miércoles, 23 de septiembre de 2020

Guillaume Apollinaire Samuel Beckett Gustave Flaubert André Gide. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 



Guillaume Apollinaire

Samuel Beckett

Gustave Flaubert

André Gide

 

Guillaume Apollinaire

Se enamoró de una joven, Louise, a quien intentó, sin éxito, conquistar dibujando para ella pequeños y deliciosos poemitas que eran al tiempo rostros, figuras, caballos o guitarras… Ella le rechazó, y él se alistó en el Ejército. Primero como artillero y más tarde como sargento de infantería. Tiempo después una esquirla de granada le taladró la sien izquierda hiriéndolo de gravedad. Siempre conservó, en su casa, a la entrada, el casco de acero que llevaba puesto cuando le hirieron, en el que mostraba a las visitas el pequeño orificio de bordes estrellados por el que había entrado el fragmento de metal que casi lo mata.

 


SAMUEL Beckett

En alguna ocasión colaboró con James Joyce: ordenaba su correspondencia, los manuscritos, corregía pruebas, al tiempo que intentaba esquivar a Lucía, la hija del escritor, inestable y convulsa, que se había enamorado locamente de él.

Contó en una ocasión cómo tras quince horas de trabajo intensivo de revisión, Joyce le había dado doscientos francos a los que, después, tal vez consciente de que se había quedado corto en el pago, sumó también un viejo abrigo y cinco corbatas.

 

Gustave Flaubert

Cuando acabó Las tentaciones de San Antonio, organizó una lectura del manuscrito. Invitó a dos amigos, con quienes acordó que no harían ningún comentario hasta el final. La ceremonia se prolongó durante cuatro días, en sesiones diarias de mañana y tarde. Cuando terminó, cerca de la medianoche del cuarto día, preguntó: «Bueno, ¿qué os ha parecido?». Uno de ellos carraspeó un par de veces, y dijo con firmeza: «Nuestra opinión es que debes echarlo al fuego y no volver a mencionar el asunto».

 

André Gide

Fumador empedernido, ojos miopes y manos sarmentosas. De niño bajaba a los Jardines de Luxemburgo, en París, con su nodriza. Nunca se relacionaba con otros niños, y acostumbraba jugar solo con sus propias canicas, de ágata negra, brillantes, que jamás prestaba ni dejaba que se mezclaran con las que llevaban los demás. Tenía también un amigo imaginario, al que llamaba Pierre, con quien hablaba en casa, durante horas, y con quien a veces discutía, caprichoso, en voz alta.

FUENTE:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID



martes, 22 de septiembre de 2020

Conrad, lobo de mar. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 

 


Conrad, lobo de mar- 


Conrad, Joseph (Berdichev, Polonia, actualmente en Ucrania, 1857-Bishopsbourne, Inglaterra, 1924). Novelista británico de origen polaco, su verdadero nombre era Józef Teodor Konrad Korzeniowski. Fue capitán de la marina mercante. Cuando tuvo que retirarse, por problemas de salud, comenzó una próspera carrera literaria con títulos como Lord Jim, Nostromo o El agente secreto. Su novela El corazón de las tineblas inspiró a Francis Ford Coppola una de sus más conocidas películas: Apocalypse Now, estrenada en 1979. Siruela ha publicado la selección de artículos Fuera de la literatura y El corazón de las tineblas.

***

  Febrero de 1892. Józef Teodor Konrad está embarcado en el Torrens, un clíper que cubre la ruta australiana. En el viaje conoce a un pasajero, W. H. Jacques, que viaja hacia el sur huyendo de la tuberculosis. Una tarde, apoyados en la borda, hablan de libros, y se anima a entregarle un manuscrito que llevaba años escribiendo por medio mundo. En pensiones, tabernas, oficinas consignatarias, estaciones y camarotes de barcos con nombres de leyenda: el Mont-Blanc, el Saint-Antoine, el Skimmer. Porque la vida de Conrad, tiene, así de entrada, un lejano regusto a calafate y asperón de cubierta, a velamen y jarcia, y a lugares con nombres de café torrefacto: el Bósforo, Martinica, cabo de Buena Esperanza… Cuando se cruzaba por primera vez el Ecuador —esa línea discontinua de los mapas—, bañaban a los novatos en un tonel lleno de agua putrefacta, el barbero les rapaba el pelo, y después los emborrachaban con grog. Le jeune polonais, llamaban a aquel aprendiz de capitán, de ojos oscuros, pendenciero y bravucón, incapaces de pronunciar su segundo apellido, Korzeniowski.

Allí en el Torrens pasó los días enfrascado en sus tareas de primer oficial, esperando el dictamen del joven Jacques que, cuando terminó la lectura, le dijo que sí le había gustado. Y así fue como terminó su primera novela, La locura de Almayer, siempre con un cigarrillo entre los dedos. Porque fumaba tanto que muchos de sus libros tienen una marca, blancuzca, de ceniza, algún rastro circular de quemaduras. Y no solo los libros, sino sábanas, servilletas, manteles. Una vez se le quemó un manuscrito, otra vez una alfombra, otra un trozo de mesa tras estallar una lámpara de petróleo. Tal era el peligro, tan persistente el riesgo, que su mujer, la encantadora Jessie que, con más voluntad que destreza, pasaba sus manuscritos a máquina, con dos dedos, llenó toda la casa de un sinfín de jarras llenas de agua por si sobrevenía una emergencia. Pasó los últimos treinta años de su vida en tierra, escribiendo en su estudio, vestido la mayor parte del tiempo con un albornoz gastado, y un monóculo, sufriendo crisis creativas, depresiones, tristezas, varias y llamativas estrecheces.

Un día, terrible, cayó en un coma febril y delirante, y empezó a hablar en polaco, con acento. Debió de ser una visión impresionante: despeinado, los ojos cristalinos, humeantes, hablando en un idioma incomprensible. Se le pasó. Al final, su fama se extendió por todos los confines literarios, y le obligó a ser un hombre sonriente.

La noche de su muerte llovió. Lo que se interpretaba entonces como un gesto solidario de la naturaleza. Estaba sentado en una butaca, dijo apenas «aquí», y se escuchó un golpe seco. Había caído, muerto. Solo un par de periódicos, al día siguiente, consiguieron publicar bien su segundo apellido, Korzeniowski, erizado de consonantes como una mina naval.

FUENTE:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


lunes, 21 de septiembre de 2020

Colette, la reina de la casa. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 

 


Colette, la reina de la casa

 Hasta que cumplió treinta años tuvo una trenza que casi le llegaba a los tobillos. Una trenza que deshacía durante horas por la noche después de lavarla con huevo y ron, como si estuviera permanentemente constipada. Una trenza que era a veces látigo, a veces rienda o escala, a veces un perrito travieso y revoltoso que correteaba distraído a sus pies y con el que a menudo se enredaba, se liaba, tropezaba, como aquella vez que, viendo una exposición, acabó en el suelo después de trastabillar con la coleta.

Hija de una joven inteligente, encantadora y rubia, y de un padre, inválido de guerra al que le faltaba la pierna izquierda, Sidonie Gabrielle, a quien todo el mundo conocería por su apellido, Colette, creció en un ambiente de mimos y cojines de crepé color burdeos, donde la llamaban gatita querida, y joya de oro, en días alternos.

Tuvo tres maridos —el primero, que le robó sus primeros libros; y el último, al que llevaba casi veinte años—, una escandalosa aventura lésbica que aireó sin complejos, un amante a tiempo parcial, decenas de aventuras de una noche, y un coro de aduladores y partidarios incondicionales que mariposeaban, como polillas, a la luz de sus ojos miopes, casi transparentes, su mirada seductora y su boca japonesa, un poco triangular, siempre pintada de rouge.

Provocadora. Sensual. Lo mismo libertina. Durante cuatro años salió a diario al escenario enseñando su pecho izquierdo, convertido en auténtica leyenda, mientras se fotografiaba para los periódicos disfrazada de hombre, o vestida —iba a decir desnuda— de odalisca.

Tuvo un salón de belleza, y una línea de productos que llevaba su nombre. Viajaba, vivía en hoteles, acudía a fiestas… Y un día se encerró, con su corte de animales, perras y gatas, en una habitación forrada de seda roja: paredes rojas, techo rojo, roja la cama y las sábanas, los cojines y las fundas para los almohadones. Las lámparas envueltas, también, en fulares de color rojo.

Estaba enferma, una artrosis reumatoide, y aquella cama se convirtió en su trampa de ratones, una balsa, como ella la llamaba, en la que permanecía recostada todo el día, trabajando, con su pelo convertido en una mata de algodón dulce, pescando con su par de bastones todo lo que necesitaba. Allí la visitó un joven de exquisitas maneras, manos blancas, y cigarrillos con filtro dorado. Truman Capote. Se sentó en un sillón, a su lado, y hablaron de literatura y pisapapeles de cristal. Colette también los coleccionaba y le regaló uno, que él rechazó, educado, apelando a su alto valor. ¿Qué sentido tiene regalar algo que no se aprecia? Le dijo, a medias indolente y seductora.

Y allí siguió leyendo con una lupa y escribiendo, a mano, sobre papel azul, con su pluma Parker y su gata. Se llamaba Cléopâtre o Sémiramis.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Chesterton, mapa del disparate. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 


Chesterton, mapa del disparate

No diremos que estaba gordo —dios nos libre— aunque consta que con apenas treinta años pesaba ya 280 libras. Una gordura un poco fofa, blandengue, espesa, de alguien que se desayunaba huevos con bacon, a diario, y que jamás se preocupó del ejercicio físico más allá de pasar las páginas del Times.

Tenía grandes manos, pies pequeños, casi de juguete, y una cabeza que alguien calificó de magnífica: espesa melena, un poco leonina, pelo rizado o enmarañado, ojos pequeños, risueños, y unos labios carnosos —al menos el de abajo, el otro nunca se le vio bajo el bigote—, brillantes y en apariencia húmedos, de esos por los que siempre parece gotear un hilillo de sopa.

Uno de sus primeros recuerdos fue un teatrillo con personajes de cartón, y una doncella rubia, con trenzas, que cuidaba de él en el jardín. Un ángel, decía su madre, y él estaba de acuerdo. Y siempre recordó, con nostalgia o feliz glotonería, la vaquería en la que, cada mañana, bebía un vaso de leche. Una infancia feliz y acomodada, cómoda y nutritiva en la que la única sombra fue la muerte de su hermana Beatrice: su retrato se volvió en la pared, y su nombre no fue pronunciado nunca más.

El resto pertenece al capítulo de la leyenda. La pistola que compró la mañana de su boda —y las balas— por si tenía que defender a su mujer de lo que fuera; el teléfono que instaló su padre en casa, y que conectaba la buhardilla, arriba, con la caseta del jardín (siete metros y medio de distancia); y las discusiones interminables con su hermano Cecil que se prolongaban a veces durante horas.

Hubo una que se suscitó a media mañana, nadie recordaba con exactitud el motivo, y que continuó a lo largo del día. Se gritaron a la hora de comer, siguieron durante el té, y en la cena. Y a las dos de la madrugada —hora local— se oyó cómo uno de los hermanos, nunca se supo cuál, bajaba las escaleras y se iba, ofendido, cerrando la puerta con firmeza pero con cuidado. Un portazo sordo, por así decirlo, o mudo. Muy inglés.

Toda su vida tuvo problemas con el dinero. Desconfiaba de los bancos (el tiempo acabaría dándole la razón) y lo llevaba encima; por los bolsillos del pantalón, en el chaleco: calderilla, billetes y talones que se arrugaban como bolas, y que se destrozaban y había que tirar.

Vivió aquel mundo del periodismo en el que los reporteros llegaban antes que la misma policía y los diarios cerraban a medianoche. Y se cuenta que un día, durante la guerra, en casa, siguió hablando con unos amigos sin darse cuenta de que había un bombardeo. «Es cierto que empecé a percibir ruidos en el exterior», dijo más tarde. Salió a la calle a pasear todavía con el eco de las últimas explosiones e incendios, y casi llegando a casa escuchó la sirena que, triunfante, anunciaba el final del peligro.

Lo mató su hígado. Se vengaba de tanta discusión y tanto beicon.

FUENTE:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 


jueves, 17 de septiembre de 2020

El bueno de Chéjov . 44 escritores de la Literatura Universal.

 


El bueno de Chéjov

 

Durante años estuvo cobrando los cuentos que publicaba en los periódicos a cinco kopeks la línea —una miseria—, y su mayor obsesión era no superar la extensión del encargo y verse obligado a cortar. Porque vivía entonces la incómoda, certera impresión de que cada línea que tachaba eran cinco kopeks que, sin siquiera haber cobrado, ya habían desaparecido de su bolsillo. Así que cuando le pagaban con entradas de teatro, como ocurría a menudo, respiraba aliviado en cierto modo, porque ninguna palabra de más podía cobrarse un fragmento de platea.

Era médico, y en la puerta de su casa había una placa donde lo decía. Y como no quería que sus pacientes —esos que iban a enseñarle la lengua, o a toserle, o a estornudarle encima— supieran que escribía, eligió un seudónimo con el que durante un tiempo firmó cuanto publicaba: Antosha Chejonte. Ese fue el nombre que aparecía en su primer libro, Cuentos de Melpómene, que fue un fracaso absoluto de ventas y del que un crítico escribió que era como un limón exprimido que se pudre a los pies de un muro. Algo que, dicho en ruso, suena un poco peor.

Compró una casa en el campo, tres caballos, una vaca, cuatro patos, dos perros, a los que puso de nombre Bromuro y Quinina, y un piano. Y andaba siempre con tanta gente a vueltas, padres, madres, hermanos, amigos, conocidos que subían y bajaban, iban y venían y le montaban fiestas, que se construyó una caseta en el jardín, de madera, para escapar. Cada mañana salía de casa, se calaba las gafas, con leontina, y se encerraba allí, con llave, para escribir.

Escribió El tío Vania, y a los críticos tampoco acabó de gustarles; escribió La gaviota, y los críticos volvieron a contar lo del limón exprimido. Y la noche del estreno, en Moscú, vio cómo los espectadores se reían donde no era, y cruzaban las piernas, y silbaban, y se daban codazos, y se movían nerviosos en las butacas. Salió del teatro y se puso a caminar sobre la nieve.

Se levantó con tos, sudoración, fiebre, fatiga, y una gota de sangre en el pañuelo. Desde entonces anduvo esquivando la muerte, viajando aquí y allá, lejos, cerca, mañana… Conoció a Olga Knipper, una joven actriz con la que se acabaría casando, y a quien regaló una foto de su cabaña, de recuerdo. No convivieron mucho, pero a cambio se escribieron cartas. Mi perrito, la llamaba cariñosamente, mi serpiente, mi pequeña pava. Algo que, dicho en ruso, suena un poco mejor.

Murió en la Selva Negra. Estaban hospedados en el hotel Sommer, y de noche se despertó agitado. Olga llamó al médico. Cuando llegó, deliraba: hablaba del Japón, y de un marinero del que contaba algo ininteligible. El doctor Schöhrer le auscultó, guardó el fonendoscopio, cerró el maletín y encargó una botella de champán. Brindaron los tres, dos al borde del llanto. «Cuánto hacía que no bebía champán», dijo antes de recostarse en la cama.

Fueron sus últimas palabras.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Capote, todos los excesos. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 


Capote, todos los excesos

  Hijo de Gloria O’Keeffe, la pintora, que no pagaría 25 centavos ni siquiera por escupir en uno de sus cuadros. De Kerouac, que su trabajo estaba más cerca de la mecanografía que de la literatura. Llamó zorra a Jackie Onassis, pelmazo a Mick Jagger, farsante a Bob Dylan… Y de Joyce Carol Oates dijo que era la criatura más odiosa de América, así sin ambages y en la categoría absoluta.

Engañaba al principio, eso sí, apenas un momento, con su cara de niño bueno, rubito, ojos claros, flequillo arreglado, y pinta de soprano de coral. Una malignidad angelical tras la que se escondía un genial, arrogante, pequeño bastardo, con perdón, de lengua viperina, que destilaba bilis y vómitos verdosos, subversivos, como la niña del exorcista.

Todo, además, siempre, con esa parsimonia indolente, gélida y extraoficial de los torturadores; el pitillo mansamente entre los dedos, la mano delicada en el mentón, el tono empalagoso y una vocecita seca y nasal, arrulladora, blanda, de la que Mailer —con quien también discutió— dijo que parecía salir de un cañaveral sin agua que tuviera en la nariz.

Fue un niño prodigio, desde luego, que comenzó a escribir con ocho años con la maestría de los elegidos, y que con dieciséis, regordete y liviano, paseaba con una capa y zapatos de colores por la redacción del New Yorker.

Cuando publicó su primer libro envió una foto al editor en la que aparecía tumbado en un sofá, como una corista, carnal y sugerente, los ojos entornados, indecente como un pecado mortal. ¡El mejor publicista de sí mismo!, decían de él, escándalo y provocación… El protagonista de todos los excesos: iba a fiestas, o las organizaba, bailaba con famosas, aparecía borracho en la televisión, o en una conferencia. Conducía ebrio, siempre en el filo mismo de la navaja: las copas de champán burbujeante, el sombrero panamá, los ojos rojos, las drogas, el alcohol, jamás el menor signo de haberse arrepentido de ser él.

Tenía, sí, un problema con las supersticiones. Se descomponía con la facilidad del condenado si veía tres colillas en un cenicero, dos monjas o flores amarillas… Tampoco fue capaz de aprender nunca el abecedario. Se lió desde pequeño con las letras eme y cu, y ya no había manera.

El resto fue una canción que escribió para Barbra Streisand, A Sleeping Bee, su colección de pisapapeles de cristal, que sacaba de casa cuando se iba de viaje, y la literatura. Una de las mejores de su tiempo. Escribió A sangre fría, la historia del asesinato de una familia en Kansas, y durante seis años anduvo hablando con los testigos, la familia, indagando, los asesinos… Ya condenados, le pidieron que acudiera a la ejecución. Y cuando Perry Smith se acercó a él, de camino al patíbulo, le susurró al oído: «Le quiero, siempre le he querido». Lo ahorcaron minutos más tarde. No ocurría siempre con quienes se le declaraban.

 

Presumía de buena puntería. Y un revólver del 38. No sé si plateado, con cachas nacaradas, como el de Karen Blixen. En las fiestas, a veces borracho, hacía que tiraran latas al aire, o botellas, a las que solía acertar casi siempre, mientras movía el revólver humeante, errático, entre sus invitados que, borrachos también, se morían de risa.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 


martes, 15 de septiembre de 2020

Camus, el billete de tren. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 

 


Camus, el billete de tren

 Hay una foto suya, en blanco y negro, en la que posa, seductor, con el cuello subido del abrigo, el pelo engominado, y un Gauloises en los labios. Tiene un parecido remoto y persistente con Humphrey Bogart, y el brillo de la gloria precoz en la mirada.

Nació en Argelia. Y fue niño en uno de esos barrios vocingleros, de olor pesado a especias y pescado, puestos, ropa tendida y colores —frutas, alfombras, telas— para los que no hay nombre ni siquiera en francés.

Militó en esa religión del sol, del mar; los árboles, la tierra áspera, algo de privación, también, pobreza, frugalidad, modestia…

Su padre, un recuerdo lejano: una caja con fotos amarillas y una cruz militar. Había sido soldado, uno de aquellos zuavos de barbas afiladas, gorro y bombachos rojos, un poco de opereta, encuadrados en el Ejército francés. En la batalla del Marne recibió en la cabeza el impacto de una esquirla de obús. Un día, llegó a su casa un telegrama diciendo que había muerto. Poco después, la caja. Contenía una medalla, un reloj, una pluma y, envuelto en un trapo, sucio, lleno de barro y grasa, el fragmento de metal que lo había matado y que un compañero había recogido, todavía humeante, como un extraño exvoto, del campo de batalla.

El joven Camus trabajó en una ferretería, como agente de aduanas, fue periodista, actor, portero en un equipo de fútbol, y se hizo profesor, siempre becado. Allí, yendo a la universidad, traje y corbata, vio por primera vez las cafeterías, los grandes almacenes, las tiendas de ropa del Argel colonial, el de las faldas de blonda y las gafas de sol, que saltaría pocos años más tarde por los aires con las bombas del FLN, y las botas de los paracaidistas del general Massu.

Colaboró con la Resistencia, escribiendo, y escuchando la radio: las emisiones que desde Londres hacían llegar mensajes en clave: «El té de tía Úrsula está envenenado» o «El cocodrilo ha dado tres saltos», por ejemplo. Serio, algo tímido —mujeriego también—, cohibido, tal vez amedrentado por el tiempo iracundo que le tocó vivir, se convirtió en uno de los príncipes rebeldes de la época. Un santo laico al que los jóvenes rendían culto en los bares que, de noche, se llenaban de existencialismo, humo, jazz y alcohol.

Luego fue el Nobel. Todavía no había cumplido cuarenta y cuatro años. Tres más tarde murió en un accidente. Iba camino de París, y el Facel Vega se salió de la carretera y chocó contra un árbol. Se rompió el cuello. Los gendarmes encontraron en un maletín el manuscrito de El primer hombre y en un bolsillo el billete de tren para ese mismo viaje. La noche anterior, su amigo Gallimard, que conducía, y que también murió, le había convencido de que lo acompañara en el coche que acababa de comprarse.

Todavía olía a nuevo.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Byron, verduras y gaseosa. 44 escritores de la literatura universal.

 

 


Byron, verduras y gaseosa

 Se llamaba George Gordon Byron porque una cláusula testamentaria exigía que el heredero de los Gordon llevara en primer lugar el apellido, lo que constituía, casi de hecho, la única herencia. Tampoco los Byron aportaron mucho más, aparte de blasones y de sellos heráldicos. Un par de títulos con tratamiento, un puñado de deudas y una pequeña renta que le permitió vestir siempre levita, además de una aristocrática imposibilidad para las erres. Así, decía «Byrn» cuando se presentaba, como si tuviera en la boca un trozo de pescado con espinas. Fue un joven apuesto, elegante, de rasgos varoniles y armoniosos, dueño de una noble y decimonónica belleza únicamente empañada por una ostensible y notoria, desgraciada cojera. Tenía un pie deforme, algo zambo, que al apoyarse en el suelo hallaba bajo el talón un abismo, una sima, un barranco de riscos escarpados por los que resbalaba en caída libre cada vez que daba un paso.

Se odió siempre por eso. Y arrastró de por vida no solamente el pie, sino el eco punzante, doloroso, de su primer amor. Una prima lejana, Mary-Anne, jugosa y deseable a quien oyó decir, desatinada, torpe, a una de sus doncellas: «¿No pensarás acaso que me puedo enamorar de un pobre cojo?».

Hubo siempre algo en él de esa doble mirada. Algo del joven tímido y silencioso, sometido a frecuentes abstinencias por mantenerse esbelto: hambre, esgrima, verduras y gaseosa; un ateo piadoso —curiosa conjunción, cómo él decía—, elegante y gallardo. Y el tullido amargado, libertino y rijoso, que acudía a frecuentes bacanales: alcohol, juegos perversos y muchachas turgentes a quienes sometía a burlas y ultrajes con los que se vengaba de la naturaleza y de su prodigalidad con ellas.

El resto fueron relaciones tormentosas. Amor y desamor. Y la espera, impaciente, fundada certidumbre, de la muerte.

Fue amigo de Shelley, quien, ahogado en el mar, como un poeta romántico, mientras navegaba, fue comido por los peces; las aguas devolvieron sus restos a la playa, apenas un despojo. Lo reconocieron por el libro que llevaba en el bolsillo. Allí, Byron, llorando y maldiciendo, enmarcado en el gris de la tormenta, ayudó a levantar la pira —troncos, ramajes, frondas— donde el cuerpo ardió durante horas. Y allí, con el reflejo naranja de las llamas, se tiró al mar, donde estuvo nadando hasta quedar exhausto.

Poco después fue ya su propia muerte. Con treinta y siete años. La muerte de los médicos, del láudano. La de las sanguijuelas en la frente, baños de agua caliente, compresas, aceite de castor, y seis dosis de polvo de antimonio. Como no registraba mejoría, píldoras de clorhidrato de mercurio, y extracto de licor de calabaza. Murió sin apenas decir nada.

Cuando sus restos llegaron a Inglaterra, su albacea no lo reconoció. Tuvieron que abrir el ataúd y retirar el terciopelo rojo para que su pie, cojo y deforme, lo delatara.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)


sábado, 12 de septiembre de 2020

Las Brontë, el mundo imaginado.

 


 

Las Brontë, el mundo imaginado

Una de las sirvientas que trabajó en la rectoría de su padre, una mujer mayor, de pelo recogido —gris plomizo— en un moño, y manos blancas, delgadas, dijo una vez: Charlotte era la más inteligente; Emily, la más guapa; y Anne, la pequeña siempre. Vivieron gran parte de su vida en una casa rodeada de páramos de un verde inapelable, por los que correteaban, ruidosas, inocentes, con sus faldas de vuelo y sus zapatos bajos, negros, casi invisibles. Había un palomar en el que todas las palomas que anidaban tenían nombre: Arcoiris, Diamante, Copo de Nieve… Y a veces, les bastaba verlas brillar al sol, aleteando —la mano sobre la cara, haciendo sombra—, para reconocerlas. Allí, una tía soltera o solterona, gobernanta severa, se encargó de inculcar a las niñas el sentido del orden, el deber, la modestia: puntualidad, limpieza y el listado completo y exhaustivo de las buenas maneras.

La vocación de las institutrices —dibujo, idiomas, lengua, normas de cortesía—, pensionados en los que escaseaba la comida, donde las clases eran interminables, los dormitorios fríos, los horarios estrictos y la única religión, el «Temario Mangnall» (el mapa del conocimiento obligatorio para señoritas), y el paseo de los domingos, por la ciudad, en fila, modosas, de la mano con el fondo acerado, persistente y locuaz de las campanas.

Hubo un perro, también, que se llamaba Keeper, un enorme mastín que las seguía a todas partes, gruñón y amenazante con el mundo; un gato, Negro Tom; dos ocas, Adelaida y Victoria, y un halcón recogido de un nido abandonado. Las criaturas mudas, las llamaban. Charlotte no demasiado alta, pulcra, disciplinada, cauta; Emily, desgarbada, arrogante y resuelta. Y Anne, la pequeña siempre.

Dijeron no al amor, ofensivo, imposible, que les llegó por carta, de usted, protocolario, solo nombres y adverbios; y sufrieron, las tres, el tacto de la calamidad: la muerte de su tía, la de otras dos hermanas, la ceguera del padre, la locura, feroz e irremediable —el opio y el alcohol—, de su hermano Branwell, que las retrató a todas, en el margen de todos sus fracasos.

Tuvieron de pequeñas un reino imaginario, Anglia, que era su propiedad. Allí se encontraban las tres, escribiendo por la noche, en su cuarto, en la extraña vigilia de los cabos de vela. Crónicas y sucesos, cuadernos y papeles, largos versos, historias…

Cuando publicaron su primer libro, Poemas, del que vendieron dos ejemplares, decidieron buscarse seudónimos masculinos, Currer, Ellis y Acton Bell, en los que mantuvieron sus propias iniciales. Después ya fueron Jane Eyre, Cumbres Borrascosas, Agnes Grey, el éxito y la gloria. Un crítico, algo apergaminado, mirando por encima de sus gafas dijo de ellas: «Lástima que no sean hombres, habrían sido buenos navegantes». Lo mismo era un piropo. Charlotte, Emily y Anne. La más pequeña.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 

viernes, 11 de septiembre de 2020

44 escritores de la literatura universal. Karen Blixen.

 

 


Blixen, tan delgada

 Tuvo, ya de mayor, un novio, o un amante, o lo que fuera. Un joven poeta pálido y torturado a quien contaba historias seductoras y al que un día obligó a grabar, como muestra de amor, un corazón con sus iniciales en la corteza de un árbol. Y años más tarde, cuando la abandonó, o lo que fuera, llegó en coche al lugar, distinguida como una de las princesas de los cuentos, con su chófer y un hacha. Señaló el árbol de lejos y, fumando indolente, vio cómo lo talaba.

Era alta, elegante, caprichosa, y delgada, delgadísima con sus brazos de alambre. Tanto que al final de su vida, tras una operación grave de estómago, comía apenas ostras, siempre con infinita, aristocrática desgana, y un par de espárragos servidos con champán. Así que hay fotos suyas en las que tiene un aspecto ligeramente cadavérico, una elegante y enigmática decrepitud: la piel pegada, el pelo recogido, la mirada llorosa, alucinada, y los ojos hundidos en las cuencas. Unos ojos volcánicos, de cierta malignidad provocadora, de esos negros intensos en los que se confunde, negra, la niña. Y la pupila, negra.

Tuvo, como se sabe, una granja en África, a los pies del altiplano de Ngong, en la que vivió diecisiete años plantando café, matando leones o viendo cómo los mataban, y organizando picnics en la sabana a los que llevaba cubiertos de plata, vasos de cristal bueno, sus mejores sombreros y un gramófono en el que escuchaba a Schubert sobre un coro persistente, inaudible, de rugidos, gañidos, trinos, aullidos, truenos… Allí aprendió a contar historias que inventaba. Los indígenas, alrededor del fuego, escuchaban al ama blanca, fascinados, con la voz impostada, susurrando, decir con los ojos exageradamente abiertos: «Hubo una vez un hombre que tenía un elefante con dos trompas…».

Volvió a Europa arruinada, divorciada y enferma, arrastrando los restos del naufragio: algún mueble, unos pocos libros, un revólver de cachas nacaradas, y una elegante sífilis prêt-à-porter de la que se curó con el tiempo, pero de la que siguió presumiendo hasta su muerte.

Se buscó un seudónimo, Isak Dinesen, y se dedicó a escribir. Tan bien, que cuando a Hemingway le concedieron el Nobel, lo primero que dijo es que debía de haber sido para ella. Una noche estuvo con Marilyn Monroe en Nueva York, cenando ostras y espárragos, excéntrica y difícil, con uno de sus turbantes y un bolso en el que habría entrado ella misma plegada.

Pasó el resto de su vida montando en bicicleta, con el pantalón sujeto con horquillas, bañándose en agua caliente —las criadas debían subir los baldes por una estrecha escalera— y escuchando a Schubert.

Fumó hasta el final, de forma compulsiva, más de cuarenta cigarrillos diarios. Y murió en su casa, arriba, con un jarroncito rojo en la mesilla donde ponía la rosa fresca que un admirador, cada mañana, le enviaba.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 


jueves, 10 de septiembre de 2020

Baudelaire, la ortografía.

 



Baudelaire, la ortografía

 Bau-de-laire, decía espaciando las sílabas con enfermiza parsimonia mientras comprobaba, a hurtadillas, que su interlocutor había escrito bien el apellido. Con las aes y las es en su sitio, y el número preciso de consonantes: cuatro. Siempre dio una importancia extrema, pueril, casi supersticiosa a la ortografía de su nombre, y alguna vez hizo retirar un pliego al impresor Malassis, su editor, solo porque estaba mal escrito: una letra de más, Beaudelaire, o una de menos, Badelaire, o las mismas en diferente orden, Buadelaire, por ejemplo.

Vivió una infancia de internado. Un huérfano de padre en su más tierna infancia, para quien su padrastro, un general marcial y dominante, al que siempre profesó una singular antipatía, eligió el camino de la estricta disciplina: agua fría, puntualidad escrupulosa, orden, hipocresía, pañuelitos de encaje, y el meñique estirado sujetando la taza en días de fiesta. Así que acabó en aquel París de la bohemia, el de la orilla izquierda, el hachís y la sífilis, como caído en los brazos de una amante cálida y engañosa. Abrazadora.

Hubo un tiempo en que, excéntrico, dibujaba sus propios trajes —los colores exactos, los fruncidos, las sisas—, peleaba después con los sastres, y, elegante, pelín estrafalario, salía a la calle vestido de muselina negra, como el tallo de un tulipán; un sombrero de copa, un cinturón ceñido, de terciopelo, y una boa de plumas en el cuello y sobre ella una mano: dedos largos, huesudos, uñas cuidadas, delicadas como las de una virgen. Empapeló su habitación de rojo, las paredes y el techo, y la llenó de sapos, lagartijas, galápagos, un cuervo, una paloma, un gato… Y tenía una ventana en la que, detalle conmovedor, los cristales de arriba estaban sin esmerilar, para poder ver el cielo.

El rey del desorden, el edecán de la vida disipada, de la tos, los ojos cristalinos, las deudas impagadas. Sin dormir. Sin lavarse. Sin comer más que unos pastelitos que, decía, eran de carne humana. Hasta que leyó a Poe, pobre. Como un deslumbramiento. Almas gemelas, ambos. Y se puso a escribir, casi alienado. Tanto, que dejaba la llave en la puerta para no tener que levantarse a abrir si alguien llamaba.

Corregía incansable, todo el tiempo. Incluso ya en la imprenta: erratas, márgenes, tipos de letra… Después de publicar Las flores del mal, llegaban a su casa cartas en las que, debajo de su nombre, aparecía el título del libro que le daría la gloria, como otros ponen su profesión: médico o arquitecto. Y escuchaba a su paso, como un susurro vago, cómo lo señalaban y, bajito, decían su apellido. Y ocurrió, viejo o avejentado, que él mismo olvidó la ortografía. Le daban, entonces, alguno de sus libros, y copiaba de la cubierta el nombre. La letra temblorosa, errática, afilada, con las aes, y las es, y las cuatro, precisas, consonantes.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

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