Cada
libro de Cristina Peri Rossi es una nueva incursión en las profundidades de la
condición humana, al mismo tiempo que una invitación para que el lector
ejercite su sensibilidad y su inteligencia. En esta brillante colección de
relatos, una ciudad prepara espacios apropiados para que los suicidas se maten,
un hombre debe descifrar un enigma para alcanzar a la mujer amada y un comité
político decide elegir un mártir. Erotismo, humor y angustia están siempre
presentes bajo la prosa elegante y refinada de una de las mejores escritoras de
nuestro tiempo.
Cristina Peri Rossi
Cosmoagonías
A Matías
Coll
«Los mudos dicen que sus sueños están llenos
de voces».
(GEORGE
STEINER)
«y confundamos su lengua, de modo que no se
entiendan los unos a los otros».
(Génesis,
XI, 7)
Rumores
A
finales del siglo XX se propagaron rumores sobre las ciudades. Algunos hablaban
de su consunción; otros, de un raro renacimiento de los escombros. Grupos
clandestinos y secretos cuchicheaban sobre ciudades todavía habitables, donde
se podía caminar, ver un pájaro, recorrer un museo o contemplar el color del
cielo. Pero eran las menos. Poco a poco se empezó a hablar de Berlín. No en
público, ni en los diarios, ni en reuniones sociales. El nombre de Berlín
empezó a circular como una clave secreta, una consigna mística, una cifra de
iniciados sin sentido para los demás. Se hablaba de Berlín recogidamente, en la
intimidad de la conversación luego del amor o en una habitación apartada, entre
amigos escogidos. Una mujer desnuda, a la tenue luz de un cuarto privado, decía
a su amiga, por ejemplo:
—He
oído decir que en las calles de Berlín todavía crecen los tilos y hay cisnes en
los lagos.
O:
—Los
mirlos cantan entre la nieve, en Berlín, y se bebe té en tazas de porcelana,
con manteles de hilo.
El
hecho de que Berlín estuviera entre muros no desestimulaba a nadie: daba, a la
ciudad, esa calidad de símbolo de los sueños que falta a tantas otras.
Las
amigas se pasaban recetas de strüdel entre ellas, como si de raros poemas se
tratara, y al atardecer, detrás de las ventanas de metal o en los ásperos
andenes deletreaban der traum in leben,
a punto de comprender la lengua sólo por el deseo.
Otros
hablaban de San Francisco, pero una horrible peste anuló su prestigio: los
elegidos eran también los apestados y la ciudad se hundió en un letargo de
sábanas y cloroformo, convertida, de pronto, en una célula cancerosa en el
redondel del mundo.
Había
ciudades —como Madrid— donde cundía una breve euforia, igual que la alegría
antes de morir, y ciudades, como París, ensimismadas, vueltas hacia su antiguo
prestigio, ahora llenas de indolencia.
Pronto
no quedó adonde ir y quienes huían hacia El Cairo, Praga, Buenos Aires o
Varsovia lo hacían sin ilusión, sólo para demorar un poco más la muerte. La
declinación de las ciudades se extendió como una mancha de petróleo sobre las
aguas.
Quien
esto escribe, en las postrimerías del siglo XX, no sabe si hay futuro, no sabe
si hay ciudades, no sabe si hay lectura.
El
Club de los Amnésicos
Para
pertenecer al Club de los Amnésicos no se necesita ninguna aptitud especial —ni
siquiera una gran falta de memoria, espontánea o provocada por un golpe, el
envejecimiento de las arterias o la escasa irrigación del cerebro—, porque se
parte del hecho de que desde el momento de nacer, todos somos amnésicos,
especialmente aquellos que creen recordar. En este sentido, una mujer que
pierde a menudo las gafas está en tan buenas condiciones para acceder al club
como aquella otra que jamás olvida el lugar donde las dejó: de la primera se
dice que respeta la autonomía de los objetos, de ésta, que gusta ejercer cierto
dominio sobre las cosas.
Los
amnésicos nunca dicen «recuerdo que», sino «imagino que», aunque de hecho,
estén hablando de una experiencia del pasado. Del mismo modo, rechazan el uso
de la fotografía, sobre todo cuando son retratos. En lo que concierne a objetos
o paisajes, consideran que las fotografías son cuadros o poemas, es decir,
intervenciones deliberadas en el gran caos de lo real. Si un amnésico quiere
sacar una fotografía, se preocupa de que el revelado sea parcial, no total, de
suerte que grandes zonas del objetivo estén veladas.
Es
obligación de todos los integrantes del club llevar un diario minucioso de sus
vidas, pensamientos y deseos, por mediocres que sean, ya que su lectura les
permite comprobar hasta qué punto han olvidado, de un momento a otro. No es una
actividad simple, como podría pensarse. Algunos amnésicos han abandonado el
trabajo en la oficina, la tienda o el ministerio para dedicarse exclusivamente
a escribir el diario, procurando que nada de lo sentido, nada de lo percibido,
nada de lo pensado escape a ese registro escrupuloso. Otros, han abandonado el
hogar, la esposa y los hijos, para sumergirse de lleno en esta tarea, pero no
siempre pueden escapar a la locura: anotar minuciosamente la vida interior —por
escasa o superflua que sea— provoca, a su vez, nuevos pensamientos, nuevas
imágenes y deseos, de modo que el escriba debe desdoblarse, y esas fisuras no
suelen suturarse eficazmente.
En
el Club hay un cuestionario mínimo, a disposición de todos los curiosos,
destinado a comprobar la calidad de amnésico del aspirante. Las preguntas son
éstas:
—¿Qué
comió ayer al mediodía?
—¿De
qué color era el vestido (o el traje, según los casos) de su segunda amante, la
sexta vez que hicieron el amor?
—¿Cuántas
veces dijo no el ocho de diciembre de 1963?
—¿Dónde
estaba hace 221 días a las seis de la tarde?
—¿Cuál
fue el primer pájaro al que escuchó cantar?
—¿Cuántas
cartas escribió el año pasado y qué decían?
—¿En
qué gastó quinientas pesetas la mañana del lunes, hace hoy exactamente dos
años?
—¿Qué
soñó la antepenúltima noche?
—¿Cuántas
veces pronunció la frase: «Te quiero»?
—¿Qué
dice la página número veintitrés de su libro favorito?
El
carácter de este cuestionario es más pedagógico que informativo, y tiene un
acápite donde se lee: «Sólo lo inmediato nos parece real».
Los
amnésicos aseguran que es más fácil recordar el futuro que el pasado, en la
medida en que los deseos se proyectan hacia adelante, y no hacia atrás. Según
ellos, el deseo perfila mejor que la memoria, y el deseo está siempre en
mañana.
La
otra actividad fundamental de los amnésicos consiste en la lectura de
diccionarios.
Lo
hacen minuciosamente. Señalan en el borde de la hoja, con una cruz, las
palabras que reconocen, y luego, comparan con el total de la lengua. En el
desierto del campo, se elevan algunas cruces. En el gran silencio de la
amnesia, se elevan pequeñas voces. He olvidado ayer, hoy, la mañana de muchos
días. Sólo algunos jirones, detritus membranosos en el mar plato de la amnesia
devoradora.
Cuando
los amnésicos recuperan una palabra, suelen festejar. Como quien descubre un
fósil antiguo perdido en el fondo de una caverna, la enseñan a los otros que,
cautelosos y llenos de reverencia, se acercan a tocarla, a palparla entre los
dedos, entre los labios, y luego, con alegría, comienzan a emplearla.
Convencidos
de que la repetición anula, simplifica y reduce, los amnésicos procuran que sus
actos —aún cotidianos— se celebren como si fuera la primera vez. No se reúnen
jamás en el mismo lugar, ni se sientan en el mismo sitio que la vez anterior.
Miran el mar desde diferentes puntos de la costa, cambian a menudo la marca de
los cigarrillos, procuran no repetir el camino hacia el trabajo y cultivan
esmeradamente el arte de la desorientación: en una calle cualquiera, hacen como
si estuvieran en otra ciudad, en otro mundo.
Un
amnésico enamorado sabe, siempre, que el ser amado es él más otro, antiguo,
pasado, al que no recuerda, no revelado todavía, y no está seguro ni de su
sexo, ni de sus hábitos y costumbres, ni siquiera de la especie de animal que
fue.
Hace
las mismas preguntas muchas veces a la misma persona, porque está convencido de
que ninguna de las respuestas es la definitiva y cualquier certidumbre,
transitoria.
Un
amnésico enamorado no reconoce, sino que cada vez debe empezar por conocer.
Todos los días se asombra de las mismas cosas, ya que las olvidó, y el color de
la piel de la mujer que ama es una incógnita sostenida por su imaginación —es
decir: por su memoria— que las diferentes luces del día y de la noche descubren
cada vez, para hundir, luego, en el pozo abismal de la amnesia.
El
amnésico vive sin espejo, que lo induciría a error, pero, en cambio, archiva
los diarios atrasados. De este modo, puede tener una agradable conversación
acerca del campeonato de boxeo de 1924, en Buenos Aires, o el último decreto
del general De Gaulle, en 1948.
Sólo
no olvidan lo que no ha sucedido todavía.
Suicidios
S. A.
La
ciudad protege a los suicidas. Se han construido expresamente viaductos,
puentes y acantilados a fin de que los hombres y mujeres decididos a suicidarse
puedan ejecutar el acto con las mayores garantías de éxito.
Primero,
se construyó un enorme viaducto de cemento. El viaducto corría por encima de
una avenida amplia y ruidosa, a la suficiente altura como para asegurar que el
salto, la precipitación en el vacío fuera irremediablemente mortal. Pero pronto
surgieron dos inconvenientes: en primer lugar, la nutrida circulación del
tránsito en la avenida inferior solía distraer a los suicidas que, en el
momento exacto de precipitarse, descubrían el reflejo de un farol azul en el
pavimento o se entretenían calculando la velocidad de los automóviles al pasar
un semáforo, y estas pequeñas intervenciones turbaban su ánimo o demoraban su
decisión. El otro inconveniente fue la protesta de los conductores que
transitaban por la avenida, ya que los suicidas, al caer, manchaban de sangre
los parabrisas, salpicaban con sus vísceras deshechas los guardabarros y los
restos humanos sobre el pavimento entorpecían la circulación. Pero la ciudad es
diligente: para solucionar ambos problemas, se decidió establecer un horario
preciso: los suicidas podían usar el viaducto los lunes, jueves y domingo —el
día más melancólico de la semana—, de cinco a doce de la noche —las horas más
lúgubres del día—, tiempo durante el cual se prohibía el tránsito de vehículos
por la avenida inferior.
El
viaducto de cemento tiene una extraña y sugestiva melancolía, muy apropiada
para horas muertas. Es una cinta gris, tan extensa que de un extremo a otro no
se ve su fin, y suspendida del aire como si ya formara parte del umbral del
limbo. Por lo demás, la guardia urbana tiene la orden de apartar a los curiosos
de las inmediaciones del viaducto, para que con sus vivas y sus hurras, con sus
aplausos o sus silbidos no molesten ni perturben el ánimo de los suicidas. En
cambio, están permitidas las fotografías y por todas partes se ven puestos de
postales, con la bella impresión del viaducto de cemento extendiéndose como un
río de piedra, y la figura de un hombre o de una mujer que ya emprendieron el
salto.
También
se han construido media docena de puentes, en la ciudad, de uso preferencial
para suicidas. El emplazamiento de los puentes no es casual. Fueron erigidos
según las estadísticas en aquellos sitios tradicionalmente elegidos por los
suicidas de varias generaciones, aunque los motivos de esa preferencia no
siempre sean claros. Sin embargo, del mismo modo que las estadísticas
comprueban que hay más suicidas varones que mujeres, que el suicidio es más
frecuente en invierno que en verano, en otoño que en primavera, y al atardecer
mejor que al amanecer, también comprobaron que algunos lugares de la ciudad eran
más estimulantes para el suicidio que otros. Por ejemplo, hubo que construir un
puente junto a la autopista de acceso a la ciudad, ya que algunos
automovilistas tenían la costumbre —convertida, pronto, en un rito, como suele
ocurrir con muchas imprevisibles conductas— de abandonar el vehículo
exactamente en el momento de entrar a la ciudad e intentar las formas más
ridículas y descuidadas de suicidio —barbitúricos, veneno— en los bordes mismos
de la autopista, con el consiguiente embotellamiento del tránsito.
Ahora,
el Ayuntamiento de nuestra ciudad ha colocado un cartel, en ese preciso lugar,
que dice: «Si desea suicidarse, tenga la amabilidad de usar el puente a su
izquierda» y un leve movimiento de cabeza —sólo un leve movimiento— alcanza
para que el conductor apesadumbrado por cualquier motivo descubra, a pocos
metros, un puente de cemento —material más adecuado que el hierro para proteger
a los suicidas, por su escaso poder imaginativo—, en la penumbra, en el
silencio, tan dormido que parece muerto.
La
antigua costumbre de suicidarse atando una cuerda a un árbol había caído ya en
desuso, debido, principalmente, a la ausencia de árboles en la ciudad y en las
casas, por lo cual se decidió instalar un pequeño jardín público donde cada
árbol tiene su correspondiente soga y el Ayuntamiento asegura a los aspirantes
que la soga es completamente personal: una vez usada, es entregada a los
herederos o parientes próximos y cambiada por otra. Puede decirse, sin lugar a
dudas, que en la ciudad nadie se ha colgado dos veces en la misma soga.
Para
quienes prefieren suicidarse en la intimidad y desprecian el exhibicionismo
público, una empresa estatal se ocupa de fabricar numerosos productos, de
distinto aspecto, composición y precio, y que aseguran un suicidio más o menos
lento, casi imperceptible, para todos aquellos que detestan las decisiones
bruscas o los cambios violentos de estado y situación.
Hay
deliciosos bombones envenenados, sopas de langosta delicadamente letales,
dulces cigarrillos contaminados, íntimos perfumes suavemente mortales. Hay
flamantes automóviles con escape de gas interior asegurado, botellas de champán
deliciosamente combinado con belladona y cajas de cerillas ilustradas con
cuentos de Andersen que al encenderse, despiden un carburante mortal.
Para
quienes no pueden separar el sexo de la muerte, la misma empresa estatal
dispone de un lujoso surtido de artículos apropiados para suicidas. Hay cálidas
alfombras en forma de vagina, impregnadas de un veneno fatal; se puede comprar
un par de senos generosos y abundantes —de color porcelana, dorados o negros—,
provistos de una glándula que segrega un licor mortal y grandes muñecos —de
ambos sexos— que en el momento de producirse el orgasmo, estrangulan
eficazmente a quien ha llegado al éxtasis. La habilidad de nuestros artesanos
permite, además, fabricar réplicas perfectas de hombres y mujeres reales —a
partir sólo de una foto—, a fin de que los suicidas gocen y mueran a través del
objeto amado.
Y
para todos aquellos débiles de carácter, voluntad o coraje que se sienten
incapaces de suicidarse por sí mismos, la ciudad pone a su disposición un
eficaz y secreto servicio de asistencia, compuesto por policías y soldados
retirados, jóvenes sin empleo y revolucionarios fracasados. Una llamada
telefónica alcanza para que un pequeño grupo de ellos —se ha demostrado que no
son propensos a la actuación individual— se presente en la casa del suicida
débil de carácter y le proporcionen una muerte rápida y segura, sin la
responsabilidad de haber tenido que elegir el medio.
Pero
todavía hay quienes prefieren arrojarse inesperadamente por una ventana o
lanzarse al mar, de una manera egoísta y escasamente cívica. Los transeúntes
los desprecian, y los pescadores también.