Witold Gombrowicz
Bakakaï
El banquete
Las sesiones del Consejo… las
sesiones secretas del Consejo se desarrollaban en la oscuridad de la sala de
los retratos, cuya autoridad multisecular superaba y anulaba hasta la misma
autoridad del Gran Consejo. Desde la altura de los antiguos muros, los
crepusculares retratos contemplaban, sordos y mudos, los rostros hieráticos de
los dignatarios, quienes, a su vez, contemplaban la vetusta y descarnada figura
del Gran Canciller y Ministro de Estado. Aquel anciano seco y poderoso habló
secamente, como de costumbre, sin intentar de ningún modo ocultar su profunda
alegría, invitó a los ministros y viceministros de Estado a solemnizar el
histórico momento, poniéndose de pie. En efecto, después de largas y
complicadas gestiones, tendrían lugar las nupcias del Rey con la archiduquesa
Renata Adelaida Cristina. Renata Adelaida Cristina se hallaba ya en la Corte,
y, al día siguiente, durante el banquete real, los prometidos (que hasta el
momento sólo se conocían por fotografías) serían presentados… Aquella excelsa
unión acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el poder de
la Corona. ¡La Corona! ¡La Corona! Sin embargo, una terrible preocupación, una
profunda inquietud, peor todavía, un terror manifiesto se mostraba en los
rostros expertos e inteligentes de los ministros y de los viceministros de
Estado, y algo informulado y dramático se ocultaba entre sus viejos y fatigados
labios.
Inmediatamente después de un voto
unánime del Consejo, el Canciller abrió el debate, cuya característica
principal fue, sin embargo, el silencio, un silencio sordo y mudo. El Ministro
del Interior fue el primero en pedir la palabra, pero cuando le fue concedida,
comenzó a callar y no hizo sino callar durante todo el tiempo que duró su
intervención… después de lo cual volvió a sentarse. Hizo después uso de la
palabra el Ministro de la Corte Real, pero también él no hizo sino levantarse y
callar todo lo que tenía que decir y volvió a sentarse. A continuación, muchos
ministros pidieron la palabra: se levantaban, callaban, volvían a sentarse,
mientras el silencio, el obstinado silencio del Consejo, multiplicado por el
silencio de los retratos y el silencio de los muros, se hacía cada vez más
poderoso. Las velas agonizaban. El inflexible canciller presidía el silencio.
Las horas pasaban.
¿Cuál era la razón de ese
silencio? Ninguno de los elevados funcionarios allí presentes hubiera podido,
ni siquiera osado, formular un pensamiento, un pensamiento que se imponía con fuerza
irresistible, y cuya expresión habría constituido ni más ni menos que un delito
de lesa majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo decir que
el Rey… que el Rey era… oh, no… nunca, primero la muerte… que el Rey… ¡oh, no,
ay, no!… que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica,
insaciable, rapazmente, el Rey era venal… pero de una venalidad como la
historia no había conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era
el Rey. El Rey se vendía y vendía a puñados su propia Majestad.
De pronto, los dos pesados
batientes de la puerta esculpida se abrieron con estruendo para dejar pasar a
la persona del Rey. Vestía el uniforme de general de la guardia, con la espada
al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinaron
profundamente ante el monarca, el cual colocó la espada sobre la mesa, se
arrellanó en un sillón y contempló a los presentes con mirada astuta.
El Consejo de Ministros se
transformó, por efecto mismo de la presencia del Rey, en Consejo de la Corona,
y el Consejo de la Corona se preparó a escuchar las declaraciones del Rey. El
soberano manifestó en primer lugar su satisfacción ante su próxima boda con la
archiduquesa y su confianza absoluta en que su real persona sería capaz de conquistar
el amor de la hija del Rey. De ninguna manera dejó de soslayar la gran
responsabilidad que pesaba sobre sus hombros… Y mientras decía esas palabras
hubo en la voz del Rey algo tan absolutamente venal que el Consejo de la Corona
se estremeció en medio del completo silencio que reinaba en la sala.
—No estamos en condiciones de
ocultar —dijo el Rey— que para Nosotros la participación en el banquete de
mañana constituye una dura prueba… Nos vemos obligados a hacer un serio
esfuerzo para que Su Alteza la Archiduquesa reciba la mejor impresión… No
obstante, estamos dispuestos a todo por el bien de la Corona, sobre todo si…
si… ejem… ejem…
Los reales dedos tamborilearon la
mesa, y aquel tamborileo adquirió una significación especial, mientras que la
declaración misma del Rey asumía tonos más bien confidenciales. No cabía la
sombra de una duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por
participar en el banquete. Y, repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que
los tiempos eran difíciles, no sabía cómo hacer frente a ciertos compromisos… y
se rió… se rió y guiñó confidencialmente un ojo al Canciller… volvió a guiñar
el ojo y a reírse, mientras le picaba con un dedo las costillas al anciano.
El anciano observaba al monarca
en medio de un silencio profundo, podría uno decir petrificado, mientras éste
reía, guiñaba el ojo y le picaba las costillas… y el silencio del anciano iba
en aumento con el silencio de los retratos y el silencio de los muros. La risa
del Rey se extinguió. En aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey
e, imitando su gesto, se inclinaron también las cabezas de los ministros y se
doblaron las rodillas de los viceministros de Estado. El poder de la reverencia
del Consejo fue tremendo por su inesperada aparición en la sala silenciosa.
Aquella reverencia golpeó al Rey en el propia pecho, le inmovilizó brazos y
piernas, le devolvió la Realeza… al grado de que el pobre Gnulo gimió
terriblemente en medio de la sala y trató una vez más de reír… pero la risa
volvió a secarse en sus labios… En la inmovilidad de aquel silencio, el Rey se
aterrorizó… y su terror fue profundo… pero finalmente logró huir del Consejo y
de sí mismo, y su espalda envuelta en el uniforme de gala desapareció en la
penumbra de un corredor.
En ese momento se escuchó un
grito atroz y venal:
—¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la
pagaréis!
Tan pronto como salió el Rey, el
Canciller reabrió los debates y el silencio volvió a reinar en la sala del Gran
Consejo. El Canciller, inflexible, presidía aquel silencio. Los ministros se
levantaban y se sentaban. Las horas pasaban. ¿Qué hacer? ¿Cómo impedir que el
Rey, furioso por no haber logrado la cantidad que deseaba, provocara un
escándalo en pleno banquete? ¿Cómo defender al rey Gnulo? ¿Qué impresión
produciría aquel miserable rey, infame y vergonzoso, sobre una archiduquesa
extranjera, hija de emperadores, admitiendo que por un milagro el escándalo
pudiera evitarse? Tales eran las dolorosas preguntas que el Consejo no podía
formular, que rechazaba y vomitaba en silenciosas convulsiones entre las
vetustas paredes del salón. Los ministros se levantaban y se sentaban… Sin
embargo, cuando, a eso de las cuatro de la mañana, el Consejo, con voto
unánime, ofreció su dimisión, el viejo timonel de la nave del Estado no la
aceptó y pronunció las siguientes memorables palabras:
—Señores, es necesario constreñir
al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el Rey… Debemos enclaustrar al Rey en el
Rey.
Era indudable que la reputación
de la Corona sólo podía salvarse de la catástrofe aterrorizando al Rey,
llevando hasta sus últimas consecuencias la presión del esplendor, de la
magnificencia, del ceremonial y de la Historia. En este espíritu emanaron las
directivas del Gran Canciller y por esa misma razón el banquete que tuvo lugar
al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el esplendor
imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles, casi
celestiales, de la magnificencia.
La archiduquesa Renata Adelaida
Cristina fue introducida en la sala por el Gran Maestro de Ceremonias y
Mariscal de la Corte, y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por la augusta y
secular luminosidad de aquel archibanquete. Linajes tan antiguos como la
historia se fundían con discreta potencia en el nimbo hierático del clero, y
éste a su vez giraba como ebrio en torno al candor de los respetables escotes
que se movían con desenvoltura entre las espadas de los generales y los grupos
de embajadores… mientras los espejos repetían hasta el infinito aquel
esplendor. El murmullo de las conversaciones se dispersaba en la multiplicidad
de perfumes. Cuando el rey Gnulo apareció en el salón y entrecerró los párpados
cegado por el brillo que emanaba aquella atmósfera fue saludado por una gran
exclamación de bienvenida… al mismo tiempo que la inclinación de los presentes
le impidió la fuga, y el coro de cortesanos a sus espaldas le obligó a dirigir
sus pasos hacia la archiduquesa, la cual, arrugando nerviosamente los encajes
de su vestido, no podía dar crédito a sus propios ojos. ¿Así que aquél era el
Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo vulgar con cara de comerciante y
mirada astuta de vendedor ambulante de fruta? Aquel pequeño comerciante, ¿cómo
era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que se le acercaba entre dos vallas
de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una mano, se estremeció de disgusto,
pero en ese mismo instante el estruendo de los cañones y el repique de las
campanas extrajeron de su pecho un suspiro de admiración. El Gran Canciller
emitió un suspiro de alivio, multiplicado y repetido por los suspiros de todos
los demás miembros del Consejo.
Apoyando su mano augusta,
metafísica y sagrada en la empuñadura de la espada real, el Rey tendió la mano,
poderosa y santificante, a la archiduquesa Renata Adelaida Cristina y la
condujo a la mesa del banquete. Les siguieron los invitados, que conducían a
sus damas en medio del brillo de sus condecoraciones y espadas.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿De dónde
procedía aquel sonido apenas perceptible y, sin embargo, traidor que llegaba a
los oídos del Gran Canciller y de los otros miembros del Consejo? Tal vez se
trataba de una ilusión auditiva, ¿o era más bien como si alguno de los
presentes, sí, como si alguno de los presentes se divirtiera en hacer sonar
unas monedas… en hacer sonar en sus bolsillos algunas pequeñas monedas de
cobre? ¿Qué ocurría? Con mirada severa y glacial, el histórico anciano recorrió
toda la asistencia para posarla en uno de los embajadores. Ni un solo músculo
se movió en el rostro de éste, representante de una potencia enemiga que, con
expresión de ironía en los delgados labios, daba el brazo a la princesa
Bisancia, hija del marqués de Friulo… Pero de nuevo se oyó el sonido traidor,
apenas perceptible, pero por todos los conceptos peligroso… Y el presagio de
una traición, de una infame e innoble traición, de una conjura que se estuviera
tramando en la sombra, se apoderó del ánimo histórico y dramático del Gran
Canciller. ¿Se trataría de una conjura? ¿Se trataría de una traición?
El inicio del banquete fue
anunciado con toques de trompeta, y su orden inapelable obligó a Gnulo a posar
su vulgar trasero al borde del sillón real, y tan pronto como se hubo sentado
se sentó toda la asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los ministros,
los generales, el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo
tomó, y se llevó a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el
Gobierno, la Corte, los generales, los sacerdotes se llevaron a la boca el
primer bocado, mientras los espejos repetían hasta el infinito ese gesto.
Atemorizado, Gnulo dejó de comer… pero entonces toda la Asamblea dejó de comer,
y el acto de no comer se volvió aún más poderoso que el de comer… Para
interrumpir cuanto antes esa situación, Gnulo se acercó a los labios una copa
de vino… e inmediatamente todos levantaron las copas en un brindis estruendoso
y mil veces repetido, en un brindis que explotó y permaneció suspendido en el
aire… al que Gnulo respondió dejando su copa en el mantel. También los otros
bajaron las copas. El Rey entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis
estruendoso. Gnulo dejó en la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las
copas, volvió a levantar la suya… y, una vez más, la Asamblea, elevando la
copa, elevó hasta las nubes la dignidad del Rey entre el estruendo de las
trompetas, el esplendor de los candelabros, los reflejos de los antiguos
espejos. El Rey, aterrorizado, bebió otro sorbo.
El sonido traidor… el tintineo
ligero, apenas perceptible, característico de las monedas en el bolsillo… llegó
una vez más a los oídos del Gran Canciller y de los miembros del Consejo. El
ilustre anciano posó nuevamente su mirada inmóvil y escrutadora sobre el rostro
convencional del embajador de la potencia enemiga… y una vez más, y con mayor
fuerza aún, se oyó el sonido traidor. Era evidente que alguien quería
comprometer al Rey y desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de
instigar la patológica avidez del monarca. El tintineo traidor volvió a oírse,
y con tal claridad que también lo oyó Gnulo… la serpiente de la rapacidad
apareció en su rostro vulgar de mercachifle.
¡Infamia! ¡Horror! El ánimo del
Rey se obstinaba de tal manera en su mezquindad, era de tal modo bellaco y
trivial que no se dejaba tentar por las grandes sumas, sino por las pequeñas;
la calderilla podía conducirlo hasta el fondo del Averno: ¡Oh, monstruosa
paradoja, no era tanto la corrupción la que corroía al Rey, como las propinas!
Sí, las propinas ejercían sobre él la misma fascinación irresistible que un
hermoso hueso sobre un perro. Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez
oído aquel sonido tan dulce como tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y,
olvidando de golpe todo lo que le rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se
relamió suavemente… ¡Suavemente! Eso fue lo que a él le pareció. El que el Rey
se relamiera sentó como una bomba a los comensales rojos de vergüenza.
La archiduquesa Renata Adelaida
emitió un sofocado gemido de repulsión. La mirada de los miembros del Gobierno,
de la Corte, de los generales y de los sacerdotes se dirigió hacia la figura
del anciano, quien desde hacía muchos años conducía con sus manos yertas el
timón del Estado. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?
Entonces vieron salir heroica,
lentamente, de los pálidos labios de aquel hombre notable una vieja y estrecha
lengua. El Canciller se había lamido los labios. ¡Se había relamido el
Canciller del Reino!
Por un instante el Consejo luchó
contra el desmayo, pero al final aparecieron las lenguas de los ministros, y
después de ellas las de los obispos, las lenguas de las condesas, las de las
marquesas… y todos se relamieron de un extremo al otro de la mesa, en medio del
misterioso esplendor de los cristales. Los espejos repitieron ese acto hasta el
infinito, bañándolo de reflejos glaciales.
El Rey, enfurecido al ver que
nada le estaba permitido, ya que todo lo que hacía era de inmediato imitado,
empujó violentamente la mesa y se levantó. Pero también se levantó el Gran
Canciller y, tras el Gran Canciller, se levantaron todos los demás.
El Gran Canciller, en efecto, no
tenía ya ninguna duda tras tomar la decisión cuya increíble audacia pulverizó
todas las conveniencias sociales. Al comprender que no podría ocultar a Renata
Adelaida Cristina la verdadera naturaleza del Rey, el Gran Canciller decidió
lanzar abiertamente a todos los invitados al banquete en una lucha por la
salvación de la Corona. No quedaba otro remedio… los invitados debían repetir
inexorablemente no sólo aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación,
sino precisamente todos los que no
admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir sus gestos en
archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo
necesario e indispensable. Por la misma razón, cuando el enfurecido Gnulo
golpeó la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el Canciller, sin la más
mínima duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos platos como si
se tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados estaban a
punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y
permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la
expectativa de cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y
moría entre las exhalaciones de esa intensa convivencia.
El Rey se puso de pie. Todos los
invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El
Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel
deambular, en ese caminar monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan
grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un
alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa
y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte
entera.
Sin dudarlo un instante, el
timonel del Estado se dejó caer sobre la primera dama que encontró a mano y
comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su ejemplo. Y el
archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de todos los
infinitos y crecía, crecía, crecía… hasta que la estrangulación cesó… ¡Y de esa
manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y
se liberaba de cualquier control humano!
La archiduquesa cayó al suelo…
muerta. Cayeron también muchas damas estranguladas. La inmovilidad, una
horrorosa inmovilidad multiplicada por los espejos, absolutamente silenciosa,
comenzó a crecer y a crecer…
Crecía. Crecía sin tregua y se
multiplicaba en los océanos de la quietud, entre las inmensidades del silencio,
y reinaba, la archiinmovilidad en persona, la quintaesencia de lo inmóvil que,
al descender a la Tierra, se imponía y reinaba…
Fue entonces cuando el Rey se dio
a la fuga.
Gesticulando, presa de un pánico
indecible, con las dos manos en el culo, el Rey comenzó a huir, corrió hacia la
puerta, con la obsesión de dejar tras de sí, muy atrás, todo aquel archirreino.
Los invitados advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba… ¡Un instante más, y el
Rey habría huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con estupefacción,
pues ellos no tenían derecho a detener a un rey… al Rey. ¿Quién podía atreverse
a hacer uso de la fuerza para detener al Rey?
—¡Sigámosle! —gritó el anciano—.
¡Sigámosle! ¡Tras él!
El aire frío de la noche golpeó
las mejillas de los dignatarios, mientras corrían por la explanada del
castillo. El Rey huía por la carretera, le seguía muy cerca el Gran Canciller,
y todos los invitados corrían a sus talones. Y entonces el archigenio de aquel
estadista se reveló una vez más en todo su archipoder… en efecto, LA
IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMO EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se
sabía si EL REY HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO. ¡Oh, las aladas colas de
los embajadores, las túnicas violeta o escarlata de los prelados, las chaquetas
negras de los ministros, las ropas de etiqueta de los grandes señores, oh, qué
galope, qué archigalope de tantos dignatarios! Los ojos de la plebe jamás
habían visto nada semejante. ¡Los magnates, los latifundistas, los
descendientes de las estirpes más gloriosas galopaban junto a los oficiales del
Estado Mayor, cuyo galope se unía al de los ministros todopoderosos, al de los
mariscales y chambelanes, y al galope desenfrenado de algunas grandes damas de
la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué archicarrera de mariscales, de chambelanes, la
carrera de los ministros, el galope de los embajadores en medio de la noche
tenebrosa, bajo las luces de las lámparas, bajo la bóveda del cielo! Los
cañones del castillo dispararon. ¡Y el Rey se lanzó a la carga!
Y archicargando a la cabeza de su
archiescuadrón, el archirrey archicargó en las tinieblas de la noche.
1946
La rata
En aquella región rica y
sedentaria sembraba el terror un malhechor, un bandido tristemente conocido por
el nombre de Huligan. Había nacido en pleno campo, en medio de la gran llanura,
y había crecido en los bosques, los montes, los valles y los campos; jamás
había dormido en un recinto cerrado, lo cual terminó por dotarlo de una
naturaleza especialmente robusta y abierta, y de un alma también espaciosa, sin
hablar de su carácter exuberante. Sí, se trataba de una naturaleza abierta que
no admitía restricciones de ninguna especie, lo único que admitía eran gestos
amplios. Huligan, el bandido, odiaba todo lo que fuera estrecho, pequeño o
restringido, como, por ejemplo, los ladrones de carteras y, si tenía que elegir
entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, le
asestaba el golpe… y seguía caminando con paso pesado y amplio campo a través,
cantando a pleno pulmón.
Cuando él pasaba, todos se hacían
a un lado. Y si alguien no tenía tiempo para hacerlo, el bandido Huligan le
pegaba un puñetazo en pleno rostro, o bien lo enviaba por los aires, o
sencillamente le asestaba un mazazo en la cabeza, luego hacía a un lado el
cadáver de la víctima y seguía su camino. Jamás de los jamases se le pudo
atribuir un asesinato vil o hecho a traición; todos sus asesinatos eran de
noble catadura, llenos de pompa y grandeza, y siempre los realizaba al sonido
de su tonada preferida: «¡Ay, María, María, Mariíta mía!»… En efecto, amaba a
esa María más que a nadie en el mundo, la amaba estruendosamente, con amplios
gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia…
Tenía la naturaleza más amplia
que fuese posible imaginar. No concebía el silencio… y menos aún la falta de
lenguaje, esa falta de lenguaje que constituye tal vez la principal y la más
pérfida característica de los hombres de nuestro tiempo… Hasta cuando dormía lo
hacía con la boca abierta, roncaba y sus ronquidos llenaban los valles. Odiaba
los gatos; cuando veía uno podía perseguirlo durante diez o hasta veinte
kilómetros; en cuanto a las mujeres, las tomaba a manos llenas, gritando:
«¡Hija de perra, hija de perra!», o bien: «¡Bueno, aquí, arriba, abajo,
afuera!». De igual manera abrazaba a su adorada María. Sin embargo, a veces
ocurría que la nostalgia le pesaba, y entonces toda la región se llenaba de sus
lamentos sonoros y lánguidos, coloreados de una lúgubre melancolía, y se oían
los ayes y los suspiros del bandido dirigidos a la luna, implorantes,
marciales, con un deje cosaco o moldavo, o mejor aún valaco, entre agreste y rupestre,
un poco perruno: «¡Ay, ay!», cantaba, «¡ay, vida mía! ¡Vida mía! ¡Ay, María,
Mariíta mía!». Desesperados, los perros ladraban dentro de los corrales, o
aullaban sorda, tétricamente. Su aullido contagiaba al final hasta a los
hombres. Y toda la región aullaba con nostalgia, sorda y oscuramente, a la
pálida luna que iluminaba el mundo. «¡Ay, María, vida mía! ¡Ay, qué vida la
mía!»
Los cantos de sus hazañas se
multiplicaban y rodeaban con una aureola la figura del bandido. Poco a poco
comenzó a ser leyenda, y, por consiguiente, se compusieron canciones en su
honor, cantos campesinos de gran aliento o fragorosos y viriles cantos
marciales, todos con el estribillo: «¡Ay, ay, ay, vida mía!»… Los cantos se
multiplicaban y con ellos las escaramuzas y los delitos. Cerca de allí vivía,
en una villa solitaria y arruinada, un tal Ekorabkowski, soltero encallecido,
ex-juez, que detestaba la fantasía exuberante de la región. Con el más estricto
secreto visitaba continuamente a las autoridades locales y se quejaba:
—No comprendo cómo pueden tolerar
ustedes esta situación… Asesinatos en pleno día… Excesos, destrucción…
Escándalos en las tabernas, orgías. Y, sobre todo, esos cantos, ¡ah, esos
gritos, ese eterno lamento, ese aullido… y esa María, esa María!
—Pero, amigo mío, ¿qué quiere
usted que hagamos? —decía el comisario de policía, un hombre obeso—. ¿Qué
quiere usted? Las autoridades son impotentes —repetía, mientras miraba por la
ventana abierta la inmensidad de la llanura, en la que despuntaba allí y allá
algún árbol solitario—. La población le quiere, le protege.
—¿Cómo es posible que le proteja?
—exclamó finalmente con impaciencia el ex-juez y bajo sus párpados semicerrados
hizo vagar la mirada por la llanura, a varios kilómetros, hasta las dunas
arenosas de Mala Wola, como para hacerla volver bajo sus párpados—. Tienen
hasta temor de salir de casa. Él los mata.
—Los mata, pero sólo a algunos…
—murmuró el comandante sobre el fondo de la ilimitada llanura—, los otros
contemplan la escena… ¿me entiende usted? Para ellos asistir a todo un
asesinato es un placer… Si, señor —murmuró aún, y fingió no ver que del próximo
bosquecillo volaba hacia las alturas un cadáver inmediatamente seguido por un
grito magnífico, como si millares de bisontes hollaran los campos sembrados y
los prados.
El sol comenzaba a ponerse en el
horizonte. El comandante de policía cerró la ventana.
—Si no tienen ustedes intención
de detenerle, lo haré yo —dijo casi para sí mismo el juez jubilado—. Lo
detendré yo y lo meteré en una jaula. Lo encerraré y reduciré su amplia
naturaleza. La reduciré meticulosamente.
El comandante no hizo más que
suspirar.
—¡Magnífico, magnífico!
Skorabkowski volvió a su villa
arruinada y, mientras vagaba por las habitaciones vacías con una bata de color
tabaco echada sobre los hombros, comenzó a preparar sus planes para capturar al
bandido. El odio del avaro hacia el bandido crecía desmesuradamente.
Capturarlo, aprisionarlo, obligarlo a permanecer en silencio se convirtió en
una imperiosa necesidad de su espíritu estrecho. Al final, decidió emplear para
capturar a su víctima la infernal rectitud del bandido, quien recorría siempre
el camino más corto y directo cada vez que se dirigía a algún lugar, y, todavía
más, su creciente e ilimitada arrogancia. En efecto, el bandido se había vuelto
de tal modo prepotente que se había acostumbrado a que todo el mundo huyera de
él, y consideraba una afrenta personal y un desafío si alguien, en vez de huir,
se quedaba quieto allí. Skorabkowski ordenó que su propio mayordomo, Ksawery,
se colocara bajo un árbol de la colina… Cuando el viejo servidor obedeció la
orden, su patrón le encadenó rápidamente al tronco del árbol. Después, excavó
con sus propias manos un agujero a los pies del mayordomo, puso en el fondo del
agujero una trampa de hierro y regresó rápidamente a su casa. Llegó el
crepúsculo. El viejo Ksawery se había estado riendo todo el tiempo de la broma
inventada por el «joven señor», pero, cuando la luna surgió en el firmamento e
iluminó toda la región hasta los bosques que trazaban el horizonte, el
sirviente comenzó lentamente a comprender el motivo de su encadenamiento…
Skorabkowski lo había expuesto cruelmente a la merced del espacio nocturno. Los
perros aullaron… en tanto que desde los brezos se oía el nostálgico lamento del
bandido, y era igual que oír lamentarse a la estepa. Poco rato después oyó el
tremendo grito: «¡Ay, María, María, Mariíta, mía!», que rodaba a través de la
noche, nostálgico y vehemente, ebrio e ilimitado, se diría que enteramente
desenfrenado. El primero en aullar fue el bandido; sin piedad, salvajemente,
sin temor ni freno alguno, desahogaba libremente su alma; le siguieron los
perros… y luego los hombres, que aullaron tímidos y amedrentados desde las
ventanucas de sus casas.
—¡Señor! —quería gritar Ksawery—.
¡Señor! —pero no se atrevía a gritar para no atraer la atención del bandido…
Sus susurros aterrorizados no
llegaban a Skorabkowski, quien desde un balcón seguía atentamente el desarrollo
de los acontecimientos. El lacayo maldecía su suerte, esa suerte que hace que
jamás podamos desaparecer… que, aun en contra de nuestra voluntad, sin que
nuestro cuerpo lo desee, alguien pueda exponernos a la vista de todos y hacer
de nosotros algo que sobrepasa nuestra capacidad. El viejo sirviente maldecía
la visibilidad del cuerpo, la
visibilidad independiente de la voluntad. El bandido se había levantado, dejaba
su lecho, y el viejo Ksawery —quisiéralo o no— debía ofrecerse a sus ojos,
cosquillear sus pupilas… y a través del nervio óptico penetrar en su cerebro… Y
hete ahí que Huligan a grandes pasos se dirige hacia Ksawery para romperle la
mandíbula, destrozarle la nariz y el pecho, despedazarle el cuerpo visibilísimo
a la luz de la luna. ¡Ahhh! Pero helo también ahí caído y atenazado por la
trampa que colocó Skorabkowski… El ex-juez llegó a la carrera, y después de
varias horas de intenso trabajo, logró finalmente transportar el macizo cuerpo
del energúmeno a los sótanos de su vieja casona.
¡Al fin tenía a Huligan en su
poder! De modo que el bandido estaba encerrado en una estrecha celda, reducido
por cuatro paredes, empaquetado, clavado al muro, a su merced. El ex-juez se
frotó las manos y sonrió con sorna, después de lo cual, y durante toda la
noche, pensó en las torturas que debía emplear. En ningún momento había tenido
la intención de liquidar al malhechor. Estrecho de mente como era,
estrictamente formalista, quería restringir y coartar la libertad de su
víctima; su muerte no le produciría ninguna satisfacción, sólo la cautividad
podía producirle placer. El anciano no tenía prisa, durante los primeros días
se regocijaba sólo con la idea de que Huligan estuviese abajo, en los sótanos,
y de que fuera incapaz, ya que lo tenía debidamente amordazado, de aullar y de
provocar el menor escándalo. Sólo cuando se convenció de que el estrepitoso
bandido no gritaría, de que había quedado reducido al silencio, sólo entonces el ex-juez Skorabkowski tuvo el valor de
bajar al sótano e iniciar en el más completo silencio las prácticas con las que
se proponía reducir y disminuir al gigante. ¡Qué silencio! El poder de ese
silencio subía desde el sótano y se transformaba en un pilar de la casa. Y
durante semanas, durante meses enteros, reinó en la región un gran silencio, el
silencio del grito reprimido, no emitido, asfixiado…
Todas las noches, a eso de las
siete, Skorabkowski bajaba a la celda de tortura, vistiendo su vieja bata color
tabaco, y llevando consigo palos y alambres. Todas las noches el mezquino juez
trabajaba alrededor del bandido mudo, con la frente perlada de gruesas gotas de
sudor y en completo silencio. Subrepticiamente se le acercaba y comenzaba a
cosquillearle la planta del pie, largo rato, para estimular una risa nerviosa,
luego construía pequeños cepos con los palos, restringía su visibilidad con
trozos de madera, le clavaba agujas en el cuerpo, le ponía frente a los ojos
arvejas, guisantes, nabos… Pero el bandido sufría esas vejaciones en silencio.
Y su silencio crecía, corría, se engrandecía en las tinieblas, volviéndose
digno de sus hazañas de armas más gloriosas… En vano trataba el ex-juez de
vencer ese silencio amplio con su propia y silenciosa mezquindad… ¡Y de esa
manera el odio iba llenando los sótanos! ¿Qué era, a fin de cuentas, lo que se
proponía Skorabkowski? Pensaba que podía transformar la naturaleza del bandido,
transformar su voz, reducir su amplia carcajada en miserable risita,
transformar el grito en murmullo, reducir toda su figura, en pocas palabras,
pensaba poder volverlo igual a sí mismo, al ex-juez Skorabkowski. Con la
meticulosidad de un ratón de biblioteca, buscaba un punto flaco en el bandido,
lo sometía a tremendos estudios específicos, para hallar ese punto minoris resistentiae, ese punto débil
por medio del cual podía finalmente rehacer al bandido a su propia imagen. Pero
el otro, sin jamás descubrir sus puntos flacos, se confinaba en silencio.
A veces, al cabo de esfuerzos tan
reiterados como meticulosos, el viejo caballero creía haber logrado cierta
restricción. Pero, desdichadamente cada semana se presentaba el momento de
enfrentarse a la verdad. Instante fatídico al que el avaro temía más que
cualquier otra cosa en el mundo. Cada semana, en efecto, debía quitar la
mordaza de la boca del bandido para poder alimentarlo… ¡Oh, con cuánto terror
mortal, después de haberse tapado con algodones, ponía frente al abatido
malhechor una escudilla de alimentos y con un único gesto le quitaba la
mordaza! Tenía la ilusión de haber logrado enmudecer al malhechor y esperaba
que finalmente en esa ocasión Huligan no explotara… Pero todas las veces, el
desamordazado malhechor explotaba en una orgía infernal de interjecciones,
insultos y gritos: «¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra!», exclamaba.
«¡Fuera de aquí, carroña, fuera!
¡Te destrozaré, te mataré!… ¡Yo, Huligan, voy a hacerte picadillo! ¡Maldito
hijo de puta, maldito seas mil veces! ¡Te haré trizas!», aullaba: «¡María!
¡María!, ¿dónde estás, María? ¡Ay, mi María!». Llenaba el sótano con sus
aullidos y los esparcía por toda la región, se exaltaba, cantaba, deliraba su
alma, mientras su verdugo, pálido como un cirio, avaro y estrecho, le metía el
alimento en las fauces abiertas… Y él, entre un bocado y otro, continuaba
aullando. La población de las aldeas se pasaba la voz:
—¡Es Huligan quien grita!
¡Huligan sigue gritando!
Después de semejantes sesiones,
el ex-juez volvía extenuado a sus habitaciones y seguía buscando, buscando
tenazmente, el punto minoris resistentiae.
Y finalmente lo encontró.
Fue la rata.
¡Cosa extraña, la rata!…
En una ocasión, por casualidad,
una rata penetró en la celda de torturas, corrió hacia la pared y en ese
momento el malhechor, hasta entonces indómito, se contrajo.
Skorabkowski le quitó
inmediatamente la mordaza. Pero el bandido, a pesar de tener la boca libre,
lejos de estallar en improperios, permaneció en silencio, siguiendo con la mirada
los movimientos de la rata. Un gran asco y una sensación de miedo le
paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos en el cepo, el
gigante emitió una especie de risa nerviosa, una octava más alta que de
costumbre.
¡Finalmente! ¡Finalmente! ¡Cómo
darle gracias al Señor! ¡Había que arrodillarse ante aquella gracia inaudita!
¡Así que finalmente encontraba el remedio! El ex-juez no lograba contener las
lágrimas. El orden impenetrable de la Naturaleza establece en efecto que aun el
hombre más fuerte tiene en este mundo una sola cosa que le está destinada y que
es más fuerte que él, que está por encima de él y que él no soporta. Hay
quienes no soportan las caléndulas, quienes detestan el hígado de ternera,
quienes son alérgicos a las fresas, pero lo más sorprendente de todo resultaba
que el bandido, que no se había conmovido ante las torturas del garrote, ni de
las agujas, ni de ninguno de los mil y un tormentos destinados a él, el hombre
que parecía ser más fuerte que todas las cosas tenía miedo de una rata. No
resistía las ratas. Era más débil que la rata. Sólo Dios podía saber por qué.
Tal vez porque el malhechor que mataba a los hombres como si fueran insectos
tenía miedo de matar una rata, temía la muerte ratuna, le producía más asco que
cualquier otra cosa en el mundo, la muerte ratuna constituía para él un oprobio
ilimitado y en consecuencia no habría podido infligirla, y ninguna otra muerte
—la del cerdo, del cordero, del hombre, del jabalí, de la gallina, de la rana—
hubiera podido ser para él ni la milésima parte más horrible, repelente,
espasmódica, crispante, gelatinosa o flatulenta que la muerte de una rata. Y he
ahí por qué aquel tremendo malhechor se encontró inerme frente al pequeño
roedor… Esa era para él la única muerte inaccesible, imposible. A la vista de
una rata, él se crispaba, se encogía, se disminuía visiblemente, se reducía,
temblaba y vibraba. ¡Finalmente!
El viejo ex-juez Skorabkowski se
convirtió finalmente en el amo de Huligan.
Y a partir de entonces, sin la
menor piedad, le propinó ratas.
Le acercaba la rata atada con una
cuerda, se la acercaba subrepticiamente, se la pasaba por abajo y por encima, o
bien, por un instante, la hacía entrar en los pantalones mientras el gigante
crispaba la voz hasta alcanzar los timbres más agudos, o quedaba reducido a la
inmovilidad cuando la rata saltaba y corría sobre su cuerpo cada vez más
reducido. ¡Ya no era necesaria la mordaza! El malhechor había dejado de aullar
y de proferir insultos; transcurrieron semanas y luego meses, mientras el viejo
mayordomo Ksawery, cuya labor consistía en iluminar a la rata con una vela,
gemía y rogaba en lo más hondo de su corazón… Con los pelos de punta, con el
corazón en un puño, el viejo camarero le suplicaba piedad a la rata, maldecía
su absoluta crueldad, maldecía los espantosos e inapelables lazos que existen
en la naturaleza, maldecía la ilimitada falta de misericordia. «¡Maldita sea la
rata y el amo y esta casa y la naturaleza del bandido y la naturaleza del juez
y la naturaleza de la rata, malditas sean todas las naturalezas y maldita mil
veces la Naturaleza!» Entretanto transcurrían los años. El suplicio se volvía
cada vez peor, cada vez más tenso. Skorabkowski hacía cada vez más uso de la
rata, y la tensión crecía, crecía.
Y siempre, la rata.
Ininterrumpidamente, la rata.
Solamente, la rata.
La rata, la rata, la rata…
Finalmente Ksawery, ya al extremo
de la tensión, bajó la cabeza y corrió detrás de la rata, que acababa de romper
el cordón y huía hacia una grieta. En ese momento, el sirviente perdió los
estribos y se enfrentó al juez con la cabeza baja.
También Skorabkowski, tenso hasta
un grado insoportable, perdió los estribos y agachó la cabeza…
Y embistió contra Ksawery. Se oyó
un estruendo tremendo en el sótano, y los cerebros volaron en todas las
direcciones. ¡Ah, el resultado fue que el malhechor Huligan se halló libre
después de once años y cuatro meses de cautividad, y que sus minuciosos
celadores yacían a su lado sin vida! ¡Y que la rata había desaparecido! El
bandido tragó saliva, pensó que había llegado el momento de marcharse y,
después de complicados movimientos, logró liberarse. Hacia el amanecer estaba
ya libre de los cepos, salió por una puerta que daba a una pequeña terraza
cubierta de hiedra y corrió hacia la libertad… El hombre, en otra época
gigantesco, ya para entonces bastante disminuido. De la terraza saltó al prado,
atravesó los jardines y caminó junto a un arroyuelo, mientras el sol surgía en
el horizonte. Un pastor gritó a lo lejos:
—¡Vaca! ¡Arre, vaca!
Inmediatamente, Huligan se ocultó
tras unos arbustos. ¡Ah, con cuánto gusto se hubiese metido en cualquier
agujero, en cualquier grieta, en cualquier fisura, en cualquier escondrijo! Se
hubiera metido hasta en un tubo para ocultar su espalda y el resto del cuerpo.
El malhechor observaba la tierra bajo sus pies. Una ligera brisa le refrescó,
pero él no la saboreó, no la aspiró ni la inhaló… sólo observaba con atención y
prudencia qué sucedía a su alrededor. Un único pensamiento le obsesionaba: ¿qué
había ocurrido con la rata? ¿Dónde se habría metido la rata que Ksawery había
seguido hasta una grieta en el sótano?
Pero la rata no aparecía.
Sin embargo, Huligan no separaba
la mirada de la tierra. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de
la rata, el ilimitado horror ratuno le había angustiado hasta tal punto que la
sola ausencia de la rata era más importante que los sonidos más dulces y que
todas las brisas del mundo… No, el resto no era sino decoración, sólo la
presencia o la ausencia de la rata contaban. El oído del bandido era empleado
para captar el rumor más ligero, semejante al que hace una rata, mientras su
mirada erraba en busca de formas semejantes a las de una rata, y ya le parecía
haber, sí, sí, sí, ahí, descubierto algo… sí, sí, ya adivinaba… ya oía y
distinguía aquel frufrú, zig, zag, trac, trac…
Pero la rata no aparecía…
No obstante, parecía imposible
que el roedor durante tantos años unido a su persona por relaciones tan
estrechas y tan espantosamente profundas, fundido con su persona por el
martirio, unido a su persona más de lo que animal alguno hubiera podido estarlo
a un hombre… pues bien, parecía imposible (era necesario tomar en consideración
el ciego amor que une a ciertos animales con el hombre) que el roedor hubiera
podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él, así de buenas a primeras…
Pero la rata no aparecía.
Algo extrañamente oblongo se
deslizó a lo largo de una mancha de sol y desapareció.
¿Sería tal vez la rata?
El malhechor escrutaba y buscaba
con la mirada, no del todo convencido, pero de nuevo volvió a oír un crujido
entre las hojas secas.
¿Sería tal vez la rata?
¡No cabía duda!… ¡Debía ser la
rata!
¡Da un paso y otro paso y otro
paso
la rata fiel!
¡Paso tras paso, paso tras paso
la rata fiel!
Huligan se precipitó hacia un
árbol y trató de ocultarse en el hueco del tronco, mientras la rata se
deslizaba hacia la maleza, y permaneció allí al acecho. La cavidad del tronco
no constituía un refugio suficientemente seguro, el imprevisible roedor, cegado
por la luz del día, salido de las tinieblas del sótano, hubiera podido
deslizarse hacia sus pies, meterse entre sus pantalones. Sin embargo, eso no
ocurría: la rata, a la luz, aterrorizada, puesta en evidencia, buscaba
espasmódicamente un refugio, algo familiar, ¿y qué podía serle más familiar que
los pantalones de Huligan? ¿A qué orificio podía estar más acostumbrada? Y el
bandido debió de comprobar que todas las aberturas y todos los agujeros que él
mismo constituía, todos los pliegues y escondites que, quisiéralo o no, poseía
en su propio cuerpo y en su traje eran deseados por la rata, representaban para
ella un refugio. Saltó, pues, fuera del tronco e, impulsado por el terror, se
dio a la fuga, sin meta fija, a ciegas, mientras a sus talones (estaba casi
seguro) se deslizaba la rata. ¡Oh, poder encontrar un agujero, una grieta, un
escondite, cubrirse las espaldas, ocultar las piernas, enmascararse por todas
partes, volver inaccesibles aquellos agujeros, aquellas cavidades, aquellas
atractivas fisuras de su cuerpo! El bandido, salido del subsuelo, galopaba,
corría desbocado por los prados, los bosques, los valles, las colinas, los
campos y cañadas, y, tras él (estaba casi seguro), galopaba la rata. Con las
fuerzas casi agotadas, el malhechor llegó a un escondite, el primero que pudo
encontrar y, más muerto que vivo, escondiendo las propias cavidades, se tendió
en la paja. Sólo unos minutos más tarde, casi enloquecido por el terror, se dio
cuenta de que el hueco en que se había metido se hallaba junto a las paredes de
madera de una cabaña, que se había escondido en un establo o en una barraca
cualquiera.
En el momento menos pensado podía
saltar la rata de aquella paja y metérsele bajo la axila, o bien, en los
pliegues de la camisa, por lo que se ovilló y comenzó a observar. Pero ¿qué era
aquello? ¿Soñaba o se trataba de algo real? «¿Dónde estoy?», se dijo. «¡Ah,
conozco esta cabaña! ¿Quién duerme tras aquella pared sino ella? ¡Ay, María, mi
María! ¡Aquí duerme María, reposa María, respira María, ay, ay, ay, María,
Mariíta mía!». Encogido hasta las vísceras, lleno de la rata, fijó en ella la
mirada y sus ojos no podían creerlo, era realmente ella… La muchacha yacía
dormida con la boca abierta, y Huligan se puso en pie, y, sí, sí, quería
cantar, hacer escándalo como en otra época… como entonces. «¡María, María,
Mariíta mía!»
Cuando de pronto apareció una
rata.
Una rata gorda y opulenta se
asomó por debajo de un haz de leña, avanzó prudentemente y comenzó a remolonear
cerca de la falda de María.
De manera que de nuevo aparecía
la rata.
La rata, al lado de María.
Aquella vez no se trataba de una
ilusión, sino de una rata indiscutible, palpable, que saltaba a cuatro pasos de
él. El bandido quedó petrificado. Probablemente se trataba de otro roedor… no
la rata de la tortura, sino otra… pero las ratas se parecen de tal manera entre
sí que el torturado no podía tener la absoluta certeza. No estaba del todo
seguro de que tantos años de tan dolorosa convivencia con uno de aquellos
animales no hubiera dejado en él algo que resultara atractivo para toda la raza
ratuna. Temía sobre todo que, asustado como estaba, pudiera saltar sobre la
rata, y que, entonces, la rata, asustada a su vez, pudiera saltar sobre él… No,
Dios mío, era necesario echar mano de toda la prudencia posible, era necesario
manifestar la propia presencia con circunspección, asustar apenas a la rata,
hacerla volver a su madriguera. ¡Dios mío! Era necesario evitar cualquier
violencia, no dejarse ganar por el pánico, no caer en la inconsciente
irresponsabilidad del salto, manifestaciones típicas de esos animales de las
crepitantes tinieblas, provistos de interminables colas. El bandido descubrió
el lugar donde, según todas las probabilidades, se encontraba la madriguera de
la rata, y se preparaba delicadamente a realizar las maniobras que hicieran
volver a ella al animal, en un silencio casi absoluto, con un imperceptible
ruido o, como mucho, aclarándose ligeramente la garganta, cuando de pronto…
algo atrajo a la rata hasta abajo de la rodilla derecha de la joven… y Huligan
de nuevo quedó paralizado… La rata la había tocado, lo ratuno atentaba contra
su chica, contra María… ¡su María!
Y aquella aproximación, aquel
contacto de la rata con María superó todo el horror e hizo que el bandido…
aullara. Aulló como en el pasado, con toda la fuerza de sus pulmones, aulló
para despertar al mundo entero, aulló con su antiguo aullido irrefrenable y se
lanzó aullando contra la rata. Ya no tenía miedo, saltó en medio de un aullido,
un aullido tan espantoso, tan impenetrable que la rata jamás habría podido
abrirse paso a través de aquel clamor para llegar a sus pantalones. No le
importaba ya cortar la retirada de la rata hacia su agujero, así que la atacó
de frente. ¡Ah, la ofensiva frontal de Huligan! ¡Ay, aquella retirada
repentina, aquellos saltos en zigzag, aquel moverse de un lado para otro,
zigzag, trie, trac, zambomba! ¡Pafff! La convicción del bandido de que la rata
no se le escaparía fue fulminante, la tenía ya en un puño, la mataría porque ya
estaba acorralada. Y fue entonces cuando… Pero… ¿me será posible continuar este
relato? ¿Serán mis labios capaces de expresar lo que ocurrió?… En verdad fue
algo terrible. Oh, me temo que voy a decirlo ya que no existen límites para el
horror, es más, existe cierta carencia de límites para lo Despiadado, cuando el
horror comienza a acumularse y entonces su acumulación se acumula… se acumula
acumulándose sin límites, sin fin, incesantemente, creciendo por encima de sí
mismo, de un modo mecánico. Oh, sí, me temo que mis labios van a narrar cómo la
rata… cómo la rata cegada por el terror, amedrentada y perseguida, enloquecida
por la ciega e inmediata necesidad de encontrar un agujero… se dirigió hacia la
boca de María, pareció dudar un instante, saltó en aquella cavidad abierta de
la muchacha dormida. Y, antes de que Huligan pudiera detenerla, vio lo que
estaba ocurriendo: la rata se metía en la boca, la rata presa de pánico,
trataba de esconderse en la adorable cavidad oral. ¡Oh, el poder de la
mecánica! María, semidormida, despertó sorprendida, cerró sus adoradas quijadas
de un modo puramente mecánico, pero implacable, y de esa manera dio fin a la
mecánica del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en
el cuello consumó la muerte de la rata.
La rata dejó de existir.
Pero Huligan permaneció allí, y
tuvo que enfrentarse a la muerte de la rata por obra de la adorada cavidad oral
de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.
Da un paso y otro paso y otro
paso
pero le sigue aquella rata
muerta.
Paso tras paso, paso tras paso
y en boca de María sigue la rata
muerta.
1937
Título original: Bakakaï
Witold Gombrowicz, 1957
Traducción: Sergio Pitol
Retoque de portada: Antwan
Editor digital: Antwan
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