Capote,
todos los excesos
Engañaba al principio, eso sí, apenas un momento, con
su cara de niño bueno, rubito, ojos claros, flequillo arreglado, y pinta de
soprano de coral. Una malignidad angelical tras la que se escondía un genial,
arrogante, pequeño bastardo, con perdón, de lengua viperina, que destilaba
bilis y vómitos verdosos, subversivos, como la niña del exorcista.
Todo, además, siempre, con esa parsimonia indolente,
gélida y extraoficial de los torturadores; el pitillo mansamente entre los
dedos, la mano delicada en el mentón, el tono empalagoso y una vocecita seca y
nasal, arrulladora, blanda, de la que Mailer —con quien también discutió— dijo
que parecía salir de un cañaveral sin agua que tuviera en la nariz.
Fue un niño prodigio, desde luego, que comenzó a
escribir con ocho años con la maestría de los elegidos, y que con dieciséis,
regordete y liviano, paseaba con una capa y zapatos de colores por la redacción
del New
Yorker.
Cuando publicó su primer libro envió una foto al editor
en la que aparecía tumbado en un sofá, como una corista, carnal y sugerente,
los ojos entornados, indecente como un pecado mortal. ¡El mejor publicista de
sí mismo!, decían de él, escándalo y provocación… El protagonista de todos los
excesos: iba a fiestas, o las organizaba, bailaba con famosas, aparecía
borracho en la televisión, o en una conferencia. Conducía ebrio, siempre en el
filo mismo de la navaja: las copas de champán burbujeante, el sombrero panamá,
los ojos rojos, las drogas, el alcohol, jamás el menor signo de haberse
arrepentido de ser él.
Tenía, sí, un problema con las supersticiones. Se
descomponía con la facilidad del condenado si veía tres colillas en un
cenicero, dos monjas o flores amarillas… Tampoco fue capaz de aprender nunca el
abecedario. Se lió desde pequeño con las letras eme y cu, y ya no había manera.
El resto fue una canción que escribió para Barbra
Streisand, A Sleeping
Bee, su
colección de pisapapeles de cristal, que sacaba de casa cuando se iba de viaje,
y la literatura. Una de las mejores de su tiempo. Escribió A sangre
fría, la
historia del asesinato de una familia en Kansas, y durante seis años anduvo
hablando con los testigos, la familia, indagando, los asesinos… Ya condenados,
le pidieron que acudiera a la ejecución. Y cuando Perry Smith se acercó a él,
de camino al patíbulo, le susurró al oído: «Le quiero, siempre le he querido».
Lo ahorcaron minutos más tarde. No ocurría siempre con quienes se le
declaraban.
Presumía
de buena puntería. Y un revólver del 38. No sé si plateado, con cachas
nacaradas, como el de Karen Blixen. En las fiestas, a veces borracho, hacía que
tiraran latas al aire, o botellas, a las que solía acertar casi siempre,
mientras movía el revólver humeante, errático, entre sus invitados que,
borrachos también, se morían de risa.
Fuente:
Fuente: Marchalamo Jesús y
Flores Damián
Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd
Edición (9 Febrero 2010)
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