miércoles, 16 de septiembre de 2020

Capote, todos los excesos. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 


Capote, todos los excesos

  Hijo de Gloria O’Keeffe, la pintora, que no pagaría 25 centavos ni siquiera por escupir en uno de sus cuadros. De Kerouac, que su trabajo estaba más cerca de la mecanografía que de la literatura. Llamó zorra a Jackie Onassis, pelmazo a Mick Jagger, farsante a Bob Dylan… Y de Joyce Carol Oates dijo que era la criatura más odiosa de América, así sin ambages y en la categoría absoluta.

Engañaba al principio, eso sí, apenas un momento, con su cara de niño bueno, rubito, ojos claros, flequillo arreglado, y pinta de soprano de coral. Una malignidad angelical tras la que se escondía un genial, arrogante, pequeño bastardo, con perdón, de lengua viperina, que destilaba bilis y vómitos verdosos, subversivos, como la niña del exorcista.

Todo, además, siempre, con esa parsimonia indolente, gélida y extraoficial de los torturadores; el pitillo mansamente entre los dedos, la mano delicada en el mentón, el tono empalagoso y una vocecita seca y nasal, arrulladora, blanda, de la que Mailer —con quien también discutió— dijo que parecía salir de un cañaveral sin agua que tuviera en la nariz.

Fue un niño prodigio, desde luego, que comenzó a escribir con ocho años con la maestría de los elegidos, y que con dieciséis, regordete y liviano, paseaba con una capa y zapatos de colores por la redacción del New Yorker.

Cuando publicó su primer libro envió una foto al editor en la que aparecía tumbado en un sofá, como una corista, carnal y sugerente, los ojos entornados, indecente como un pecado mortal. ¡El mejor publicista de sí mismo!, decían de él, escándalo y provocación… El protagonista de todos los excesos: iba a fiestas, o las organizaba, bailaba con famosas, aparecía borracho en la televisión, o en una conferencia. Conducía ebrio, siempre en el filo mismo de la navaja: las copas de champán burbujeante, el sombrero panamá, los ojos rojos, las drogas, el alcohol, jamás el menor signo de haberse arrepentido de ser él.

Tenía, sí, un problema con las supersticiones. Se descomponía con la facilidad del condenado si veía tres colillas en un cenicero, dos monjas o flores amarillas… Tampoco fue capaz de aprender nunca el abecedario. Se lió desde pequeño con las letras eme y cu, y ya no había manera.

El resto fue una canción que escribió para Barbra Streisand, A Sleeping Bee, su colección de pisapapeles de cristal, que sacaba de casa cuando se iba de viaje, y la literatura. Una de las mejores de su tiempo. Escribió A sangre fría, la historia del asesinato de una familia en Kansas, y durante seis años anduvo hablando con los testigos, la familia, indagando, los asesinos… Ya condenados, le pidieron que acudiera a la ejecución. Y cuando Perry Smith se acercó a él, de camino al patíbulo, le susurró al oído: «Le quiero, siempre le he querido». Lo ahorcaron minutos más tarde. No ocurría siempre con quienes se le declaraban.

 

Presumía de buena puntería. Y un revólver del 38. No sé si plateado, con cachas nacaradas, como el de Karen Blixen. En las fiestas, a veces borracho, hacía que tiraran latas al aire, o botellas, a las que solía acertar casi siempre, mientras movía el revólver humeante, errático, entre sus invitados que, borrachos también, se morían de risa.

Fuente:

Fuente: Marchalamo Jesús y Flores Damián

Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd Edición (9 Febrero 2010)

 


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