viernes, 25 de abril de 2014

Robert Musil. Novela: "El hombre sin atributos".



Cuando estaba en la Universidad de Costa Rica allá por el año de 1980, y llegaba justísimo a la clase de Teoría General del Proceso por las mañanas, un querido y hasta ahora amigo y también abogado, siempre entre sus códigos portaba el Tomo I de “El hombre sin atributos” de Robert Musil.  Ignoro si al final leyó por completa la novela. Creo que sí porque, sabía de su terca disciplina para leer libros densos como la obra de Mann o la de Proust. Lo cierto es, que –y debo de confesarlo- sentía envidia de no ser yo el que leía el libro de Musil. Razones sobraban para querer leerlo. Se decía que “El hombre sin atributos es una obra cimera, imprescindible al momento de valorar la Literatura del Siglo XX europea. No sé si estas afirmaciones son gratuitas o son válidas. A mí en lo personal me parecen justas. Cuando tuve la oportunidad de leerla –años posteriores- me pareció una obra clásica contemporánea. Hoy he vuelto a releer algunos capítulos e igual pienso como lo pensé en mis años de estudiante de Derecho: ¿Robert Musil y “El hombre sin atributos? Una obra grandiosa, única irrepetible.
Hoy deseo transcribir un capítulo del tomo I de esta obra: “El hombre sin atributos” de Robert Musil. J.Méndez-Limbrick.

Robert Musil (Klagenfurt, 6-XI-1880 - Ginebra, 15-IV-1942) fue, sin dudas, un `Dichter`, es decir, un novelista en la más auténtica tradición goethana, un creador de ficciones elaboradas con el propósito de penetrar y registrar las profundidades de la condición humana y los detalles más discutibles de la vida social.

Buena parte de su adolescencia transcurrió en el agobiante clima de una acedemia militar (experiencia que retrata en el libro `Die Verwirrungen des Zöglings Törless`, Bildungsroman de 1906). Prosiguió estudios de ingeniería mecánica en Brno, antés de instalarse en Berlín para interiorizarse en la obra filosófica de Nietzsche y de Mach. Después de haber combatido en la Iº Guerra Mundial y de haberse desempeñado como funcionario gubernamental de la República de Austria, decidió dedicarse a la literatura a tiempo completo. Su vida como escritor (crítico de teatro, redactor de periodicos, publicista, editor, etc.) le reportó una constante penuria económica que sobrellevó en compañía de su mujer Martha Heimann-Marcovaldi -verdadero sostén espiritual del autor-, hasta que se constituyeron grupos privados con el propósito de finaciar la composición de su obra.

Pese a que incursionó con desigual éxito por el teatro (`Die Schwärmer` de 1921 y `Vinzenz und die Freundin bedeutender Männer` de 1926), el reconocimiento le llegó a partir de sus narraciones. `Vereinigungen` (1911), `Die Portugiesin` (1923), `Drei Fragüen` (1924), son textos contundentes, pero, indudablemente, `Der Mann Ohhe Eigenschaften` es su obra mayor. El libro se fue publicando en varios volúmenes a partir de 1930, quedando -como era de esperarse- inconcluso.

La prosa de Musil devela a un profundo pensador, que hace de la ficción un campo de reflexión sobre el (espíritu del) Hombre. El enorme trabajo de disección y vivisección del mundo de su época se manifiesta en cada una de las páginas por él escritas. Su tono es solemne, su humor es amonestador. Como todo buen novelista germano de la enteguerra, sus textos repiten el tópico del vacío y del silencio, del apocalipsis que ya acaecio y que, sin embargo, no ha redimido a la humanidad. Sus (anti)heroes emergen como seres-en-el-mundo, que deben apropiarse de sus circunstancias para abandonar el aturdimiento que les genera el espacio pleno y ausente de la Diferencia.

La perspectiva que pretende adoptar es la de un observador en los límites del mundo, que analiza absolutamente todos los aspectos de lo real, proyectando un mapa que oculta la ilusión de constituirse en una imagen luminosa del ahora irrepresentable universo.


Pablo Cerone
(aporte de pablocero)

  El hombre sin atributos fue escrita entre 1930 y 1942 y quedó interrumpida por la muerte del autor. Los actores principales de esta tragicomedia monumental son: Ulrich, el hombre sin atributos, el matemático idealista, el sarcástico espectador, Leona y Bonadea, las dos amadas del matemático, desbancadas por Diotima, cerebro dirigente de la «Acción Paralela» y mujer cuya estupidez sólo es comparable a su hermosura, y Arnheim, el hombre con atributos, un millonario prusiano cuya conversación fluctúa entre las modernas técnicas de la inseminación artificial y las tallas medievales búlgaras. Alrededor de ellos se mueve, como en un esperpéntico vodevil, la digna, honrada, aristocrática sociedad de Kakania (el imperio austro-húngaro), que vive los últimos momentos de su vacía decadencia antes de sucumbir a la hecatombe de la Gran Guerra. Esta cúspide de la novela de nuestro tiempo abre ante el lector de lengua castellana nuevas y aún más vastas regiones del mundo narrativo del siglo XX.


Fragmento. Novela. “El hombre sin atributos”.
    2 - Vivienda del hombre sin atributos



    LA calle en que había tenido lugar aquel leve accidente era una de esas largas y sinuosas vías urbanas que, a manera de estrella, irradian el tráfico desde el centro hasta los arrabales, cruzando toda la ciudad. Si nuestra elegante pareja hubiera seguido andando, hubiera visto algo que ciertamente les habría gustado. Era un jardín del siglo XVIII, o acaso del XVII, bien conservado en parte. Al pasar por delante, junto a la reja de forja, se divisaba entre árboles, sobre una pradera esmeradamente tundida, algo así como un pequeño palacete, un pabellón de caza o un castillito encantado de tiempos pasados. Exactamente, la parte baja databa del siglo XVII, el parque y el piso superior parecían pertenecer al siglo XVIII, la fachada había sido restaurada en el siglo XIX y otra vez se había deslucido; el conjunto total producía el efecto extravagante de varias impresiones fotográficas superpuestas en una misma lámina; pero de todos modos llamaba la atención. Si alguna vez la claridad, la ciencia, la belleza abrían sus ventanas, era permitido gozar, entre muros de libros, la exquisita paz de la mansión de un letrado.
     Esta mansión y esta casa pertenecían al hombre sin atributos.
     Él se ocultaba detrás de una de las ventanas y miraba hacia el otro lado del jardín, como a través de un filtro de aire de verdes delicados; contemplaba la calle borrosa, y cronometraba reloj en mano, hacía ya diez minutos, los autos, los carruajes, los tranvías y las siluetas de los transeúntes difuminadas por la distancia, todo lo que alcanzaba la red de la mirada girada en derredor. Medía las velocidades, los ángulos, las fuerzas magnéticas de las masas fugitivas que atraen hacia sí al ojo fulminantemente, lo sujetan, lo sueltan; las que, durante un tiempo para el que no hay medida, obligan a la atención a fijarse en ellas, a perseguirlas, apresarlas, a saltar a la siguiente. En resumen, después de haber hecho cuentas mentalmente unos instantes, metió el reloj en el bolsillo riendo y reconoció haberse ocupado en una estupidez.
     Si se pudieran medir los saltos de la atención, el rendimiento de los músculos de los ojos, los movimientos pendulares del alma y todos los esfuerzos que tiene que hacer un hombre para conseguir abrir brecha a través de la afluencia de una calle, es de presumir que resultaría -él así lo había imaginado al jugar a investigar lo imposible-una dimensión frente a la cual sería ridícula la fuerza que necesita Atlante para sostener el mundo. De ahí se podría deducir qué esfuerzo tan titánico supone el de un individuo moderno que no hace nada.
     El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
     -”De esto se pueden sacar dos conclusiones” -se dijo para sí.
     El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte. Este pensamiento le agradó.
     Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa; o al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo colosal, colectivo e inquietante? Se le llama heroísmo racionalizado y se le encuentra así muy bonito. ¿Quién lo puede saber ya hoy? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gente que no vivió en aquella época no querrá creerlo, pero también entonces se movía el tiempo, y no sólo ahora, con la rapidez de un camello de carreras. No se sabía hacia dónde. No se podía tampoco distinguir entre lo que cabalgaba arriba y abajo, entre lo que avanzaba y retrocedía. “Se puede hacer lo que se quiera -se dijo a sí mismo el hombre sin atributos-; nada tiene que ver el amasijo de fuerzas con lo específico de la acción.” Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le soltó un golpe tan rápido y fuerte como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.

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