sábado, 4 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi Cosmoagonías. (FRAGMENTO).

 

             

Cada libro de Cristina Peri Rossi es una nueva incursión en las profundidades de la condición humana, al mismo tiempo que una invitación para que el lector ejercite su sensibilidad y su inteligencia. En esta brillante colección de relatos, una ciudad prepara espacios apropiados para que los suicidas se maten, un hombre debe descifrar un enigma para alcanzar a la mujer amada y un comité político decide elegir un mártir. Erotismo, humor y angustia están siempre presentes bajo la prosa elegante y refinada de una de las mejores escritoras de nuestro tiempo.

 

 



 

Cristina Peri Rossi

Cosmoagonías

 

 

 


 

 A Matías Coll

 

 

 


«Los mudos dicen que sus sueños están llenos de voces».

(GEORGE STEINER)

«y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan los unos a los otros».

(Génesis, XI, 7)


 Rumores

A finales del siglo XX se propagaron rumores sobre las ciudades. Algunos hablaban de su consunción; otros, de un raro renacimiento de los escombros. Grupos clandestinos y secretos cuchicheaban sobre ciudades todavía habitables, donde se podía caminar, ver un pájaro, recorrer un museo o contemplar el color del cielo. Pero eran las menos. Poco a poco se empezó a hablar de Berlín. No en público, ni en los diarios, ni en reuniones sociales. El nombre de Berlín empezó a circular como una clave secreta, una consigna mística, una cifra de iniciados sin sentido para los demás. Se hablaba de Berlín recogidamente, en la intimidad de la conversación luego del amor o en una habitación apartada, entre amigos escogidos. Una mujer desnuda, a la tenue luz de un cuarto privado, decía a su amiga, por ejemplo:

—He oído decir que en las calles de Berlín todavía crecen los tilos y hay cisnes en los lagos.

O:

—Los mirlos cantan entre la nieve, en Berlín, y se bebe té en tazas de porcelana, con manteles de hilo.

El hecho de que Berlín estuviera entre muros no desestimulaba a nadie: daba, a la ciudad, esa calidad de símbolo de los sueños que falta a tantas otras.

Las amigas se pasaban recetas de strüdel entre ellas, como si de raros poemas se tratara, y al atardecer, detrás de las ventanas de metal o en los ásperos andenes deletreaban der traum in leben, a punto de comprender la lengua sólo por el deseo.

Otros hablaban de San Francisco, pero una horrible peste anuló su prestigio: los elegidos eran también los apestados y la ciudad se hundió en un letargo de sábanas y cloroformo, convertida, de pronto, en una célula cancerosa en el redondel del mundo.

Había ciudades —como Madrid— donde cundía una breve euforia, igual que la alegría antes de morir, y ciudades, como París, ensimismadas, vueltas hacia su antiguo prestigio, ahora llenas de indolencia.

Pronto no quedó adonde ir y quienes huían hacia El Cairo, Praga, Buenos Aires o Varsovia lo hacían sin ilusión, sólo para demorar un poco más la muerte. La declinación de las ciudades se extendió como una mancha de petróleo sobre las aguas.

Quien esto escribe, en las postrimerías del siglo XX, no sabe si hay futuro, no sabe si hay ciudades, no sabe si hay lectura.


 El Club de los Amnésicos

Para pertenecer al Club de los Amnésicos no se necesita ninguna aptitud especial —ni siquiera una gran falta de memoria, espontánea o provocada por un golpe, el envejecimiento de las arterias o la escasa irrigación del cerebro—, porque se parte del hecho de que desde el momento de nacer, todos somos amnésicos, especialmente aquellos que creen recordar. En este sentido, una mujer que pierde a menudo las gafas está en tan buenas condiciones para acceder al club como aquella otra que jamás olvida el lugar donde las dejó: de la primera se dice que respeta la autonomía de los objetos, de ésta, que gusta ejercer cierto dominio sobre las cosas.

Los amnésicos nunca dicen «recuerdo que», sino «imagino que», aunque de hecho, estén hablando de una experiencia del pasado. Del mismo modo, rechazan el uso de la fotografía, sobre todo cuando son retratos. En lo que concierne a objetos o paisajes, consideran que las fotografías son cuadros o poemas, es decir, intervenciones deliberadas en el gran caos de lo real. Si un amnésico quiere sacar una fotografía, se preocupa de que el revelado sea parcial, no total, de suerte que grandes zonas del objetivo estén veladas.

Es obligación de todos los integrantes del club llevar un diario minucioso de sus vidas, pensamientos y deseos, por mediocres que sean, ya que su lectura les permite comprobar hasta qué punto han olvidado, de un momento a otro. No es una actividad simple, como podría pensarse. Algunos amnésicos han abandonado el trabajo en la oficina, la tienda o el ministerio para dedicarse exclusivamente a escribir el diario, procurando que nada de lo sentido, nada de lo percibido, nada de lo pensado escape a ese registro escrupuloso. Otros, han abandonado el hogar, la esposa y los hijos, para sumergirse de lleno en esta tarea, pero no siempre pueden escapar a la locura: anotar minuciosamente la vida interior —por escasa o superflua que sea— provoca, a su vez, nuevos pensamientos, nuevas imágenes y deseos, de modo que el escriba debe desdoblarse, y esas fisuras no suelen suturarse eficazmente.

En el Club hay un cuestionario mínimo, a disposición de todos los curiosos, destinado a comprobar la calidad de amnésico del aspirante. Las preguntas son éstas:

—¿Qué comió ayer al mediodía?

—¿De qué color era el vestido (o el traje, según los casos) de su segunda amante, la sexta vez que hicieron el amor?

—¿Cuántas veces dijo no el ocho de diciembre de 1963?

—¿Dónde estaba hace 221 días a las seis de la tarde?

—¿Cuál fue el primer pájaro al que escuchó cantar?

—¿Cuántas cartas escribió el año pasado y qué decían?

—¿En qué gastó quinientas pesetas la mañana del lunes, hace hoy exactamente dos años?

—¿Qué soñó la antepenúltima noche?

—¿Cuántas veces pronunció la frase: «Te quiero»?

—¿Qué dice la página número veintitrés de su libro favorito?

El carácter de este cuestionario es más pedagógico que informativo, y tiene un acápite donde se lee: «Sólo lo inmediato nos parece real».

Los amnésicos aseguran que es más fácil recordar el futuro que el pasado, en la medida en que los deseos se proyectan hacia adelante, y no hacia atrás. Según ellos, el deseo perfila mejor que la memoria, y el deseo está siempre en mañana.

La otra actividad fundamental de los amnésicos consiste en la lectura de diccionarios.

Lo hacen minuciosamente. Señalan en el borde de la hoja, con una cruz, las palabras que reconocen, y luego, comparan con el total de la lengua. En el desierto del campo, se elevan algunas cruces. En el gran silencio de la amnesia, se elevan pequeñas voces. He olvidado ayer, hoy, la mañana de muchos días. Sólo algunos jirones, detritus membranosos en el mar plato de la amnesia devoradora.

Cuando los amnésicos recuperan una palabra, suelen festejar. Como quien descubre un fósil antiguo perdido en el fondo de una caverna, la enseñan a los otros que, cautelosos y llenos de reverencia, se acercan a tocarla, a palparla entre los dedos, entre los labios, y luego, con alegría, comienzan a emplearla.

Convencidos de que la repetición anula, simplifica y reduce, los amnésicos procuran que sus actos —aún cotidianos— se celebren como si fuera la primera vez. No se reúnen jamás en el mismo lugar, ni se sientan en el mismo sitio que la vez anterior. Miran el mar desde diferentes puntos de la costa, cambian a menudo la marca de los cigarrillos, procuran no repetir el camino hacia el trabajo y cultivan esmeradamente el arte de la desorientación: en una calle cualquiera, hacen como si estuvieran en otra ciudad, en otro mundo.

Un amnésico enamorado sabe, siempre, que el ser amado es él más otro, antiguo, pasado, al que no recuerda, no revelado todavía, y no está seguro ni de su sexo, ni de sus hábitos y costumbres, ni siquiera de la especie de animal que fue.

Hace las mismas preguntas muchas veces a la misma persona, porque está convencido de que ninguna de las respuestas es la definitiva y cualquier certidumbre, transitoria.

Un amnésico enamorado no reconoce, sino que cada vez debe empezar por conocer. Todos los días se asombra de las mismas cosas, ya que las olvidó, y el color de la piel de la mujer que ama es una incógnita sostenida por su imaginación —es decir: por su memoria— que las diferentes luces del día y de la noche descubren cada vez, para hundir, luego, en el pozo abismal de la amnesia.

El amnésico vive sin espejo, que lo induciría a error, pero, en cambio, archiva los diarios atrasados. De este modo, puede tener una agradable conversación acerca del campeonato de boxeo de 1924, en Buenos Aires, o el último decreto del general De Gaulle, en 1948.

Sólo no olvidan lo que no ha sucedido todavía.


 Suicidios S. A.

La ciudad protege a los suicidas. Se han construido expresamente viaductos, puentes y acantilados a fin de que los hombres y mujeres decididos a suicidarse puedan ejecutar el acto con las mayores garantías de éxito.

Primero, se construyó un enorme viaducto de cemento. El viaducto corría por encima de una avenida amplia y ruidosa, a la suficiente altura como para asegurar que el salto, la precipitación en el vacío fuera irremediablemente mortal. Pero pronto surgieron dos inconvenientes: en primer lugar, la nutrida circulación del tránsito en la avenida inferior solía distraer a los suicidas que, en el momento exacto de precipitarse, descubrían el reflejo de un farol azul en el pavimento o se entretenían calculando la velocidad de los automóviles al pasar un semáforo, y estas pequeñas intervenciones turbaban su ánimo o demoraban su decisión. El otro inconveniente fue la protesta de los conductores que transitaban por la avenida, ya que los suicidas, al caer, manchaban de sangre los parabrisas, salpicaban con sus vísceras deshechas los guardabarros y los restos humanos sobre el pavimento entorpecían la circulación. Pero la ciudad es diligente: para solucionar ambos problemas, se decidió establecer un horario preciso: los suicidas podían usar el viaducto los lunes, jueves y domingo —el día más melancólico de la semana—, de cinco a doce de la noche —las horas más lúgubres del día—, tiempo durante el cual se prohibía el tránsito de vehículos por la avenida inferior.

El viaducto de cemento tiene una extraña y sugestiva melancolía, muy apropiada para horas muertas. Es una cinta gris, tan extensa que de un extremo a otro no se ve su fin, y suspendida del aire como si ya formara parte del umbral del limbo. Por lo demás, la guardia urbana tiene la orden de apartar a los curiosos de las inmediaciones del viaducto, para que con sus vivas y sus hurras, con sus aplausos o sus silbidos no molesten ni perturben el ánimo de los suicidas. En cambio, están permitidas las fotografías y por todas partes se ven puestos de postales, con la bella impresión del viaducto de cemento extendiéndose como un río de piedra, y la figura de un hombre o de una mujer que ya emprendieron el salto.

También se han construido media docena de puentes, en la ciudad, de uso preferencial para suicidas. El emplazamiento de los puentes no es casual. Fueron erigidos según las estadísticas en aquellos sitios tradicionalmente elegidos por los suicidas de varias generaciones, aunque los motivos de esa preferencia no siempre sean claros. Sin embargo, del mismo modo que las estadísticas comprueban que hay más suicidas varones que mujeres, que el suicidio es más frecuente en invierno que en verano, en otoño que en primavera, y al atardecer mejor que al amanecer, también comprobaron que algunos lugares de la ciudad eran más estimulantes para el suicidio que otros. Por ejemplo, hubo que construir un puente junto a la autopista de acceso a la ciudad, ya que algunos automovilistas tenían la costumbre —convertida, pronto, en un rito, como suele ocurrir con muchas imprevisibles conductas— de abandonar el vehículo exactamente en el momento de entrar a la ciudad e intentar las formas más ridículas y descuidadas de suicidio —barbitúricos, veneno— en los bordes mismos de la autopista, con el consiguiente embotellamiento del tránsito.

Ahora, el Ayuntamiento de nuestra ciudad ha colocado un cartel, en ese preciso lugar, que dice: «Si desea suicidarse, tenga la amabilidad de usar el puente a su izquierda» y un leve movimiento de cabeza —sólo un leve movimiento— alcanza para que el conductor apesadumbrado por cualquier motivo descubra, a pocos metros, un puente de cemento —material más adecuado que el hierro para proteger a los suicidas, por su escaso poder imaginativo—, en la penumbra, en el silencio, tan dormido que parece muerto.

La antigua costumbre de suicidarse atando una cuerda a un árbol había caído ya en desuso, debido, principalmente, a la ausencia de árboles en la ciudad y en las casas, por lo cual se decidió instalar un pequeño jardín público donde cada árbol tiene su correspondiente soga y el Ayuntamiento asegura a los aspirantes que la soga es completamente personal: una vez usada, es entregada a los herederos o parientes próximos y cambiada por otra. Puede decirse, sin lugar a dudas, que en la ciudad nadie se ha colgado dos veces en la misma soga.

Para quienes prefieren suicidarse en la intimidad y desprecian el exhibicionismo público, una empresa estatal se ocupa de fabricar numerosos productos, de distinto aspecto, composición y precio, y que aseguran un suicidio más o menos lento, casi imperceptible, para todos aquellos que detestan las decisiones bruscas o los cambios violentos de estado y situación.

Hay deliciosos bombones envenenados, sopas de langosta delicadamente letales, dulces cigarrillos contaminados, íntimos perfumes suavemente mortales. Hay flamantes automóviles con escape de gas interior asegurado, botellas de champán deliciosamente combinado con belladona y cajas de cerillas ilustradas con cuentos de Andersen que al encenderse, despiden un carburante mortal.

Para quienes no pueden separar el sexo de la muerte, la misma empresa estatal dispone de un lujoso surtido de artículos apropiados para suicidas. Hay cálidas alfombras en forma de vagina, impregnadas de un veneno fatal; se puede comprar un par de senos generosos y abundantes —de color porcelana, dorados o negros—, provistos de una glándula que segrega un licor mortal y grandes muñecos —de ambos sexos— que en el momento de producirse el orgasmo, estrangulan eficazmente a quien ha llegado al éxtasis. La habilidad de nuestros artesanos permite, además, fabricar réplicas perfectas de hombres y mujeres reales —a partir sólo de una foto—, a fin de que los suicidas gocen y mueran a través del objeto amado.

Y para todos aquellos débiles de carácter, voluntad o coraje que se sienten incapaces de suicidarse por sí mismos, la ciudad pone a su disposición un eficaz y secreto servicio de asistencia, compuesto por policías y soldados retirados, jóvenes sin empleo y revolucionarios fracasados. Una llamada telefónica alcanza para que un pequeño grupo de ellos —se ha demostrado que no son propensos a la actuación individual— se presente en la casa del suicida débil de carácter y le proporcionen una muerte rápida y segura, sin la responsabilidad de haber tenido que elegir el medio.

Pero todavía hay quienes prefieren arrojarse inesperadamente por una ventana o lanzarse al mar, de una manera egoísta y escasamente cívica. Los transeúntes los desprecian, y los pescadores también.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi Aquella noche. FRAGMENTO.

 


            Hubo una noche en la que pudimos amar mejor, ser más fieles, más hermosos, más libres. Hubo una noche en la que se representó nuestro destino en el fondo de un vaso, en una raya de coca o en la cerilla que danzó una danza del fuego. Esa noche fue «aquella noche», la del título del libro. Con una ironía fina que se mezcla con nostalgia y humor, Cristina Peri Rossi repasa la experiencia de una vida, en la madurez, para desmitificar los paraísos perdidos de la juventud, la revolución o el amor, desde una conciencia lúcida de que vivir es perder y ganar, en un juego ilusorio pero emocionante.

Libro de poemas contemporáneo: urbano, tierno y cruel, como la película que vivimos. Y que podemos volver a ver, gracias a la poesía, que supera lo cotidiano por su poder de transfiguración.

 



 

Cristina Peri Rossi

  Aquella noche

 

 

 


 

 Aquella noche

La noche en que nos conocimos yo empecé a perder

La cerilla explotó

y me quemó los dedos manché mi blusa con el vino Olvidé por completo el nombre del mes y del día.

Tanta turbación sólo podía ser la prueba de un deseo muy grande tan grande que ni tú misma

podías satisfacer.


 Instinto

Los animales no piensan qué tienen que hacer.

Cuando cae la tormenta miles de hormigas construyen una balsa para pasar al otro lado y el león en celo

mata a sus cachorros para volver a fornicar ¿por qué, entonces, antes de tocarte he de averiguar tu abolengo tu religión

tus genes

las ideas políticas y los gustos literarios?


 Mujer de principios

He sido fiel al blues

a Sara Vaughan,

al mar,

a la aspirina,

a Caspar David Friedrich,

a los nocturnos de Chopin

y a los diurnos de Van Gogh,

al cigarrillo,

a la máquina de escribir

y a la lectura del periódico.

Al mar

—no a la montaña—

a la noche

antes que al día,

al invierno

antes que al verano,

al agua,

no al fuego,

a la química,

no a la geografía,

a la solidaridad

más que al sexo,

a la belleza,

siempre a la belleza.

He sido fiel a los perros,

a los osos,

a los dinosaurios

(nunca a las aves),

a los barcos,

no a los aviones.

Si no he sido fiel en el amor

sólo ha sido

por fidelidad a los fantasmas.


 Género

En la ciudad

donde nací

fantasma

es de género femenino.

De modo

que cuando me despierto

puedo decirte:

Buenos días,

doña fantasma.


 Humildad I

Nunca he pretendido que una sola idea explicara la diversidad del mundo ni un Dios

fuera más cierto que numerosos dioses Nunca he pretendido que la psicología excluyera a la biología, ni que tener un sexo excluyera al otro.

Nunca he pretendido que una sola persona colmara todos mis deseos ni satisfacer todos los deseos de una sola persona.

Nunca he pretendido vidas anteriores ni vidas futuras: no creo haber sido nada más que lo que soy y eso, a veces,

con grandes dificultades.


 Día gris I

Deja que el gris difumine los contornos y con tinieblas envuelva todas las cosas: en los vapores de humedad flotan los rostros las casas

los recibos de la luz y, de vez en cuando, se deslizan —sin ser vistos— los fantasmas

de las cosas que deseamos sin osar decir su nombre.


 El deseo de las mujeres

La mujer que viene a visitarme ¿quiere un prólogo o un orgasmo?

«Es confuso el deseo de las mujeres»

dice mi amigo Ticas Está sola

es verdad que la amaron algunos hombres (que no usaron, en la cama, el verbo amar, considerado cursi: sólo aman las mujeres y ellos eran machos, muy machos) A veces, en su soledad de gata ella escribe poemas no muy buenos, todo sea dicho, pero le gustaría publicarlos por qué no

tiene derecho: los machos escribieron fornicaron muchos malos poemas muchos malos amores por qué ella no

al final sólo

quiere publicar un libro un orgasmo

algo suyo

no alienado

«Es confuso el deseo de las mujeres»

dice Ticas

Él quiso publicar un libro él quiso muchos orgasmos Pero no sabe qué desea esta mujer.


 Venerabilidad

Es posible que me haya convertido —sin darme cuenta— en una persona venerable Ahora me proponen que escriba prólogos para libros de otros Me siento como un pontífice (sin contar con que las iglesias no permiten pontífices mujeres: ninguna iglesia permite pontífices mujeres, ni el Vaticano

ni los partidos)

Debería tener, quizás, como los pontífices, un sillón preferido un gato persa

algunos anillos en las manos una teoría acerca de algo (de la literatura del amor de la mujer del éxito o del fracaso) En mitad de la conversación se me ocurre que mejor quizás a lo mejor

sería preferible una noche de amor a un prólogo pero no me atrevo a sugerirlo (¿los pontífices serán verdaderamente castos?) No tengo gato

no tengo sillón

confundo los ruidos de la Noche de San Juan con truenos de tormenta y, además,

dad a la poesía lo que es de la poesía y al amor

lo que es del amor.

Al final, he pontificado.


M


 Mis contemporáneos

He compartido mesa congresos conferencias con muchos escritores Los he oído recitar pontificar

exhibirse como machos en celo apostrofar

sentenciar

juzgar

Los he visto firmar autógrafos los he contemplado ligar emborracharse

subir a la habitación con la admiradora arrobada.

Todos ellos sabían algo que las lectoras no saben: la literatura no es de verdad.


 Teoría literaria

Escriben porque tienen el pene corto o la nariz torcida porque un amigo les robó la amante y otro le ganaba al poker Escriben porque quieren ser jefes de la tribu y tener muchas mujeres un cargo político

un tribunal

una tarima

(muchas mujeres).

No se leen entre ellos no se lo toman en serio: nadie está dispuesto a morir por unas cuantas palabras colocadas en fila

(de izquierda a derecha, no al estilo árabe) ni por unas cuantas mujeres: después de los cuarenta, todos son posmodernos.


 Oda al pene

Querido Ticas:

No es posible tener muy buena opinión de un órgano membranoso que se pliega y se despliega sin tener en cuenta

la voluntad de su dueño.

Que no responde a la razón que hace el ridículo cuando menos lo esperas o se pone soberbio

cuando habías decidido mostrarte tímido.

No es posible tener muy buena opinión de los misiles

ni de los obeliscos de las ciudades ni de las bombas testiculares.

No se puede estar muy orgulloso de un órgano de requerimientos tan imperiosos que obliga a ocultas manipulaciones a solitarios manoseos

o a rápidas penetraciones en turbios cuchitriles pagando lo menos posible.

Sublímalo, Ticas, pinta cuadros

escribe libros

preséntate a diputado

escribe letras de rock compra acciones de la Banca: todo, para olvidar

esa oprobiosa sumisión a un órgano que no puedes gobernar, que no controlas.


 Semiótica

La polivalencia de la conjunción

permite que la interrogación

¿la literatura o la vida?

se transforme, por ventura,

en: la literatura o la vida misma.


 Bibliografía

Oh viejo, antiquísimo Freud:

(no eres mi padre, ni mi hermano,

ni mi amante: simplemente, un antepasado):

cuánto le debe faltar a la vida

para que yo siga escribiendo.

(Y para que todavía,

haya gente que lee).


 El cementerio de los sueños

Sólo en nuestros sueños

una vez hubo una vida mejor.

Algunos sueños los cortaron a cuchillo (manos y miembros desgonzados en tortura) o los arrojaron desde los aviones desnudos y sedados

(qué delicadeza: un somnífero antes de lanzarlos).

Otros sueños murieron por falta de publicidad

de financiación, como se dice ahora.

Y los pocos sueños que consiguieron sobrevivir nos encargamos de matarlos diariamente

con pequeñas envidias y miserias: los sueños parecen tan tristes tan ridículos

como los inválidos de Vietnam.

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