Juan Rulfo nació en Jalisco (México) en 1918. Al comenzar sus estudios primarios murió su padre, y sin haber dejado la niñez, perdió también a su madre, y estuvo en un orfanato de Guadalajara.
En 1934 se radica en México, y comienza a escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista `América`.
En 1953 publicó `El llano en llamas` (al que pertenece el cuento `Nos han dado la tierra`) y en 1955 apareció `Pedro Páramo`. De esta última obra dijo Jorge Luis Borges: `Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura`, y que fuera traducido a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado `realismo mágico`, y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.
Muchos de sus textos han sido base de producciones cinematográficas.
A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en la que realizó notables composiciones.
En 1947 se casó con Clara Aparicio, con la que tuvo cuatro hijos.
Fue un incansable viajero y participó de varios Congresos y encuentros internacionales, y obtuvo Premios como el Premio Nacional de Literatura en México en 1970 y el Premio Príncipe de Asturias en España en 1983.
Falleció en México en 1986
Juan Rulfo
Nos han dado la tierra
Pedro Páramo
Es que somos muy pobres
La noche que lo dejaron solo
No oyes ladrar los perros
Juan Rulfo nació en Jalisco (México) en 1918. Al
comenzar sus estudios primarios murió su padre, y sin haber dejado la niñez,
perdió también a su madre, y estuvo en un orfanato de Guadalajara.
En 1934 se radica en México, y comienza a
escribir sus trabajos literarios y a colaborar en la revista
"América".
En 1953 publicó "El llano en llamas"
(al que pertenece el cuento "Nos han dado la tierra") y en 1955
apareció "Pedro Páramo". De esta última obra dijo Jorge Luis Borges:
"Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua
hispánica, y aun de toda la literatura", y que fuera traducido a varios
idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego, finlandés.
Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores
latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario
denominado "realismo mágico", y en sus obras se presenta una combinación
de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y
sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes
problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.
Muchos de sus textos han sido base de
producciones cinematográficas.
A partir de 1946 se dedicó también a la labor
fotográfica, en la que realizó notables composiciones.
En 1947 se casó con Clara Aparicio, con la que
tuvo cuatro hijos.
Fue un incansable viajero y participó de varios
Congresos y encuentros internacionales, y obtuvo Premios como el Premio
Nacional de Literatura en México en 1970 y el Premio Príncipe de Asturias en
España en 1983.
Falleció en México en 1986.
"NOS HAN DADO
LA TIERRA"
Juan Rulfo
Después de tantas horas de caminar sin
encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada,
se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en medio de este camino
sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro
lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí,
hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el
olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos
venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la
tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el
sol y dice:-Son como las cuatro de la tarde. Ese alguien es Melitón. Junto con
él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante,
otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos
cuatro." Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero
puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo
que somos nosotros. Faustino dice:-Puede que llueva. Todos levantamos la cara y
miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y
pensamos: "Puede que sí."No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo
que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno
platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica
aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le
resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las
cosas. Por eso a nadie le da por platicar. Cae una gota de agua, grande, gorda,
haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo.
Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los
ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la
nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del
pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la
gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su
sed.¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos
vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora
volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que
llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran
otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca
sobre el llano, lo que se llama llover .No, el Llano no es cosa que sirva. No
hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches
trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no
ser eso, no hay nada. Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes
andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni
siquiera la carabina. Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina
hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin
avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas.
Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el
agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para
que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos
caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la
carabina. Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para
nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo
unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y
luego que sienten la tatema del sol
corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando
tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a
nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos. Nos
dijeron:-Del pueblo para acá es de ustedes. Nosotros preguntamos:-¿El
Llano?-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande. Nosotros paramos la jeta para decir
que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río
para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las
paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano
.Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con
nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:-No se vayan a asustar por
tener tanto terreno para ustedes solos.-Es que el Llano, señor delegado...-Son
miles y miles de yuntas.-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay
agua.¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de
riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.-Pero,
señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se
entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer
agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que
nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.-Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora
váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da
la tierra.-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra
el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede.
Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a
comenzar por donde íbamos... Pero él no nos quiso oír. Así nos han dado esta
tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para
ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes.
Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de
salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se
mueve y por donde uno camina como reculando. Melitón dice:-Esta es la tierra que
nos han dado. Faustino dice:-¿Qué? Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no
tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El
calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no,
¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni
la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."Melitón
vuelve a decir:-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas
.-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban. Yo no me había fijado bien a bien en
Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al
ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina. Sí, es
una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos
dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:-Oye, Teban, ¿de
dónde pepenaste esa gallina?-Es la mía- dice él.-No la traías antes. ¿Dónde la
mercaste, eh?-No la merque, es la gallina de mi corral.-Entonces te la trajiste
de bastimento, ¿no?-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin
nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos
cargo con ella.-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se
la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego
dice:-Estamos llegando al derrumbadero. Yo ya no oigo lo que sigue diciendo
Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante.
Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato,
para no, golpearle la cabeza contra las piedras. Conforme bajamos, la tierra se
hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que
bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir
durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto
envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra. Por encima
del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de
chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta. Ahora los ladridos de los
perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo
retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos. Esteban ha vuelto a
abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las
patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos
tepemezquites.-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban Nosotros seguimos
adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba.
PEDRO PÁRAMO
Juan Rulfo
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía
mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría
a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría,
pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes
de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy
segura de que le dar gusto conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa
sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun
después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo
que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi
hijo, cóbraselo caro.-Así lo haré, madre. Pero no pensé cumplir mi promesa.
Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las
ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza
que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a
Comala. Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente,
envenenado por el olor podrido de la saponarias. El camino subía y bajaba:
"Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que
viene, baja."-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá
abajo?-Comala, señor.-¿Está seguro de que ya es Comala?-Seguro, señor.-¿ Y por
qué se ve esto tan triste?-Son los tiempos, señor. Yo imaginaba ver aquello a
través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de
suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás
volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas
cosas, porque me dio sus ojos para ver: "Hay allí, pasando el puerto de
Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el
maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola
durante la noche." Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara
consigo misma... Mi madre.-¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí
que me preguntaban.-Voy a ver a mi padre contesté.-¡Ah! - dijo él. Y volvimos
al silencio. Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros.
Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.-Bonita
fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá
contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo. En la reverberación
del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por
donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y
todavía más adelante, la más remota lejanía.-¿Y qué trazas tiene su padre, si
se puede saber?-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro
Páramo.-¡Ah!, vaya.-Sí, así me dijeron que se llamaba. Oí otra vez el
"¡ah!" del arriero. Me había topado con él en Los Encuentros, donde
se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció
este hombre.-¿A dónde va usted? -le pregunté.-Voy para abajo, señor.-¿Conoce un
lugar llamado Comala?-Para allá mismo voy. Y lo seguí. Fui tras él tratando de
emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía disminuyó
la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos
tocábamos los hombros.-Yo también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo. Una
bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire
caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo
parecía estar como en espera de algo.-Hace calor aquí -dije.-Sí, y esto no es
nada me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a
Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del
infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al
infierno regresan por su cobija.-¿ Conoce usted a Pedro Páramo? - le pregunté. Me
atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.-¿Quién es? -volví
a preguntar.-Un rencor vivo -me contestó él. Y dio un pajuelazo contra los
burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros,
encarrerados por la bajada. Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa
de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un
retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella.
Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena
de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces
lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que
los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el suyo estaba
lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy
grande, donde bien podía caber el dedo del corazón. Es el mismo que traigo
aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me
reconociera.-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve aquella loma que
parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora
voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este
otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno,
pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que
se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que
nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo.
Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado
lo mismo, ¿ no ?-No me acuerdo.-¡Váyase mucho al carajo !-¿Qué dice usted ?-Que
ya estamos llegando, señor.-Sí, ya lo veo. ¿ Qué paso por aquí ?-Un
correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.-No, yo preguntaba por el
pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo
habitara nadie .-No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.-¿ Y Pedro
Páramo ?-Pedro Páramo murió hace muchos años. Era la hora en que los niños
juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde.
Cuando aun las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol. Al menos eso
había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el
vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se
desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos
de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las
piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas,
repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas
desportilladas, invadidas de yerba. ¿ Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba
esta yerba ? " La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya
la gente para invadir las casas. Así las verá usted. "Al cruzar una
bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no
existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron
asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo
se cruzó frente a mí.-¡Buenas noches! -me dijo. La seguí con la mirada. Le
grité:-¿Dónde vive doña Eduviges? Y ella señaló con el dedo:-Allá. La casa que
está junto al puente. Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas,
que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y
que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había oscurecido. Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños
jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba
solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal
vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí,
donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me
acordé de lo que me había dicho mi madre: "Allá me oirás mejor. Estaré más
cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi
muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz." Mi madre. .
. la viva. Hubiera querido decirle: " Te equivocaste de domicilio. Me
diste una dirección mal dada. Me mandaste al ¿dónde es esto y dónde es aquello?
A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe. "Llegué a la casa
del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso.
Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer
estaba allí. Me dijo:-Pase usted. -Y entré. Me había quedado en Comala. El
arriero, que se siguió de filo, me informó todavía antes de despedirse:-Yo voy
más allá , donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted
quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo
haiga;. Y me quedé. A eso venía.-¿Dónde podré encontrar alojamiento? -le
pregunté ya casi a gritos.-Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive.
Dígale que va de mi parte.-¿Y cómo se llama usted?-Abundio -me contestó. Pero
ya no alcancé a oír el apellido.-Soy Eduviges Dyada. Pase usted. Parecía que me
hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo haciendo que la
siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados. Pero no;
porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos
seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través
de un angosto pasillo abierto entre bultos.-¿ Qué es lo que hay aquí?
-pregunté.-Tiliches -me dijo ella -. Tengo la casa toda entilichada. La
escogieron para guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por
ellos. Pero el cuarto que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre
descombrado por si alguien viene. ¿ De modo que usted es hijo de ella?-¿De
quién ? -respondí.-De Doloritas.-Sí ¿pero cómo lo sabe?-Ella me avisó que usted
vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.-¿ Quién? ¿ Mi madre?-Sí. Ella.
Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:-Éste es su cuarto -me
dijo. No tenía puertas, solamente aquélla por donde habíamos entrado. Encendió
la vela y lo vi vacío.-Aquí no hay dónde acostarse le dije.-No se preocupe por
eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón para el
cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil
ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la
madre de usted no me avisó sino hasta ahora.-Mi madre -dije-, mi madre ya
murió.-Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si
hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí.
Ahora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que murió?-Hace ya siete días.-Pobre de ella.
Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir juntas. De
irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se
necesitara, por si acaso encontráramos alguna dificultad. Éramos muy amigas.
¿Nunca le habló de mí?-No, nunca.-Me parece raro. Claro que entonces éramos
unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién casada. Pero nos queríamos mucho.
Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan tierna, que daba gusto quererla. ¿De
modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo
yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar
las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no
cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo.
Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo. Sí,
muchas veces dije: "El hijo de Dolores debió haber sido mío." Después
te diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre
en alguno de los caminos de la eternidad. Yo creía que aquella mujer estaba
loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar.
Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había soltado sus
amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.-Estoy cansado
-le dije.-Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.-Iré.
Iré después. El agua que goteaba de las tejas hacia un agujero en la arena del
patio. Sonaba: plas, plas, y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel
que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se había
ido la tormenta. Ahora de vez en cuando la brisa sacudía las ramas del granado
haciéndolas chorrear una lluvia espesa, estampando la tierra con gotas
brillantes que luego se empañaban. Las gallinas, engarruñadas, como si
durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al patio, picoteando de prisa
atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las nubes,
el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de
la tierra, jugaba con el aire de la mañana. -¿Qué, tanto haces en el escusado,
muchacho?-Nada, mamá.-Si sigues allí, va a salir una culebra y te va a
morder.-Si mamá."Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando
volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente
del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos
iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. 'Ayúdame, Susana'. Y unas manos
suaves se apretaban a nuestras manos. 'Suelta más hilo'."El aire nos hacía
reír, juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los
dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si
hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, él pájaro de
papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor
de la tierra."Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el
rocío."-Te he dicho que te salgas del escusado, muchacho.-Sí, mamá. Ya
voy."De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de
aguamarina."Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.-¿Por qué tardas
tanto en salir? ¿Qué haces aquí?-Estoy pensando.-¿Y no puedes hacerlo en otra
parte? Es dañoso estar mucho tiempo en el escusado. Además, debías de ocuparte
en algo. ¿Por qué no vas con tu abuela a desgranar maíz?-Ya voy, mamá. Ya
voy.-Abuela, vengo a ayudarte a desgranar maíz.-Ya terminamos; pero vamos a
hacer chocolate. ¿Dónde te habías metido? Todo el rato que duró la tormenta te anduvimos
buscando.-Estaba en el otro patio.-¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando?-No,
abuela, solamente estaba viendo llover. La abuela lo miró con aquellos ojos
grises, medio amarillos, que ella tenía y que parecían adivinar lo que había
dentro de uno.-Vete, pues, a limpiar el molino." A centenares de metros,
encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú,
Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia,
donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis
palabras."-Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto.-Esa Micaela
ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en
fin, ya no tiene remedio.-¿ Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni
servía.-Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo
y los diezmos que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un
centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que
fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para
octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.-Si, abuela.-Y de paso, para que hagas
el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y una podadera; con lo
crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo
tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría
quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca
han de salir las cosas como uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en
las cosechas todo lo que le debemos.-Si, abuela. Había chuparrosas. Era la
época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín, que se caía
de flores. Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró
veinticuatro centavos. Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte. Antes de
salir, su madre lo detuvo:-¿Adónde vas?-Con doña Inés Villalpando por un molino
nuevo. El que teníamos se quebró.-Dile que te dé un metro de tafeta negra, como
ésta -y le dio la muestra-. Que lo cargue en nuestra cuenta.-Muy bien, mamá.-A
tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás
dinero. Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso."Ahora me
sobrará dinero para lo que se ofrezca", pensó.-¡Pedro! -le gritaron-.
¡Pedro! Pero él ya no oyó. Iba muy lejos. Por la noche volvió a llover. Se
estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato: luego se ha de haber
dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios
de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos
gruesos como de lágrimas. "Miraba caer las gotas iluminadas por los
relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en
ti, Susana."La lluvia se convertía en brisa. Oyó: "El perdón de los
pecados y la resurrección de la carne. Amén." Eso era acá adentro, donde
unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los
pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz.Sólo quedaba la luz de la noche,
el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos...-¿Por qué no has ido a
rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo. Allí estaba su madre en
el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacía el
techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos,
despedazada.-Me siento triste -dijo. Entonces ella se dio vuelta. Apagó la
llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo
confundidos con la lluvia.El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra,
una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo.-Pues sí, yo estuve a
punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto?-No. Sólo me contaba
cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí un
tal Abundio.-El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus
propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien.
Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está
empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que
vinieras a verme?-Me encargó que la buscara.-No puedo; menos que agradecérselo.
Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos acarreaba el correo, y lo siguió
haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día
que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos porque todos lo queríamos.
Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro
lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros. Era
un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido
ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les
encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la
cabeza uno de esos cohetones que usamos aquí para espantar las culebras de
agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le
acabó lo buena gente.-Este de que le hablo oía bien.-No debe ser él. Además,
Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿ Te das cuenta? Así que no
puede ser él.-Estoy de acuerdo con usted.-Bueno, volviendo a tu madre, te iba
diciendo. . .Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a
mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba,
como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas
de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo,
recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María
Santísima del Refugio con un letrero que decía: "Refugio de
pecadores."-. . .Ese sujeto de que te estoy hablando trabajaba como
"amansador" en la Media Luna; decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque
todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y
ágil para los brincos. Mi compadre Pedro decía que estaba que ni mandado a
hacer para amansar potrillos; pero lo cierto es que él tenía otro oficio: el de
"provocador". Era provocador de sueños. Eso es lo que era
verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras,
conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: "Te vengo a
pulsear para que te alivies." Y todo aquello consistía en que se soltaba
sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos;
después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así
que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te
hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos invocando y
maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se
quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo. Y a veces le atinaba;
picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar."La cosa es que el
tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a verlo, que 'esa noche no
debía repegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna'."Dolores fue
a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible
acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. y ahí me tienes a
mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte
era un embaucador embustero."-No puedo -me dijo-. Anda tú por mí. No lo
notará."Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena;
pero esto ni se nota en lo oscuro."-No puede ser. Dolores, tienes que ir
tú."-Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros."Tu madre en ese tiempo
era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los
ojos. Y sabían convencer."-Ve tú en mi lugar -me decía."Y fui."
Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también
me gustaba Pedro Páramo."Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me
atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado
rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus
piernas entre mis piernas."Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a
Dolores. Le dije:"-Ahora anda tú. Éste es ya otro día."-¿Qué te hizo?
-me preguntó."-Todavía no lo sé -le contesté."Al año siguiente
naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera."Quizá
tu madre no te contó esto por vergüenza.". . .Llanuras verdes. Ver subir y
bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde
con una lluvia de triples rizos. el color de la tierra, el olor de la alfalfa y
del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...""Ella siempre odió a
Pedro Páramo. '¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?' Y tu madre
se levanta antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban
con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín
de gatos. '¡Doña Doloritas!´"¿Cuántas veces oyó tu madre aquel llamado?
'Doña Doloritas', esto está frío. Esto no sirve. ¿Cuántas veces? Y aunque
estaba acostumbrada a pasar lo peor, sus ojos humildes se
endurecieron."...No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos
en la tibieza del tiempo.""Entonces comenzó a suspirar."-¿Por
qué suspira usted, Doloritas?"Yo lo había acompañado esa tarde. Está en mitad
del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se
mecía en el cielo."-¿Por qué suspira usted, Doloritas?"-Quisiera ser
zopilote para volar a donde vive mi hermana."-No faltaba más, doña
Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le
preparen sus maletas. No faltaba más."Y tu madre se fue:"-Hasta
luego, don Pedro."-¡Adiós!, Doloritas."Se fue de la Media Luna para
siempre."Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por
ella."-Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además
ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te
preocupa."-¿Pero de qué vivirán?"-Que Dios los asista.". . . El
abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro""Y así hasta ahora
que ella me avisó que vendrías a verme, no volvimos a saber más de
ella."-La de cosas que han pasado -le dije-. Vivíamos en Colima arrimados
a la tía Gertrudis, que nos echaba en cara nuestra carga. "-¿Por qué no
regresas con tu marido?", le decía a mi madre."-¿Acaso él ha enviado
por mí? No me voy si él no me llama. Vine porque te quería ver. Porque te
quería, por eso vine."-Lo comprendo. Pero ya va siendo hora de que te
vayas."-Si consistiera en mí."Pensé que aquella mujer me estaba
oyendo; pero noté que tenía borneada la cabeza como si escuchara algún rumor
lejano. Luego dijo:-¿Cuándo descansarás?"El día que te fuiste entendí que
no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el
crepúsculo ensangrentado del cielo; Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas
veces me dijiste: 'Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por
haber nacido en él'. Pensé: 'No regresará jamás; no volverá nunca.'"-¿Qué
haces aquí a estas horas? ¿No estás trabajando?-No, abuela. Rogelio quiere que
le cuide al niño. Me paso paseándolo. Cuesta trabajo atender las dos cosas: al
niño y el telégrafo, mientras que él se vive tomando cervezas en el billar.
Además no me paga nada.-No estás allí para ganar dinero, sino para aprender
cuando ya sepas algo, entonces podrás ser exigente. Por ahora eres sólo un
aprendiz; quizá mañana o pasado llegues a ser tú el jefe. Pero para eso se
necesita paciencia y, más que nada, humildad. Si te ponen a pasear al niño,
hazlo, por el amor de Dios. Es necesario que te resignes.-Que se resignen otros,
abuela, yo no estoy para resignaciones.-¡Tú y tus rarezas! Siento que te va a
ir mal, Pedro Páramo.-¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges?Ella sacudió la cabeza
como si despertara de un sueño.-Es el caballo de Miguel Páramo, que galopa por
el camino de la Media Luna.-¿Entonces vive alguien en la Media Luna?-No, allí
no vive nadie.-¿Entonces?-Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran
inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas
horas. Quizá el pobre no puede con su remordimiento. Cómo hasta los animales se
dan cuenta de cuando cometen un crimen, ¿no?-No entiendo. Ni he oído ningún
ruido de ningún caballo.-¿No?-No-Entonces es cosa de mi sexto sentido. Un don
que Dios me dio; o tal vez sea una maldición. Sólo yo sé lo que he sufrido a
causa de esto. Guardó silencio un rato y luego añadió:-Todo comenzó con Miguel
Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió . Estaba yo
acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna. Me extrañó porque
nunca volvía a esas horas. Siempre lo hacía entrada la madrugada. Iba a
platicar con su novia a un pueblo llamado Contla, algo lejos de aquí. Salía
temprano y tardaba en volver. Pero esa noche no regresó. . . ¿Lo oyes ahora?
Está claro que se oye. Viene de regreso.-No oigo nada-Entonces es cosa mía.
Bueno, como te estaba diciendo, eso de que no regresó es un puro decir. No
había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por la ventana.
Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver
quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo
que se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró esa
muchacha que le sorbió los sesos."-¿Que pasó? -le dije a Miguel Páramo-.
¿Te dieron calabazas?""-No. Ella me sigue queriendo -me dijo-. Lo que
sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha
neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá según
mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me
comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como
siempre han dicho que lo estoy.""-No. Loco no, Miguel. Debes estar
muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate,
Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.-Sólo
brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el
Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer
ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo;
pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.""-Mañana tu
padre se torcerá de dolor -le dije-. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en
paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí."Y. cerré la
ventana. Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir: -E1
patrón don Pedro le suplica. E1 niño Miguel ha muerto. Le suplica su
compañía."-Ya lo sé -le dije-. ¿Te pidieron que lloraras?"-Si, don
Fulgor me dijo que se lo dijera llorando."-Está bien. Dile a don Pedro que
allá iré. ¿Hace mucho que lo trajeron?"-No hace ni media hora. De ser
antes, tal vez se hubiera salvado. Aunque, según el doctor que lo palpó, ya
estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el Colorado volvió solo y se
puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo se querían él y
el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don Pedro. No
ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que sabe, ¿sabe
usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro."- No se te
olvide cerrar la puerta cuando te vayas."Y el mozo de la Media Luna se
fue."-¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? - me pregunté a
mí.-No, doña Eduviges.-Más te vale. En el hidrante las gotas caen una tras
otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno
oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las
gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua
sobre un suelo mojado."¡Despierta!", le dicen. Reconoce el sonido de
la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido,
aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de
ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la
paz."¡Despiértate!", vuelven a decir. La voz sacude los hombros. Hace
enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del
hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran. . . Y el
llanto. Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que
quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar
donde anidan los sobresaltos. Se levantó despacio y vio la cara de una mujer
recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche,
sollozando.-¿Por qué lloras, mamá? -preguntó, pues en cuanto puso los pies en
el suelo reconoció el rostro de su madre.-Tu padre ha muerto -le dijo. Y luego,
como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí
misma una y otra vez , una y otra vez, hasta que una manos llegaron hasta sus
hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.Por la puerta se veía el
amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris aún no
aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, no como si fuera a comenzar
el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.
Afuera, en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y
aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del
día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus
pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella
estuviera anegando en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave
pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.-Han matado a tu padre.-¿Y a
ti quién te mató, madre?"Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo
azul detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces . . . Hay
esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro
pesar."Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no
alcanzarás ninguna gracia."El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y
entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la
bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.-¡Padre, queremos que
nos lo bendiga!-¡No! - dijo moviendo negativamente la cabeza. No lo haré. Fue
un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará mal que
interceda por él. Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no
enseñaran su temblor. Pero fue. Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de
todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios
nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que
terminara la velación. El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando
no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua
bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser
de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él:-Ten
piedad de tu siervo, Señor.-Que descanse en paz, amén -contestaron las voces. Y
cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la
iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo. Pedro Páramo se acercó,
arrodillándose a su lado:-Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El
asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo, el caso de
su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de
respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir.
Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya
perdonado. Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se
levantó:-Reciba eso como una limosna para su iglesia. La iglesia estaba ya
vacía. Dos hombres esperaban en la puerta a Pedro Páramo, quien se juntó con
ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros
de cuatro caporales de la Media Luna. El padre Rentería recogió las monedas una
por una y se acercó al altar.-Son tuyas -dijo-. Él puede comprar la salvación.
Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas
para pedirle lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir ... Por mí
condénalo, Señor. Y cerró el sagrario. Entró en la sacristía, se echó en un
rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas.-Está
bien, Señor, tú ganas -dijo después.
Es que Somos muy
Pobres
Juan Rulfo
Aquí
todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado,
cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a
llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de
cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en
grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un
enano jo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados
debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella
cebada amarilla tan recién cortada.
Y
apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que
la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el
río.
El
río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy
dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo
despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano,
como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero
después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese
sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando
me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido
lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía
más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua
revuelta.
A
la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba
subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la
casa de esa mujer que le dicen la -Tambora. El chapaleo del agua se oía al
entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora
iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle
sus gallinas para que se fueran a ezuuiidci a algún lugar donde no les llegara
la corriente.
Y
por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién
sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta,
porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo,
y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la
más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi
hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que
cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe
estar. el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa
aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que
decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven
las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo;
pero no se oye nada. Por eso nos subímos por la barranca, donde también hay
gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde
supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mí
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que
tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a
la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella
conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantado. Lo más seguro es
que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí
muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque
si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos
cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando
duermen.
Y
aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar
al sentir que el agua pesada -le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se
asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverado y aca.
lambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó
pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo
le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto
también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si
lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita
de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los
cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos
troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de
modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás
por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río
abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La
apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora
que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos
había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi
hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de
piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según
mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y
ellas eran' muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que
crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas
malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las
llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato
por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el
corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre
trepado encima.
Entonces
mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más
tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se
fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.
Por
eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya
a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo
la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras
le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para
siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no
hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse
también aquella vaca tan bonita.
La
única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se
le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana
Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi
mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese
modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente
mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le
cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde
les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le
da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado
de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y
cada vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.»
Pero
mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda
aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos
comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y
altos y medio alborotados para llamar la atención.
-Sí
-dice-, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y acabará
mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Esa
era la mortificación de mi papá.
Y
Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río.
Está
aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca
y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el
río se hubiera metido dentro de ella.
Yo
la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas.
De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río,
que la hace temblar y sacudiese todita, y, mientras, la creciente sigue
subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha
y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de
repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
La noche que lo
dejaron solo
Juan Rulfo
-¿Por
qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante–. Así
acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?
-Llegaremos
mañana amaneciendo -le contestaron.
Fue
lo último que oyó decirles. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría
después, al día siguiente.
Allí
iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca
claridad de la noche.
«Es
mejor que esté oscuro. Así no nos verán.» También habían dicho, eso, un poco
antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el
pensamiento.
Ahora,
en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo
como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su
espalda, donde llevaba terciados los rifles.
Mientras
el terreno estuvo parejo, caminó de prisa. Al comenzar la subida, se retrasó;
su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban Sus
pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía
balanceando su cabeza dormida.
Se
fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el-
peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.
Oyó
cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos. que había venido
oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: «De la
Magdalena para acá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y
ésta es la tercera. No serían muchas -pensó-, si al menos hubiéramos dormido de
día. Pero ellos no quisieron: "Nos pueden agarrar dormidos -dijeron-. Y
eso sería lo peor."»
-¿Lo
peor para quién?
Ahora
el sueño lo hacía hablar. «Les dije que esperaran: vamos dejando este día para
descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si
tenemos que correr. Puede darse el caso.»
Se detuvo con los ojos cerrados. «Es mucho
-dijo-. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos
perdido, no vale la pena.» En seguida gritó: «¿Dónde andan?»
Y
casi en secreto: «Váyanse, pues. ¡Váyanse¡»
Se
recostó en el tronco de un árbol. Allí estaba la tierra fría y el sudor
convertido en agua fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado.
Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por
debajo del gabán: «Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo
con manos heladas.»
Se
fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de
la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina.
Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba
entumeciendo el cuerpo.
Lo
despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió
los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las
ramas oscuras.
«Está
oscureciendo», pensó. Y se volvió a dormir.
Se
levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate
del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.
Los
arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: «Buenos días», le
dijeron. Pero él no contestó.
Se
acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado
la sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más
resguardado. Se lo habían dicho.
Tomó
el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino
y cortó por el monte, hacia
donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas.
Le
parecía oír a los arrieros que decían: «Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y
trae muchas armas.»
Tiró
los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito
y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había
que «encumbrar, rodear la meseta y luego bajar». Eso estaba haciendo. Obre
Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas
horas.
Llegó
al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.
«Ellos deben estar allá. Descansando al sol,
ya sin ningún pendiente», pensó.
Y
se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.
«Obre Dios», decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.
Le
parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: «¡Buenos días!» Sintió
que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: «Lo vimos en
tal y tal parte. No tardará en estar por aquí.»
De
pronto se quedó quieto.
«¡Cristo!»,
dijo. Y ya iba a gritar: «¡Viva Cristo Rey!», pero se contuvo. Sacó la pistola
de la costalilla y se la acomodó por dentro debajo de la camisa, para sentirla
cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del
Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se
calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó
hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran
ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta
alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del
corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les
iluminaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
No
quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en
una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía
en el estómago.
Arriba
de él, oyó que alguien decía:
-¿Qué
esperan para descolgar a ésos?
-Estamos
esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres.
Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo fue el que le
tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por
aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor
dice que si no viene de hoy a mañana, acabáramos con el primero que pase y así
se cumplirán las órdenes.
-¿Y
por qué. no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo
aburrido.
-No
hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la sierra de Comanja a
juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno
sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de los Altos.-
-Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a
nosotros por aquel rumbo.
Feliciano
Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía
cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a
zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue
caminando, empujando el cuerpo con las manos.
Cuando
llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose
paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que
sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces
se detuvo. Respiró fuerte, y temblorosamente.
No Oyes Ladrar los Perros
Juan Rulfo
-Tú,
que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves
alguna luz en alguna parte.
-No
se ve nada.
-Ya
debemos estar cerca.
-Sí,
pero no se oye nada.
-Mira
bien.
-No
se ve nada.
-Pobre
de ti, Ignacio.
La
sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo,
trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla
del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La
luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. -Ya debemos estar
llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver
si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba de
transito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate,
Ignacio.
-Sí,
pero no veo rastro de nada.
-Me
estoy cansando.
-Bájame.
El
viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin
soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería
sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al
que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así
lo había traído desde entonces.
-¿Cómo
te sientes?
-Mal.
Hablaba
poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba.
Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y
porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos
del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si
fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando
acababa aquello le preguntaba: -¿Te duele mucho?
-Algo
-contestaba él.
Primero
le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te
alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como
cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una
luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y
oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No
veo ya por dónde voy -decía él.
Pero
nadie le contestaba.
El
otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin
sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me
oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y
el otro se quedaba callado.
Siguió
caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
-Éste
no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que
está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba,
Ignacio? -Bájame, padre.
-¿Te
sientes mal?
-sí.
-Te
llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que
allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace
horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se
tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse. -Te
llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su
voz se hizo quedita, apenas murmurada:
-Quiero
acostarme un rato.
-Duérmete
allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La
luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada
en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no
podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo
esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted
fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado
tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo
curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque
a usted no le debo más que puras dificultades, puras modificaciones, puras
vergüenzas.
Sudaba
al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor
seco, volvía a sudar.
-Me
derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos,
donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya
no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí
me tocaba la he maldecido. He dicho: "¡Que se le pudra en los riño-
nes la sangre que yo le di!" Lo dije
desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y
matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El
que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala
suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: "Ése no puede ser mi
hijo." Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo
desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No
veo nada.
-Peor
para ti, Ignacio.
-Tengo
sed.
-¡Aguántate!
Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros.
Haz por oír. -Dame agua.
-Aquí
no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te
bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo
mucha sed y mucho sueño.
-Me
acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para
volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la
leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el
tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre,
que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú
crecieras ¡rías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba
a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a
estas alturas.
Sintió
que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas
y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado a otro. Y le pareció que
la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre
su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas. -¿Lloras, Ignacio?
Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted
nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le
hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo'han herido. ¿Qué
pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos
bien hubieran podido decir: "No tenemos a quién darle nuestra
lástima." ¿Pero usted, Ignacio?
Allí
estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le
doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre
el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran
descoyuntado.
Destrabó
difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello
y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y
tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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