viernes, 11 de marzo de 2016

Segunda entrega: La gran novela latinoamericana. (Frgamento). Carlos Fuentes.


Segunda entrega: La gran novela latinoamericana.
(Fragmento). Carlos Fuentes.
2. Descubrimiento y conquista
(En la gráfica en segundo plano: la periodista Silvia Lemus, esposa de Carlos Fuentes).

Entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1520, en el palacio real de Bruselas, Alberto Durero fue el primer artista europeo que vio los objetos de arte azteca enviados por el conquistador Hernán Cortés al emperador Carlos V. «He visto los objetos enviados al rey desde la nueva tierra bajo el sol», escribe Durero, «y en todos los días de mi vida no había visto ninguna cosa que conmoviera mi corazón tanto como lo han hecho esos objetos, pues en ellos descubrí obras de arte que me maravillaron. Allí está la imaginación sutil de los pueblos de esas extrañas tierras». Ojalá el espíritu del gran artista se hubiera hecho presente entre aquellos que destruyeron gran parte de la herencia precolombina de las Américas porque la consideraron obra de salvajes demonios.
América es un sueño y una pesadilla, y asimismo forma parte de la cultura de la Europa renacentista. Es decir: Europa encuentra en América un espacio que da cabida al exceso de energías del Renacimiento. Pero encuentra también un espacio para limpiar la historia y regenerar al hombre.
La invención de América


El historiador mexicano Edmundo O’Gorman sugiere que América no fue descubierta: fue inventada. Y fue inventada, seguramente, porque fue necesitada. En su libro La invención de América, O’Gorman habla de un hombre europeo que era prisionero de su mundo. La cárcel medieval estaba fabricada con las piedras del geocentrismo y la escolástica, dos visiones jerárquicas de un universo arquetípico, perfecto, incambiable aunque finito, porque era el lugar de la Caída.
La naturaleza del Nuevo Mundo confirma el hambre de espacio del Viejo Mundo. Perdidas las estructuras estables del orden medieval, el hombre europeo se siente disminuido y desplazado de su antigua posición central. La tierra se empequeñece en el universo de Copérnico. Las pasiones —la voluntad sobre todo— se agrandan para compensar esta disminución. Ambas conmociones se resuelven en el deseo de ensanchar los dominios de la tierra y del hombre: se desea al Nuevo Mundo, se inventa al Nuevo Mundo, se descubre al Nuevo Mundo; se le nombra.
De esta manera, todos los dramas de la Europa renacentista van a ser representados en la América europea: el drama maquiavélico del poder, el drama erasmiano del humanismo, el drama utópico de Tomás Moro. Y también el drama de la nueva percepción de la naturaleza.
Si el Renacimiento concibió que el mundo natural estaba al fin dominado y que el hombre, en verdad, era la medida de todas las cosas, incluyendo la naturaleza, el Nuevo Mundo se reveló de inmediato como una naturaleza desproporcionada, excesiva, hiperbólica, inconmensurable. Ésta es una percepción constante de la cultura iberoamericana, que nace del sentimiento de asombro de los exploradores originales y continúa en las exploraciones de una naturaleza sin fin en libros como Os sertões de Euclides da Cunha, Canaima de Rómulo Gallegos, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, Gran sertón: veredas de Guimarães Rosa y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Pero, significativamente, este mismo asombro, este mismo miedo ante una naturaleza que escapa de los límites del poder humano, ruge sobre el páramo del rey Lear y su «noche helada». «Nos convertirá a todos en necios y locos», gime Lear.
El Nuevo Mundo es descubierto (perdón: inventado, imaginado, deseado, necesitado) en un momento de crisis europea: la confirma y la refleja. Para el cristianismo, la naturaleza es prueba del poder divino. Pero también es una tentación: nos seduce y aleja de nuestro destino ultraterreno; la tentación de la naturaleza consiste en repetir el pecado y el placer de la Caída.
En cambio, la rebeldía renacentista percibe a la naturaleza como la razón de cuanto existe. La naturaleza es el aquí y ahora celebrado por los inventores del humanismo renacentista: el poeta Petrarca, el filósofo Ficino, el pintor Leonardo. El Renacimiento nace —por así decirlo— cuando Petrarca evoca la concreción del día, la hora, la estación florida en que por primera vez vio a Laura —una amante de carne y hueso, no una alegoría— cruzar el puente sobre el Arno:
Bendito el día y el mes y el año
y la estación y el tiempo, la hora, el punto,
el hermoso país y el lugar donde yo me reuní
con dos bellos ojos, que me han ligado…
Soneto XXIX


En 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo, el conquistador español y gobernador de la fortaleza de Santo Domingo, escribió su Historia natural de las Indias y rápidamente enfrentó este problema, que yace en el corazón de las relaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo. La actitud de Oviedo hacia las tierras recién descubiertas, nos dice su biógrafo italiano, Antonello Gerbi, pertenece tanto al mundo cristiano como al renacentista. Pertenece al cristianismo porque Oviedo se muestra pesimista hacia la historia. Pertenece al Renacimiento porque se muestra optimista hacia la naturaleza. De esta manera, si el mundo de los hombres es absurdo y pecaminoso, la naturaleza es la razón misma de Dios y Oviedo puede cantar el ditirambo de las nuevas tierras porque son tierras sin historia: son tierras sin tiempo. Son utopías intemporales.
América se convierte en la Utopía de Europa. Una utopía inventada por Europa, como escribe O’Gorman. Pero también una utopía deseada y por ello una utopía necesitada. ¿Necesaria también?
La Utopía americana es una utopía proyectada en el espacio, porque el espacio es el vehículo de la invención, el deseo y la necesidad europeos en el tránsito entre el Medioevo y el Renacimiento. La ruptura de la unidad medieval se manifiesta primero en el espacio. Las ciudades amuralladas pierden sus límites, sus contrafuertes se cuartean, sus puentes levadizos caen para siempre y a las nuevas ciudades abiertas —ciudades de don Juan y Fausto, la ciudad de la Celestina— entran atropelladamente las epidemias del escepticismo, el orgullo individual, la ciencia empírica y el crimen contra el Espíritu Santo: las tasas de interés. Entran el amor y la imaginación sin Dios, como los conciben la Cleopatra de Shakespeare y el Quijote de Cervantes.
Antes de ser tiempo, la historia moderna fue espacio porque nada, como el espacio, distingue tan nítidamente lo viejo de lo nuevo. Colón y Copérnico revelan un hambre de espacio que, en su versión propiamente hispanoamericana, culmina irónicamente en la historia contemporánea por Jorge Luis Borges, El Aleph: el espacio que los contiene todos (el Aleph) no depende de una descripción minuciosa y realista de todos los lugares en el espacio; sólo es visible simultáneamente, en un instante gigantesco: todos los espacios del Aleph ocupan el mismo punto, «sin superposición y sin transparencia»: «cada cosa era infinitas cosas… porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres)… vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó».
La ironía de esta visión es doble. Por una parte, Borges debe enumerar lo que vio con simultaneidad, porque una visión puede ser simultánea, pero su transcripción ha de ser sucesiva, ya que el lenguaje lo es. Y por otra parte, este espacio de todos los espacios, una vez visto, es totalmente inútil a menos que lo ocupe una historia personal. En este caso, la historia personal de una mujer hermosa y muerta, Beatriz Viterbo, «alta, frágil» y con «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis» en su andar.
Una historia personal. Y la historia es tiempo.
No es gratuito que Borges, a guisa de exergo, inicie el cuento con una cita de Hamlet: «Oh Dios, podría encerrarme en una cáscara de nuez, y sentirme rey del infinito espacio…».
Erasmo en América


En el Renacimiento, que es una de las claves profundas de gestación de la novela iberoamericana, se afirmó una libertad para actuar sobre lo que es, tradicionalmente asociada con la filosofía política de Maquiavelo, aunque calificada, en nuestro tiempo, por la interpretación de Antonio Gramsci: Maquiavelo es el filósofo de la Utopía activa, enderezada a la creación de un Estado moderno. Contrapuesta a esta libertad, se afirmó la de actuar sobre lo que debería ser: es la Utopía de Tomás Moro, calificada, a su vez, por la práctica política de nuestro siglo, que ha querido imponer la felicidad ciudadana por métodos violentos o sublimados.
Una tercera libertad renacentista nos invita, con una sonrisa, a considerar lo que puede ser. Es la sonrisa de Erasmo de Rotterdam y de ella se desprende una vasta progenie literaria, empezando por la influencia de Erasmo en España y sobre Cervantes, cuyas figuras, Quijote y Sancho, representan las dos maneras del erasmismo: creer y dudar, universalizar y particularizar; la ilusión de las apariencias, la dualidad de toda verdad y el elogio de la locura. Será el gran antecedente de la obra de Julio Cortázar.
Moriae encomium: el elogio de la locura es el elogio de Moro, el amigo de Erasmo; es el elogio irónico de Utopía, y de Topía también, pues ambas —el deber ser y el ser— se someten a la crítica de la razón; pero la razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica. Erasmo propone esta operación relativa en el cruce de dos épocas de absolutos. Critica el absoluto medieval de la Fe. Pero también el absoluto humanista de la Razón. La locura de Erasmo se instala en el corazón de la Fe y en el de la Razón, advirtiéndoles a ambas: si la Razón ha de ser razonable, requiere un complemento crítico, lo que Erasmo llama el elogio de la locura, para no caer en el dogmatismo que corrompió a la Fe. Locura para los absolutos de la Fe o de la Razón, la ironía la convierte en cuestionamiento del hombre por el hombre y de la razón por la razón. Relativizado por la locura crítica e irónica, el hombre se libera en la fatalidad dogmática de la Fe, pero no se convierte en el dueño absoluto de la Razón.
Políticamente, el pensamiento de Erasmo se tradujo en un llamado al reformismo razonable, desde dentro de la sociedad y de la Iglesia cristianas. Pues el sabio de Rotterdam no sólo dirigió su mensaje a la iglesia romana, sino a la cultura ética de la cristiandad, al Estado católico y a su violencia. Su enorme influencia en la España de la iniciación imperial, en la corte del joven Carlos V, la atestigua el propio secretario del emperador, Alfonso de Valdés, discípulo de Erasmo, quien hace un llamado a la coincidencia entre la fe y la práctica. No es posible que la cristiandad proclame una fe y practique cuanto la niega. Si esta contradicción no se puede superar, dice Valdés, más vale abandonar de una vez la fe y convertirse al islamismo o a la animalidad.
Decir esto en el momento en que España inauguraba su inmenso imperio de ultramar mediante la conquista de culturas diferentes, después de expulsar a los judíos y derrotar a los moros, importaba bastante. Decirlo cuando el poder monárquico se congelaba en estructuras verticales, marcadas por la intolerancia de la Iglesia y del Estado, era, más que importante, intolerable. La Iglesia católica y el Estado español no iban a aceptar ninguna teoría de la doble verdad: sólo la unidad ortodoxa; ninguna reforma desde dentro: sólo la contrarreforma militante; ninguna fe razonable: la Inquisición; y ninguna razón irónica: el Santo Oficio.
La popularidad de Erasmo en la España de los Austrias fue sustituida gradualmente por sospecha primero, prohibición en seguida y, al cabo, silencio. Pero, por lo que hace al Nuevo Mundo, este proceso se retrasó mucho en relación con la popularidad del escritor en tierras de América. De las Antillas a México y al Río de la Plata, Erasmo fue prohibido, pero leído, nos informa Marcel Bataillon en Erasmo y España. La prohibición misma revela, añade el historiador francés, hasta qué grado sus obras eran estimadas y preservadas celosamente contra la Inquisición. Importaban.
Erasmo fue introducido a la cultura de las Américas por hombres como Diego Méndez de Segura, el principal escribano de la expedición de Cristóbal Colón, quien al morir en 1536 en Santo Domingo, le dejó a sus hijos diez libros, cinco de ellos escritos por Erasmo; por Cristóbal de Pedraza, cantor de la catedral de México y futuro obispo de Honduras, quien introdujo a Erasmo en la Nueva España; y por nadie menos que Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, cuyo inventario de propiedades, de 1538, incluye «un libro por Erasmo, mediano, guarnecido de cuero». Bataillon, en la parte final de su libro, da un catálogo completo y seductor de la presencia de Erasmo en América.
Erasmo importaba tanto, que hasta podemos decir que su espíritu, el espíritu de la ironía, del pluralismo y del relativismo, ha sobrevivido como uno de los valores más exigentes, aunque políticamente menos cumplidos, de la civilización iberoamericana. Si el gobernador Pedro de Mendoza ya estaba leyendo a Erasmo en Buenos Aires en 1538, es obvio que, en la misma ciudad, Julio Cortázar lo leía cuatro siglos después.
La edad de oro


La disolución de la unidad medieval por el fin del geocentrismo y el descubrimiento del Nuevo Mundo da origen a las respuestas de Maquiavelo, Moro y Erasmo: Esto es. Esto debe ser. Esto puede ser. Pero esas respuestas del tiempo europeo son contestaciones a preguntas sobre el espacio americano. No hay sindéresis real. Como el Nuevo Mundo carece de tiempo, carece de historia. Son respuestas a una interrogante sobre la naturaleza del espacio del Nuevo Mundo y transforman a éste en Utopía. De allí su contrasentido, pues Utopía, por definición, es el lugar imposible: el lugar que no es. Y sin embargo, aunque no hay tal lugar, la historia de América se empeña en creer que no hay otro lugar. Este conflicto territorial, histórico, moral, intelectual, artístico, aún no termina.
La invención de América es la invención de Utopía: Europa desea una utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo, destruirla.
Para el europeo del siglo XVI, el Nuevo Mundo representaba la posibilidad de regeneración del Viejo Mundo. Erasmo y Montaigne, Vives y Moro anuncian el siglo de las guerras religiosas, uno de los más sangrientos de la historia europea, y le contraponen una utopía que finalmente, contradictoriamente, tiene un lugar: América, el espacio del buen salvaje y de la edad de oro.
En el espacio, las cosas están aquí o allá. Resulta que la edad de oro y el buen salvaje están allá: en otra parte: en el Nuevo Mundo. Colón le describe un paraíso terrestre a la reina Isabel la Católica en sus cartas. Utopía es objeto de una confirmación y, enseguida, de una destrucción. Si estos aborígenes encontrados por Colón en las Antillas son tan dóciles y están en armonía con las cosas naturales, ¿por qué se siente obligado el Almirante a esclavizarlos y mandarlos a España cargados de cadenas?
Estos hechos llevan a Colón a presentar la edad de oro no como una sociedad ideal, sino como el lugar del oro: no un tiempo feliz sino, literalmente, un espacio dorado, una fuente de riqueza inagotable. Colón insiste en la abundancia de maderas, perlas, oro. El Nuevo Mundo sólo es naturaleza: es una u-topía a-histórica, idealmente deshabitada o, a la postre, deshabitada por el genocidio y rehabitable mediante la colonización europea. La civilización o la humanidad no están presentes en ella.
Pero Colón cree, después de todo, que ha encontrado un mundo antiguo: los imperios de Catay y Cipango: China y Japón. Américo Vespucio, en cambio, es el primer europeo que dice que éste es, en verdad, un Mundo Nuevo: merecemos su nombre. Es Vespucio quien, firmemente, hunde la raíz utópica en América. Utopía es una sociedad, los habitantes de Utopía viven en comunidad armónica y desprecian el oro: «Los pueblos viven con arreglo a la naturaleza y mejor los llamaríamos epicúreos que estoicos… No tienen propiedad alguna sino que todas son comunes». Como no tienen propiedad, no necesitan gobierno: «Viven sin rey y sin ninguna clase de soberanía y cada uno es su propio dueño».
Todo esto impresiona mucho a los lectores contemporáneos de Colón y Vespucio, explica Gerbi, pues ellos sabían que Cristóbal era un gitano afiebrado, oriundo de Génova, puerto de mala fama, codicia visionaria, pasiones prácticas y testarudas; en tanto que Américo era un florentino escéptico y frío.
De tal suerte que cuando este hombre tan cool le dice a sus lectores que el Nuevo Mundo es nuevo, no sólo en su lugar, sino en su materia: plantas, frutas, bestias y pájaros; que es en verdad el paraíso terrestre, los europeos están dispuestos a creerlo, pues este Vespucio es como Santo Tomás. No cree sino lo que ve y lo que ve es que Utopía existe y que él ha estado allí, testigo de esa «edad de oro y su estado feliz» (l’età dell’oro e suo stato felice) cantada por Dante, donde «siempre es primavera, y las frutas abundan» (qui primavera è sempre, ed ogni frutto). América, pues, no fue descubierta: fue inventada. Todo descubrimiento es un deseo, y todo deseo, una necesidad. Inventamos lo que descubrimos; descubrimos lo que imaginamos. Nuestra recompensa es el asombro.
Lo real maravilloso


De Durero a Henry Moore, pasando por Shakespeare y Vivaldi, el Aduanero Rousseau y Antonin Artaud, América ha sido imaginada por Europa, tanto como Europa ha sido imaginada por América.
Esta imaginación, en sus inicios, cobra un carácter fantástico.
Si lo fantástico es un duelo con el miedo, la imaginación es la primera exorcista del terror de lo desconocido. La fantasía europea de América opera mediante fabulosos bestiarios de Indias, en los que el Mar Caribe y el Golfo de México aparecen como los hábitat de sirenas vistas por el mismísimo Colón el 9 de enero de 1493 «que salieron bien alto de la mar», aunque, admite el Almirante, «no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara».
En cambio, Gil González, explorador del istmo panameño, se topa allí, en una anchura de mar oscuro, con «peces que cantaban con armonía, como cuentan de las sirenas, y que adormecen del mismo modo». Y Diego de Rosales ve «una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos y crines largas, rubias y sueltas. Traía en los brazos a un niño. Y al tiempo de zambullir notaron que tenía cola y espaldas de pescado».
Acaso, con febril imaginación, los navegantes del Caribe y el Golfo no vieron sirenas sino ballenas, pues a éstas les atribuyeron, como escribe Fernández de Oviedo «dos tetas en los pechos [menos mal] e así pare los hijos y los cría».
Más problemática es la configuración del llamado peje tiburón de estas costas, descrito por Fernández de Oviedo con precisión anatómica: «Muchos destos tiburones he visto —escribe en su Sumario de la natural historia de las Indias— que tienen el miembro viril o generativo doblado». «Quiero decir —añade Oviedo— que cada tiburón tiene dos vergas… cada una tan larga como desde el codo de un hombre grande a la punta mayor del dedo de la mano». «Yo no sé —admite con discreción el cronista— si en el uso dellas las ejercita ambas juntas… o cada una por sí, o en tiempos diversos».
Por mi parte, yo no sé si envidiar o compadecer a estos tiburones del Golfo y el Caribe, pero sí recuerdo con el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara que por fortuna estas bestias sólo paren una vez en toda su vida, lo cual parecería contraponer la existencia del órgano y su función —abundante una, parca la otra…
Las cartas de Pedro Mártir de Anglería sobre los asombrosos bestiarios del mar americano fueron objeto de burlas en la Roma pontificia, hasta que el arzobispo de Cosenza y legado pontificio de España, de nombre —otra vez, asómbrense ustedes— Juan Rulfo, confirmó las historias de Pedro Mártir y ensanchó el campo de lo real maravilloso del Golfo y el Caribe para incluir el peje vihuela capaz de hundir, con su fortísimo cuerno, a un navío; el cocuyo a cuya luz los naturales «hilan, tejen, cosen, pintan, bailan y hacen otras cosas las noches». Son linternas de las costas…
Los alcatraces que cubren el aire en busca de sardinas. Las auras o zopilotes que vio Colón en la costa de Veragua, «aves hediondas y abominables» que caen sobre los soldados muertos y que son «tormento intolerable a los de la tierra». Es la noche de la iguana, que Cieza de León no sabe «si es carne o pescado», pero que de pequeña cruza las aguas ligera y por encimita, pero de vieja, se desplaza lentamente por el fondo de las lagunas.
Las maravillas se acumulan. Tortugas de concha tan grande que podían cubrir una casa. Hicoteas fecundas depositando en las arenas de nuestros mares nidadas de mil huevos. Playas de perlas «tan negras como azabache, e otras leonadas, e otras muy amarillas e resplandescientes como oro», escribe Fernández de Oviedo. Y la mítica salamandra, ardiendo en sí misma pero tan fría, dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, «que pasando por las ascuas las mata como si fuere puro yelo».
No tardarían estos portentos del mar y las costas del descubrimiento en cobrar cuerpo como maravillas de la civilización humana, maravillosamente descritas por Bernal Díaz del Castillo al entrar, con la hueste de Hernán Cortés, a la capital azteca, México-Tenochtitlan:
«Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha [que] iba a México y nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y encantamientos que cuentan en el libro de Amadís… y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños».
El primer novelista


Digo que es nuestro primer novelista y lo digo con todas las reservas del caso. ¿No es el libro de Bernal una «crónica verdadera», un relato de sucesos realmente acaecidos entre 1519 y 1521? Pero es, a su vez, el relato de algo acontecido a cuarenta y siete años de que Bernal, ciego, de edad ochenta y cuatro, escribiendo desde Guatemala y olvidado de todos, decide que nada se olvide de lo que ocurrió medio siglo antes: «Agora que estoy escribiendo se me presenta todo delante de los ojos como si ayer fuera cuando esto pasó».
Sí, sólo que no pasó ni ayer ni hoy sino en otro país: el de la memoria, el país inevitable del novelista, la memoria, que por más veraz que quisiera ser, sabe que no pasará del mero listado de fechas y hechos si no le da alas la imaginación. Sobre todo, cuando lo que los ojos han visto en la realidad histórica es comparable a lo que los cronistas de Indias han visto en la fabulación del Nuevo Mundo: «Ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas, como veíamos».
Bernal reúne, como lo ha visto el penetrante crítico del pasado literario de España, Francisco Rico, «la singular convivencia de naturalidad y pasmo».
«Ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas, como veíamos», escribe Bernal, dándole carta de crédito a la imaginación fabulosa de Fernández de Oviedo y Pedro Mártir. Pero éstos, los fabuladores, ¿no anticiparon acaso, con su imaginación propia, la visión de Anáhuac de Bernal Díaz del Castillo?
Vean ustedes cómo nuestras ficciones cobran simultáneamente carta de naturalización fantástica y sueño de imaginación comprobada.
¿Qué hay en el fondo de esta aparente contradicción?
¿Se trata más bien de una andadera complementaria?
No. Detrás de cada sirena y de cada hicotea, como detrás de cada batalla de armas y conquista imperial, hay una paradoja de civilización: un país agotado llama Conquista al acto final de siete siglos de Reconquista. Es la lanzada final del Cid Campeador, ya no contra el moro, sino contra el azteca, el inca y el araucano.
Cuando era un joven estudiante, solía caminar cada mañana al cuarto para las ocho a través del Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México, mi aterradora y maravillosa ciudad. El taxi colectivo me llevaba de casa, cerca del Paseo de la Reforma, a la esquina de la Avenida Madero donde se encuentra el Hotel Majestic. Luego caminaba por la anchura de la plaza hasta un pequeño barrio colonial que llevaba a la Escuela de Leyes de la Universidad Nacional, en la calle de San Ildefonso.
Todos los días, al cruzar el Zócalo, otra escena violenta, cruzaba al vuelo ante mi mirada. Podía ver, al sur, a hombres y mujeres en maxtles y huipiles blancos viajando en piraguas que fluían sobre un oscuro canal. Al norte había una esquina donde la piedra se rompía en formas de flechas llameantes y calaveras rojas y mariposas quietas; al oeste, un muro de serpientes bajo los techos gemelos de los templos de la lluvia y del fuego. Al este, otro muro de calaveras.
Ambas imágenes, la de la antigua ciudad y la de la urbe moderna, se disolvían una y otra vez ante mis ojos.
En 1521, el conquistador Hernán Cortés arrasó con la ciudad azteca —una Venecia india—, y sobre sus ruinas levantó la capital del Virreinato de la Nueva España, después capital de la República Mexicana. En el lugar del templo del dios de la guerra, Huitzilopochtli, se construyó el palacio virreinal. Las casas de los conquistadores se ubicaron sobre el antiguo sitial de las serpientes y la gran Catedral —la mayor de Latinoamérica—, sobre el antiguo palacio del emperador Moctezuma, un palacio con patios llenos de aves y bestias, con cámaras de albinos, jorobados y enanos, y habitaciones llenas de plata y oro.
Mientras caminaba sobre la enorme plaza de piedra rota, sabía que mis pies pisaban sobre el patio de una civilización. Sabía que todas estas cosas que yo imaginaba habían existido ahí y ya no estaban. Caminaba sobre las cenizas de la ciudad capital de Tenochtitlan, desaparecida para siempre.
Mi admiración no era menos tangible que el pasmo que podemos imaginar del cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, quien comienza por decirnos, al entrar él y sus compañeros a la capital azteca en 1519: «Nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… y algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños».
Historia y ficción: un pueblo, escribió el historiador francés Jules Michelet, tiene derecho de soñar en su futuro.
Yo agregaría que tiene el derecho de soñar en su pasado.
Todos estamos en la historia porque los tiempos de los hombres y mujeres todavía no concluyen. Todavía no hemos dicho nuestra última palabra.
Es una cuestión de la más alta importancia política e histórica: ¿qué es lo que recordamos, qué es lo que olvidamos, de qué somos responsables, a quién tenemos que rendir cuentas?
Mas, finalmente, no es una cuestión sujeta a valoraciones meramente políticas. Es parte de la dinámica de la cultura, así como el artista se atreve a imaginar el pasado y a recordar el futuro, dando una versión más plena de la realidad que la de las controversias políticas, las rutinarias estadísticas o la neutralidad factual.
Recordar el futuro. Imaginar el pasado.
Éste es un modo de decir que, ya que el pasado es irreversible y el futuro incierto, los hombres y mujeres se quedan sólo con el escenario del ahora si quieren representar el pasado y el futuro.
El pasado humano se llama Memoria. El futuro humano se llama Deseo. Ambos confluyen en el presente, donde recordamos, donde anhelamos.
William Faulkner, uno de los creadores de la memoria colectiva de las Américas, hace decir a uno de sus personajes: «Todo es presente, ¿entiendes? El ayer sólo terminará mañana y el mañana comenzó hace diez mil años». Y en Cien años de soledad, los habitantes de Macondo inventan el mundo, aprenden cosas y las olvidan, y son forzados a volver a nombrar, a volver a escribir, a volver a evocar: para Gabriel García Márquez la memoria no es espontánea o gratuita o legitimadora; es un acto de supervivencia creativa. Debemos imaginar el pasado para que el futuro, cuando llegue, también pueda ser recordado, evitando así la muerte de los eternamente olvidados.
A la memoria compartida de los escritores de las Américas, permitan que agregue el nombre del cronista español de la épica de la conquista del Imperio Azteca, Bernal Díaz del Castillo; reclamo compartir su memoria y compartir la imaginación en la creación de las Américas, con su poderoso despliegue de valor, sueño, desengaño, fatalidad y empeño, sentido de los límites, quebradas ambiciones, cosmogonías pulverizadas y, surgiendo de entre las ruinas, el perfil de una nueva civilización.
Bernal Díaz del Castillo nació en Medina del Campo, Valladolid, en 1495 —tres años después del primer viaje de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo—. Llegó a América en 1514, y en 1519 se unió a la expedición de Hernán Cortés de Cuba a México.
Después de la Conquista fue a residir a Guatemala, donde escribió su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, concebida como una respuesta al historiador Antonio López de Gómara, quien exaltó la figura del conquistador Hernán Cortés, a expensas de los soldados comunes.
Bernal terminó de escribir su Historia en 1568, cuando tenía setenta y tres años de edad, y cuarenta y siete años después de los sucesos. Envió su manuscrito a España, donde fue publicado hasta 1632 —ciento once años después de los hechos.
Pero antes, en 1580, Bernal, ciego y acabado, murió en Guatemala a la edad de ochenta y cuatro años y no pudo supervisar la edición incompleta de su libro, el que finalmente apareció en su versión completa en 1904, en Guatemala.
Pero en 1519, cuando desembarcó con Cortés en México, Bernal tenía sólo veinticuatro años de edad. Tenía un pie en Europa y otro en América. Llena el dramático vacío entre los dos mundos de un modo literario y singularmente moderno.
En efecto, hace lo que Marcel Proust hizo en su búsqueda del tiempo perdido. Sólo que en lugar de magdalenas mojadas en té, los resortes de la memoria en Bernal eran los guerreros, el número de sus corceles, la lista de sus batallas:
«Digo que haré esta relación… quiénes fueron los capitanes y soldados que conquistamos y poblamos [estas tierras]… y quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron». Y así lo hace soldado por soldado. Caballo por caballo.
«Pasó un Martín López; fue muy buen soldado…»
«Y pasó un Ojeda… y quebráronle un ojo en lo de México…»
«Y un fulano de la Serna… tenía una cuchillada por la cara que le dieron en la guerra; no me acuerdo qué se hizo de él.»
«Y pasó un fulano Morón, gran músico…»
«Y pasaron dos hermanos que se decían Carmonas, naturales de Jerez; murieron de sus muertes.»
Éste es un mundo que había desaparecido cuando Bernal escribió sobre él. Está en busca del tiempo perdido: es nuestro primer novelista.
Y el tiempo perdido es, como en Proust, un tiempo que uno puede recuperar sólo como un minuto liberado de la sucesión del tiempo.
Lo que ocurre con Bernal es que en su libro es el poeta épico mismo quien se convierte en el buscador del instante perdido.
Bernal, como Proust, ya ha vivido lo que está a punto de contar, pero debe darnos la impresión de que lo que cuenta está sucediendo mientras es escrito y leído: la vida fue vivida, pero el libro debe ser descubierto.
Llegamos con Bernal, en el amanecer de la memoria compartida de las Américas, a un nuevo modo de vivir: de volver a vivir, ciertamente, pero también de vivir, por vez primera, la experiencia recordada como la experiencia escrita.
Al desplegarse el relato, la voluntad épica titubea. Pero una épica vacilante ya no es una épica: es una novela. Y una novela es algo contradictorio y ambiguo. Es la mensajera de la noticia de que en verdad ya no sabemos quiénes somos, de dónde venimos o cuál es nuestro lugar en el mundo. Es la mensajera de la libertad al precio de la inseguridad. Es una reflexión sobre el precio que se paga por el progreso material a costa de perder nuestras premisas fundamentales y nuestras raíces filosóficas: es el precio de Prometeo. Don Quijote será la mayor contribución española a este drama de la modernidad, pero Bernal Díaz lo prefigura con su épica quebrada. ¿Qué quiero decir con épica quebrada, con crónica vacilante?
Paseando por el Zócalo


Yo, descendiente de España y de México, caminé sobre las ruinas ocultas de la capital de Moctezuma y mi asombro ante lo que podía imaginar en el siglo veinte no fue menor que aquel de Bernal Díaz del Castillo, el cronista de la conquista, en el siglo dieciséis. No menor, tampoco, es el titubeo de mi pluma. Pues en medio de una de las mayores aventuras épicas de todos los tiempos, el soldado español Bernal Díaz podía decir que no sabía o siquiera imaginaba que podría escribir realmente sobre tantas cosas «nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos».
Este sentimiento de pasmo seguido de un sentimiento de humildad en la descripción literaria del sueño se resuelve finalmente en la obligación de destruir el sueño, de transformarlo en una pesadilla. Bernal Díaz escribe con admiración, con auténtico amor, sobre la nobleza y la belleza de muchos de los aspectos del mundo indígena. Su descripción del gran mercado de Tlatelolco, del palacio del emperador, del encuentro entre Cortés y Moctezuma, está entre los pasajes más emotivos de la literatura.
Pero la épica de Bernal también está llena de rumores distantes de tambores y muerte, de antorchas y sacrificios secretos: «sangre y humo». Un tono de constante amenaza, de inminente desastre y de temor de que el valiente batallón de menos de cincuenta mil guerreros, anulado su retiro por la decisión de barrenar las naves, pudiese ser arrasado por el poder superior de los ejércitos aztecas en cualquier momento. Aun así la ciudad cae en manos de los españoles en 1521 y sus habitantes lamentan la muerte del guerrero, la sangre del niño, la marca con fuego de la mujer y la caída del Imperio; el conquistador, el destructor, se une a sus víctimas en la gran elegía, dice Bernal, por todo lo «derribado, desperdigado y perdido para siempre».
No es usual entre los cronistas épicos de la Edad Media ni del Renacimiento (en verdad, Simone Weil diría, es inusual en cualquier poeta épico desde Homero) amar lo que está obligado a destruir. Pero Bernal se acerca mucho a su paradigma. De cara a él, su libro es una crónica épica de acontecimientos. Está escribiendo sobre una página gloriosa de la historia y sobre un grupo de hombres correosos amoldados a su conciencia individual y a sus medios y fines políticos. Están aquí para lograr los fines de la Providencia, la salvación de los paganos y, con menor ímpetu, para extender el poder de la Corona española. De esta manera, todas las principales corrientes que conducen a los hombres de España al Nuevo Mundo están ahí: la individualista ambición militante, el ejército cruzado, la Iglesia militante y la Corona militante también.
Esta integridad entre el relato contado y la conciencia detrás del contar es común al tema épico. Pero Bernal, al escribir la primera épica europea del Nuevo Mundo, introduce una novedad en la voz épica, quizá porque en realidad describe la novedad misma, un Nuevo Mundo, mientras que la épica, de acuerdo tanto con el filósofo español José Ortega y Gasset como con el crítico ruso Mijail Bajtin, sólo se ocupa de lo que ya es conocido.
Permitan que demore un momento en el problema genérico que afecta la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, ya que estoy convencido de que toda gran obra literaria, como la de Bernal, contiene no sólo un diálogo con el mundo, sino también consigo misma.
La mayoría de los teóricos literarios oponen la épica a la novela. Veamos qué tienen que decir para colocar la épica de Bernal en su lugar adecuado, en el amanecer del Nuevo Mundo.
Para José Ortega y Gasset, la novela y la épica son «exactamente lo contrario». La épica se aboca al pasado como tal. La épica nos habla de un mundo que fue y ha concluido: el pasado épico huye del presente.
El poeta épico, dice Ortega, sólo habla de lo que ya ha terminado, de lo que su público ya conoce: «Homero —escribe— no pretende contarnos nada nuevo. Lo que sabe, los oyentes ya lo saben, y Homero sabe que lo saben». Esto es: en el momento en que aparece el poema épico, éste cuenta un relato bien conocido, aceptado y celebrado por todos.
La novela, por el contrario, es la operación literaria basada en la novedad, como indica Mijail Bajtin. La épica, escribe el crítico ruso, se finca en una visión unificada y única del mundo, obligatoria e indudablemente verdadera para los héroes, el autor y el auditorio. Junto con Ortega, Bajtin piensa que la épica trata con las categorías e implicaciones de un pasado terminado, de un mundo comprendido (o comprensible).
Pero si la épica es algo concluido, la novela es algo inconcluso: «refleja las tendencias de un nuevo mundo que todavía está haciéndose», explica Bajtin. La unidad épica del mundo es hecha añicos por la historia y la novela aparece para tomar su lugar.
Hegel le dio a la épica otro lugar en el discurso literario: el de hacer añicos, precisamente el mundo precedente, el mundo del mito. Para Hegel, la épica era un acto humano desestabilizador que trastornaba la tranquilidad de la existencia en su mítica integridad. Una especie de dinámica que nos arranca de nuestro hogar mítico y nos manda a la guerra de Troya y a los viajes de Ulises: el accidente que hiere la esencia.
Por su parte, la gran filósofa judeocristiana, la francesa Simone Weil, atribuye a la épica homérica exactamente lo contrario de lo que Ortega le concede. Para Weil, La Ilíada es un movimiento inconcluso, cuyo mensaje moral está en espera de cumplirse en nuestro propio tiempo. La Ilíada no es un poema pasado, sino un poema por venir, cuando probemos ser capaces, dice Weil, de aprender la lección de la Grecia homérica: «Cómo no admirar nunca el poder, ni odiar al enemigo, ni despreciar a los que sufren».
Creo que Bernal pertenece más a este movimiento épico, o épica-en-movimiento descrita por Hegel y Simone Weil, que a la épica conclusa evocada por Ortega y Bajtin. Pero si aceptamos las premisas del filósofo español o del crítico ruso, Bernal también escribe una novela que es una novedad en relación con la épica previa, la de los romances medievales de caballerías.
Permitan que me exprese como lo haría un católico y diga que quizá Bernal escribe una novela épica con tanto movimiento y novedad como la épica según Hegel y Weil, y con tanta novedad y dinamismo como la novela según Bajtin y Ortega.
De cualquier modo, la gran crónica popular de Bernal Díaz del Castillo, como toda gran literatura, transforma los hechos del pasado y los rememora en un suceso continuo que está siendo leído en el futuro —el futuro en relación tanto con los acontecimientos narrados como con la escritura de esos acontecimientos por el autor—, pero que realmente tiene lugar en el presente, donde tanto la obra literaria y el lector siempre, y finalmente, se encuentran.
Primero, mientras escribe la respuesta a la biografía de Cortés por Gómara, Bernal niega que la conquista haya sido una épica individual, sino más bien una empresa colectiva actuada por la clase media naciente a la que él, y Cortés, pertenecían. Bernal no menosprecia a Cortés, a quien admira enormemente. Pero lanza un alegato contra el culto a la personalidad del conquistador en favor de los soldados de a pie, los de caballería, los escopeteros: los quinientos camaradas que obliteraron su retirada y cruzaron el Rubicón hacia el desconocido imperio de los aztecas y su rumor de muerte y sacrificio. Ésta es la épica colectiva no de los grandes héroes, reyes y caballeros, sino de los hombres humildes que delinearon su propio destino: los pueblos como actores de la historia: un presagio de la interpretación que Michelet haría de la Revolución Francesa como el tránsito de «todo un pueblo» del silencio a la voz.
Pero, en segundo lugar, esta crónica no es un registro de los acontecimientos en el momento en que ocurren, sino bajo la perspectiva de cincuenta años y de la vejez. Bernal, ahora residente en Guatemala, rompe su largo silencio con el fin de hacer justicia a los soldados de la conquista. No tiene pretensiones literarias: escribe su libro para sus hijos y nietos y, en verdad, lo lega como una especie de herencia. No vivió para ver su obra impresa. Pero a la edad de ochenta y cuatro años, cuando murió, estaba satisfecho al considerarla como la única fortuna que pudo transferir a su familia. Esta perspectiva le da al libro una extraña nota melancólica: un lamento por el tiempo perdido, la juventud; un recordatorio vibrante y triste de la promesa inmaculada de recompensar el valor personal.
Bajo el signo del romance épico —el libro está lleno de referencias al paladín Rolando, a Amadís de Gaula, a los libros de caballerías—, la obra de Bernal ha sido escrita de manera tan comprehensiva y moralmente armónica como el poema épico. Todo será incluido en letanías impresionantes: soldados, caballos, batallas, vendimias en el mercado. Aun así se saldrá por la tangente y abreviará el relato mientras se aproxima a una estrategia novelística más moderna: «Pero no gastaré más tiempo en el tema de los ídolos» dice, o… «Dejemos el asunto del tesoro», o «Dejémosle ir —al intérprete Melchor—, y mala suerte la suya, y volvamos a nuestra historia».
La conformidad de Bernal con los ideales de la fe cristiana nunca estuvo en duda, ni su lealtad a la Corona de España. No obstante es capaz de algunas notas discordantes, si no heréticas, ciertamente cargadas de ironía. Gómara había dicho que la batalla en la sabana de Tabasco había sido ganada por el arribo material de los apóstoles Santiago y San Pedro. Pero Bernal escribe que «yo, como pecador, no era digno de verlos».
Lo que sí ve son las grandes hazañas de Cortés y su regimiento, y su genio narrativo consiste en emplear los poderes de la memoria para evocarlas mientras preserva su frescor para nosotros. La novedad y el asombro son las premisas de su escritura: «nos maravillamos», «un lugar maravilloso», «obra muy maravillosa»: «y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos». Pero la memoria es el receptáculo que recupera el alud de maravillas: los sucesos parecen estar sucediendo porque la memoria está en el suceder: «He leído la memoria atrás dicha de todos los capitanes y soldados… Pero más tarde, en su lugar y sazón, diré los nombres de todos aquellos que tomaron parte en esta expedición, tanto como pueda recordarlos».
La memoria de Bernal es el moderno recuerdo del novelista. Está marcada por cinco rasgos profundamente novelísticos:
1) Amor por la caracterización: Bernal nos hará saber que se está refiriendo a un Rojas, no a Rojas el rico; a Juan de Nájera, no al sordo que jugaba pelota en México. Son individuos concretos, no guerreros alegóricos. Sus figuras son a veces tan excéntricas como cualquiera de Shakespeare o Melville. He ahí al lunático Cervantes, el Loco que precede y avisa al desfile de soldados. He ahí al Astrólogo, Juan Millán, el viejo chiflado y adivino de la expedición.
2) Amor por el detalle que desacraliza las figuras épicas: Cortés pierde una alpargata en Champotón y cae en el lodo con un pie descalzo para su gran batalla en México: Moctezuma y Cortés juegan a los dados para matar el tiempo en la ciudad de México, y el emperador acusa al bravo capitán Pedro de Alvarado de hacer trampa.
3) Amor por la murmuración. Sin la cual, sin lugar a dudas, no habría novela moderna y ni siquiera épica narrativa: desde la violación de Helena de Troya hasta el secuestro de Albertina, desde Homero hasta Proust, Defoe, Dickens o Stendhal, todos, en este sentido, son chismosos de oficio. Bernal no fue la excepción. Nos informa que Cortés se había recién casado en Cuba con una mujer llamada La Marcaida; se decía que se habían casado por amor; pero aquellos que lo han visto de cerca «tienen mucho que decir sobre ese matrimonio». Así que Bernal, habiendo sembrado la semilla del rumor con tanta sutileza como Henry James, se escabulle de «este tema delicado».
4) Hay grandes retratos sociales, retratos sociales críticos. Bernal es especialmente receptivo al describir la tradición española —y luego latinoamericana— del hidalgo, el caballero, literalmente, el hijo-de-algo. Bernal Díaz pinta un extraordinario retrato de Cortés en la isla de Cuba donde, tan pronto como es nombrado general, comienza «a pulir y ataviar su persona mucho más que antes». Usa «un penacho de plumas, con su medalla y una cadena de oro, y una ropa de terciopelo, sembradas por ella unas lazadas de oro». Aun así, este espléndido hidalgo «para hacer estos gastos que he dicho, no tenía de qué, porque en aquella sazón estaba muy adeudado y pobre». Lujos, juegos, prodigalidad: de la deuda de la Armada española a la deuda del FMI, la generosidad dispendiosa de los clanes patrimonialistas de América Latina y sus ambiciones señoriales son ya perfiladas por Bernal en la figura de Cortés y de los conquistadores.
Pero éstos, en el caso de Hernán Cortés —y he aquí nuestro quinto rasgo narrativo—, son sólo signos externos de un amor profundo por 5) La teatralidad y la intriga que se volvieron fundamentales para lograr sus propósitos políticos. Cortés impresiona a los enviados de Moctezuma con el recurso casi cinematográfico de las cabalgatas sobre la playa con la marea baja ante gente que nunca antes había visto caballos: «Un caballo —escribe el poeta sueco Artur Lundkvist como si estuviese describiendo los corceles de los conquistadores tal como los pintó en un mural José Clemente Orozco—, un caballo: esa poderosa criatura con fuego en el vientre y relámpago en los cascos; con un oscuro torrente de sangre pesada, poderosa, como una catarata contenida». Imaginen ver a estas bestias por primera vez; sólo la magia y el mito podían explicar, ante los ojos de los indios, tal aparición. Cortés adora la duplicidad, emplea a dobles y descubre la farsa de los dobles que Moctezuma envía en su propio lugar. Cortés seduce, asombra y atemoriza a los enemigos potenciales; hace que los caballos huelan a sus yeguas y que cañones furiosos escupan fuego a determinadas horas con propósitos teatrales. Pero también escucha, aprende, oye las quejas, arresta a los recaudadores de impuestos, libera a los pueblos del tributo de Moctezuma y se ocupa de que las nuevas se difundan: los españoles han llegado a liberar a los pueblos indios sujetos a la tiranía de los aztecas. Cortés ha venido para llevar el peso del hombre blanco. De esta manera, la política maquiavélica transforma la novela de Bernal, que en sí misma es la transformación de la épica de Bernal, en la historia política de Bernal. Finalmente ésta es la historia de la colonización, del imperialismo, del genocidio y de la codicia.
Desde el instante en Zempoala cuando los españoles reciben sus primeros mil tamemes, o cargadores, al instante cuando los primeros indios son hechos esclavos y marcados con fuego, la violencia ocupa el lugar de la fascinación, y luego el lugar del pasmo es arrebatado por la ambición, la corrupción y la sombra del autoritarismo burocrático.
La descripción de la escaramuza por el oro de Moctezuma es un feo cuento de traición, sospecha y franco robo: los soldados de a pie no ven nada de esos botines.
Sin embargo, hay una sexta faceta de este cuento que deseo recordar: el drama de la voluntad contra el destino. La determinación contra el hado.
Moctezuma se rige por el destino. Cortés, por la voluntad. Ambos se encaran en una de las confrontaciones más dramáticas de la historia. Cortés es el gran personaje maquiavélico del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Maquiavelo, desde luego, nunca fue leído por Cortés. El Príncipe fue escrito en 1513, pero no fue publicado sino hasta 1532, póstumamente, y una vez que Cortés consumó la conquista de México cayó del favor real. No obstante, él es la mejor prueba viva del maquiavelismo, la figura del Príncipe que ha conquistado su propio poder estaba en el aire, representada en la esencial realidad de la afirmación del humanismo, y se estaba volviendo real no sólo en las figuras evocadas por Maquiavelo en la historia europea, sino, con coincidencias aún más dramáticas, en las figuras deslumbrantes, nunca antes vistas, de los conquistadores del Nuevo Mundo.
Maquiavelo es el hermano de los conquistadores.
Pues, ¿qué es El Príncipe, sino una alabanza de la voluntad y una negación de la providencia, un manual del hombre nuevo del Renacimiento que se prepara para convertirse en el nuevo estadista, liberado de las obligaciones excesivas para con una fortuna, herencia o noble cuna inciertos? El Príncipe gana su reino terrenal a través del derecho de conquista.
Fiel a su destino maquiavélico, Hernán Cortés encarna esta profunda ironía: toda su virtù, la fuerza de su brazo y la magnitud de su voluntad, no son suficientes para conquistar su fracaso secreto, su suerte, sus peligros, su providencia.
En esto se parece, finalmente, a su víctima, el emperador Moctezuma.
Moctezuma se rige por el destino. Al final es lapidado por su propio pueblo, en junio de 1521.
La gran voz


Moctezuma, el gran tlatoani de México, esto es, el Señor de la Gran Voz, el Dueño Absoluto de las Palabras, fue despojado de sus atributos por un europeo renacentista, la encarnación misma del espíritu maquiavélico, Hernán Cortés, y por una mujer que otorgó la lengua india a los españoles y la lengua española a los indios: Marina, la Malinche, princesa esclava, intérprete y amante de Cortés y, simbólicamente, madre del primer mestizo mexicano, el primer hijo de sangre tanto india como europea. Moctezuma dudó entre someterse a la fatalidad del regreso de Quetzalcóatl el día previsto por la profecía religiosa, o luchar contra estos hombres blancos y barbados montados en bestias de cuatro patas y armados con el trueno y el fuego.
Esta duda le costó la vida: su propio pueblo perdió la fe en él y lo apedreó hasta matarlo. Cuauhtémoc, el último rey, luchó por salvar a la nación azteca como centro de identificación y solidaridad con todos los pueblos mexicas.
Era demasiado tarde.
Cortés, el político maquiavélico, descubrió la secreta debilidad del imperio azteca: el pueblo sujeto a Moctezuma lo odiaba y se unía a los españoles contra el déspota azteca.
Se libraron de la tiranía azteca, pero adquirieron la tiranía española.
Tiempo perdido: escrita cinco décadas después de haber sucedido, Bernal ofrece una aventura perdurable; una memoria, una resurrección del reino perdido. Pero no es sólo una retrospectiva que le permite comprender la tristeza y la futilidad inherente a toda gloria humana. Es una visión más profunda que generalmente atribuimos a la gran ficción. En el libro de Bernal resuenan profecías de peligros y derrotas, pero ninguna es tan grande como el peligro y la derrota que llevamos en el propio corazón.
Esta sabiduría es proyectada implícitamente a las dos figuras principales del relato, el emperador indio y el conquistador español.
La autocracia vertical de Moctezuma fue sustituida por la autocracia vertical de los Habsburgo españoles. Somos descendientes de ambas verticalidades, y nuestras tercas luchas por la democracia son tanto más difíciles y, quizá, incluso admirables por ello.
La traducción española de El Príncipe de Maquiavelo fue publicada en 1552 y luego incluida en el Index de Libros Prohibidos —el Index Librorum Prohibitorum— por el cardenal Gaspar de Quiroga en 1584.
Pero antes, la Corona había ordenado, en marzo de 1527, que no se imprimiesen más las Cartas de Cortés al rey Carlos. Seis años después de consumada la conquista, el conquistador, quien había privado a Moctezuma, el gran tlatoani, de su voz, era a su vez condenado al silencio.
Y en 1553 otro decreto real prohibió exportar a las colonias americanas todas las historias de la conquista.
No gozamos de anuencia para conocernos a nosotros mismos, así que en lugar de historias tuvimos, al final, que escribir novelas.
La primera novela, cargada de rumores, de silencios, de vacilaciones y de ambigüedades que humanizan la certeza épica de la conquista imperial del mundo indígena por los españoles, fue escrita por Bernal Díaz del Castillo.
Su contemplación popular, colectiva, de los acontecimientos, nos dice, no obstante, una historia necesariamente individual, porque si el destino de Cortés representa el de los soldados españoles, el destino de los soldados españoles también representa el de Cortés. Todo esto junto lo contiene el libro de Bernal.
La tensión creciente en el libro es la de esas novelas donde el destino individual se entrecruza con el destino histórico.
Pero aún hay otra tensión en la crónica de Bernal, y es la que se instaura entre la promesa utópica del Nuevo Mundo, la certeza europea del paraíso redescubierto en América, y la destrucción de la utopía por la necesidad militar y política de los acontecimientos épicos.
Bernal nos brinda así una épica enamorada de su utopía, de su edad dorada, de su edén perdido, ahora destruido por el hierro y las botas de la épica misma.
Un enorme vacío hispanoamericano se abre entre la promesa utópica y la realidad épica:
Este vacío ha sido llenado de muchos modos, a través de las renovadas promesas utópicas, aunque con violencia aún mayor, como sucedió en la mayoría de los países indios recién conquistados; a través del barroco, un arte diseñado para llenar vacíos, y eso, en Latinoamérica, se convierte en un ingrediente esencial de lo que el escritor cubano José Lezama Lima llamó la contra-conquista: una absorción de las culturas europeas y africanas y el mantenimiento de las culturas indígenas que, encontradas y mezcladas, crean la cultura latinoamericana o la cultura indo-afro-iberoamericana.
Nombre, Memoria y Voz: cómo te llamas, quiénes fueron tu madre y tu padre, cuál es tu palabra, cómo hablas, quién habla por ti. Todas estas preguntas urgentes, actuales, del continente americano son formuladas tácita o expresamente por Bernal, y serán las preguntas de Rubén Darío y de Pablo Neruda, de Alejo Carpentier y de Juan Rulfo, de Gabriela Mistral y de Gabriel García Márquez.
Porque la conquista de México no sólo fue una batalla entre Hombres y Dioses, o entre Mito y Artillería. También fue un conflicto de voces: una lucha por el lenguaje.
El emperador Moctezuma, el Tlatoani, el de la Gran Voz, sólo escucha a los Dioses: es derrotado por los hombres.
Hernán Cortés, el Conquistador, sólo escucha las voces de los hombres: es derrotado por las instituciones, la Iglesia y la Corona.
Quizá la que en verdad rescata las voces de todos, los vencedores y los vencidos, los indios, europeos y mestizos, es una mujer:
Malintzin es su nombre indio, un nombre de aciaga fortuna. Nacida princesa, sus padres, temiendo las profecías acerca de su nacimiento, la cedieron como esclava a los caciques, los jefes indios de Tabasco, quienes a su vez la obsequiaron a Cortés como trofeo de guerra.
Marina es su nombre español, el que recibió al ser bautizada.
Pero la Malinche es su nombre mexicano, el nombre de la traidora que se entregó al conquistador, se convirtió en su amante pero también en su intérprete —mi lengua, la llamaba Cortés—, y gracias a sus palabras, a su conocimiento del universo indio, Cortés conquistó México.
Simbólicamente, ella da a luz al primer mexicano, el primer mestizo, Martín Cortés, quien ya, en la primera generación después de la conquista, se convierte en el protagonista, junto con su medio hermano, también llamado Martín, el hijo de Cortés y una noble española, del primer movimiento en ciernes hacia la independencia de México, pronto sofocado por la Corona española en 1567.
Una nueva realidad nació con la Malinche y su hijo mestizo, abandonados ambos por las aspiraciones políticas y sociales del padre, Hernán Cortés.
Su voz nos pone en el borde mismo de una comprensión más profunda de un suceso como el de la conquista ibérica del Nuevo Mundo:
Nos transforma a nosotros, los descendientes de los indios y europeos de las Américas, en testigos del hecho terrible de nuestra muerte e inmediata resurrección.
Antes nuestros ojos, en el presente, todos vivimos el hecho que nos dio a luz.
Somos los eternos testigos de nuestra propia creación.
Y nos repetimos infinitamente las preguntas de esa creación:
¿Cuál es nuestro lugar en el Mundo?
¿A quién debemos lealtad?
¿A nuestros padres españoles?
¿A nuestras madres aztecas, mayas, quechuas, araucanas?
¿A quién debemos hablarle ahora: a los antiguos dioses, o a los nuevos?
¿Qué lengua debemos hablar ahora, la de los conquistados o la de los conquistadores?
Bernal Díaz nos da las respuestas a estos dilemas por medio de su memoria épica traducida por una imaginación novelística.
Porque además del lenguaje del conquistado y del conquistador, Bernal le da palabras a un libro que canta su propia gestación, contemplándose y debatiéndose. Y en el centro de ese libro está su autor, Bernal, descubriendo, así como descubre las maravillas y los peligros del mundo, que él también se descubre a sí mismo. Y que en su propio ser oculta el verdadero enemigo: el yo enemigo, pero también el verdadero salvador: el yo amante, amatorio, el yo enamorado del mundo que describe.
Porque hay una hendidura en la coraza del guerrero cristiano contra los paganos aztecas, y a través de ella relumbra un corazón tristemente enamorado de sus enemigos.
Ésta es la fuente secreta de la ficción hispanoamericana de cara a los enigmas del mundo histórico. Bernal Díaz escribe un misterioso lamento por las oportunidades que perdieron los hombres de la España moderna bajo la forma de una épica atribulada —una novela esencial— en la cual el vencedor termina por amar a los vencidos y por reconocerse a sí mismo en ellos.
Otra voz, una nueva voz algunas veces oculta, silenciosa, insultante, amarga a veces, una voz vulnerable y amorosa a veces, que grita con la estridencia de un ser que demanda ser oído, ser visto y, así existir, repitiéndose incesantemente nuestra pregunta:
¿Quién habla?
¿A quién, a cuántos, pertenece la voz de Hispanoamérica? Éstas son las preguntas dirigidas al nombre, a la voz y a la memoria de las Américas.
Memoria y deseo


Describimos lo maravilloso, como hizo Bernal Díaz cuando llegó a la ciudad lacustre de los aztecas: «Que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños…». Nos fincamos en esta imaginación de América: este deseo por el Nuevo Mundo.
Pero todos los deseos tienen sus objetos y éstos, según Buñuel, son siempre oscuros, porque no sólo queremos poseer, sino transformar el objeto de nuestro deseo. No hay deseos inocentes; ni descubrimientos inmaculados; no hay viajero que, secretamente, no se arrepienta de dejar su tierra y no tema jamás regresar a su hogar.
El deseo nos arrastra con él porque no estamos solos; un deseo es la imitación de otro deseo que queremos compartir, poseerlo nosotros. El viaje, el descubrimiento, termina con la conquista: queremos el mundo para transformarlo.
Colón descubre en las islas la Edad Dorada de los nobles salvajes. Envía a éstos, encadenados, a España. Y el paraíso terrenal es incendiado, marcado y explotado. La melancolía de Bernal Díaz es la del peregrino que descubre la visión del paraíso y luego es forzado a matar lo que ama. El azoro se convierte en dolor, pero ambos se salvan por la memoria; ya no deseamos viajar, descubrir y conquistar: ahora recordamos para no volvernos locos y para evadir los insomnios.
La historia es la violencia que, como Macbeth, asesina el sueño. La gloria ofrece la muerte y, cuando es desenmascarada, aparece como la muerte misma. Bernal, el cronista, el escritor, sólo puede recordar: ahí, en su memoria, el descubrimiento permanece siempre maravilloso. El jardín está intacto, el fin es un nuevo comienzo y los estragos de la guerra coexisten con la aparición de un nuevo mundo, nacido de la catástrofe.
Recordar; volver. Entonces podemos percatarnos de que vivimos rodeados de mundos perdidos, de historias desaparecidas. Estos mundos y sus historias son nuestra responsabilidad: fueron hechos por hombres y por mujeres. No podemos olvidarlos sin condenarnos nosotros mismos a ser olvidados. Debemos mantener la historia para tener historia; somos los testigos del pasado para tener un futuro.
Comprendemos entonces que el pasado depende de nuestra memoria aquí y ahora, y el futuro de nuestro deseo, aquí y ahora. La memoria y el deseo son nuestra imaginación presente: éste es el horizonte de nuestros constantes descubrimientos y éste el viaje que debemos renovar cada día.
Para ello escribimos novelas.
Fuente: Fuente: Editorial Alfaguara, 2011. Barcelona. España.

jueves, 10 de marzo de 2016

La agonia del asesino James Sallis-





La agonia del asesino

James Sallis

Nació en Estados Unidos en 1944.
Inició estudios en la Universidad de Tulame que abandonó, obteniendo posteriormente el título de terapeuta respiratorio. Colabora en revistas en especial en temas de fantasía y ciencia ficción y ha trabajado como editor. Musicólogo y aficionado a la música, en especial el jazz, toca varios instrumentos.
De abundante obra, ha tratado los cuentos, poesía, ensayo y traducción, pero sobre todo es conocido por sus novelas policíacas. Aunque dentro del clásico género negro, escribe con una prosa muy poética, con mucho sentimiento y emotividad, como el espíritu del blues americano. Son muy frecuentes las citas sobre literatura y temas musicales.

***

Phoenix, la quinta ciudad más grande de Estados Unidos. Un solitario asesino a sueldo afronta su último trabajo. Un detective cínico y harto de todo asiste impotente a la lenta agonía de su mujer. Un chico de trece años al que sus padres han abandonado tiene que aprender a valerse por sí mismo y sobrevive vendiendo cosas por eBay. Tres personajes solitarios, desarraigados de la sociedad.
Cuando Christian, el asesino, está listo para liquidar a su víctima, alguien se le adelanta y hace una chapuza. Y entonces él tratará de dar caza al hombre que le ha impedido finalizar correctamente su trabajo. Mientras tanto, el detective Dale Sayles sigue la pista de Christian. Y el chico, Jimmie Kostof, tiene aterradoras pesadillas que acaso sean las del asesino. Y aunque estos tres personajes no lleguen a encontrarse, sus destinos están fatalmente conectados.

Editorial RBA.


Título original inglés: The Killer is Dying.

  PARA KARYN,

POR PRÁCTICAMENTE TODO

 1
Vuelve a estar despierto, sin tener ni idea de la hora que es o de si, realmente, ha conseguido pegar ojo. Últimamente duerme muy mal. Y también es extraño el modo en que el tiempo se difumina. Al principio no hay motivo para saber qué hora es, pero luego van pasando los días y estos se transforman en años. Hasta que solo el cambio de estación marca una nueva transición, un nuevo declinar. Para recordar tiene que regresar mentalmente a donde vivía, a una habitación alquilada o a un apartamento barato en Gary, Gretna, Memphis o Seattle.
No hay farolas en esta parte de la ciudad. Las reservan para zonas más agradables del norte y el este. Aquí no puede haber más oscuridad. La luz de la valla publicitaria, al otro lado de la calle, que anuncia en español el último vehículo de lujo, entra sesgada en el cuarto. Según él, lo único que consigue es difuminar la oscuridad.
De forma periódica levanta una mano, la izquierda, en dirección a esa luz, convierte sus dedos en un puño y lo abre de nuevo, observando la acción de músculos, tendones y cicatrices. Mientras se abre, la mano empieza a temblar. Son los medicamentos. Los medicamentos le hacen temblar. Pero sin ellos aún temblaría más. Eso sí, las drogas lo idiotizan, algo que no puede permitirse.
Oye a dos personas gritándose mutuamente, ahí fuera, en el balcón del piso de arriba, a juzgar por el ruido.
—¡Es mi puto dinero!
—¡Pero es mi puto coche!
Luego llega el sonido de un cuerpo humano arrojado contra una pared o una puerta.
En la habitación de al lado, una radio o una televisión sigue emitiendo un zumbido, el mismo que nuestro hombre lleva aguantando durante los cuatro días que lleva ahí. Está sintonizada en un canal de debates, pero las palabras no se entienden, solo se capta la cadencia y la inflexión de las voces, que se alternan entre presentadores, invitados, gente que llama y anuncios comerciales. De vez en cuando se suma otra voz, la del ocupante del cuarto, como si quisiera participar en la conversación.
Se levanta y, con los pies hinchados, se arrastra hasta el baño. Una cucaracha que estaba bebiendo del fondo del lavabo asciende por el mármol y desaparece por una esquina en cuanto se enciende la luz. Con una cuchilla, el hombre parte una pastilla por la mitad. Controlan los temblores, durante un rato. Una hora, dos. Y aunque no calman el dolor, consiguen que el mundo sea más compasivo de maneras interesantes. Las paredes se curvan hacia fuera, las esquinas y los ángulos se retraen, todo se hace más lento. Como si se erigieran unos muros transparentes entre él y todo lo demás.
Ya que está ahí, llena y bebe de ese vaso que, a pesar de lo mucho que le desagradan el olor y el sabor del plástico, transporta con él a todas partes. Las pastillas lo mantienen permanentemente con la boca pastosa.
En camiseta y calzoncillos, sale al exterior. El clamor del balcón superior ha remitido. Se da cuenta de que casi se había olvidado de dónde está, pero ahora las luces lejanas, los edificios bajos y el manto de cielo oscuro se lo recuerdan. En la calle, tras pasar ante un aparcamiento cuyo agrietado asfalto negro hace pensar en una erupción de lava, rueda un coche tuneado a treinta kilómetros por hora. Es un Ford Galaxie de los años cincuenta, que luce pinchos en los guardabarros y está decorado con dragones de brillantes colores e iridiscentes mujeres medio desnudas. En la distancia, oye lo que deben de ser disparos de un fusil de grueso calibre. Los tiros son limpios, precisos y con pausas entre ellos. Desde esa dirección, al cabo de unos instantes, se oye el gemido de una sirena que se interrumpe de manera abrupta.
Pero hay otro sonido. En el alero de su motel cutre por semanas, aprovechando un rinconcito, un pichón ha construido su nido, del que acaba de caerse un polluelo. Frenético e impotente, el progenitor mira hacia abajo, torciendo la cabeza y parpadeando, mientras su hijito intenta ponerse de pie, aletea inútilmente y pía tan bajito que apenas se le oye.
El hombre se queda mirando un buen rato hasta que se da la vuelta y entra en la habitación.
En la de al lado, o en la radio o en la televisión, alguien llora.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges.HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 301 EL IMPOSTOR INVEROSÍMIL TOM CASTRO...


HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 301

EL IMPOSTOR INVEROSÍMIL TOM CASTRO
Ese nombre le doy porque bajo ese nombre lo conocieron por calles
y por casas de Talcahuano, de Santiago de Chile y de Valparaíso,
hacia 1850, y es justo que lo asuma otra vez, ahora que
retorna a estas tierras —siquiera en calidad de mero fantasma y
de pasatiempo del sábado.1 El registro de nacimiento de Wapping
lo llama Arthur Orton y lo inscribe en la fecha 7 de junio
de 1834. Sabemos que era hijo de un carnicero, que su infancia
conoció la miseria insípida de los barrios bajos de Londres y que
sintió el llamado del mar. El hecho no es insólito. Run away to
sea, huir al mar, es la rotura inglesa tradicional de la autoridad
de los padres, la iniciación heroica. La geografía la recomienda y
aun la Escritura (Psalmos, CVII): Los que bajan en barcas a la mar,
los que comercian en las grandes aguas; ésos ven las obras de Dios
y sus maravillas en el abismo. Orton huyó de su deplorable suburbio
color rosa tiznado y bajó en un barco a la mar y contempló
con el habitual desengaño la Cruz del Sur, y desertó en el puerto
de Valparaíso. Era persona de una sosegada idiotez. Lógicamente,
hubiera podido (y debido) morirse de hambre, pero su confusa
jovialidad, su permanente sonrisa y su mansedumbre infinita le
conciliaron el favor de cierta familia de Castro, cuyo nombre adoptó.
De ese episodio.sudamericano no quedan huellas, pero su gratitud
no decayó, puesto que en 1861 reaparece en Australia, siempre
con ese nombre: Tom Castro. En Sydney conoció a un tal Bogle,
un negro sirviente. Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado
y monumental, esa solidez como de obra de ingeniería que tiene
el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad. Tenía
una segunda condición, que determinados manuales de etnografía
han negado a su raza: la ocurrencia genial. Ya veremos
luego la prueba. Era un varón morigerado y decente, con los antiguos
apetitos africanos muy corregidos por el uso y abuso del
calvinismo. Fuera de las visitas del dios (que describiremos después)
era absolutamente normal, sin otra irregularidad que un
pudoroso y largo temor que lo demoraba en las bocacalles, recelando
del Este, del Oeste, del Sur y del Norte, del violento vehículo
que daría fin a sus días.
Orton lo vio un atardecer en una desmantelada esquina de
Sydney, creándose decisión para sortear la imaginaria muerte. Al
1 Esta metáfora me sirve para recordar al lector que estas biografías infames
aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde.
!?02 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
lato largo de mirarlo le ofreció el brazo y atravesaron asombrados
los dos la calle inofensiva. Desde ese instante de un atardecer
ya difunto, un protectorado se estableció: el del negro inseguro
v monumental sobre el obeso tarambana de Wapping. En setiembre
de i 865, ambos leyeron en un diario local un desolado aviso.

El  IDOLATRADO HOMBRE MUERTO
En las postrimerías de abril de 1854 (mientras Orton provocaba
las ekisiones de la hospitalidad chilena, amplia como sus
patios) naufragó en aguas del Atlántico el vapor Mermaid, procedente
de Rio de Janeiro, con rumbo a Liverpool. Entre los que
perecieron estaba Roger Charles Tichborne, militar inglés criado
en Francia, mayorazgo de una de las principales familias católicas
de Lnglaterra. Parece inverosímil, pero la muerte de ese joven
afrancesado, que hablaba inglés con el más fino acento de París
v despertaba ese incomparable rencor que sólo causan la inteligencia,
la gracia y la pedantería francesas, fue un acontecimiento
iraseendental en el destino de Orton, que jamás lo había visto.
Lady Tichborne, horrorizada madre de Roger, rehusó creer en
su muerte y publicó desconsolados avisos en los periódicos de
más .amplia circulación. Uno de esos avisos cayó en las blandas
manos funerarias del negro Bogle, que concibió un proyecto genial.
Fuente: Editorial EMECÉ Editores. Buenos Aires, Argentina. 1972.

martes, 8 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia. 1935.

(En la gráfica: Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges).

HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA. (1935).
EL MÉTODO
Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron
apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero
prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en
una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no
solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron,
sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la
esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución
de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con
ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad,
pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso
298 JORGE LUIS BORGES-^OBRAS COMPLETAS
es todo. . . En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar
unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo
Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos
cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de
rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso
de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con
frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente: '
Recorrían —con algún momentáneo lujó de anillos, para inspirar
respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro
desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de
su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna
finca distante. Le darían entonces un porcentaje dé! precio de su
venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a
un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata
con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo
se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor,
un lanchón, un'a gran balsa como un cielo con una casilla en
la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba,
sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río.
Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o
a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes
empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y. declaraban que
tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el
porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba
vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo
de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre,
con sudor, con desesperación y con sueño.

***
LA LIBERTAD FINAL *
Falta considerar el aspecto jurídico de estos hechos. El negro
no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que el
dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una
recompensa a quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía
retener, de suerte que su venta ulterior era un abusó de confianza,
no un robo. Recurrir a la justicia civil era un gasto inútil, porque
los daños no eran nunca pagados.
Todo eso era lo más tranquilizador, pero no para siempre. El
negro podía hablar; el negro, de puro agradecido o infeliz, era
capaz de hablar. Unos jarros de whisky de centeno en el prostíbulo
de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido esclavo
iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué
darle, y se le derramaba el secreto. En esos años*'un Partido AboHISTORIA
UNIVERSAL DE LA INFAMIA 299
licionista agitaba el Norte, una turba de locos peligrosos que negaban
la propiedad y predicaban la libertad de los negros y los
incitaban a huir. Morell no iba a dejarse confundir con esos
anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur
hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser
un caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas
filas de esclavos. Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles.
El prófugo esperaba la libertad. Entonces los mulatos nebulosos
de Lazarus Morell se trasmitían una orden que podía no pasar
de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día,
de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la misericordia,
del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor
y de'él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las
tortugas y  los barbos del Mississippi recibían la última información.

***

LA CATÁSTROFE
Servido por hombres de confianza, el negocio tenía que prosperar.
A principios de 1834 unos setenta negros.habían sido "emancipados"
ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos precursores
dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario
admitir nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento
había un muchacho, Virgil Stewart, de Arkansas, que se destacó
muy pronto por,su crueldad. Este muchacho era sobrino de un
caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto" de 1834
rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de
Morell en Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por
una imprevisión o un soborno, pudo escapar.
. Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en una
casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse.
Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer
descalzo las grandes habitaciones oscuras, fumando pensativos
cigarros. Por un esclavo de la casa remitió dos cartas a la ciudad
de Natchez y otra a Red River. El cuarto día entraron en la casa
tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el amanecer.
El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja
y se rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó
con lenta serenidad los suburbios del Norte. Ya en pleno campo,
orillando las tierras bajas del Mississippi, caminó más ligero.
Su plan era de un coraje borracho. Era el de aprovechar los
últimos hombres que todavía le debían reverencia: los serviciales
negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no
los habían visto volver. Creían, por consiguiente en su libertad.
•500 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
El plan de Morell era una sublevación total de los negros, la
toma y el saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio.
Morell, despeñado y casi deshecho por la traición, meditaba
una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal se
exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin
a Natchez, donde era más profunda su fuerza. Copio su narración
de ese viaje:
"Caminé cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto
hice alto en un riachuelo para abastecerme de agua y sestear.
Yo estaba, sentado en un leño, mirando el camino andado esas
horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de
buena estampa. En cuanto lo avisté, determiné quitarle el caballo.
Me paré, le apunté con una hermosa pistola de rotación y le
di la orden de apear. La ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas
y le mostré el riachuelo y le ordené que fuera caminando delante.
Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le ordené que se desvistiera.
Me dijo: 'Ya que está resuelto a matarme, déjeme rezar
antes de morir'. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones.
Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le
abrí de. un tajo el vientre, le arranqué las visceras y lo hundí
en el riachuelo. Luego recorrí los bolsillos y encontré cuatrocientos
dólares con treinta y siete centavos y una cantidad de papeles
que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas, flamantes, y
me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí
en el riachuelo.
"Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en Natchez."


Fuente: Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores. Año

Carlos Fuentes.LA GRAN NOVELA LATINOAMERICANA. FRAGMENTO). (Primera entrega).


(LA GRAN NOVELA LATINOAMERICANA. FRAGMENTO).
(Primera entrega).
«Cada lector crea su libro, traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.»
Este ensayo propone un recorrido por la evolución de la novela en Latinoamérica, desde el descubrimiento del continente hasta nuestros días. Quienes emprendan esta ruta hallarán en ella a las grandes figuras de la novela latinoamericana y sus temas constantes: la naturaleza salvaje, los conflictos sociales, el dictador y la barbarie, la épica del desencanto, el mundo mágico de mito y lenguaje, pero sobre todo su vocación de canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas entrometidas unas en las otras, como lo son las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros. Literatura de textos prestados, permutados, mímicos, payasos. Textos en blanco, asombrados entre el desafío del espacio de una página, lenguaje que habla del lenguaje, de Sor Juana y de Sandoval y Zapata, a José Gorostiza y a José Lezama Lima.
Obra de referencia y materia de estudio, este ensayo es una lección magistral de literatura y prueba de que, en efecto, «el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos encara desde el porvenir».

Carlos Fuentes
La gran novela latinoamericana
Carlos Fuentes, 2011. Diseño de portada: Leonel Sagahón
A Silvia, mi mujer.
A Cecilia, Natasha
y Carlos, mis hijos

  1. Advertencia pre-ibérica
Un notable moralista mexicano, Mario Moreno «Cantinflas», le dijo en cierta ocasión a un señor con el que discutía: «Pero oiga, mire nomás, ¡qué falta de ignorancia!».
Cantinflas era un maestro de la paradoja, pero su broma contenía una gran verdad. Existe una cultura no escrita que se manifiesta en la memoria, la transmisión oral y el cultivo de la tradición. En el habla de todos los días. Para conocerla —Cantinflas tiene razón— hace falta un poco de ignorancia.
El filósofo español José Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, llevó a cabo una encuesta entre campesinos andaluces, que no sabían leer ni escribir, llegando a una conclusión: «¡Qué cultos son estos analfabetas!». Lo mismo podría decirse, hoy, de muchos grupos indígenas y campesinos de indo-afro-hispano América: ¡Qué cultos son estos analfabetas!
La «ignorancia» alabada por Cantinflas acaso sea sinónimo de «sabiduría» no escrita —ancestral-tradicional—. «Ignorante» para nosotros, es «sabia» en tanto cultura dicha, no registrada, memoriosa, que somos nosotros quienes la ignoramos.
Digo lo anterior para dejar sentado, de arranque, que la aproximación a la palabra no puede ser excluyente o restrictiva. La lengua es como un río caudaloso a veces, apenas un arroyo otras, pero siempre dueño de un cauce —la oralidad, el «¿Te acuerdas?», «Buenos días», «Te quiero mucho», «¿Qué hay para cenar?», «Nos vemos mañana»—. Toda esta profusa corriente de la oralidad corre entre dos riberas: una es la memoria, la otra es la imaginación. El que recuerda, imagina. El que imagina, recuerda. El puente entre las dos riberas se llama lengua oral o escrita.
Quisiera darle la mayor amplitud posible a la literatura porque con demasiada frecuencia la limitan y empobrecen las restricciones ideológicas, cuando no la persiguen y excluyen las tiranías políticas.
Las literaturas del continente americano se inician (y se perpetúan) en la memoria épica, ancestral y mítica de los pueblos del origen. América —el hemisferio occidental— fue una vez un continente deshabitado. De origen asiático o polinesio, la población indígena del hemisferio dijo nuestra primera palabra. Rememoró la creación del mundo en el Popol Vuh y la destrucción del mundo en el Chilam Balam. En medio se escucharon hermosos cantos de amor y enseñanza y acentos bélicos de combate y sangre.
Estas palabras se han prolongado en la literatura oral, de los indios pueblos del norte a los mapuches del sur. Su ritmo, su recuerdo, acaso su melancolía, subyacen en la literatura en castellano de América, cuyo signo es la escritura, en contraste con la oralidad prevalente en los mundos previos a Colón y Vespucio.
José Luis Martínez exploró la multiplicidad de sus culturas y lenguas, así como sus temas centrales, anteriores a la llegada de los europeos, empezando por Alaska: esquimales cercanos a la creación de la Tierra y los astros, y a las interrogantes, ya, sobre el origen y la muerte. Los kutenais de Canadá y sus cantos al Sol y a la Luna. Los nez-percé de Oregón y los pawnees de Nebraska y Kansas, religiones de matrimonios espectrales y de hijos pródigos. Los natchez de Luisiana y la creación del mundo. Los navajos de Arizona y la tensión entre caminar o permanecer.
Y ya en lo que hoy es México, los coras de Nayarit, donde la Semana Santa y la figura de Cristo se han transformado en celebraciones de la creación del mundo y el Dios creador anterior al mundo. Los tarascos de Michoacán y la muerte de los pueblos. Los mixtecos de Oaxaca y el origen del mundo (preocupación constante de los pueblos cercanos aun al principio de las cosas). Los cunas en Panamá, aprendiendo a llorar, y en América del Sur, los chocos colombianos y la memoria del Diluvio Universal, los chasis y las leyendas del sueño, los záparos brasileños y la reacción de los animales de la selva. También en Brasil, los ñangatú —la danza y el amor—, los mapuches chilenos y la rebeldía de los hijos de Dios. Los guaraníes del Paraguay y el recuerdo del primer padre.
Todos ellos al lado de las grandes culturas protagonistas. Los toltecas y los nahuas en el México central y en la costa del Golfo los primeros, los olmecas, provisionalmente desplazados al museo de antropología de Xalapa (Veracruz). Los mayas en Yucatán y los quechuas en Perú y el altiplano.
Oralidad y corporeidad, arquitectura y música: tales fueron, nos indica Enrique Florescano, los instrumentos de su cultura y de la transmisión de la misma. Y si llegaron hasta nosotros, es porque intuyeron el poder hereditario y de supervivencia de lengua, cuerpo y mirada.
En México, con una población total de unos cien millones de habitantes, diez millones son indígenas y, aunque cada vez más culturizados en la corriente general mestiza, la mayoría de ellos retienen casi siempre sus lenguas originales, más de cuarenta, tan diferentes entre sí como puede serlo el sueco del italiano.
Viajar a las tierras de los huicholes en Jalisco, los tarahumaras en Chihuahua, los nahuas en el México Central, los zapotecas en Oaxaca o los mayas en Yucatán es descubrir que, aun cuando son iletrados, los indígenas no son ignorantes y aun cuando son pobres, no están desposeídos de una cultura.
Lo que poseen es un extraordinario talento para recordar o imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los minuciosos detalles de la vida diaria, las primeras palabras de un niño, las gracejadas del payaso de la aldea, la fidelidad del perro casero, las comidas preferidas, la memorable muerte de los abuelos…
Fernando Benítez, el gran cronista de los indios de México, dijo en una ocasión que, al morir un indio, muere con él toda una biblioteca. Y es que en un mundo derrotado que debió hacerse invisible para no ser, una vez derrotado, notado, la oralidad es más segura que la literalidad. Pasar de la invisibilidad y oralidad de siglos a la visibilidad y literalidad modernas es un paso gigantesco pero difícil para el mundo indígena de las Américas. Sus rebeliones esporádicas deben dar lugar a una relación digna, permanente y mutuamente enriquecedora.
De la primera rebelión chiapaneca de 1712, desencadenada por la visión milagrosa de la niña María Candelaria, a la última rebelión chiapaneca de 1994, desencadenada por la visión igualmente milagrosa de que México ya era un país del primer mundo, resulta curioso notar la presencia —si no, precisamente, la dirección— de cabecillas criollos o mestizos: Sebastián Gómez de la Gracia en 1712, Marcos en 1994, que si no son, o dicen no ser, quienes conducen la rebelión, sí son quienes le dan voz pública y esa voz, nos guste o no, se la dan en español.
Y es que el movimiento que hoy se extiende por las antiguas tierras aborígenes de América reivindica la gran tradición oral de los pueblos indígenas —nahua, aymará, guaraní, mapuche— pero sabe —sabemos— que su voz universal, la que liga sus reivindicaciones muy respetables a la comunidad social y política mayor de cada país nuestro, es la voz castellana. El guaraní de Paraguay no se entenderá con el maya de Yucatán, pero apuesto a que ambos se reconocen en la lengua común, la castilla, el español, el esperanto de América.
De tal suerte que, aun en nombre de la autonomía y el reconocimiento culturales de los pueblos indígenas, el español es lengua de co-relación, de comunicación, de reconocimiento incluso de lo que no es en español. El castellano es la lengua franca de la indianidad americana.
En maya o en quechua traducido al castellano, los indios de América nos harán saber a nosotros, los habitantes de las ciudades blancas y mestizas del continente, lo que desean, lo que recuerdan, lo que rechazan. A nosotros, ¿qué nos corresponde sino escuchar, poner atención y saber respetar a esa parte de nuestra comunidad indoeuroamericana?
A nosotros nos corresponde saber si nos interesa participar de los frutos de la comunidad indígena, su pureza ritual, su cercanía a lo sagrado, su memoria de lo olvidado por la amnesia urbana.
A nosotros nos corresponde decidir si podemos respetar los valores del indio, sin condenarlos al abandono, pero salvándolos de la injusticia.
Los indios de América son parte de nuestra comunidad policultural y multirracial. Olvidarlos es condenarnos al olvido de nosotros mismos. La justicia que ellos reciban será inseparable de la que nos rija a nosotros mismos. Los indios de América son el fiel de la balanza de nuestra posibilidad comunitaria. No seremos hombres y mujeres satisfechos si no compartimos el pan con ellos.
Pero ellos, al cabo parte y no todo de un nosotros, deben aceptar también las reglas de la convivencia democrática, no deben escudarse en la tradición para perpetuar abusos autoritarios, ofensas a las mujeres, rivalidades étnicas o la respuesta paralela al racismo blanco, que es el racismo contra el blanco o el mestizo o, como le dice un indio mixteco a Benítez: «Me quieren matar porque hablo español».
«¡Colón al paredón!», gritaba un grupo de indígenas mexicanos en torno a la estatua del navegante genovés en 1992. Sí, Colón al paredón —pero con la venia de los indigenistas a ultranza, tenían que gritarlo en español.
También me ocupo aquí de la negritud americana: es otra historia. Llegados de África en barcos esclavistas, rindieron sus lenguas originales y debieron aprender las del colonizador.
Pero mi tema central es la escritura en lengua española, y a veces portuguesa, del Nuevo Mundo.

Fuente: Editorial Alfaguara, 2011. Barcelona. España.

domingo, 6 de marzo de 2016

Historia Universal de la Infamia. (Fragmento). 1935. EL LUGAR... Jorge Luis Borges.

*(En la gráfica: Borges y Betina Edelberg).
Historia Universal de la Infamia. (Fragmento). 1935.
EL LUGAR
El Padre de las Aguas, el Mississipi, el río más extenso del
mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez
de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán
Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo
los meses de prisión del Inca Atahualpa, enseñándole el juego
del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississipi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro
hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco.
296 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de
toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas
por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido
un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen
de los despojos de un continente en perpetua disolución, y donde
laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las
fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del
Arkansas y del Ohío, se alargan tierras bajas también. Las habita
una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la
fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre
ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.
LOS HOMBRES
A principios del siglo diecinueve (la fecha que nos interesa) las
vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas
por negros, de sol a sol. Dormían en cabanas de madera,
sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos
eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían
prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz
de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en
filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres
de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban
fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían
agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente
era.la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses.
El Mississippi les sei'vía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas
eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en
largos caserones que miraban al río — siempre con un pórtico
pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil
dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de
enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor
rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol
hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual
de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada
por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el
desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En
las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados
y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla
blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros
solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 297
postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla,
Lazarus Morell fue uno de ellos.
EL HOMBRE
Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas
americanas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de
hombre tan memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil
suponer que Morell se negó a la placa bruñida; esencialmente
para no dejar.inútiles rastros, de paso para alimentar su misterio.
. . Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y
que los ojos demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían
a su favor. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad
que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos
e impunes. Era un caballero antiguo del Sur, pese a la
niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las Escrituras
y predicaba con singular convicción. "Yo lo vi a Lazarus
Morell en el pulpito", anota el dueño de una casa de*" juego en
Baton Rouge, Luisiana, "y escuché sus palabras edificantes y vi
las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía que era un adúltero, un
ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero también
mis ojos lloraron".
Otro buen testimonio de esas efusiones sagradas es el que suministra
el propio Morell. "Abrí al azar la Biblia, di con un
conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte
minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros,
porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los
vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso
que reservé para mi uso particular. A Crenshaw le agradaba
también, pero yo le hice ver que no le servía."
Fuente: Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores, año 1972. Buenos Aires, Argentina.

sábado, 5 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Historia Universal de la infamia. (Fragmento).


Historia universal
de la infamia
(1935)

) 289 (
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron
ejecutados de 1933 a 1934. ¿Derivan, creo, de mis relecturas de
Stevenson y de Chesterton y aun de los primeros films de von
Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego, Abusan
de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la
brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera
de un hombre a dos o tres escenas. (Ese propósito visual rige
también el cuento "Hombre de la Esquina Rosada".) No son, no
tratan de ser, psicológicos.
En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen,
no tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector, A
veces creo que los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos
y singulares que los buenos autores. Nadie me negará, que las
piezas atribuidas por Valéry a su pluscuamperfecto Edmond Teste
valen notoriamemte menos que las de su esposa, y amigos.
Leer, por lo pronto, es una actividad, posterior a la de escribir:
más resignada, más civil, más intelectual.
J. L. B.
Buenos Aires, 27- de mayo de 1935.
1
) 291 (
PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 1954
Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota
(o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia
caricatura. En vano quiso remedar Andrew Lang, hacia mil ochocientos
ochenta y tantos, la Odisea de Pope; la obra ya era su
parodia y el parodista no pudo exagerar su tensión. Barroco
(Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo
XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de
la pintura del xvn; yo diría que es barroca la etapa final de todo
arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo
es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que toda labor intelectual
es humorística. Este humorismo es involuntario en la
obra de Baltasar Oración; voluntario o consentido, en la de John
Donne.
Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza
barroca. Atenuarlas hubiera equivalido a destruirlas; por eso
prefiero, esta vez, invocar la sentencia quod scripsi, scripsi (Juan,
19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el
irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir
cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación
estética alguna vez) ajenas historias. De estos ambiguos ejercicios
pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —Hombre
de la Esquina Rosada— qu\e firmó con el nombre de un abuelo de
sus abuelos, Francisco Bustos, y que ha logrado un éxito singular
y un poco misterioso.
En su texto, que es de entonación orillera, se notará que he
intercalado algunas palabras cultas: visceras, conversiones, etc.
Lo hice, porque el compadre aspira a la finura, o (esta razón excluye
la, otra, pero es quizá la verdadera) porque los compadres
son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es
una figura platónica.
Eos doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del
universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa
mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas
lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo
los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que
una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar.
El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado, pero se entretuvo
escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a ios
lectores.
En la sección Etcétera he incorporado tres piezas nuevas.
/. /., H
LA CAUSA REMOTA
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los
indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas
de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación
de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las
minas de,oro .antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo
debemos infinitos hechos: Tos bluesde Handy, el éxito logrado
en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena
prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño
mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de
la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados
en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la
admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario
de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida
carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y
Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno
que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el
napoleonismp arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture,
la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas
por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe.
Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor
Lazaras Morell'
Fuente: Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores, 1972. Buenos Aires Argentina.

jueves, 3 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Discusión. LESHE D. WEATHERHEAD: After Death (The Epworth Press London, 1942).


Jorge Luis Borges. Discusión. Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores, 1972.
LESHE D. WEATHERHEAD: After Death (The Epworth Press London,
1942).

Yo he compilado alguna vez una antología de la literatura
fantástica. Admito que esa obra es de las poquísimas que un
segundo Noé debería* salvar de un segundo diluvio, pero delato
la culpable omisión de los insospechados y mayores maestros del
género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno,
Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley. En efecto,_¿qué son los
prodigios de Wells o de Edgar Alan Poe —una flor que nos llega
del porvenir, un muerto sometido a la hipnosis— confrontados
con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser que
DISCUSIÓN 281
de algún modo es tres y que solitariamente perdura fuera del
tiempo} ¿Qué es la piedra bezoar ante la armonía preestablecida,
quién es el unicornio ante la Trinidad, quién es Lucio Apuleyo
ante los multiplicadores de Buddhas del Gran Vehículo, qué
son todas las noches de Shahrazad junto a un argumento de Berkeley?
He venerado la gradual invención de Dios; también el
Infierno y el Cielo (una remuneración inmortal, un castigo inmortal)
son admirables y curiosos designios de la imaginación
de los hombres.
Los teólogos definen el Cielo como un lugar de sempiterna
gloria y ventura y advierten que ese lugar no es el dedicado a
los tormentos infernales. El cuarto capítulo de este libro muy
razonablemente, niega esa división. Arguye que el Infierno y el
Cielo no son localidades topográficas, sino estados extremos del
alma. Plenamente concuerda con André Gide (Journal, página
677) que habla de un Infierno inmanente, ya declarado por el
verso de Milton: Which way I fly is Hell; myself arn Hell; parcialmente
con Swedenborg, cuyas irremediables almas perdidas
prefieren las cavernas y los pantanos al esplendor insoportable
del Cielo. Weatherhead propone la tesis de un solo heterogéneo
ultramundo, alternativamente infernal y paradisíaco, según la
capacidad de las almas.
Para casi todos los hombres, los conceptos de Cielo y de felicidad
son inseparables. En la década final del siglo xrx, Butler proyectó,
sin embargo, un Cielo en el que todas las cosas se frustraran
ligeramente (pues nadie puede tolerar una dicha total)
y un Infierno correlativo, en el que faltara todo estímulo desagradable,
salvo los que prohiben el sueño. Bernard Shaw, hacia
1902, instaló en el Infierno las ilusiones de la erótica, de la abnegación,
de la gloria y del puro amor imperecedero; en el Cielo,
la comprensión de la realidad (Man and Superman, tercer acto).
Weatherhead es un mediocre y casi inexistente escritor, estimulado
por lecturas piadosas, pero intuye que la directa persecución
de una pura y perpetua felicidad no será menos irrisoria del otro
lado de la muerte que de éste. Escribe: "La concepción más alta
de las experiencias gozosas que hemos denominado Cielo es la de
servir: es la de una plena y libre participación en la obra
de Cristo. Esto podrá ocurrir entre otros espíritus, tal vez en
otros mundos; quizá podremos ayudar a que el nuestro se salve."
En otro capítulo afirma: "El dolor del Cielo es intenso, pues
cuanto más hayamos evolucionado en este mundo, tanto más
podremos compartir en el otro la vida de Dios. Y la vida de
Dios es dolorosa. En su corazón están los pecados, las penas,
todo el sufrimiento del mundo. Mientras quede un solo pecador
282 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
en el universo, no habrá felicidad en el Cielo." (Orígenes, afirmador
de una reconciliación final del Creador con todas las criaturas,
incluso el diablo, ya ha soñado ese sueño.)
No sé qué opinará el lector, de tales conjeturas semiteosóficas.
Los católicos (léase los católicos argentinos) creen en un mundo
ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo
ocurre lo contrario; me interesa y no creo.

Jorge Luis Borges. Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores, 1972, GILBERT WATERHOUSE: A Short History of Germán Literature (Methuen, London, 1943). Discusión.


Jorge Luis Borges. Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores, 1972,
GILBERT WATERHOUSE: A Short History of Germán Literature (Methuen,
London, 1943). Discusión.
Equidistantes del marqués de L'aplace (que declaró la posibilidad
de cifrar en una sola fórmula todos los hechos que serán,
que son y que han sido) y del inversamente paradójico doctor
Rojas (cuya historia de la literatura argentina es más extensa que
la literatura argentina), el señor Gilbert Waterhouse ha redactado
en ciento cuarenta páginas una historia no siempre inadecuada
de la literatura alemana. El examen de este manual no
incita ni al agravio ni al ditirambo; su defecto más evidente,
y acaso inevitable, es el que De Quincey reprocha a los juicios
críticos alemanes: la omisión de ejemplos ilustrativos. Tampoco
es generoso conceder exactamente una línea al múltiple Novalis
y abusar de esa línea para ubicarlo en un catálogo subalterno de
novelistas cuyo modelo fue el Wilhelm Meister. (Novalis condenó
el Wilhelm Meister; Novalis famosamente dijo de Goethe: "Es
un poeta práctico. Es en las obras lo que en la mercadería son
los ingleses: pulcro, sencillo, cómodo, resistente".) La tradicional
exclusión de Schopenhauer y de Fritz Mauthner me indigna, pero
no me sorprende ya: el horror de la palabra filosofía impide que
los críticos reconozcan, en el Woerterbuch de uno y en los Parerga
unrid Paralipoména de otro, los más inagotables y agradables
libros de ensayos de la literatura alemana.
Los alemanes parecen incapaces de obrar sin algún aprendizaje
alucinatorio: pueden librar felices batallas o redactar lánguidas e
infinitas novelas, pero sólo a condición de creerse "arios puros".
280 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
o vikings maltratados por los judíos, o actores de la Gemianía
de Tácito. (Sobrevesta singular esperanza retrospectiva Friedrich
Nietzsche ha opinado: "Todos los germanos auténticos emigraron;
la Alemania de hoy es un puesto avanzado de los eslavos y
prepara el camino para la rusificación de Europa." Una respuesta
análoga merecen los españoles, que se proclaman nietos de los
conquistadores de América: los nietos somos los sudamericanos,
nosotros; ellos son los sobrinos.. .) Notoriamente, los dioses han
negado a los alemanes la belleza espontánea. Esa privación define
lo trágico del culto shakesperiano alemán, que de algún
modo se parece a un amor desdichado. El alemán (Lessing, Herder,
Goethe, Novalis, Schiller, Schopenhauer, Nietzche, Stefan
George. . .) siente con misteriosa intimidad el mundo de Shakespeare,
al mismo tiempo que se sabe incapaz de crear con
ese ímpetu y con esa inocencia, con esa delicada felicidad y con
ese negligente esplendor. Unser Shakespeare —"nuestro Shakespeare"
dicen, o dijeron, los alemanes, pero se saben destinados
a un arte de naturaleza distinta: arte de símbolos premeditados
o de tesis polémicas. No se puede recorrer un libro como el de
Gundolf —Shakespeare und der deutsche Geist— o como el
de Pascal —William Shakespeare in Germany— sin percibir esa
^nostalgia o discordia de la inteligencia alemana, esa tragedia
secular cuyo actor no es un hombre, sino muchas generaciones
humanas.
Los hombres de otras tierras pueden ser distraídamente atroces,
eventualmente heroicos; los alemanes requieren seminarios de
abnegación, éticas de la infamia.
De las historias breves de la literatura alemana, la mejor, que
yo sepa, es la de Karl Heinemann, publicada por Kroener; la
más evitable y penosa, la del doctor Max Koch, invalidada por
supersticiones patrióticas y temerariamente inferida al idioma español
por una editorial catalana.

***

martes, 1 de marzo de 2016

GERALD HEARD. Jorge Luis Borges.


GERALD HEARD: Pain, Sex. and Time (Gassell).
A principios de 1896, Bernard Shaw percibió que en Friedrich
Nietzsche había un académico inepto, cohibido por el culto supersticioso
del Renacimiento y los clásicos (Our Theatres in the
Nineties, tomo segundo, página 94). Lo innegable es que Nietzsche,
para comunicar al siglo de Darwin su conjetura evolucionista
del Superhombre, lo hizo en un libro carcomido, que es una desairada
parodia de todos los Sacred Books of the East. No arriesgó
una sola palabra sobre la anatomía o psicología de la futura
especie biológica; se limitó a su moralidad, que identificó (temeroso
del presente y del porvenir) con la de César Borgia y los
vikings.1
1 Alguna vez (Historia de la eternidad) he procurado enumerar o recopilar
todos los testimonios de la doctrina del Eterno Regreso que fueron anteriores
a Nietzsche. Ese vano propósito excede la brevedad de mi erudición y de la
vida humana. A los testimonios ya registrados básteme agregar, por ahora,
el del Padre Feijoo (Teatro crítico universal, tomo cuarto, discurso doce).
Éste, como Sir Thomas Browne, atribuye la doctrina a Platón. La formula
así: "Uno de los delirios de Platón fue, que absuelto todo el circulo del año
magno (así llamaba a aquel espacio de tiempo en que todos los astros, después
de innumerables giros, se han de restituir a la misma postura y orden
que antes tuvieron entre sí) , se han de renovar todas las cosas; esto es, han
de volver a aparecer sobre el teatro del mundo los mismos actores a representar
los mismos sucesos, cobrando nueva existencia hombres, brutos, plantas,
piedras; en fin, cuanto hubo animado e inanimado en los anteriores
.siglos, para repetirse en ellos los mismos ejercicios, los mismos acontecimienlos.
los mismos juegos de la fortuna que tuvieron en su primera existencia,"
278 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
Heard corrige, a su modo, las negligencias y omisiones de Zarathustra,
Linealmente, el estilo de que dispone es harto inferior;
para una lectura seguida, es más tolerable. Descree de una superhumanidad,
pero anuncia una vasta evolución de las facultades
humanas. Esa evolución mental no requiere siglos: hay en los
hombres un infatigable depósito de energía nerviosa, que les
permite ser incesantemente sexuales, a diferencia de las otras
especies, cuya sexualidad es periódica. "La historia", escribe Heard,
"es parte de la historia natural. La historia humana es biología,
acelerada psicológicamente."
La posibilidad de una evolución ulterior de nuestra conciencia
del tiempo es quizá el tema básico de este libro. Heard opina
que los animales carecen totalmente de esa conciencia y que su
vida discontinua y orgánica es una pura actualidad. Esa conjetura
es antigua; ya Séneca la había razonado en la última de las
epístolas a Lucilio: Animalibus tantum, quod brevissimum est in
transcursu, datum, prcesens. . . También abunda en la literatura
teosófica. Rudolf Steiner compara la estadía inerte de los minerales
a la de los cadáveres; la vida silenciosa de las plantas a la
de los hombres que duermen; las atenciones momentáneas del
animal a las del negligente soñador que sueña incoherencias. En
el tercer volumen de su admirable Woerterbuch der. Philosophie,
observa Fritz ÍVlauthner: "Parece que los animales no tienen
sino oscuros presentimientos de la sucesión temporal y de la duración.
En cambio, el hombre, cuando es además un psicólogo
de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones
que sólo estén separadas por 1/500 de segundo." En un
libro postumo de Guyau —La Genése de l'Idée de Temps, 1890—
hay dos o tres pasajes análogos. Uspenski (Tertlum Organum, capítulo
IX) encara no sin elocuencia el problema; afirma que el
mundo de los animales es bidimensional y que son incapaces de
concebir una esfera o un cubo. Todo ángulo es para ellos una
Son palabras de 1730; las repite el tomo LVI de lá Biblioteca de Autores
Españoles. Declaran bien la justificación astrológica del Regreso.
En el Timeo, Platón afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas
velocidades, regresarán al punto inicial de partida, pero no infiere de ese
vasto circuito una repetición puntual de la historia. Sin embargo, Lucilio
Vanini declara: "De nuevo Aquiles irá a Troya; renacerán las ceremonias
y religiones; la historia humana se repite; nada hay ahora que no fue;
lo que ha sido, será; pero todo ello en general, no (como determina Platón)
en particular." Lo escribió en 1616; lo cita Burton en la cuarta sección de
la tercera parte del libro The Anatomy of Melancholy. Francis Bacon (Essay,
LVIII, 1625) admite que, cumplido el año platónico, los astros causaran los
mismos efectos genéricos, pero niega su virtud para repetir los mismos tutlividuos.
DISCUSIÓN 279
moción, un suceso en el tiempo. .. Como Edward Carpenter, como
Leadbeater, como Dunne, Uspenski profetiza que nuestras mentes
prescindirán del tiempo lineal, sucesivo, y que intuirán el universo
de un modo angélico: sub specie ceternitatis.
A la misma conclusión llega Heard, en un lenguaje a veces
contaminado de patois psiquiátrico y sociológico. Llega, o creo
que llega. En el primer capítulo de su libro afirma la existencia
de un tiempo •inmóvil que nosotros los hombres atravesamos. Ignoro
si ese memorable dictamen es una mera negación metafórica
del tiempo cósmico, uniforme, de Newton o si literalmente afirma
la coexistencia del pasado, del presente y del porvenir. En el
último caso (diría Dunne) el tiempo inmóvil degenera en espacio
y nuestro movimiento de traslación exige otro tiempo...
Que de algún modo evolucione la percepción del tiempo, no
me parece inverosímil y es, quizá, inevitable. Que esa evolución
pueda ser muy brusca me parece una grátuidad del autor, un
estímulo artificial.
Fuente: Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores, año 1972.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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