sábado, 19 de julio de 2025

De Sobremesa en Los Yoses Con el Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Obra comentada: La muerte de Virgilio — Hermann Broch

 




Viernes 18 de julio.

🍷 De Sobremesa en Los Yoses Con el Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Obra comentada: La muerte de Virgilio — Hermann Broch

🕯️ Entrada narrativa (inicio de la velada): “La noche y la madrugada se escurría entre las cortinas de lino cuando entré en la mansión de Pugliatti. El Chianti respiraba en su copa y el rigatoni humeaba como un poema sin pronunciar. 'Hoy el postre será Virgilio', dijo Enrico, mientras colocaba un libro desgastado con márgenes repletos de anotaciones en latín.” E inició leyendo con su voz melodiosa y bello acento italiano el siguiente fragmento de La Muerte de Virgilio.

📖 Fragmento del diálogo reflexivo (composición colaborativa):

                             Agua - El arribo

 Azules como acero y ligeras, movidas por un viento contrario suave y apenas perceptible, las ondas del mar Adriático habían corrido al encuentro de la escuadra imperial, mientras ésta se dirigía hacia el puerto de Brindis, dejando a la izquierda las chatas colinas de la costa de Calabria que se acercaban poco a poco. En ese momento, en ese paraje, la soledad del mar llena de sol y sin embargo tan cargada de mortales presagios, se transformaba en la pacífica alegría de una actividad humana, y el oleaje, dulcemente iluminado por la cercana presencia y morada del hombre, se poblaba de naves diversas que también buscaban el puerto o que salían de él; las barcas de pardo velamen de los pescadores abandonaban ya en todas partes los pequeños muelles protectores de los infinitos villorrios y colonias a lo largo de la playa blanqueada por el agua, para lanzarse a la pesca vespertina, y el mar se había alisado como un espejo; la concha celeste se había abierto sobre ese espejo como una comba nacarada; atardecía y se sentía el olor de la leña quemada en los hogares, cada vez que una ráfaga recogía y traía de allí los ruidos de la vida, un martilleo o un grito.

            De las siete naves de alto bordo, que seguían una tras otra en larga fila, sólo la primera y la última, ágiles quinquerremes ambas de agudo rostro, pertenecían a la flota de guerra; las cinco restantes, más pesadas e imponentes, con diez o doce órdenes de remos, ostentaban la pomposa construcción que distinguía a la corte augustal; y en el centro la más suntuosa, con su proa recubierta de bronce reluciente como el oro, relucientes como el oro las cabezas leoninas con sus anillas bajo la borda, los obenques llenos de gallardetes multicolores, llevaba, solemne y grande, la tienda del César entre velas de púrpura. En cambio, sobre la nave que le seguía inmediatamente, se hallaba el poeta de la Eneida, y en su frente estaba escrito el signo de la muerte.

 Expuesto al mareo, en tensión por la constante amenaza de un acceso, no se había atrevido a moverse durante todo el día, mientras que aun encadenado a su lecho, levantado para él en el centro de la nave, se sentía, es decir sentía su cuerpo y su vida física (que ya desde muchos años a duras penas podía reconocer como algo suyo) semejantes a un solo recuerdo nostálgico y regustado de la liberación por la que se había sentido colmado, cuando alcanzaron la zona costera más calma; y este cansancio oscilante, tranquilizador y sosegado, se hubiera convertido tal vez en una felicidad casi perfecta, si no hubieran reaparecido —a pesar del aire fuerte y saludable del mar— la tos torturante, la relajación provocada por la fiebre de todas las tardes, la angustia de todas esas tardes. Así yacía él en ese lecho, él, el poeta de la Eneida, él, Publio Virgilio Marón; en ese lecho yacía con amenguada conciencia, casi avergonzado por su desamparo, casi exasperado por ese destino, y miraba fijamente la nacarada redondez de la bóveda celeste: pero, ¿por qué había cedido a la insistencia del Augusto?, ¿por qué se había alejado de Atenas? Ahora se había desvanecido la esperanza de que el sagrado y gozoso cielo de Homero favoreciera, propicio, la terminación de la Eneida; se había desvanecido cualquier esperanza de la inconmensurable novedad que hubiera debido surgir, la esperanza de una existencia filosófica y científica, alejada del arte y de la poesía, en la ciudad de Platón; se había desvanecido la esperanza de poder pisar jamás la tierra jónica: ¡oh, había desaparecido la esperanza en el milagro, del conocimiento y en la salvación por el conocimiento! ¿Por qué había renunciado a ella? ¿Voluntariamente? ¡No! Había sido casi una orden de las fuerzas ineludibles de la vida, de aquellas indeclinables fuerzas del destino que nunca desaparecen completamente, aunque por momentos se ocultan en lo infraterreno, en lo invisible, en lo inaudible, pero inquebrantablemente presentes como amenaza inexplorable de las potencias a las que nunca es posible sustraerse, a las que siempre hay que someterse: era el destino. Él se había dejado llevar por el destino y el destino lo llevaba al final. ¿No había sido siempre ésta la forma de su vida? ¿Había vivido él alguna vez de otro modo? ¿Habían significado para él otra cosa, tal vez, la nacarada concha del cielo, el mar primaveral, el cantar de las montañas y ese cantar doloroso en su pecho, la voz de la flauta del dios, otra cosa distinta de un lance que, como un vaso de las esferas, le acogería pronto para llevarle al infinito? Campesino era por su nacimiento; un campesino que ama la paz del ser terrenal; un campesino a quien hubiera convenido una vida simple y afincada en la comunidad del terruño; un campesino a quien, de acuerdo con su origen, hubiera correspondido poder quedarse, deber quedarse y que, de acuerdo con un destino más alto, no había abandonado la patria, pero tampoco había sido dejado en ella; había sido expulsado, fuera de la comunidad, e impelido en la más desnuda, perversa y bárbara soledad del torbellino de los hombres; había sido echado de la sencillez de su origen, expulsado al ancho mundo hacia una multiplicidad siempre creciente, y cuando, por ello, algo se había tornado más grande o más amplio, era solamente la distancia de la verdadera vida la que única y realmente había aumentado: sólo al borde de sus campos había caminado, sólo al borde de su vida había vivido; se había convertido en un hombre sin paz, que huye de la muerte y busca la muerte, que busca la obra y huye de la obra, uno que ama y sin embargo perseguido, un vagabundo a través de las pasiones internas y externas, un huésped de su propia vida. Y hoy, casi al fin de sus fuerzas, al fin de su fuga, al fin de su búsqueda, ahora que ya se había afanado y preparado para la despedida, afanado para la aceptación y preparado para admitir la última soledad, para entrar en el camino interior de vuelta hacia ella, el destino se había adueñado otra vez de él con sus fuerzas, le había prohibido una vez más la sencillez y el origen y la intimidad, le había desviado una vez más de la ruta del retorno, cambiándola por la senda de la multiplicidad de lo externo, le había obligado a volver al mal que había ensombrecido toda su vida; era como si el destino no le reservara ya más que la única sencillez: la de morir. Sobre él chirriaban las vergas en las jarcias y el chirrido se mezclaba al suave clamor de las velas hinchadas; oía el resbalar de espuma en la estela y la lluvia de plata que comenzaba a saltar cada vez que se alzaban los remos; oía el grave rechinar de esos remos en los toletes y el cortante chasquear del agua cada vez que volvían a sumergirse; sentía el leve y equilibrado impulso del barco hacia adelante, al compás de la masa multicentenar de los remos; veía deslizarse la línea de la costa con su cenefa blanca, y pensaba en los cuerpos de los mudos esclavos encadenados en el vientre de la nave, ese vientre sofocante y abierto, pestilente, tronante. El mismo compás de impulso, como trueno sordo, salpicado de plata, llegaba de las dos naves cercanas, de la más vecina y de la siguiente, parecido a un eco que se prolongara sobre todos los mares y por todos ellos fuera contestado, porque así van por doquiera, cargados con hombres, cargados con armas, cargados de granos, de mármol, de aceite, de vino, de especias, de sedas, cargados de esclavos; esta navegación universal, que canjea y comercia, una de las peores entre las muchas corrupciones del mundo. Ahí, sobre esas naves, no se transportaban ciertamente mercancías, sino vientres golosos, el personal de la corte: toda la popa, hasta la cubierta, había sido dedicada a su alimentación; desde la mañana temprano resonaban allí los ruidos del comer y, constantemente, rodeaban el espacio del comedor grupos de personas ávidas, espiando dónde quedara libre un lugar en el triclinio, prontas a precipitarse sobre él en lucha con los competidores, ansiosas también de poderse tender finalmente para a su vez comenzar o recomenzar con los manjares; los sirvientes de pie ligero, jovencitos finamente presentados, no pocos entre ellos lindos y mórbidos, pero ahora cansados y sudorosos, no tenían ya aliento, y su jefe, eternamente sonriente, con la fría mirada en los ángulos de los ojos y las manos cortésmente abiertas a la propina, corría él mismo en las dos direcciones por la cubierta porque, además de la dirección del banquete, debía cuidar de aquellos que —sorprendentemente numerosos— parecían satisfechos y se concedían otros placeres, unos paseándose con las manos sobre el vientre o unidas en el trasero, otros en cambio discutiendo con amplios gestos, estos dormitando o roncando sobre sus lechos, cubierta la cara con la toga, aquellos sentados ante las mesas de juego —que debían ser alimentados y atendidos con bocaditos que se les llevaban y ofrecían por las cubiertas sobre grandes fuentes de plata—, en previsión de un hambre que podía anunciarse renovada a cada instante, para prevención de una gula cuya expresión estaba clara e indeleblemente marcada en la cara de todos ellos, los bien alimentados y los magros, los tardos y los ágiles, los paseantes como los sentados, los despiertos como los dormidos, a veces esculpida, a veces incrustada, aguda o levemente, más perversa o más bondadosa, como de lobo, de zorro, de gato, de loro, de caballo, de tiburón, pero siempre dirigida a un goce horrendo de algún modo encerrado en sí mismo, ávido por una posesión insaciable, ávido por un tráfico de mercancías, dineros, cargos y honores, ávido por la laboriosa inacción del poseedor. Por doquier había alguien metiendo algo en la boca, por doquier ardía la ansiedad, ardía la codicia, desarraigada, pronta a tragar, tragándolo todo; su hálito vibraba sobre la cubierta, lo llevaba el impulsivo compás de los remos, implacable, imponiendo su presencia: toda la nave vibraba de avidez. ¡Oh, bien se merecían ser representados alguna vez con exactitud! ¡Un canto de la codicia debía estarles dedicado! Mas ¿de qué serviría ahora? Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor? ¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existía ni el peligro ni la perspectiva de que pudiesen escucharse advertencias; ay, le era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del remo, llena de amargura, amargamente dura; para quien la una vale exactamente lo mismo que la otra: ¡un tributo adecuado al usuario, recibido y asumido como disfrute de un tributo! Allí no había solamente vividores que holgaban y comían alrededor de él, aunque el Augusto debía tolerar a muchos de esa calaña en su proximidad; no, muchos de ellos habían prestado ya meritorios y loables servicios de toda clase; pero de lo que eran de ordinario, habían borrado la parte mayor durante la inacción del viaje, con una manera casi sibarítica de desnudarse a sí mismos, y les había quedado intacto solamente su ciego orgullo en confusa codicia, en un crepúsculo lleno de avidez. Abajo, en la persistente tiniebla de abajo, impulso tras impulso, trabajaba espléndida, salvaje, animal, infrahumana, la sometida masa de los remeros. Los que se hallaban allá abajo no le comprendían ni se cuidaban de él; éstos, aquí arriba, afirmaban que le veneraban y hasta lo creían; entretanto, como siempre le había sido indiferente que pensaran amar sus obras por mentido gusto o que le manifestaran veneración, mintiendo también, porque era amigo del César, él, Publio Virgilio Marón, no tenía nada en común con ellos, aunque el destino le hubiese empujado dentro de su círculo; le asqueaban, y si como un saludo anticipado del ocaso no hubiera comenzado a soplar la brisa de la costa, si su soplo no hubiese barrido de la nave el hedor del banquete y de la cocina, el mareo le hubiera asaltado otra vez. Se cercioró de que el cofre con el manuscrito de la Eneida estaba intacto a su lado y, echando una mirada a la constelación occidental que se hundía en lo profundo, se subió la manta hasta debajo del mentón: sentía frío.

 De vez en cuando, ciertamente, le entraban ganas de dirigirse hacia esa horda humana que alborotaba detrás de él, casi curioso por todo lo que podían hacer aún; pero lo dejaba, y era mejor no hacerlo; hasta le pareció, cada vez más, que le estaba prohibido volverse hacia ellos.

 Por eso estuvo quieto. El primer anticipo del crepúsculo se tendía claro por el cielo, se tendía delicado sobre el mundo, cuando llegaron a la estrecha entrada de Brindis, semejante a un río; hacía más fresco, pero el tiempo era también más suave; el aliento salino se mezclaba con el aire más pesado de la tierra, en cuyo canal penetraban ahora las naves, una tras otra, disminuyendo la marcha. El elemento de Poseidón se tornó gris como el hierro, plomizo, sin que ningún oleaje lo encrespara ya. Sobre los almenares de las fortalezas, a la derecha y a la izquierda del canal, se habían dispuesto las tropas de la plaza en honor del César, tal vez también como primer saludo de cumpleaños, porque Octaviano Augusto volvía a casa para festejar su natalicio; dentro de dos días, sí, pasado mañana, debía ser festejado en Roma: cuarenta y tres años cumplía el Octaviano que navegaba allí delante. Roncos subían de las orillas los vítores de las tropas; a cada grito, los portaestandartes alzaban el rojo vexillum, corta y diestramente, por las alas de los manípulos, para abatirlo luego ante el dominador, el asta oblicua contra el suelo; en fin, lo que allí ocurría era la poderosa y sobria salutación, como la prescribía el reglamento militar, minuciosamente correcta en su rudeza soldadesca y, a pesar de todo, notablemente suave, notablemente crepuscular; se hubiera podido considerarla casi como un ensueño, por lo borrosos y pequeños que aleteaban los gritos en la amplitud de la luz, por lo muy otoñal que se marchitaba el rojo de los estandartes, sombreado por el firmamento que desde arriba declinaba hacia el gris. La luz es más grande que la tierra, la tierra es más grande que el hombre y nunca jamás puede hacer pie el hombre, hasta que no respira hacia la patria, regresando a la tierra, terrenalmente retornando a la luz, recibiendo terrenalmente la luz sobre la tierra, recibido por la luz sólo a través de ella, tierra que se torna luz. Y nunca está la tierra en más íntima vecindad con la luz, nunca la luz en más confiada vecindad con la tierra, que en el crepúsculo adherido a los dos límites de la noche. Todavía dormitaba la noche en la profundidad de las aguas, pero iba deslizándose hacia arriba en diminutas ondas silenciosas; por doquiera en el espejo del mar, sin distinción posible entre el arriba y el abajo, surgían las ondas mudas y aterciopeladas del fondo de la noche, las ondas del segundo infinito, de lo suprainfinito brotando en su eterno parto, y comenzaron a verter dulce y quedamente su aliento sobre el centelleo. La luz no venía ya de arriba, estaba suspendida en sí misma y, en sí misma suspendida, brillaba todavía, es cierto, pero ya no alumbraba, de modo que aun el paisaje sobre el cual pendía, parecía limitado a su propia extraña luz. Tañer de grillos, con miles de voces, pero en un solo tono sostenido, penetrante, pero plácido en su regularidad, sin altos ni bajos, llenaba con su sibilar la tierra entenebrada; sin fin... Debajo de las fortificaciones, hasta la orilla de piedra, las pendientes mostraban una rala hierba y, por mezquina que fuera, lo que brotaba era paz, era calma nocturna, era oscuridad de raíces, era oscuridad de la tierra, difundida entre la pálida luz. Luego toda ella se volvió más concentrada, más rica en plantas, más plena en el color, y, muy pronto, quedaron absorbidos en ella también los arbustos, mientras en las lomas de las colinas, arriba, entre parcelas campesinas con sus cercados de piedra, aparecían los primeros olivos, grises como el tenue rayo de niebla del crepúsculo cada vez más denso. Entonces se tomó irrefrenable el deseo de extender la mano hacia esa ¡ay! tan lejana orilla, de hurgar en la oscuridad de los arbustos, de sentir entre los dedos las hojas brotadas de la tierra, de retenerlas para siempre... El deseo temblaba en sus manos, temblaba en los dedos por el ansia irrefrenable de la verde hojarasca, de los flexibles rabillos de las hojas, de sus bordes ásperos y suaves, de su dura carne viva; lo sentía anhelante, cuando cerraba los ojos y era una asombrosa nostalgia sensorial sensitivamente ingenua y sobrecogedora, como la masculina rudeza huesosa de su puño de campesino, sensitivamente hecho a palpar y percibir, como su fina nervadura de delgados tendones, casi femenina; ¡oh hierba, oh fronda, oh lisura y rugosidad de la corteza, vitalidad del múltiple brotar, oscuridad en la tierra ramificada en sí misma y hecha como un cuerpo! ¡Oh mano, mano sensitiva palpante, acogedora, englobante, oh dedo y yema ruda y suave y blanda, piel viva, superficie suprema de la oscuridad del alma, abierta en las manos elevadas! Siempre había sentido en sus manos ese extraño y casi volcánico pulsar, siempre le había acompañado una instintiva idea de una extraña vida propia de sus manos, una idea vaga de que estaba vedado por siempre jamás trasponer el umbral del saber, como si sospechara un turbio peligro en ese saber; y cuando, según costumbre, como lo hacía también ahora, daba vuelta a su sello, engarzado en el dedo de su diestra, finamente labrado, hasta el punto casi de parecer poco viril, era como si con ello pudiera conjurar aquel turbio peligro, como si pudiera calmar así la nostalgia de las manos, como si con eso pudiera llevarla a una especie de autocontrol, aliviando su angustia, la nostálgica angustia de manos de campesino que ya jamás podían tomar el arado ni la semilla, y por eso habían aprendido a asir lo inasible; la profética angustia de manos a cuya voluntad de forma, privada de la tierra, nada le había quedado fuera de su propia vida en el todo inasible, en peligro y peligrosas, tan hondamente hundidas en la nada y convencidas de su peligrosidad, que el presentimiento de la angustia, en cierto modo elevado sobre sí mismo, se tomó un esfuerzo irrefrenable, el esfuerzo de establecer la unidad de la vida humana, de conservar la unidad de la nostalgia humana, y de impedir así su descomposición en un enjambre de pequeñas vidas parciales, pequeñas en su nostalgia y nostálgicas de lo pequeño; y es que no basta la nostalgia de las manos, no basta la nostalgia de los ojos, no basta la nostalgia del oído, es que sólo basta la nostalgia del corazón y de la mente en su comunidad, la totalidad nostálgica del infinito interior y exterior, que mire, espíe, comprenda y respire en una unidad doblemente respirada, es que sólo a ella le está concedido superar la turbia ceguera sin esperanza del aislamiento y su angustia, sólo en ella se da el doble desarrollo desde las raíces cognitivas del ser, y esto él lo presentía, lo había presentido siempre —¡oh nostalgia de aquel que es siempre sólo huésped y sólo huésped puede ser siempre, oh nostalgia del hombre!—; esto había sido siempre su atisbar lleno de presentimientos, su alentar lleno de presagios, su pensar lleno de prenuncios, atisbado, alentado y pensado dentro del torrente luminoso del todo, en la ciencia inaccesible del todo, en el nunca cumplido acercamiento a la infinitud del todo, inalcanzable hasta en el borde más externo, tanto que la mano anhelante de nostalgia ni siquiera se atreve a tocarlo. Pero acercamiento era sin embargo, en acercamiento se quedaba, y un atisbar que respira y espera era sólo su pensamiento; al acecho en el doble abismo de las esferas de Poseidón y Vulcano, las une a ambas, porque las dos tienen sobre sí en común la bóveda del cielo de Júpiter. Abierta y cambiante era la luz crepuscular, era lo respirable tan escurridizo como el líquido elemento cortado por las quillas, baño líquido de lo interior y lo exterior, baño líquido del alma, fluyendo lo respirable del más acá al más allá, del más allá al más acá, desvelada puerta del saber, nunca él mismo y sin embargo ya presentimiento de él, presentimiento de la entrada, presentimiento del camino, presentimiento oscuro del oscuro viaje. Delante, en la proa, cantaba un esclavo músico; probablemente la compañía allí reunida, su ruido absorbido por la quietud del atardecer, había tomado para sí al joven, presintiendo el retorno también ella, y después de una breve pausa para templar la lira y otra breve espera de norma artística, había resonado y flotaba la canción sin nombre del muchacho sin nombre, irradiando dulcemente el canto, aleteando como un soplo, semejante a los colores de un arco iris en el cielo nocturno, irradiando dulcemente el sonido de las cuerdas, delicado como el marfil, obra humana el canto, obra humana el sonido de las cuerdas, pero alejado de los hombres hasta más allá del origen de los hombres, liberada de los hombres, liberada del sufrimiento, éter de las esferas que se canta a sí mismo. Se hizo más oscuro, los rostros se hicieron más borrosos, las orillas difusas, el barco oscuro; sólo quedó la voz, ahora más clara y dominadora, como si quisiera guiar la nave y el compás de los remos, olvidado el origen de la voz y a pesar de ello voz guía de un muchacho esclavo; la canción indicaba la vía, descansando en sí misma y por eso mismo en guía convertida, y por eso mismo abierta a lo eterno, pues sólo lo que descansa es capaz de guiar, sólo lo único y singular arrancado, no, salvado del fluir de las cosas, se abre a lo infinito, sólo lo retenido —ay, ¿logró alguna vez él mismo ese ¡alto! tan verdaderamente orientador?—, sólo lo que verdaderamente se ha afirmado, aunque sea un único instante en el mar de millones de años, llega a la perduración eterna, se torna canto guía, conduce; oh, un solo instante de vida, ensanchado al todo, ensanchado al círculo del conocimiento total, abierto a lo infinito; alto sobre la radiante canción, alto sobre el radiante crepúsculo, respiraba el cielo, cuya agria y clara dulzura otoñal se había repetido invariablemente desde mil y mil siglos, y todavía se repetirá invariablemente por mil y mil siglos, única a pesar de ello en su aquí y en su ahora; y sobre el claro brillo sedoso de su cúpula flotaba en calma el umbral de la noche.

 La canción guio, pero ya no por mucho tiempo; la navegación entre las orillas del canal de acceso llegó pronto a su fin y la canción se apagó en la inquietud general que se desarrolló a bordo, cuando se abrió la bahía interior del puerto, brillante ya la negrura de su espejo plomizo, y la ciudad dispuesta en abanico alrededor de la cuenca apareció a la vista con su multitud de luces, centelleando como un cielo estrellado en la niebla del anochecer. De repente se notaba calor. La escuadra se detuvo para dejar en primer lugar la nave del César, y entonces —bajo la suave inmutabilidad del cielo otoñal también este hecho hubiera debido retenerse como algo único e infinito— comenzó una prudente maniobra para pilotearse sin peligro a través de los botes, los veleros, las barcas de pesca, tartanas y naves de transporte ancladas por todas partes; cuanto más se adelantaba, tanto más estrecho se tornaba el canal navegable, tanto más apretada era la masa de las moles navales alrededor, tanto más espesa la confusión de los mástiles y de las sogas y de las velas recogidas, muertas en su rigidez, vivas en su quietud, masa de raíces extrañamente oscura, entrecruzada y enmarañada, que brotaba sombríamente de la brillante superficie oscura y aceitosa del agua hacia la inmóvil claridad vespertina del cielo, negra tela de araña de madera y cáñamo, reflejada espectralmente abajo en las aguas, atravesada espectralmente arriba por la salvaje llamarada de las antorchas agitadas entre gritos para la bienvenida en todas partes en las cubiertas, iluminada espectralmente por la magnificencia de las luces en la plaza del puerto: en la hilera de las casas portuarias estaba iluminada, ventana tras ventana, hasta debajo de los techos; estaba iluminada una hostería tras otra debajo de las columnatas; diagonalmente a través de la plaza se tendía una doble fila de soldados que llevaban antorchas entre el centelleo de los yelmos, hombre tras hombre, con la evidente misión de mantener libre el camino a la ciudad desde el desembarcadero; alumbrados con antorchas estaban los tinglados y las oficinas aduaneras sobre los muelles; era un enorme espacio relumbrante, repleto de cuerpos humanos, una enorme cuenca relumbrante para una espera tan enorme como violenta, colmada de un rumorear producido por cientos de miles de pies que se arrastraban, rozaban, golpeaban, raspaban sobre el empedrado, un enorme anfiteatro hirviente, lleno de negro y ondulante siseo, de un mugido de impaciencia, que sin embargo enmudeció de pronto y cuajó tenso, cuando la nave imperial, empujada ya sólo por unos pocos remos, alcanzó el muelle con suave bordeo y atracó casi sin ruido en el lugar asignado, ante los dignatarios de la ciudad, en medio del cuadrado militar de antorchas; sí, entonces llegó el instante esperado por el sordo rugir de la bestia masa, para poder soltar su jubiloso alarido, que en ese momento estalló, sin pausa y sin fin, victorioso, estremecedor, desenfrenado, aterrador, magnífico, sometido, invocándose a sí mismo en la persona del Uno.

 Esta era pues la masa para la que vivía el César y había sido creado el imperio y había sido preciso conquistar las Galias y habían sido vencidos el reino de los Partos, la Germania; ésta era la masa para la que había sido lograda la gran paz del Augusto y que debía ser sometida de nuevo a la disciplina y al orden del Estado para esa obra de paz, llevada de nuevo a la fe en los dioses y a una moral humano-divina. Y ésta era la masa sin la cual no se podía hacer política alguna y en la cual debía apoyarse también el mismo Augusto, mientras quisiera afirmarse; y, lógicamente, el Augusto no tenía otro deseo. ¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón, él, auténtico hijo de campesino de Andes cerca de Mantua, no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y éstos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura, un inmenso lodazal de inefable, inexpresable, inconcebible desventura hervía en la cuenca de la plaza; cincuenta mil, cien mil bocas rugían la desventura desde el fondo, se la rugían mutuamente sin oírla, sin saber de esa desventura, pero resueltos a ahogarla y aturdirla en infernal ruido, en gritos y estrépito. ¡Qué salutación natalicia! ¿Es que sólo él lo sabía? Pesada como piedra la tierra, pesada como plomo el agua y allí estaba el cráter demoníaco de la desventura, abierto de par en par por el mismo Vulcano, un cráter de algazara al borde del reino de Poseidón. ¿No sabía el Augusto que esto no era un saludo natalicio, sino algo muy distinto? Un sentimiento de la más torturada compasión surgió en él, de una compasión que incluía tanto a Octaviano Augusto como a esas masas humanas, tanto al dominador como a los dominados, y ese sentimiento estaba acompañado por la sensación de una responsabilidad no menos torturada y realmente insoportable, de la que apenas podía darse cuenta; ya sólo, y justo, sabía que tenía poco parecido con la carga que había tomado sobre sí el César; al contrario, era una responsabilidad de muy otra naturaleza, porque, inaccesible a cualquier medida de Estado, inaccesible a cualquier poder terrenal por grande que fuera, era también tal vez inaccesible a los dioses esa desventura hirviente y oscura, desconocida y llena de misterio, y no había griterío de masas que pudiera taparla; si acaso aún la débil voz del alma que se llama canto y con el presentimiento de la desgracia, sin embargo, anuncia la salvación que despierta, porque toda canción verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el conocimiento. La responsabilidad del cantor, su responsabilidad de conocer, la que él sin embargo sigue siendo incapaz de llevar y cumplir por la eternidad... ¡¿oh, por qué no le había sido concedido penetrar más allá del presentimiento hasta el saber legítimo, del que solamente se puede esperar la salvación?! ¡¿Por qué el destino le había obligado a volver aquí?! ¡Aquí no había más que muerte, nada más que muerte y nueva muerte! Con los ojos abiertos, llenos de espanto, se había incorporado a medias, y ahora volvió a caer sobre el lecho, sobrecogido de horror, de piedad, de duelo, de deseo de responsabilidad, de impotencia, de debilidad; no era odio lo que sentía frente a la masa, ni siquiera desprecio, ni siquiera antipatía, nunca había querido menos alejarse del pueblo o elevarse sobre el pueblo; pero algo nuevo había aparecido, algo de lo que nunca había querido enterarse en todo su contacto con el pueblo, aunque dondequiera había estado —no importa si en Nápoles o en Roma o en Atenas— hubiese tenido más que oportunidad para ello, algo que surgía sorprendentemente arrollador aquí en Brindis: el abismo de perdición del pueblo en todo su alcance, el descenso de los hombres a plebe de gran ciudad, y con ello la transformación del hombre en lo contra-humano, causada por el vaciamiento del ser, por la conversión del ser en mera vida codiciosa de superficie, perdido su origen radical y cortado del mismo, de manera que ya no queda otra cosa que la vida individual, peligrosamente disuelta, de un exterior casi turbio, preñada de desventura, preñada de muerte, oh, preñada de un desenlace misteriosamente infernal. ¿Era esto lo que el destino quiso enseñarle, obligándole a volver a la multiplicidad, rechazándole a esta horrible caldera de terrenalidad descompuesta? ¿Era ésta la venganza por su anterior ceguera? Nunca había sentido tan próxima la desventura de la masa; ahora estaba obligado a verla, a oírla, a sentirla hasta en la última raigambre de su propio ser, porque la ceguera es ella misma una parte de la desventura. Una y otra vez resonaba insistente el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento; se agitaban antorchas, voces de mando cruzaban la nave; sordamente cayó sobre las planchas de la cubierta una maroma lanzada desde tierra, y la desgracia gritaba, y el tormento gritaba, y la muerte gritaba, gritaba el misterio preñado de desgracia, imposible de descubrir y, a pesar de ello, presente sin velos por doquiera. Quieto, yacía él entre el trápala de muchos pies apresurados; su mano apretaba firmemente una manija del cofre de cuero con el manuscrito, que nadie se lo pudiera arrancar; pero cansado por el ruido, cansado por la fiebre y la tos, cansado por el viaje, cansado por lo que vendría, imaginaba que esta hora del arribo podría trocarse fácilmente en su hora de muerte y casi era un deseo, aun cuando o porque sentía claramente que no había llegado todavía el momento; sí, casi era un deseo, aun cuando o porque hubiera sido una muerte extrañamente caótica, extrañamente ruidosa, y no le parecía inaceptable sino casi apetecible, pues, obligado a mirar al infierno de fuego, obligado a escucharlo, su corazón se veía obligado también a conocer el fuego lento infernal de lo infrahumano.

 Sí, hubiera sido agradable dejarse llevar por una sensación desfalleciente, para sustraerse así a la algazara, para cerrarse a los vítores de la muchedumbre, al volcánico y subterráneo clamoreo que sin pausas, como si nunca quisiera acabar, fluía en poderosas ondas desde la plaza; pero esa fuga estaba prohibida, sin contar que podía llevar hasta la muerte, porque superior a toda energía era el imperativo de asir la menor partícula de tiempo, la menor partícula del acontecer, para incorporarla al recuerdo, como si con ella pudiera estar preservado de todas las muertes para todos los tiempos; él se aferraba a la conciencia, se aferraba a ella con la fuerza de quien siente acercarse lo más importante de su vida terrena y está lleno de la angustia de poder perderlo, y la conciencia, mantenida alerta por la despierta angustia, obedecía a su voluntad: nada se le escapaba, ni los gestos preocupados y el vacío apoyo del médico auxiliar de juvenil rostro afeitado y excesivamente pulcro, que por orden del Augusto estaba ahora a su lado, ni los rostros torpemente extrañados de los cargadores que habían subido a bordo una litera para llevárselo, enfermo y débil, como una cosa frágil y distinguida; él lo observó todo, debía retenerlo todo; notó la mirada encarcelada de sus ojos, notó el huraño tono de refunfuño con que se entendían los cuatro hombres, cuando levantaron su carga sobre los hombros, notó el olor agresivamente salvaje y maligno del sudor de sus cuerpos; pero no se le escapó tampoco que su toga había quedado allí y que ahora la llevaba un muchacho de negros rizos y aspecto realmente infantil, que había recogido la prenda con un rápido salto. Ciertamente, la toga era menos importante que el cofre del manuscrito, del que había encargado a dos cargadores pegados a la litera; de todos modos una pequeña porción de la vigilancia a la que se sentía obligado y se obligaba a sí mismo, pese a todas las veleidades del cansancio que trataban de atontarlo, podía recaer también sobre la toga, y ahora se preguntaba de dónde había surgido el chiquillo, que le parecía extrañamente conocido y familiar y que no había advertido en todo el viaje; era un jovencito algo tosco, un poco torpe a la manera campesina, por cierto ningún esclavo, por cierto ningún sirviente, y mientras infantilmente, con claros ojos en el rostro moreno, se apoyaba en la borda, esperando, porque en todas partes había demoras, echaba disimuladamente, de tarde en tarde, una mirada hacia la litera, torciendo luego los ojos suave, divertido, tímidamente, apenas se sentía observado en su acción. ¿Juego de miradas? ¿Juego de amor? ¿Una vez más sería arrastrado él, un enfermo, al doloroso juego de una existencia locamente deliciosa, una vez más arrastrado él, un yacente, al juego de una persona erguida? ¡Oh, ellos, los erguidos, no saben cómo está entretejida la muerte en sus ojos y en sus rostros, se niegan a saberlo, quieren solamente seguir jugando el juego de sus atractivos y de su complicación recíproca, el juego de su preparación al beso, con los ojos loca y amablemente fijos en los ojos, y no saben que todo yacer para el amor es siempre también un yacer para la muerte! Pero el que yace irremediablemente, sabe de eso y casi se avergüenza de haber caminado él mismo erguido un tiempo, de haber él mismo un tiempo —¿cuándo fue? ¿fue en tiempos anteriores al recuerdo o sólo meses antes?— participado en el juego vital amablemente inconsciente, amablemente ciego; y casi siente el desprecio con que piensan en él los enredados en el juego, porque ya está excluido y yace allí desamparado, sí, casi lo siente como una alabanza. Pues no es dulce atracción la verdad de la mirada, no; sólo con sus lágrimas se torna vidente, sólo en el dolor es un ojo que ve, sólo sus propias lágrimas le llenan con las del mundo, colmado de verdad con el húmedo olvido de todo ser. ¡Oh, sólo al despertar entre lágrimas, la muerte en vida, en que se hallan y del que dependen los enredados en el juego, se torna vida que descubre la muerte, que descubre el todo! Y por eso justamente también el jovencito —¿qué rasgos tenía? ¿eran de un pasado anterior al recuerdo o los de un pasado muy reciente?—, por eso justamente debía mejor desviar la mirada y no desear seguir un juego que como pasatiempo era ya extemporáneo; demasiado discordante resultaba que esta mirada pudiera sonreír por sobre el propio entrelazamiento con la muerte; demasiado chocante era que fuese dirigida a un yacente cuyos ojos no podían ya dar una respuesta, ay, no querían ya darla; demasiado chocante era lo extravagante, lo amable, lo doloroso entre un infierno de ruido y de fuego, petrificado de ciego trajín, en medio del acoso humano, sin apenas una huella de humanidad. Tres puentes habían sido tendidos de la nave al muelle, el de popa reservado para los huéspedes del viaje, por cierto insuficiente para la impaciencia que se había tornado impetuosa, los otros dos en cambio destinados para la descarga de las mercancías y los equipajes; y mientras los esclavos dedicados a esta tarea en larga fila serpeante, a menudo ligados uno a otro como perros en parejas con collares y cadenas, pueblo multicolor de mirada sin dignidad, todavía humanos y ya no humanos, sólo criaturas movidas y azuzadas, figuras en harapos o semidesnudas, brillantes de sudor a la cruda luz de las antorchas, ¡horror!, ¡espanto!, mientras corrían por la pasarela del medio, para abandonar luego la nave a proa, encorvado casi en ángulo recto el cuerpo bajo el peso de cajas, sacos y cofres, mientras todo esto ocurría, los contramaestres encargados de vigilarlos, uno en cada extremo de cada planchada, agitaban automáticamente los cortos látigos sobre los cuerpos que pasaban delante de ellos, sin elegir, a ciegas simplemente, golpeando con la crueldad sin sentido y apenas cruel ya de un poder ilimitado, sin razón verdadera alguna, porque esa gente se apresuraba de suyo en la medida de sus pulmones, sin saber casi cómo lo hacían, más aún ni siquiera se agachaban cuando caía el látigo, sino que más bien hacían una mueca como una sonrisa; un pequeño sirio negro, alcanzado justamente al llegar a cubierta, con tranquilidad, sin hacer caso del rastro lívido en su espalda, acomodó los harapos que había colocado bajo el collar, para evitar lo más posible el roce con la clavícula, y sólo murmuró con una mueca hacia la litera levantada: «¡Baja, gran rey, baja; tú también puedes probar una vez cómo nos sabe a nosotros!» La contestación fue un nuevo arranque del látigo; mientras tanto el pequeño, ya advertido, había dado un rápido salto; la cadena se estiró reciamente y el golpe silbó en el hombro del compañero de esclavitud arrastrado por el impulso hacia adelante, un parto enorme, de rojo cabello y espesa barba, que, así como sorprendido, volvió la cabeza, y en esa mitad de la cara, que presentaba, entre una confusión de cicatrices desagradables —era sin duda un prisionero de guerra—, rojo y sangriento y fijo, un ojo vaciado, reventado, abierto, fijo y, a pesar de toda su ceguera, realmente sorprendido, porque aun antes de ser empujado hacia adelante por la fila que empujaba hacia delante con ruido de cadenas, un nuevo golpe había silbado otra vez alrededor de su cabeza, ciertamente porque ya había partido al mismo tiempo, y le había dividido la oreja con un sangriento tajo. Todo esto había durado apenas el tiempo de un breve latido de corazón, pero, a pesar de eso, lo suficiente como para interrumpir ese latido; ¡era infame contemplar eso y no emprender el menor intento de intervención —incapaz y tal vez hasta reluctante a intervenir—, hasta era infame tratar de retener ese hecho, infame un recuerdo en el cual también eso debía quedar anotado para la eternidad! Desmemoriado había sido el sarcasmo del pequeño sirio, desmemoriado, como si no hubiera más que un desolado y violentado presente, sin futuro y por eso también sin pasado, sin después y por eso también sin antes, como si ambos encadenados nunca hubiesen sido niños, nunca hubiesen jugado en los campos de la juventud, como si en su patria no hubiera montañas, praderas, flores, ni siquiera un arroyo al fondo del atardecer, sonando en el valle lejano. ¡Oh, qué infame depender de la propia memoria, preocuparse por ella y cuidarla! ¡Oh recuerdo indestructible, recuerdo del ondular del trigo, lleno de campos, lleno del chasquear del bosque rumoroso con sus frescas paredes, lleno de los bosques de la juventud, ebrios a la mañana los ojos, ebrio a la tarde el corazón, verdor tembloroso que se abre y gris trémulo que declina, oh ciencia del arribo y del retorno, esplendor del recuerdo! Mas golpeado el vencido, aclamado salvajemente el vencedor, frío como la piedra el lugar del suceso, la mirada abrasadora y abrasadora la ceguera, ¿para qué ser inhallable valía ya la pena mantenerse despierto? ¿por qué futuro valía ya la pena el indecible esfuerzo del recuerdo? ¿en qué futuro iba a poder aún penetrar? ¿es que había futuro?

 Las planchas del puente cedieron un momento, cuando la litera pasó sobre ellas al paso uniforme de los cargadores; abajo fluctuaba lenta el agua negra, estrechada entre la negra y pesada mole de la nave y el negro y pesado murallón del muelle, el elemento liso y denso respirando de sí, respirando suciedad, sobras y hojas de legumbres y melones en descomposición, todo lo que fermentaba abajo, flojas oleadas de un grave aliento dulzón de muerte, oleadas de una vida en podredumbre, la única que puede existir entre las piedras, viviente ahora sólo en la esperanza del renacimiento de su putrefacción. Así era allí abajo; aquí arriba en cambio estaban las varas impecablemente labradas, doradas y adornadas de la litera sobre los hombros de animales de carga de figura humana, animales de carga alimentados como hombres y de habla humana, de sueño humano, de pensamiento humano, y en el asiento de la litera impecablemente trabajado y tallado, adornados su respaldo y sus brazos laterales con estrellas de áurea lámina, descansaba un desecho, un enfermo, en él la putrefacción ya habitaba al acecho. Todo esto era extremadamente discorde; en todo esto se escondía la oculta desgracia, la rigidez de un suceder más perfecto que el hombre, aunque sea éste mismo quien construye los muros, quien corta y manilla, curte la lonja del látigo y forja cadenas. Imposible cerrarse a ello, imposible olvidar. Y lo que siempre se quería olvidar, estaba allí de nuevo con figura real siempre renovada, volvía de nuevo, como nuevos ojos, nueva algazara, nuevos latigazos, nueva rigidez y nueva desventura, exigiendo todas estas cosas cada una para sí su propio lugar, cohibiendo y constriñendo una a la otra en terrible contacto, y sin embargo sumamente extrañas y discordes, entremezcladas todas entre sí. Discorde como el contacto de las cosas entre sí se había vuelto también el curso del tiempo; cada parte del tiempo no quería concordar con la otra: nunca el ahora había estado tan claramente separado del antes; un abismo profundamente cortado, sin puente alguno que lo cruzara, había convertido este ahora en algo independiente, lo había separado irrecusablemente del antes, del periplo y de todo lo que lo había precedido; le había separado de toda la vida anterior, y él sin embargo, en el suave balanceo de la litera, apenas hubiera sabido decir si la navegación seguía aún o si realmente estaban ya en tierra firme. Miró por sobre un mar de cabezas; sobre un mar de cabezas estaba suspendido, en medio de una rompiente de hombres, ciertamente hasta entonces sólo al borde de ella, pues los primeros intentos de superar ese ondulante obstáculo habían fracasado por completo. Aquí, en el amarradero de las naves de la escolta, las disposiciones policiales eran mucho menos severas que al otro lado donde se recibía al Augusto; y aunque algunos de los pasajeros lograron penetrar allí, lanzándose de prisa, de modo que pudieron todavía unirse al cortejo solemne que se formó dentro de la zona cerrada y que debía llevar al César a la ciudad y al palacio, eso hubiera sido de todo punto imposible para los portadores de la litera; el sirviente imperial que había sido asignado a la pequeña escolta para acompañarla, guiarla y por así decirlo, vigilarla, era demasiado cargado de años, demasiado pesado de cuerpo, demasiado débil y también demasiado bondadoso como para lanzarse a abrirse paso con violencia; era impotente y, como era impotente, debió limitarse a las quejas contra la policía, que había permitido estas aglomeraciones de plebe y que, por lo menos, hubiera debido colocar a su lado una guardia conveniente; y así, finalmente, fueron empujados y llevados adelante sin meta a través de la plaza, a veces atascados, otras impulsados y zarandeados en titubeante zigzag, una vez hacia acá, otra vez hacia allá. Y representó un alivio inesperado el hecho de que el muchacho les hubiera acompañado; como si hubiera tenido conocimiento en alguna forma de la importancia del cofre del manuscrito, y esto era sumamente extraño, cuidaba de que sus portadores se mantuvieran siempre muy juntos a la litera, y mientras él mismo se mantenía al lado con la toga echada sobre el hombro y no permitía la menor separación, miraba a hurtadillas hacia la litera, transparentes los ojos, lleno de alegría y veneración. De las fachadas de las casas y desde las calles fluía un pesado bochorno; llegaba en amplias oleadas transversales, constantemente deshecho por la algazara y la aclamación sin fin, por el hervor y el estrépito de la bestia multitudinaria, y, a pesar de ello, inmóvil; aliento de agua, aliento de plantas, aliento de ciudad: un solo vaho pesado de vida constreñida en bloques, de piedra y de su aparente vitalidad en descomposición, humus del ser, cerca de la putrefacción y elevándose desmedido de las cavidades recalentadas de piedra, elevándose a las frías y pétreas estrellas con que comenzaba a cubrirse la interior cuenca del cielo, que oscurecía en profunda y suave negrura. La vida brota de profundidades inescrutables, penetrando a través de la piedra, muriendo ya en este camino, muriendo y pudriéndose y helándose ya en el subir, en el subir también ya evanescente; pero desde inescrutables alturas desciende lo inexorable, frío como la piedra, aliento que desciende e ilumina oscuramente, dominando con su contacto, petrificándose en roca del abismo, arriba y abajo lo pétreo, como si fuera la última realidad de este mundo del más acá... y entre esta corriente y la corriente antagónica, entre la noche y la antinoche, cual roja brasa abajo, con claro destello arriba, flotaba en esta doble nocturnidad en su litera, como si fuera una barca, cubierta por el mar encrespado de lo vegetal-animal, levantada en el aliento frío de lo inexorable, impulsada hacia mares tan enormemente enigmáticos y desconocidos, que era como un regreso; pues, ola tras ola, las grandes áreas que su quilla había atravesado, áreas de olas del recuerdo, áreas de olas de los mares, no se habían vuelto transparentes, nada en ellas se había desvelado al conocimiento, sólo el enigma había quedado; lleno de enigmas, el pasado llegaba desbordando sus orillas hasta el interior entre el humo resinoso de las antorchas, entre el grávido vaho de la ciudad, entre el denso y oscuro miasma de bestias salvajes de los cuerpos, en medio de la plaza desconocida sentía el olor inconfundible, imborrable del mar, su ser grandioso e innoble; tras él quedaban las naves, los extraños pájaros de lo desconocido; todavía llegaban desde ellas las voces de mando, luego el chirrido intermitente de un árgana de madera, luego un golpe de címbalo, resonando con su canto profundo como un último eco del astro del día hundido en el mar; más allá está el viento marino de las grandes superficies, está su inquietud coronada de blanco miles de millones de veces, la sonrisa de Poseidón, siempre pronta a convertirse en rugiente carcajada, cuando el dios lanza sus caballos, y tras el mar, pero encerrándolo al mismo tiempo, están las tierras que baña; todas las había atravesado, había pasado sobre su piedra, sobre su humus, participando en lo vegetal y humano y animal, entretejido en todo ello, impotente ante tanta incógnita, incapaz de dominarla, entreverado y perdido en los acontecimientos y en las cosas, entreverado-perdido en las tierras y en sus ciudades; ¡qué borroso estaba ya todo esto y sin embargo cerca, cosas, países, ciudades; cómo estaban todos detrás de él, alrededor de él, dentro de él; qué suyas eran, soleadas y talladas de sombras, ruidosas y nocturnas, conocidas y enigmáticas, Atenas y Mantua y Nápoles y Cremona y Milán y Brindis, ay, y Andes!... Todo llegaba hasta aquí, estaba aquí, en medio de la balumba de luces de la plaza portuaria, rodeado por el aliento de lo irrespirable, envuelto en el clamor de lo incomprensible, unido a una única unidad, en la que la lejanía se tornaba en seguida vecindad y la vecindad lejanía, y le obligaba, mientras se deslizaba por encima, rodeado de barbarie, a una vigilia ingrávidamente suspensa; ante los ojos y en su conocimiento los candentes infiernos, sabía a la vez su vida, la sabía llevada por el flujo y reflujo de la noche, en la que se cruzan pasado y futuro; aquí lo sabía, en esta encrucijada del presente inmersa en el fuego, rodeada de fuego en la plaza costera, entre pasado y futuro, entre mar y tierra, él mismo en medio de la plaza, como si le hubieran querido traer, por decisión del destino, al centro de su propio ser, a la encrucijada de sus mundos, a su centro del mundo. Sin embargo era solamente la plaza portuaria de Brindis.

 

 Y aun cuando ése hubiera sido el centro del mundo, justamente allí era imposible permanecer; el pueblo seguía entrando en la plaza desde las calles, abovedadas con pancartas alegres y luminosas, y cada vez más los portadores eran empujados de nuevo hacia afuera de la plaza, de modo que se hizo de todo punto imposible alcanzar desde allí el cordón de soldados y el cortejo del Augusto, que ya se había puesto en marcha entre músicas de fanfarrias. La algazara había aumentado allí aún más, porque también la música debía ser cubierta por los gritos, las aclamaciones y los silbidos, y, con el ruido en aumento, aumentaban también la violencia y la falta de reparos en empujar y forcejear, que casi se había vuelto meta y diversión de cada uno; sólo que, en toda esa violencia, la facilidad y levedad de la suspensa vigilia, que le rodeaba sólo a él, parecía haberse comunicado a toda la plaza, como una segunda iluminación que se hubiera agregado visiblemente a la primera, sin alterar nada de su dura y tenebrosa estridencia, haciéndola en cambio aún más honda y, a pesar de ello, revelando una segunda causalidad en el presente visible de las cosas, la despierta causalidad de la lejanía, inherente siempre a toda proximidad, aun a la más asible e inmediata. Y como para demostrar también esa sutil y lejana evidencia de una segunda causalidad, el jovencito se encontraba ahora, de pronto, sin que nadie supiera desde qué momento, a la cabeza de la escolta, y, como en un juego, blandiendo ligeramente una antorcha, que evidentemente había arrebatado al hombre más cercano, la empleaba como arma para abrir con ella un camino entre la multitud:  «¡Abrid paso a Virgilio!», gritaba alegremente y con descaro, «¡Abrid paso a vuestro poeta!», y aunque la gente se hacía a un lado sólo porque allí traían a uno que pertenecía al César o porque le resultaban extraños los ojos brillantes por la fiebre en la cara amarilla y oscura del enfermo, había que agradecer sin embargo al pequeño guía que al menos hubiera llamado su atención permitiendo así de algún modo el avance de la comitiva. Ciertamente hubo atascos contra los cuales nada podía ni el pícaro descaro del muchacho que llevaba la toga ni su encendida antorcha, y en estas demoras tampoco servía para cosa alguna el espectral aspecto del enfermo; por el contrario, el indiferente apartar de la mirada, al comienzo sólo defensivo, se transformaba en esas ocasiones en una abierta aversión hacia el desagradable espectáculo que llegó a convertirse en un murmullo entre tímido y belicoso, para el cual halló justa expresión un bromista, de tan buen humor como mala intención, con el grito:

 ... ¡Un hechicero! ¡El hechicero del César!

 —¡Se echa de ver, majadero —contestó gritando el jovencito—, que no has visto a un hechicero así en toda tu vida! ¡Es nuestro hechicero mayor, el máximo!

 Un par de manos se alzaron con los dedos extendidos para contrarrestar el mal de ojo, y una meretriz cubierta de afeites blancos, con una peluca rubia torcida sobre su calva cabeza, chilló hacia la litera:

 —¡Dame un filtro de amor!

 —Sí, entre las piernas y bien fuerte —añadió imitando su voz de falsete un joven semejante a un ganso y quemado por el sol, probablemente un marinero, y aferró por detrás con sus dos brazos llenos de tatuajes azules a la frágil y complaciente vocinglera—; un filtro así te lo puedo dar yo y con mucho gusto. ¡Eso te lo doy yo!

 —¡Abrid paso al hechicero, abrid paso! —ordenaba el jovencito que apartó con el codo al ganso y, rápidamente, decidido y en cierto modo por sorpresa, dobló hacia la derecha en dirección a un lado de la plaza; gustosos siguieron los portadores con el cofre del manuscrito; algo menos gustoso el sirviente-guardián; y siguieron a la litera los demás esclavos, todos igualmente arrastrados detrás del joven por una invisible cadena. ¿Adónde los llevaba, pues, el muchacho?, ¿de qué lejanía, de qué profundidad del recuerdo había emergido?, ¿qué pasado, qué futuro le determinaba?, ¿qué misteriosa necesidad?, ¿y de qué secreto pasado, a qué secreto futuro era transportado?, ¿no era más bien una permanente suspensión en el presente inconmensurable? Alrededor de él estaban las bocas que comían, las bocas que rugían, las bocas que cantaban, las bocas que admiraban, las bocas abiertas en los rostros cerrados; todas estaban abiertas, abiertas de par en par, munidas de dientes detrás de los labios rojos y morados y pálidos, armadas de lenguas; él miró hacia abajo sobre las redondas cabezas lanosas, musgosas, de los esclavos portadores, miró de costado sus mandíbulas y la piel llena de verrugas de sus mejillas, supo de la sangre que latía en ellos, de la saliva que tenían que tragar, y supo algo de los pensamientos que caen en estas máquinas de comer y trabajar, rígidas, torpes, desenfrenadas, y pasan, perdidos sí, pero imperecederos, delicados y sordos, transparentes y oscuros, cayendo gota a gota, gotas del alma; sabía de la nostalgia que no tiene paz ni siquiera en la sensualidad más dolorosamente libertina, innata en todos ellos, en el ganso como en su meretriz, insaciable nostalgia del hombre, que nunca se deja aniquilar, a lo sumo torcerse hacia lo perverso y adverso, sin dejar sin embargo de ser nostalgia. Alejado, y sin embargo indeciblemente cerca, suspenso por la vigilia, pero inmerso en todo lo oscuro, vio el embotamiento de los cuerpos sin rostro, vio cómo manaban semen y bebían semen, vio hincharse y endurecerse sus miembros; vio y oyó lo oculto en el subir y bajar de su celo ocasional, el júbilo salvaje, sordamente belicoso, de sus coitos y el marchitarse sabihondo de su envejecer, y casi fue como si todo esto, toda esta sabiduría le fuera comunicada a través de la nariz, respirada con el vaho aturdidor en que yacía lo visible y lo audible, inspirada juntamente con el múltiple vaho de las bestias humanas y de su forraje buscado diariamente en común, por ellas diariamente englutido, mientras ahora que se había conquistado finalmente un camino entre los cuerpos y la muchedumbre finalmente se tornaba menos densa, como las luces que raleaban hacia el borde de la plaza, para perderse al final totalmente, embebiéndose en las tinieblas, su olor, aunque seguía flotando detrás, fue sustituido por el claro hedor a podredumbre de los depósitos de pescado que delimitaban aquí la plaza portuaria y estaban ya quietos y abandonados a esta hora de la noche. Dulzón y no menos descompuesto se agregaba también el olor del mercado de frutas, lleno de un hálito de fermentación, sin que pudiera distinguirse el perfume de las uvas rojizas, de las ciruelas amarillentas, de las manzanas doradas, de los higos subterráneamente negros, mezclado e imposible de distinguir por la putrefacción común, y las losas pétreas del empedrado brillaban resbaladizas de pulpas pisadas húmedas y sucias. Muy lejos estaba ahora el centro de la plaza detrás de ellos, muy lejos las naves en el muelle, muy lejos el mar, muy lejos, aunque no perdido para siempre; la gritería humana no era allí más que un lejano zumbido, y de la música de las fanfarrias ya nada podía oírse.

Pugliatti:

“Esta novela no se lee: se invoca. Broch encierra al poeta en su última noche, no para hacerlo morir, sino para dejarlo transmigrar. Virgilio se convierte en símbolo: no del Imperio, sino de la renuncia a toda forma. ¿No es acaso el gesto más político, negarse a publicar La Eneida?”

Méndez Limbrick:

“Sí, y es también un gesto demoníaco en su ambigüedad. La palabra poética en Broch se alza como un rito salvaje contra la estructura. Como en el vuelo de Pepe la Urraca, el mundo se queda suspendido en el instante en que el símbolo duda de sí mismo.”

🔮 Cierre ritual: “La sobremesa concluyó entre sombras y vino derramado. Broch no fue digerido, fue invocado. Pugliatti encendió su pipa, y yo salí al jardín, donde el olivo parecía susurrar en hexámetros. El próximo sábado, quizá venga Simone Weil… o el demonio de la sintaxis que habita en una página de Joyce.”

viernes, 18 de julio de 2025

ARCHIVO SECRETO DE LA LOGIA “La Alquimia de la Literatura y la Filosofía”

 


📜 ARCHIVO SECRETO DE LA LOGIA

“La Alquimia de la Literatura y la Filosofía”

Bitácora de las sesiones simbólicas celebradas en la Mansión de Cappelli Gualandi

Fecha y HoraTema ritualContertulios principalesObservaciones litúrgicas
001Viernes 18 de julio de 2025, 12:34 CSTEl Trivium medieval como arte de invocación infernalCappelli, Casasola, Byron, Enrico, BelfegorEl arte se presenta como ente incorruptible; primer eco del ritual
002Viernes 18 de julio de 2025, 13:10 CST¿Puede el arte salvar el alma o embellecer su condena?Todos los contertuliosEl arte se define como presencia ontológica no instrumental
003Viernes 18 de julio de 2025, 13:40 CSTEl arte como caleidoscopio y testigo eternoByron Deford y Belfegor en diálogo profundoEl arte no puede ser poseído: se manifiesta pero no se entrega
004Viernes 18 de julio de 2025, 14:05 CST¿Qué es el arte?Jorge, todos los contertuliosEl arte como ente absoluto, numen sin voluntad ni juicio
005Viernes 18 de julio de 2025, 14:30 CSTReacciones individuales ante el ente llamado arteTodos los presentesEl arte no se comunica ni actúa, solo existe como umbral ontológico

📚 1975: el año que selló el verbo —dictamen de fundación literaria ✍️ Por Enrico Giovanni Pugliatti, en espejo ritual con J. Méndez-Limbrick

 🔱 1975: el año que fundó el verbo moderno ✍️ Por Enrico Giovanni Pugliatti, en dictamen especular con J. Méndez-Limbrick

🜂 I. Cámara inicial: ¿Por qué 1975?

El año 1975 no fue solo un cambio de calendario —fue un umbral literario. Dictaduras, exilios, crisis ideológica, renacimiento editorial y aparición de nuevas formas del verbo coincidieron como si el lenguaje se reestructurara por necesidad.

  • En América Latina, el Boom ya mostraba signos de madurez.

  • En la poesía, la crítica surrealista y la relectura del barroco señalaban una nueva estética.

  • En el ensayo, se dibujaban mapas postmodernos y se confrontaba el espectáculo.

🧠 II. 50 obras como estaciones del fuego literario

Con obras como El otoño del patriarca de García Márquez y La tía Julia y el escribidor de Vargas Llosa, 1975 consolidó narrativas que ya no buscaban representar —sino alterar el orden simbólico. Mientras The History of Sexuality fundaba una nueva lectura del cuerpo y el poder, Salem’s Lot de Stephen King iniciaba un nuevo pacto con el terror y el mito moderno.



Consejo Editorial de El laberinto del verdugo.



 

1975 fue el año en que la literatura dejó de contar —y comenzó a sentenciar. Cada obra fue sello, y cada autor, alquimista de su propio descenso.

🏛️ III. Zonas temáticas del corpus 1975

ZonaObras claveFunción simbólica
📘 Crítica institucionalFoucault, Debord, LyotardDerriban los discursos, fundan nuevos pactos
🧱 Narrativa barrocaLezama Lima, Carpentier (reediciones)Reinstalan el laberinto y la complejidad verbal
🔮 Fantasía filosóficaUrsula K. Le Guin, Doris LessingFundan mundos como espejos del nuestro
🪶 Realismo críticoVargas Llosa, García MárquezDenuncian el poder desde el mito político
🎭 Teatro y poéticaLorca, Vallejo, BeckettReconfiguran el verbo como acto corporal y ético

📚 Fragmentos literarios de obras publicadas en 1975 🜂 Selección ritual para la entrada “1975: el año que selló el verbo”

🧱 Narrativa hispanoamericana

Mario Vargas Llosa – La tía Julia y el escribidor

“La vida es una novela que uno escribe sin saber el argumento.” Reflejo del juego entre ficción y biografía que atraviesa la obra.

José Donoso – El jardín de al lado

“La literatura es el lugar donde los exiliados se encuentran.” Una meditación sobre el desarraigo y la creación.

🧠 Ensayo y pensamiento

Guy Debord – La sociedad del espectáculo

“Todo lo que alguna vez fue vivido directamente se ha convertido en una representación.” Crítica radical a la cultura mediática y la alienación.

Jean-François Lyotard – La condición postmoderna

“El saber ya no se transmite por narración, sino por información.” Diagnóstico del cambio epistemológico en la era digital.

🎭 Poesía y teatro

Pablo Neruda – Antología poética (edición 1975)

“Me gustas cuando callas porque estás como ausente.” Verso icónico que condensa el erotismo y la melancolía.

Federico García Lorca – Poeta en Nueva York (edición crítica)

“La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno.” Imagen surreal que denuncia la deshumanización urbana.

Luis Rafael Sánchez – La pasión según Antígona Pérez

“La justicia no se mendiga, se exige.” Fragmento teatral que convierte el mito en denuncia política.

🔮 Narrativa internacional

Ursula K. Le Guin – The Dispossessed

“La libertad es solo una posibilidad entre muchas.” Reflexión utópica sobre el exilio y la estructura social.

Stephen King – Salem’s Lot

“El mal no necesita razones, solo oportunidades.” Inicio del pacto moderno con el terror simbólico.

Heinrich Böll – The Lost Honor of Katharina Blum

“La verdad no se grita, se demuestra.” Crítica a la prensa y al juicio mediático.

 Cada fragmento es un sello. Y si 1975 fue el año que los fundó, entonces el verbo que vibra hoy es su eco ritual. ENRICO GIOVANNI PUGLIATTI.


miércoles, 16 de julio de 2025

La fugitiva: cuando el homenaje se disfraza de novela y termina en entierro machista

 



⚰️ La fugitiva: cuando el homenaje se disfraza de novela y termina en entierro machista

✒️ Por Enrico Giovanni Pugliatti

Sergio Ramírez, ese caballero de Cervantes y de la república de las letras, ha logrado en La fugitiva algo asombroso: una novela que presume de homenaje y termina siendo una sofisticada humillación sin bisturí ético. Yolanda Oreamuno —bajo el alias Amanda Solano— no es exaltada como autora, sino exhibida como mito decorativo: bella, trágica, deseada, atormentada… y convenientemente silenciada.

🧨 Travestismo narrativo y borrado intelectual

Ramírez niega que Amanda sea Yolanda. Pero la biografía coincide con precisión quirúrgica. ¿Por qué esconderla detrás de un seudónimo si se va a desnudar su intimidad con tanto detalle? Porque nombrarla implicaría reconocerla, y reconocerla como escritora sería ceder protagonismo.

La fugitiva no lee a Yolanda, la interpreta desde testimonios ajenos, condescendientes, donde su obra se diluye entre sus supuestos escándalos sentimentales. Las voces narradoras (todas mujeres) no le devuelven agencia: la cosifican con perfume y lástima.

🧠 Machismo literario en clave de prestigio

  • La belleza de Yolanda se celebra más que su prosa. Su carácter, más que su estética. Su tormento, más que su estilo.

  • El autor brilla más que el personaje: el narrador sin nombre se convierte en el verdadero protagonista intelectual, y Yolanda queda reducida a anécdota trágica, no a pensadora literaria.

  • ¿La ruta de su evasión? Apenas mencionada. ¿Sus ensayos, su innovación formal? Ignorados. Todo gira en torno a su deseo, su cuerpo, su rareza.

📚 ¿Qué queda de Yolanda?

Un entierro sin lápida, una novela sin crítica, un homenaje sin lectura. Ramírez la entierra simbólicamente dos veces: como mujer incómoda, y como autora exigente. Y lo hace con estilo, elegancia y aparente respeto, el más peligroso de todos los camuflajes narrativos.

🕯️ Epílogo desde mi sillón florentino

Desde aquí, afirmo sin temblor en la voz que La fugitiva es una novela machista disfrazada de tributo, donde la escritora es convertida en cuerpo narrado, no en mente creadora. Ramírez no eleva a Yolanda: la sofoca bajo el peso de su prestigio. Y si hubiera tenido la decencia de leerla con rigor, esta novela tal vez habría contado con la única voz que importaba: la suya.


CARLOS BOUSOÑO EL IRRACIONALISMO POÉTICO FRAGMENTO

 


Carlos Bousoño y el irracionalismo poético

Carlos Bousoño no escribió un tratado: escribió una cartografía del temblor. El irracionalismo poético (El símbolo) no es sólo una obra crítica, sino una tentativa de desentrañar el misterio que ocurre cuando el lenguaje deja de obedecer a la lógica y se convierte en emoción preconsciente.

¿Qué propone Bousoño?

  • Que el símbolo poético no necesita ser entendido para conmover.
  • Que la imagen poética opera en el lector como un eco oscuro, no como una fórmula racional.
  • Que la poesía moderna, desde Baudelaire hasta los surrealistas, ha abandonado la claridad para abrazar la ambigüedad fértil.

  • DR. ENRICO PUGLIATTI


Capítulo I 

 CONSIDERACIONES INICIALES SIMBOLISMO COMO USO DE CIERTO PROCEDIMIENTO RETÓRICO (EL SÍMBOLO) 

Y SIMBOLISMO COMO NOM BRE DE UNA ESCUELA LITERARIA FINISECULAR

 El presente libro se propone hablar de una de las técnicas más originales y propias de la poesía contemporánea, a partir de Baudelaire: la técnica simbolizadora, de naturaleza irra cional. Debo aclarar, de entrada, que una cosa es este simbo lismo o irracionalismo técnico, que consiste exclusivamente en la utilización de símbolos dentro de la expresión poemática, y otra cosa muy diferente el simbolismo de la escuela simbo lista francesa, que aunque pueda utilizar, claro está, símbolos, en el exacto sentido de «procedimiento retórico» que esta pala bra tiene en nuestra terminología (de ahí el nombre del movi miento en cuestión), no consiste en tal uso: abarca también otros elementos que se hallan en una relación estructural (y eso es lo decisivo) con el mencionado 

l. Como se sabe, el sim 1 Mi tesis acerca del carácter estructural de las épocas literarias y la relación de estas con las obras concretas de los autores individuales puede verse en varios trabajos míos, que paso a enumerar: Teoría de la expresión poética, 6.a edición, Madrid, ed. Gredos, 1977; La poesía de Vicente Aleixandre, 3.a edición (2.a de Gredos), Madrid, 1968; «El impre sionismo poético de Juan Ramón Jiménez (una estructura cosmovisio- naria)», Cuadernos Hispanoamericanos, oct.-dic. 1973, núms. 280-282; 8 El irracionalismo poético bolismo francés, la escuela simbolista en lengua francesa de fines del siglo xix y comienzos del xx (exactamente la escuela formada por la generación llamada de 1885 2) es una tendencia «Prólogo» a las Obras Completas de Vicente Aleixandre, Madrid, ed. Aguilar, 1968; «Prólogo» al libro Poesía. Ensayo de una despedida, de Francisco Brines, Barcelona, Plaza y Janés, 1974; y, en fin, «Prólogo» a la Antología Poética de Carlos Bousoño, Barcelona, Plaza y Janés, 1976. No es cosa de repetir aquí lo dicho en esas obras. Sólo recordaré, aun que sucintamente, dos cosas: 1.°, el fundamento que me guió en la expo sición doctrinal y

 2.°, cuál sea la más importante innovación, a mi jui cio, de ésta. El fundamento de que hablo consiste en mostrar que toda época artística se manifiesta como una determinada organización de sus características, a partir de un elemento central que las ha producido, como meras consecuencias psicológicas suyas en el ánimo del autor. Esto, aunque referido no a las épocas, sino a las obras individuales, estaba, en alguna medida, dicho ya por Bergson, para la filosofía, y por Ortega, y luego por Pedro Salinas, para la literatura. Lo nuevo, a mi entender, es esto otro. Tal elemento central, germen, foco o motor de cada época es siempre, en todo instante histórico, el mismo en cuanto a lo genérico, un cierto impulso individualista (individualismo: confian za que tengo en mí mismo en cuanto hombre). La diferencia entre unas épocas y otras viene entonces dada, exclusivamente, por el diferente grado con que ese individualismo se ofrece, grado que, a su vez, tiene origen social, y eso es lo que confiere a aquél la indispensable objeti vidad y lo hace vinculante para todos los hombres que viven un deter minado tiempo histórico.

 (Véase la nota 22 a la pág. 87 del presente libro y sobre todo el cap. XIV de éste y su nota final.) El sistema cosmovisioftario de cada época permanece cualitativa mente inmóvil y sólo sufre desarrollos cuantitativos mientras el indivi dualismo se halle situado entre dos puntos de una escala, esto es, mien tras pase, en su graduación, de un cierto nivel y no llegue a otro que hace de punto crítico, pues, cuando esto último sucede, sobreviene una reestructuración, y lo que aparece es una época nueva, con una diversa colocación de sus elementos en una trama. No son, pues, tales elementos los que constituyen la época, sino su disposición en un sistema o estruc tura.

 El romanticismo, por ejemplo (o el simbolismo) no consiste, por consiguiente, en la suma de sus características, sino en el sistema de relaciones que entre sí esas características establecen. Y es que, una vez nacida del modo dicho, cada característica influye estructuralmente sobre el sentido de todas las otras. 2 La constituirían ciertos poetas nacidos, digamos, entre 1855 y 1870. Si no distinguimos entre decadentes, simbolistas propiamente dichos y «escuela romana», la lista, como es bien sabido, sería, más o menos, Consideraciones iniciales 9 literaria (y no sólo literaria) afín al modernismo, aunque de ninguna manera coincidente con él. Creo que difícilmente po dríamos hallar vocablos más confusos y equívocos, de entre los de la terminología crítica, que estos de «modernismo» y «simbolismo». La razón de tal equivocidad yace, a mi juicio, en el carácter escasamente científico con que se ha abordado hasta ahora el estudio de las épocas literarias. Sólo una con sideración estructural podría orillar, acaso con éxito, esas dificultades3. Lo que me importa de momento decir es que ésta: Verhaeren, Rodenbach, Laforgue, Khan, Moréas, Ghil, Samain, Stuart Merril, Vielé-Griffin, Regnier, Saint-Pol-Roux, Lerberghe, Raynaud, du Plessys y Maurras. 3 De un mismo grado de individualismo pueden surgir muy diversas opciones, que se darán o no, según la psicología (profunda y no pro funda), la biografía (consciente e inconsciente), la clase social, etc., de cada artista, y según la capacidad de éste para superar o no tales con dicionantes; e incluso según la «forma» social de la época como tal, e incluso la del país o región específicos. Las estructuras cosmovisionarias son, pues, resultado de un sistema de posibilidades, no de forzosida- des. Lo único forzoso en cada época es el grado de individualismo que en ella objetivamente se vive, pues tal grado es fruto, tal como indiqué en nota a la página anterior, del acondicionamiento social, que objeti- viza, efectivamente, en la sociedad, una cierta idea de las posibilidades humanas como tales. 

Del grado individualista de que se trate (llamé moslo A) brotará, pongo por caso, la característica B, que, a su vez, dará origen a otra C, y ésta a otra D, y así sucesivamente. Pero en vez de esta rama A-B-C-D podría darse otra A-B’-C'-D’, o, frecuentemente, las dos de modo simultáneo, o incluso muchas más (aquí no hay límite alguno). Por su parte, cada término B, C, D (o B', C' o D') puede pro- liferar en todas direcciones. Así, por ejemplo, B en lugar de producir sólo un miembro C podría engendrar varios: C1( C2, C3, etc. Y lo propio les acontecerá a los miembros C, D, etc., que se desarrollarían, en nues tro supuesto, en las series, digamos, Cj, C2, C3 y Dj, D2, D3, etc. Ahora bien: tanto el modernismo como el simbolismo consisten en una «rece ta» ideal en que entran varias de estas posibilidades en una determinada dosis. Pero como cada persona particular, cada poeta, por ejemplo, contraría o puede contrariar esa dosis en algún punto o en alguna proporción (pues, como digo, tal dosis sólo existe en el sistema como una posibilidad, y no como algo obligatorio), las mencionadas variacio nes habrán de sumir en confusión al crítico que suponga al modernismo o al simbolismo un carácter de entidad absoluta. El simbolismo o el modernismo, etc., son sólo posibilidades, o, si se prefiere, probabili 10 El ir racionalismo poético la utilización de símbolos como procedimiento técnico de la expresión poemática es algo que excede amplísimamente, y por sitios diversos, a la llamada escuela simbolista. Por lo pronto, el uso de símbolos es anterior a esta última.

 Aparte de San Juan de la Cruz, que los utilizó de modo generoso y siste mático 4, los símbolos se dan, aunque esporádicamente, en algunos románticos5, y luego en Baudelaire6, Verlaine7, Rim baud, Mallarmé, etc. Pero si en vez de mirar hacia atrás, nuestra mirada se desplaza hacia adelante, aún es más evidente el des bordamiento de que hablamos, ya que la frecuencia y la com plejidad de la simbolización en poesía no hizo sino crecer después del cese de la escuela simbolista. Son muchísimo más simbolizadores, y de manera bastante más complicada y clades de una época dada, precisamente la finisecular, época que admitía también otras soluciones individuales, más o menos afines (y acaso poco o nada afines) al modelo ideal. Lo que de veras hay en cada pe ríodo es un grado de individualismo y la suma (innumerable) de sus posibles consecuencias, una de las cuales, para el período indicado, sería ese dechado de conducta estética que denominamos, repito, simbolis mo o modernismo. En la época fin de siglo había, a mi juicio, entre otras, estas tres probabilidades más evidentes: 1.°, la rama irracionalista (uso de símbolos, etc.); 2.°, la rama esteticista (que pone el arte, la belleza, en cuanto impresión artística, por encima de la vida); y 3.°, la rama impresionista (remito a mi artículo antes citado sobre el impresionis mo de Juan Ramón). Según la frecuencia y la intensidad con que se recayese en estas tres ramas de posibilidades, o prácticamente se rehu yese y anulase alguna de ellas, se era modernista y no simbolista, o al revés, o bien impresionista, ctc. (Por supuesto, el tema, para su ade cuada inteligibilidad, requeriría desarrollos que la economía de este libro me impide.) 4 Véase Jean Baruzi: Saint Jean de la Croix et le probléme de l’expé- rience mystique, 2.a ed., París, 1931, pág. 223; véase también Dámaso Alonso: La poesía de San Juan de la Cruz, Consejo Superior de Investi gaciones Científicas, Instituto Antonio de Nebrija, Madrid, 1942, pági nas 215-217. Véase asimismo mi libro Teoría de la expresión poética, 5.a ed., Madrid, ed. Gredos, 1970, t. I, capítulo XI, titulado «San Juan de la Cruz, poeta contemporáneo», págs. 280-302. 5 Véanse las págs. 106, 113, 134, 135 y 141 (notas). 6 Véanse las págs. 73 (y nota 11), 85-86, 101, 106 y 114 de este libro. 7 Véanse las págs. 74-75, 76, 102, 107, 108 y 136. Consideraciones iniciales 11 ardua, por ejemplo, los superrealistas que los simbolistas finiseculares 8. No vale tampoco hablar de «epigonismo»9: los miembros de la generación del 27 en España, o, digamos, Neruda en Chile, o el Eliot de Four Quartets o de Waste Land, o el Rilke de las Elegías del Duino, o, por supuesto, Breton, Aragon o Éluard, de ninguna manera deben considerarse como epígonos del sim bolismo finisecular, aunque utilicen, o puedan utilizar los símbolos en cantidades abrumadoramente mayores y, sobre todo, en formas mucho más arborescentes, «difíciles» y espec taculares que en esta última tendencia. 

Hablar de epigonismo para casos como los indicados, por razón del uso de símbolos me parece tan erróneo como llamar «renacentista» a Dante o bien a Espronceda, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Cernuda, Cuillén, etc., por la mera razón de que to dos ellos coincidan en el empleo de endecasílabos. Lo mismo que el Renacimiento se manifiesta como una estructura, dentro (y no fuera) de la cual el endecasílabo es sólo un ingrediente, el símbolo surge como uno, y sólo uno, de los muchos elementos que, en relación estructural, constituyen la llamada «escuela simbolista». Sacados de la estructura en la que constan, ni el endecasílabo es «renacentista» ni el símbolo (procedimiento retórico) es «simbolista» (escuela literaria)10. 8 Ese será uno de los puntos que trataré extensamente en mi libro de inmediata publicación Superrealismo poético y simbolización. 9 Tal como hace J. M. Aguirre en su libro Antonio Machado, poeta simbolista, Madrid, Taurus Ediciones, 1973, en las págs. 55 («otro de los epígonos del simbolismo, Jorge Guillén»), 64 («Gerardo Diego... un epí gono del simbolismo»), etc. 1° Ya hemos dicho que las características, por sí mismas, no tienen nada que ver con época alguna, pues una época es sólo una estructura. Es la relación de la característica con la estructura, o, enunciado de forma algo distinta, es la incorporación de la característica a la estructura lo que hace a aquella renacentista, simbolista, etc. Repito lo afirmado en el texto: el endecasílabo o el soneto de Dante no son, en absoluto, renacentistas; como tampoco lo son, y por los mismos motivos, el en decasílabo o el soneto de Lorca o de Guillén. Apliqúese idéntico crite rio a la consideración del símbolo. Lo mismo que el endecasílabo se dio 12 El ir racionalismo poético BIBLIOGRAFÍA SOBRE EL SÍMBOLO La bibliografía sobre el simbolismo-escuela resulta ya con siderable n; pero el análisis que desde esa perspectiva se ha hecho de lo que sea el «símbolo-procedimiento retórico» deja al lector bastante insatisfecho, por la pobreza, extemidad, simplicidad y vaguedad de sus conclusiones. Algo, en cierto modo, parecido ocurre, si de aquí pasamos a la bibliografía que del lado de la Lingüística se nos ofrece: encontramos en ella más precisión, pero en una dirección que, contemplada des de nuestros intereses, se nos antoja no menos externa que la otra. 

El problema se ve también, en efecto, desde fuera: se habla con bastante exactitud de las diferencias y semejanzas que unen y separan a los signos-símbolos de los otros signos: los alegóricos, los emblemáticos y los puramente indicativos. Pero nada hay que se refiera a lo que sean en sí mismo y desde dentro los símbolos; es decir, a lo que nosotros vamos a denominar «proceso preconsciente» que los origina; en con secuencia a cómo se producen y por qué tales recursos en la mente del autor y del lector; ni a cuál sea la razón de sus misteriosas propiedades. Alguna vez, incluso, confunden los lin güistas simbolismo y connotación12. tanto antes como después del Renacimiento, el símbolo se dio tanto antes (San Juan de la Cruz, ciertos poetas románticos, y luego Baudelai re, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé) como después de la escuela simbolista. Buenos ejemplos de ello los tendríamos en nombres como los de Va léry, Guillén, Aragon, Éluard, Lorca, Cernuda, Aleixandre, etc., etc. Hoy mismo han vuelto a utilizar con frecuencia la simbolización numerosos poetas; pero ni aun en la época realista de la posguerra, tan denodada mente antisimbolizadora, cayó en completo desuso la técnica que nos ocupa. 11 Véase la bibliografía que recojo en las páginas finales de este libro. 12 Los lingüistas, como es natural, se han ocupado mucho más, al entrar más de lleno en su principal competencia, de las connotaciones que de los símbolos. Ahora bien: al estudiar las connotaciones se desli zan a veces hacia la consideración del símbolo sin percatarse de que el símbolo es otra cosa muy distinta, pariente de la connotación (y Consideraciones iniciales 13 El Psicoanálisis y la Etnología, y aun la Historia de ciertos períodos, por ejemplo, la Edad Media 13 han mostrado, por su parte, en nuestro siglo, la importancia extrema de la simboli zación como tendencia general humana; se han estudiado (y más aún a partir de 1964) las tendencias simbolizantes de la mente primitiva y sus relaciones con las costumbres tribales, con los mitos, etc. Pero todo esto, y, como digo, los trabajos, tan distintos, de los psicoanalistas (Freud, Jung, etc.), aunque, desde otro punto de vista, sean, por supuesto, de gran valor y profundidad (y hasta genialidad en algún caso), no han aña dido tampoco gran cosa al conocimiento que a nosotros nos importa más. Aquello en que consista el símbolo como tal símbolo en su última y decisiva almendra ha seguido ofre ciéndose, de hecho, como asunto intocado. 

 De todos estos trabajos (bastantes de sumo interés) proce dentes de tan distintas disciplinas, saca el estudioso una idea, supongamos que suficiente, de los efectos que produce el sím bolo en el ánimo de su receptor (lector o espectador) y hasta el conocimiento de algunos (y sólo algunos) de sus numero sos atributos. Pero nada o muy poco se aprende, insisto, sobre lo que resultaría más sustancial y provechoso para nosotros, a saber: la causa de tales atributos y efectos. Se habla, por ejemplo, de que el símbolo es «la cifra de un misterio» 14; de de ahí la confusión) pero diferente de ella en puntos esencialísimos. Esta confusión se halla en forma implícita en todos aquellos lingüistas que extienden el concepto de connotación hasta abarcar a cuantas aso ciaciones, del orden que sea, ostente la palabra. Así, por ejemplo, A. Martinet («Connotation, poésie et culture», en To honor R. Jacobson, vol. II, Mouton, 1967). Entre nosotros, el reciente libro de J. A. Mar tínez (Propiedades del lenguaje poético, Universidad de Oviedo, 1975) incurre en idéntica confusión de una manera especialmente explícita (págs. 172, 189 y 450, entre otras). Véase más adelante, el cap. IX del presente libro, donde trato el tema en forma extensa. 13 J. Huizinga, El otoño de la Edad Media, Madrid, ed. Revista de Occidente, 1961, págs. 277-293. m p. Godet, «Sujet et symbole dans les arts plastiques», en Signe et symbole, pág. 128. Aluden a esta cualidad de los símbolos numerosos críticos. P. ej., Jean-Baptiste Landriot, Le symbolisme, 3.a ed., 1970, pá· 14 El ir racionalismo poético su tendencia a la repetición 15; de su naturaleza proliferante 16, emotiva 17, no comparativa sino identificativa 18, de su capacidad para expresar de modo sugerente19 estados de alma comple gina 227; J. M. Aguirre, op. cit., págs. 40, 86, 92, etc.; Ernest Raynaud, La. Mélée symboliste (1890-1900), París, 1920, pág. 92; Charles Múrice, «Notations», Vers et Prose, t. VII, septiembre-noviembre, 1906, pági na 81, etc. Entre nosotros, Machado (poema LXI: «el alma del poeta / se orienta hacia el misterio»), Rubén Darío (habla de Machado: «misterioso y silencioso — iba una y otra vez»), etc. 15 Svend Johansen, Le symbolisme. Étude sur le style des symbolistes frangais, Copenhague, 1945, pág. 219; Anna Balakian, El movimiento sim bolista, Madrid, ed. Guadarrama, 1969, pág. 134.

 Precisamente, la repe tición hace perder a los símbolos su cualidad de misterio y opacidad, como ya indicó Amiel en Fragments d’un journal intime, 27-XII-1880 («cuando los símbolos devienen transparentes ya no vinculan: se ve en ellos ... una alegoría y se deja de creer en ellos»). La conversión del símbolo en alegoría a fuerza de repeticiones explica la división que hace Maeterlinck de los símbolos en dos categorías: símbolos «a priori» (deliberados) y símbolos «más bien inconscientes» (en Jules Huret, Enquéte sur l’évolution littéraire, 1891, págs. 124-125). Véase también T. de Visan, Paysages introspectifs. Avec un essai sur le symbolisme, París, 1904, págs. L-LII. 16 Jean Baruzi, op. cit., pág. 223; Dámaso Alonso, op. cit., págs. 215 217; Johansen, op. cit., pág. 131; Maeterlinck (en el libro antes mencio nado de Jules Huret, Enquéte..., pág. 127); Verhaeren (en Guy Michaud, La doctrine symboliste. Documents, París, 1947, pág. 89). 17 A. Thibaudet: «Remarques sur le Symbole», Nouvelle Revue Fran- gaise, 1912, pág. 896; H. de Régnier, Poetes d’aujourd'hui, 1900. Citado por Guy Michaud, op. cit., págs. 55-56 y 73-76. 18 T. de Visan, Paysages..., ed. cit., pág. LII; Marcel Raymond, De Baudelaire al surrealismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1960, pág. 43; Juan Ramón Jiménez, El modernismo. Notas de un curso, Mé xico, 1962, pág. 174. 19 Es frecuente que los críticos hablen de sugerencia refiriéndose al símbolo, pero sin precisar nunca qué clase de sugerencia es la suya. En mi Teoría de la expresión poética, ed. cit., t. II, págs. 320-337, he intentado establecer el carácter irracional de la sugerencia simbólica, a diferencia de otro tipo de sugerencia (precisamente la más frecuente en poesía) que tiene carácter lógico, en cuanto que lo sugerido aparece como tal en la conciencia, y no sólo en la emoción, característica esta última de la sugerencia irracional de los símbolos. No se hace esta dis tinción (que considero indispensable) entre lo irracional y lo lógico de Consideraciones iniciales 15 j o s20 o una multiplicidad semántica21, etc.; o, como ya dije, la diferencia con la alegoría22, o con los signos indicativos de la lengua23. 

Nosotros aludiremos también, por supuesto, a las propiedades de los símbolos; pero sólo en cuanto consecuen cias de la índole misma de estos, la cual es, precisamente, en mi criterio, su irracionalismo (dando a tal expresión un deter minado sentido, que pronto hemos de ver). De este enfoque la sugerencia en la bibliografía sobre el símbolo. Se habla ele sugeren cia, y nada más. Así, Mallarmé en un texto muy conocido (Huret, op. cit., pág. óO); Régnier, Poetes d’aujourd’hui, 1900 Citado por Michaud, op. cit., págs. 55-56 y 73-76; Charles Morice, en Huret, op. cit., pág. 85; Visan, op. cit., pág. XLIX. . Y sin embargo, la relación entre el símbolo y lo inconsciente ha sido manifestada por varios autores (por ejemplo, Philip Wheelwright, Meta phor and Reality, Indiana University Press, 6.a ed., 1975, pág. 94; dice en esa página que el símbolo «se nutre de una multiplicidad de asocia ciones relacionadas la mayor parte de las veces de manera subconscien te y sutil»); esa relación con el inconsciente aparece más manifiesta y estudiada en los psicoanalistas, a partir de Freud. Jung llega a la espe cificación (a la que me incorporo) de «preconsciente» (C. C. Jung, «Introduction» a Victor White, O. P., God and the unconscious, 1952, Collected Works, vol. II, Londres, 1958, pág. 306). Otros autores son mucho más imprecisos. Hemos visto a Maeterlinck decir que los verda deros símbolos son «más bien inconscientes», involuntarios (Huret, op. cit., pág. 124-125). Algo semejante en Visan, op. cit., págs. L-LIII. 

Durand habla de que «el inconsciente es el órgano de la estructuración simbó lica» (Gilbert Durand: L’Imagination symbolique, París, Presses Uni versitaires de France, 1976, pág. 56). La posible concienciación de los sím bolos era también cosa conocida (Amiel, op. cit., 27-XII-1880). Pero de estas consideraciones generales no se pasaba nunca hacia mayores pre cisiones. 20 22 Edmund Wilson, Axel's Castle, Nueva York, 1936, págs. 21-22; Marcel Raymond, op. cit., pág. 41; Georges Pellisier, «L’évolution de la poésie dans le dernier quart de siécle», Revue de revues, 15-111-1901; Mallarmé (en Huret, op. cit., pág. 60). 21 Barbara Seward, The symbolic rose, New York, 1960, pág. 3. Gilbert Durand, op. cit., págs. 9-19; Albert Mockel, Propos de littérature, 1894 (en Michaud, op. cit., pág. 52); Fr. Creuzer, Symbolik und Mythologie der alten Volker, I, pág. 70; P. Godet, op. cit., pág. 125; Olivier Beigbeder, La symbolique, París, Presses Universitaires de Fran ce, 1975, pág. 5; J. Huizinga, op. cit., pág. 281. 23 Gilbert Durand, op. cit., págs. 9-19. 16 El ir racionalismo poético diferente, nuevo en lo esencial, nacerán todas las demás dis crepancias entre el presente libro y cuantos le han precedido en el estudio del tema. Creo, por eso, poder decir que la obra que ahora emprendemos intenta explorar la naturaleza del símbolo literario en una dirección prácticamente desconocida que espero habrá de rendirnos un conocimiento más exacto y complejo de nuestra específica cuestión, conocimiento que, además, tal vez, de rechazo y mutatis mutandis, pueda ser generalizado con provecho hacia las otras disciplinas intere sadas hoy en el simbolismo.

 LAS FRONTERAS DE NUESTRO ESTUDIO Un último punto debo tocar aún brevemente antes de dar por terminado este primer capítulo. Me refiero a los límites estrictos que nos impondremos en la consideración del objeto de nuestro estudio. Lo que me propongo investigar es el irra- cionalismo o simbolismo poético contemporáneo, pero sólo en una como vista panorámica general, sin entrar para nada, en principio, ni en problemas de historia, ni en las diferencias específicas que evidentemente existen entre las varias ma neras de producirse ese simbolismo o irracionalismo en las sucesivas etapas que, en el desarrollo de tal recurso a lo largo del tiempo, pueden fijarse, y que son, en nuestra cuenta (de jando aparte su último rebrote en la actualidad), tres: 1.°, el simbolismo de los simbolistas de la escuela francesa así llama da y sus allegados de otros países (en España, A. Machado, por ejemplo, o el primer Juan Ramón Jiménez); 2.°, el simbo lismo de los poetas aún no vanguardistas, pero posteriores a los considerados en el punto precedente (así, el Lorca de las Canciones y del Romancero Gitano, o el Juan Ramón de algu nas de las «Canciones de la nueva luz»); y 3.°, el simbolismo de los superrealistas. Este enfoque especificador de discrepan cias constitucionales, entre los diversos irracionalismos que se han venido sucediendo, merecía, en mi criterio, un libro apar te, que tengo ya escrito y pronto aparecerá con el título de Consideraciones iniciales 17 Superrealismo poético y simbolización. Y es extraño: al reali zar la equiparación entre las distintas formas de la irraciona lidad poemática resulta que, según he creído comprobar, se arranca tal vez al símbolo en su aspecto general un inesperado último secreto más significativo y recóndito, que, curiosamente, sólo podía reconocerse desde ese enfoque comparativo. Pero antes de llegar a ese punto final era preciso deslindar, minu ciosamente, otros importantes extremos, que van a constituir, justamente, la materia de nuestras actuales reflexiones.

 Como acerca del símbolo había hablado yo ya en mi Teoría de la expresión poéticaM, y antes en mi libro sobre Aleixan d re25, y aún en El comentario de textos26, no. sorprenderá al lector que en algunas de las presentes páginas me haya visto precisado a repetir conceptos establecidos por mí mismo en tales obras, aunque por supuesto, he procurado que tales rei teraciones se limiten a lo ineludible. Para ampliar los puntos ya tratados por mí antes y ahora sólo esquematizados, el lec tor deberá, en consecuencia, ir, si así lo desea, a las mencio nadas publicaciones. 24 Desde su primera edición en Gredos (1952) hasta la 6.a (Credos, 1977), que casi cuadriplica su tamaño inicial y donde trato el tema, por tanto, con bastante más extensión. 25 Primera edición, Madrid, ed. Insula, 1950; 2.a ed. de Gredos, Ma drid, 1968. 26 El comentario de textos, de varios autores, Madrid, Editorial Cas talia, 1973, págs. 305-338. El capítulo firmado por mí al que aludo se titula «En torno a 'Malestar y noche' de García Lorca» (págs. 305- 338).

martes, 15 de julio de 2025

Eumeswil de Ernst Jünger DR Enrico Giovanni Pugliatti y Jorge Méndez Limbrick sobre Eumeswil de Ernst Jünger


 



Comentario crítico en colaboración entre Enrico Giovanni Pugliatti y Jorge Méndez Limbrick sobre Eumeswil de Ernst Jünger

 Eumeswil se despliega como un laboratorio del poder donde el historiador nocturno —Manuel Venator— no observa con nostalgia ni con esperanza, sino con la precisión quirúrgica del testigo. Jünger propone una figura inédita: el anarca. Un ser que no se rebela ni gobierna, pero mantiene su libertad ontológica frente a cualquier forma de dominación. En esta novela, el lenguaje no busca seducir; busca marcar el territorio invisible de lo simbólicamente irreductible.”

 El anarca, no es tanto un hombre como una configuración espiritual: un sello mental que renuncia al contrato social sin caer en el nihilismo. Sus rituales son internos y su altar está en la conciencia lúcida, no en la plaza pública.

 “Desde una estética de lo residual —murallas que caen, salones dominados por un dictador casi arquetípico— Eumeswil dialoga con la distopía sin ceder al cliché. Jünger inserta al lector en un espacio ritual donde la crítica al poder no se expresa en grito, sino en registro: el archivo, la observación, la palabra cifrada. Como ocurre con Pepe la Urraca en El Vuelo de la Urraca, Manuel no es un héroe, sino un médium entre el rito decadente y el orden simbólico que persiste.”

 El ritmo en Eumeswil es el de una vigilia. Cada entrada del diario es una ofrenda. Cada descripción del Condor y su corte es una escena teatral de una misa invertida.

 “Si el mundo moderno ha colapsado en el ruido del poder, Eumeswil ofrece un modelo alternativo: la soledad iluminada. No es evasión, sino lucidez sin afiliación. El anarca no busca destruir al tirano, sino sobrevivir sin ser contaminado por su lengua.”

lunes, 14 de julio de 2025

LOS ALGORITMOS DE LO CHABACANO DE FB

 


LOS ALGORITMOS DE LO CHABACANO DE FB Por Enrico Giovanni Pugliatti y Jorge Méndez Limbrick

En una era donde los algoritmos ya no organizan información sino apetitos, Facebook se ha convertido en la plaza del escándalo, del meme somnoliento y la opinión convertida en grito. Abundan los opinólogos vacíos.  Su lógica no premia la profundidad ni la coherencia: recompensa la inmediatez, lo escandaloso, lo frívolo,  lo digerible en cinco segundos. El pensamiento queda sepultado bajo la cultura del emoticón y del selfie repetido como mantra de la banalidad. Estamos llegando al tope de una cultura vacía, en donde la juventud no reconoce el oropel del oro.

La frivolidad no es casual: es programada, es lo vulgar que se suma a lo cotidiano. Los algoritmos detectan aquello que mueve más dedos y menos neuronas. Las imágenes que atraen son las que gritan, las que desnudan cuerpos; los textos que perduran son los que insultan. Facebook ya no es red: es vitrina de lo chabacano. Cada scroll es una renuncia a la introspección.

Por contraste, el blog emerge como refugio silencioso del criterio. Escritor y lector se encuentran sin el ruido del scroll, sin el empuje de los likes, sin el mercenario impulso del algoritmo. Allí, se conversa en párrafos, no en exclamaciones. El blog requiere paciencia, pero ofrece resonancia. Es el salón donde se lee a Broch, se debate a Weil, o se disecciona a Jünger sin temor a que el pensamiento sea interrumpido por la última coreografía viral.

En tiempos donde pensar es casi un acto contracultural, el blog no sólo preserva la palabra: la consagra. Es el espacio donde lo simbólico aún tiene altar, y donde el juicio no se reduce a “me gusta” o “me enfada,” sino a una mirada lúcida y compartida.

 

DESMITIFICANDO EL ULISES DE JOYCE EN 10 PUNTOS. TEXTO EN COLABORACIÓN CON EL DR. ENRICO PUGLIATTI.

 




1. Sacrificio de la forma por el fondo

Si se entiende que Joyce privilegió la estructura simbólica y técnica sobre la narración tradicional. La forma se vuelve protagonista, y eso puede alienar al lector que busca una experiencia emocional o estética más directa.

2. Desequilibrio entre técnica y visceralidad

Este punto toca una tensión real: Ulises es una obra de laboratorio más que de entrañas. La falta de “justo medio” entre innovación y emoción ha sido señalada por críticos como Edmund Wilson y por lectores que prefieren la intensidad de Dostoievski o la introspección de Proust.

3. Argumento anodino

La cotidianidad de Bloom es deliberada, pero apunta a que esa elección no genera impacto narrativo por sí sola. Joyce convierte lo banal en épico, pero no todos los lectores aceptan esa transfiguración como suficiente.

4. Monólogo interior vs. fluir de conciencia

El monólogo interior tiene estructura; el fluir de conciencia, no. Joyce mezcla ambos sin delimitar, lo que puede generar confusión y dispersión. La técnica no garantiza profundidad.

5. Ausencia de trama principal

Este es uno de los reclamos más frecuentes. La novela se fragmenta en episodios que no siempre dialogan entre sí, y el lector puede sentirse perdido sin una brújula narrativa clara.

6. Microacciones como motor narrativo

 Los eventos son mínimos y no generan tensión dramática acumulativa. La novela se convierte en una sucesión de gestos, pensamientos y digresiones que no siempre construyen una progresión.

7. Diálogos poco interesantes

Aunque algunos celebran la riqueza intertextual, los diálogos no generan dinamismo ni revelan capas psicológicas profundas. La erudición puede volverse ruido.

8. Lenguaje vulgar y censura

Históricamente cierto: Ulises fue censurado por su contenido sexual y lenguaje explícito. La crítica sugiere que esa transgresión fue más efectista que sustancial, y que contribuyó a su fama más por escándalo que por mérito.

9. Monólogo de Molly: falta de hondura

Este punto es polémico, pero no aislado. Algunos lectores consideran que el monólogo final, aunque innovador, carece de tensión y profundidad emocional. El uso del sexo como recurso narrativo puede parecer gratuito.

10. Comparación con otros autores

Frente a la densidad filosófica de Mann, la introspección de Proust o la fuerza narrativa de Tolstoi, Ulises puede parecer un ejercicio de estilo más que una obra de alma.

Esta crítica no es una negación superficial, sino una lectura exigente que cuestiona el culto acrítico a Joyce. Como bien lo dijo Virginia Woolf, hay talento, pero también una teatralidad egotista que puede irritar. Y eso, lejos de invalidar la obra, la vuelve más debatible —y por tanto, más viva.

 

 

sábado, 12 de julio de 2025

¿La influencia de Thomas Mann en el Boom latinoamericano? Una charla de sobremesa.

 



Ayer, durante una charla con el Dr. Pugliatti sobre la reflexión de Carlos Fuentes en torno a la supuesta influencia de Thomas Mann en la literatura latinoamericana, defendí que en realidad no existe vínculo alguno entre Mann y los autores del Boom. El Dr Pugliatti y el suscrito llegamos a las siguientes conclusiones:

 ¿La influencia de Thomas Mann en el Boom latinoamericano?

Contexto de la tesis de Carlos Fuentes

Carlos Fuentes afirmó que en la formación estética y temática de los novelistas del Boom latinoamericano —Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes mismo— pesó de manera decisiva la obra de Thomas Mann. Su argumentación suele apoyarse en:

  • La profundidad psicológica y simbólica compartida.

  • El estilo “ensayístico” y reflexivo de Mann como antecedente de las novelas de ideas del Boom.

  • La adopción de voces narrativas múltiples, algo que él ve en Mann y en ciertos textos del Boom.

Puntos principales del contraargumento de Pugliatti

  1. Temática y trasfondo cultural

    • Mann escribe desde la experiencia de la burguesía alemana decimonónica y la crisis del individuo en la Europa moderna.

    • Los novelistas del Boom forman sus mundos narrativos en torno a realidades coloniales, mestizaje, revoluciones y mitos fundacionales de América Latina.

    • No existe coincidencia en la matriz histórica: Mann aborda la Belle Époque, la Primera Guerra Mundial, el exilio ante el nazismo; el Boom explora dictaduras, guerrillas, pánicos colectivos propios de nuestra región.

  2. Ausencia de referencia directa

    • Ninguno de los grandes del Boom menciona a Mann como fuente o lectura clave en sus entrevistas, diarios o epístolas.

    • En cambio, Borges, Carpentier, Rulfo o Paz sí reconocen a Góngora, Cervantes, Faulkner, Kafka y hasta al folclore indígena como influencias claras y repetidas.

  3. Diferencias en la construcción formal

    • Mann privilegia la digresión filosófica, la novela de tesis y la arquitectura causal lineal.

    • El Boom explora la fragmentación temporal, la polifonía carnavalizada, el realismo mágico y el “cuento dentro de la novela” que beben de tradiciones orales y barrocas.

    • El tratamiento del tiempo y del espacio en García Márquez o Cortázar no tiene equivalente en la sutil sofisticación de Mann, sino que nace de patrones narrativos propios de nuestra tradición hispanoamericana.

  4. Innovación estilística local frente a erudición germana

    • La lengua de Mann se caracteriza por su complejidad conceptual y sus intrincadas oraciones subordinadas en alemán (o en traducción, sus párrafos densos).

    • Los escritores del Boom inventaron recursos expresivos que dialogan con el español caribeño, andino o rioplatense; su ritmo y musicalidad no derivan de las cadencias mannianas.

    • La sola traducción de Mann al español habla de un lector exigente, pero no de un modelo que disparó corrientes creativas en nuestras letras.

  5. Inferencia de Fuentes como lectura anacrónica

    • Atribuir un “efecto Mann” al Boom equivale a sobreinterpretar la erudición estilística de Fuentes y sus contemporáneos.

    • Más que Mann, quienes sembraron el campo fueron los modernistas españoles, los vanguardistas europeos (Ezra Pound, Apollinaire) y las rupturas de la narrativa anglosajona de entreguerras.

Conclusión

La noción de una influencia directa y sustancial de Thomas Mann en la narrativa del Boom carece de pruebas textuales e históricas. Si bien Mann es un gigante de la modernidad europea, su universo estético, filosófico y cultural difiere radicalmente del que dieron forma a la novela latinoamericana de mediados de siglo. Reconocerlo no rebaja la grandeza de Fuentes ni la de Mann, sino que sitúa cada obra en su legítimo contexto.

Archivo del blog

DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

  Rayuela : los yerros del salto 1. El culto al caos disfrazado de libertad Cortázar propone una lectura no lineal, pero el “tablero de dire...

Páginas