dialéctica, ni en el mundo de la física. ¿Entonces? Sólo cabe una categoría: la libertad. Esto significa que la moral de Séneca implica dos postulados fundamentales: la libertad y la norma que regula los actos libres. Ahora bien, sabemos que el concepto estoico de libertad es reduccionista: ser libre es ser independiente de todo lo que no esté irremediablemente regulado por el Logos. ¿Es éste el pensamiento de Séneca? También aquí parece ser que el filósofo cordobés supera la dogmática del estoicismo. En efecto, la libertad implica -siguiendo al estoicismo- imperturbabilidad ante los acontecimientos exteriores e imperturbabilidad ante las exigencias interiores de cada uno. Pero además la libertad significa en Séneca el dominio de las propias acciones, de acuerdo con la razón que señala el camino de la virtud. Más todavía: es un axioma que el hombre está sometido a las leyes de la naturaleza: los fenómenos naturales, las enfermedades, las pasiones, y, sobre todo, la muerte se imponen inexorablemente como leyes físicas sin que sea posible la huida. Tampoco cabe el enfrentamiento. La única solución -en opinión de Séneca- es la aceptación libre de la ley. Y aún así es posible que la libertad se encare a la «fortuna adversa. La convicción moral de Séneca es ante todo una teoría razonada sobre el «bien» y el «mal». Y la diferencia objetiva entre el bien y el mal viene expresada por las «leyes naturales». Se entiende entonces que la idea de un «derecho natural». Pero tal convicción también es una doctrina de la sabiduría y un método para buscar la perfección del hombre. Esta perfección se centra -como se ha reiterado anteriormente- en el «summum bonum» y «unum bonum». La vida feliz consiste en una íntima compenetración entre el «summum bonum», el «honestum» y la «sapientia». Igualmente hay esencial avenencia entre el bien supremo y la naturaleza de lascosas: «Quod bonum est secundum naturam est». La virtud, la sabiduría, la razón son realidades naturales. Lo contrario es lo antinatural. El ideal del hombre consiste en alcanzar el bien supremo. Y el bien supremo consiste -como sabemos- en el juicio y la actitud de un «alma perfecta cuando ella ha consumado su camino». Hay un derecho común -«ius commune»- que nos obliga a cuidar del bien general (cfr., Sobre la clemencia, I, 18), y cuyo fundamento es la misma naturaleza. Así que el hombre tiene principios superiores a los que sujetar su voluntad. El valor de estos principios naturales es preferente a cualquier ley positiva, lo que se pone de manifiesto cuando se computa por «pecado formal» la infracción oculta de los mismos, o cuando se considera por completa la culpa aun en aquellos casos en los que se frustra la comisión del delito. Una vez más la doctrina de Séneca es reiterativa: el sumo bien es consecuencia de la práctica de la virtud. ¿Cómo se consigue esa virtud? Ya está dicho: actuando siempre conforme a la naturaleza y a la razón.
No son pocos los textos en los que el filósofo de Córdoba trata específicamente este tema, pero lo resuelve definitivamente en el tratado Sobre la vida feliz: «Busquemos algo que sea bueno no en su apariencia, sino consistente, duradero y más hermoso por la parte más oculta (…) Pero, para no hacerte dar rodeos, pasaré por alto las opiniones de los demás, pues es largo detallarlas y refutarlas una a una; escucha la nuestra. Y cuando digo la nuestra, no me limito a un maestro concreto de mis predecesores estoicos: también yo tengo derecho a opinar. De modo que seguiré a uno, mandaré a otro a que desglose su opinión. Tal vez, llamado a declarar después de todos, no censuraré nada de los juicios anteriores y diré: ‘De acuerdo, pero con una propuesta adicional’. Mientras tanto, y en esto concuerdan todos los estoicos, estaré en armonía con la naturaleza de las cosas: la sabiduría consiste en no alejarse de ella, y en irse configurando con arreglo a su ley y ejemplo. Por consiguiente, es una vida feliz la que va de acuerdo con la propia naturaleza» (3, 1-3).
La hermandad universal entre los hombres es doctrina del estoicismo por antonomasia.  Sin embargo, esto reclama la necesidad natural de un rey cuyas obligaciones y derechos tendrán, asimismo, valor natural. Esta forma de «organización social» es común con los animales, lo cual subraya el carácter natural de sus exigencias y la obligación absoluta de su puesta en práctica: «La naturaleza inventó al
rey, cosa que podemos saber gracias a otros animales, entre ellos las abejas. Pero el rey no tiene aguijón. La naturaleza no quiso que fuera cruel y que persiguiera una venganza que le iba a costar muy cara: le quitó el aguijón y dejó su cólera desarmada.

3. Medios específicos de la norma de moralidad

El pensamiento de Séneca está marcado por la moral, ya que como observa en su Carta 20 es la conducta y no la convicción teorética lo que constituye el propio fin de la filosofía, aunque en su Carta 89 agregue que la sabiduría es la «ciencia de las cosas divinas y humanas». De ahí que sólo la filosofía pueda desarrollar en nosotros la conciencia, otorgando a la razón el papel rector que le corresponde.
En el Prefacio a Naturales Quaestiones insiste en esta idea: confiesa que su interés en las ciencias físicas arranca del valor que las mismas poseen para el fortalecimiento de la convicción moral y la purificación del alma. Posiblemente éste sea el motivo de la «selección» que hace de sus presupuestos filosóficos: «Cualquier cosa que nos ha de hacer mejores y más felices, la naturaleza nos la ha puesto delante y al alcance de nuestras manos: si nuestro espíritu ha despreciado todo lo que nos ha llegado por azar; si se ha elevado por encima de los temores y, en una esperanza insaciable, no acoge perspectivas ilimitadas, sino que ha aprendido a buscar riquezas en sí mismo; si ha arrojado de sí el temor a los dioses y a los hombres, y aprende que tiene poco que temer del hombre y nada de dios; si, despreciando todo lo que forma el ornato de nuestra vida, que también es su tribulación, ha llegado a la conclusión de que la muerte no es fuente de mal alguno, sino término de muchas miserias; si ha dedicado su corazón a la virtud y a donde ésta lo invita, acude con facilidad; si en su condición de animal social y nacido para el bien común,
considera el mundo como una única mansión de todos y ha abierto el fondo de su alma a los dioses”. El análisis de este texto demuestra que hay un triple fundamento de su «filosofía estoica»: la interiorización del comportamiento, la moderación en nuestras aspiraciones y el
reconocimiento de la fraternidad humana. Todos estos son principios que -en rigor- contradicen las acusaciones de eclecticismo e indefinición con que ha sido acusado el pensamiento de Séneca. En efecto, cuando escribe que la razón es «el árbitro de los bienes y de los males» (cfr., Carta 66, 35), o cuando insiste en que la virtud es la criba del máximo bien y de la felicidad (cfr., Carta 74, 6), Séneca está interiorizando -en el alma y en la razón- toda la actividad humana.

Hemos hablado del fin y de la norma que debe regular nuestros actos, como sujetos que somos de la moral. Nos referimos ahora a la que podríamos llamar «ascética estoica», o medios específicos de la norma de moralidad. Ya dijimos que, en opinión de Séneca, el sabio no es insensible: experimenta las pasiones, el dolor, la violencia y las exigencias negativas que la vida conlleva. Pero sabe sobreponerse a ellas sometiéndolas a la razón. Nunca se deja dominar por la ira, ni el odio, ni la envidia. No apega su corazón a las riquezas, ni se intranquiliza cuando las pierde. Se opone con dignidad a los peligros, y lucha con heroísmo para no dejarse doblegar por las adversidades ni por la fortuna. Del mismo modo, el placer tiene mala reputación entre los estoicos, que mantienen la austeridad y buscan sólo los gozos del espíritu. Por eso, el placer tampoco debe ser el móvil de nuestras acciones. ¿Por qué? En primer lugar, por la insuficiencia de los placeres para satisfacer todas las ansias de los hombres: «Es verdad que una excesiva felicidad hace a la gente ansiosa, y las apetencias nunca son tan moderadas como para que desaparezcan con lo que se consigue» (Sobre la clemencia, I, 1, 7); después, porque del ansia de placeres se sigue una incertidumbre tal, que imposibilita el disfrute sosegado de los mismos.
Por otra parte, la abundancia de placeres no conlleva forzosamente la felicidad. El hombre feliz es el que está seguro, el que es inexpugnable, el que no conoce temor de ningún tipo porque practica la virtud.
En realidad, se trata ahora de dar respuesta a los temores que el hombre experimenta ante los males que le amenazan: enfermedades, desgracias, injurias y desprecios, fortuna adversa y, sobre todo, la muerte. La impasibilidad ha de ser la conducta del sabio frente a estos males, no porque no los sienta, sino porque está llamado a sobreponerse a sus sentimientos.
La forma de afrontar la experiencia de la muerte es la que pone a prueba la virtud del sabio. De hecho, la vida del sabio no ha de ser otra cosa que una «meditatio mortis»: «Quien tema la muerte no hará jamás nada a favor de la vida, pero quien sepa que arrastra esta condena desde que fue concebido vivirá en armonía con ella, y al mismo tiempo, procurará con igual fortaleza de ánimo que nada de lo que ocurre le resulte inesperado.

1. Espiritualismo psicológico

1.1. El hombre

En páginas anteriores hemos escrito que en el núcleo del pensamiento de Séneca está el hombre y su destino. «¿Qué es el hombre? Un recipiente quebradizo a cualquier golpe y a cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de la ayuda ajena, abandonado a todas las insolencias de la suerte cuando ha fortalecido bien sus brazos, alimento de cualquier fiera, víctima de cualquiera; fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos exteriores; nada resistente al frío, al calor, a la fatiga y, en cambio, destinado a caer en la consunción por la misma inactividad y ocio; temeroso de su alimento, unas veces por falta de él [perece, otras por exceso] estalla; precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable, le sobresalta un susto repentino o bien oír de pronto un ruido desagradable; motivo constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil» (Consolación a Helvia 11, 3). ¿Qué es el hombre? «Nosce te». Como vemos, no encontramos ni la menor mención del alma en tan solemne definición. ¿Qué significa esta ausencia? ¿Acaso Séneca niega tácitamente su existencia? Desde luego que no. En opinión de algunos autores se trataría, en este caso, de una restricción voluntaria de Séneca, sobre todo si tenemos en cuenta que está hablando de la vanidad de la vida y de los efectos de la muerte. Tampoco encontramos en Séneca una doctrina bien definida ni ideas metafísicas que justifiquen el dualismo cuerpo-alma, pero aún así no podemos dudar que el filósofo de Córdoba admitió en la práctica la platónica dualidad de principios en el hombre, distintos por completo entre sí: el alma y el cuerpo, distinguiendo asimismo -como Posidonio- entre parte racional e irracional.

Nos parece evidente, por tanto, que el hombre es para Séneca un compositum de cuerpo y alma: hay un alma que es libre y tiende hacia lo honesto por propia iniciativa, y hay un cuerpo sometido a la ley de la materia. La expresión definitiva de este pensamiento se encuentra en el tratado Sobre los beneficios: «Yerra muy mucho el que juzga que la esclavitud afecta al hombre íntegramente. La parte mejor de él está libre. Los cuerpos están sujetos al mandato y al castigo de sus señores, pero el alma es dueña de sí misma, la cual hasta tal punto queda libre y suelta que, ni aun la cárcel del cuerpo que la encierra, puede detenerla para que no haga uso de su fuerza y renueve proyectos grandiosos y se abalance al infinito en compañía de los seres celestes. Así que sólo el cuerpo es lo que la fortuna entregó al señor; él compra, vende el cuerpo. Pero la parte interior no puede ser entregada en propiedad. Todo lo que de ella procede es libre. Porque ni nosotros podríamos mandarle todas las cosas, ni los esclavos están obligados a obedecer en todo» (Sobre los beneficios, III, 20).
Así, pues, hay «algo» en el hombre que se escapa a todas las presiones del mundo y a todas las adversidades de la fortuna: este «algo» es el alma. Séneca hace ferviente profesión de fe en la existencia del alma, y aunque reconozca su ignorancia acerca de las cuestiones más sutiles de este tema (cfr., Cartas 65 y 66), siempre subrayará la superioridad del alma sobre el cuerpo: «El alma es la que nos hace ricos: ella nos sigue a los destierros y en la más rigurosa soledad; en cuanto encuentra lo suficiente para sustentar el cuerpo, disfruta en abundancia de sus propios bienes: el dinero no toca en nada al alma, no más que a los dioses inmortales.
Todo esto que ensalzan los temperamentos toscos y excesivamente apegados a sus cuerpos, los mármoles, el oro, la plata y los tableros de mesa grandes y bruñidos, son lastres terrenales que un espíritu íntegro y consciente de su condición no puede estimar, él que es ligero y despejado (…) Por esto nunca puede padecer destierro, libre como es y pariente de los dioses, comparable al universo entero y a la eternidad. En efecto, su pensamiento vaga por todo el cielo, se proyecta a cualquier tiempo pasado y por venir. Este pobre cuerpo, cárcel y cadena del alma, se ve zarandeado aquí y allí; en él se ensañan las torturas, los pillajes, las enfermedades; el alma es ciertamente inviolable, eterna y no se la puede poner encima la mano» (Consolación a Helvia 11, 5-7).  ¿Esta superioridad quiere decir que Séneca creyó en un alma espiritual? «Todos reconocerán que nosotros tenemos un alma, y por presión suya nos vemos impulsados en una u otra dirección. Sin embargo, en qué consiste esa alma que nos rige y domina, nadie te lo aclarará, como tampoco dónde se encuentra. El uno dirá que es una especie de soplo, el otro que cierta armonía, el otro que una energía divina, parte de dios, el otro la parte más delicada del principio vital, el otro un poder inmaterial; no faltará quien diga que la sangre, quien que el calor. Hasta tal punto el alma no puede ver claro lo demás, que se busca todavía a sí misma» (Cuestiones Naturales, VII, 25, 1-2). Séneca atribuye, pues, al alma propiedades incompatibles con la materia, propiedades que, por otra parte, explican su impasibilidad perenne y la seguridad inquebrantable que demuestran en las azarosas dificultades de este mundo borrascoso.

¿Espiritualismo teológico?

¿Teología senequista? La idea básica del sistema estoico es el monismo. No existe nada más que el
«todo»: Dios vendría a ser el «todo» confundido con la Naturaleza entera. Dios es una realidad, pero no es una sustantividad distinta, ni trasciende al «todo» en un más allá. La materialidad de la que se origina cuanto hay en el «todo» es corpórea, a pesar de que se llama Logos: corpóreas son las cosas reales, corpóreas son asi mismo las cualidades de estas cosas, y corpóreas son las almas, las virtudes, los vicios, las emociones, la sabiduría, la ciencia. Precisamente este principio de corporeidad -«todo lo que hace y lo hecho es corpóreo»- es el que marca la diferencia entre la doctrina estoica y la filosofía platónica, puesto que el concepto corpóreo de la realidad propio del estoicismo no debe interpretarse en estricto significado materialista, sino como oposición al idealismo platónico: no existen ideas, sólo hay seres concretos o cuerpos. Séneca contradice a veces el principio estoico de la «corporeidad de lo existente», y en otras ocasiones asume la argumentación propia del estoicismo. Y así, a la pregunta que le hace Lucilio sobre si «las virtudes son seres animados», responde evidenciando lo pueril, inútiles e innecesarias que resultan estas sutilezas: «Deseas que te escriba cuál es mi parecer acerca de una cuestión debatida entre lo estoicos: si la justicia, la fortaleza, la prudencia y las restantes virtudes son seres animados. Con estas sutilezas, Lucilio muy querido, hemos conseguido dar la impresión de que ejercitamos el ingenio con temas vanos y que consumimos el tiempo en disputas carentes de utilidad» (Carta 113, 1). En cambio, a la pregunta acerca de «si el bien es un cuerpo », Séneca contesta afirmativamente usando la inferencia del estoicismo a partir de Crisipo (cfr., Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos, VII, 55): «El bien actúa, puesto que aprovecha; lo que actúa es un cuerpo. El bien excita la actividad del ánimo y, en cierto modo, lo configura y refrena, acciones éstas que son propias del cuerpo. Los bienes del cuerpo son cuerpos; luego también los bienes del espíritu, ya que también
éste es un cuerpo» (Carta 106,4). Ante el problema de Dios, Séneca se muestra ambiguo, contradictorio y poco coherente. Él mismo confiesa sus dudas y su afán sincero de conocerle: «Por mi parte, es claro que doy las gracias a la naturaleza, no precisamente cuando la contemplo bajo el aspecto que es común a todos, sino cuando me he introducido en sus profundidades, cuando aprendo cuál es la materia del universo, quién el responsable y guardián de él, qué es dios, si se repliega a sí mismo por entero o si también lanza su mirada alguna vez sobre nosotros; si es parte del mundo o es el mundo; si hace algo todos los días o lo hizo de una sola vez por todos; si le es posible, incluso hoy en día, decretar y derogar algo fijado por la ley del hado, o bien supone una mengua de su soberanía y reconocimiento de error el haber hecho mutable el universo» (Cuestiones Naturales, I, Pref., 3).

La persona humana y su apertura a la divinidad


Ya dijimos que un rasgo singular de la persona humana era el de ser en relación, es decir, estar en relación de apertura con el resto de los hombres y con los dioses, con la providencia. Las exigencias de apertura del hombre hacia Dios culminan en el sentimiento de la presencia real de la divinidad en el alma del hombre: «Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hayamos tratado, así nos tratará a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por él? Él es quien procura nobles y elevados consejos» (Carta 41, 2). Y sólo por el camino de la espiritualidad podremos acercarnos a Dios: «El supremo bien tiene su propia sede; no se produce donde el marfil, ni donde el hierro. ¿Quieres saber cuál es el lugar propio del sumo bien? El alma. Si ésta no es pura y santa no da cabida a Dios» (Carta 87, 21). Pero este Dios es el «que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros». ¿Cómo aborda Séneca el problema del mal en el mundo? Con vacilación y con convencimiento. Con dudas porque -siguiendo al estoicismo- niega la existencia del mal, afirmando en su justificación que los dioses protegen más al conjunto que a las criaturas concretas: «(…) te mostraré hasta qué punto no son males aquellas cosas que parecen serlo (…) esas cosas que tú llamas desagradables, adversas y abominables son provechosas, en primer lugar para aquellos a quienes acontecen, y después para el conjunto de los hombres, por los cuales los dioses se preocupan más que por cada hombre concreto (…) tales cosa suceden a quienes las quieren, y si no las quisieran tendrían el castigo merecido. Añadiré a estas consideraciones
que estos acontecimientos regidos por el hado acontecen a los buenos en virtud de la misma ley por la que son buenos. A partir de aquí no debes compadecer al hombre bueno, porque se le podrá llamar infortunado, pero es imposible que lo sea» (Sobre la providencia 3, 1). También hemos dicho que con convencimiento, por cuanto que Séneca reconoce la bondad por excelencia de Dios, y rechaza que, por lo mismo, desee el mal y perjudicar con éste al hombre. ¿Qué significación tiene entonces el acontecimiento experimentado del mal? La solución del filósofo estoico es la de convertir el «mal» en «mal educativo». Estas son sus palabras: «Deseo congraciarte de nuevo con los dioses, que son buenos con los buenos, ya que de ningún modo la naturaleza tolera que lo que es bueno perjudique a las personas buenas: entre los hombres buenos y los dioses hay una amistad sellada por la virtud. ¿Digo amistad? Más bien parentesco y semejanza, porque el hombre bueno sólo difiera de dios por la duración de su vida. Es discípulo suyo, imitador y verdadera familia. El padre, estricto al exigir la práctica de las virtudes, lo educa con rigor como los padres severos. De modo que cuando veas a los hombres buenos y gratos a los dioses pasar dificultades, sudar, subir empinadas cuestas, y a los hombres malos, por el contrario, llevando una vida libertina y arrastrados por los placeres, piensa que nosotros nos complacemos con la moderación de nuestros hijos y con los excesos de los esclavos, que se forja a los nuestros en una disciplina férrea y que se fomenta la osadía de los otros. Considera lo mismo a propósito de la divinidad: no mima al hombre bueno, sino que lo pone a prueba, lo endurece y lo prepara para sí» (Sobre la providencia 1, 5). La relación del hombre con Dios es íntima y libremente aceptada: «No se me obliga a nada, no sufro nada en contra de mi voluntad, no soy esclavo de dios, sino que me muestro conforme con él, principalmente porque sé que todo discurre de acuerdo con una ley infalible y dictada para la eternidad» (Sobre la providencia 5, 6). En este contexto de intimidad y libertad, Séneca rehusa en las Cuestiones Naturales ponerse a favor de aquellos que pretenden atentar contra los cultos religiosos, aunque indique claramente los peligros y posibles abusos que estos ritos pueden engendrar (cfr., II, 37), y, en contra de los epicúreos, se manifiesta partidario de la plegaria a los dioses por ser ésta el medio más adecuado que tiene el hombre para relacionarse con Dios: «Aun cuando muestres agradecimiento a los dioses por tus antiguos votos, formula otros nuevos: pídeles rectitud de la mente, buena salud del alma y también del cuerpo. ¿Por qué no formulas a menudo estos votos? Ruega a dios sin temor: no le vas a pedir nada que no esté a su alcance» (Carta 10, 4). De aquí se deduce una conclusión interesante: para Séneca, lo que en realidad importa es la «vida interior del espíritu» y no el culto externo: «Suelen darse preceptos sobre el modo de venerar a los dioses. (…) Por más que uno aprenda que debe guardar la medida justa en los sacrificios, que debe rechazar lejos la supersticiones enojosas, jamás progresarálo suficiente si no forma en su espíritu la idea conveniente de dios: que todo lo posee, que todo lo otorga, que presta su favor gratuitamente» (Carta 95, 47-48). Conclusión: podríamos apuntalar la estructura general de la ontología y teología de Séneca con las siguientes afirmaciones: Dios no es el universo ni el universo es Dios; pero Dios es, y su ser como concepto y realidad ha de entenderse en términos de un supremo bien, unitario, dinámico, causal, justo, sabio, poderoso y bello. Dios es personal, por lo tanto; pero claro está, su naturaleza personal no es entendible en el sentido de un limitado y literal antropomorfismo, sino de una inteligencia óntica y creativa, todo ello en la línea del cristianismo. De ahí que Lactancio asemejase el «Dios de los cristianos» con el «Dios de Séneca», y de manera sutilísima distinguiera entre los conceptos del alma y de Dios en los demás estoicos griegos y romanos, y el concepto de Dios y del alma y su inmortalidad en los escritos de Séneca (cfr., Divinarum Institucionum LibriVII, 2-4). Se comprende entonces por qué Tertuliano le llamó «Séneca saepe noster» (cfr., De anima, c. 20) y por qué San Jerónimo da testimonio de él en los siguientes términos: «Lucio Anneo Séneca, cordobés, discípulo del estoico Soción y tío del poeta Lucano, fue de vida muy sobria. No le pondría en el catálogo de los santos si no me incitara a ello las cartas leídas por muchísimos de Pablo a Sénea y de Séneca a Pablo. En ellas dice que quisiera ser para los suyos lo que es Pablo para los cristianos. Fue muerto por Nerón dos años antes que Pedro y Pablo fueran coronados por el martirio» (De viris illustribus, XII).
Fuente: lacavernadefilosofia.files.wordpress.com

Texto: DE LA IRA.
He aquí, un fragmento del Tratado de la Ira, texto escrito por Seneca que alcanza proyecciones universales y actuales y, sigue tan vigente como el día que fue escrito.

Libro primero
     I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales propias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.

     II. Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte... como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.

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