martes, 2 de julio de 2024

Witold Gombrowicz Bakakaï RELATOS. FRAGMENTOS DEL LIBRO.

 

 



Witold Gombrowicz

 Bakakaï

 

 El banquete

 

 

Las sesiones del Consejo… las sesiones secretas del Consejo se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos, cuya autoridad multisecular superaba y anulaba hasta la misma autoridad del Gran Consejo. Desde la altura de los antiguos muros, los crepusculares retratos contemplaban, sordos y mudos, los rostros hieráticos de los dignatarios, quienes, a su vez, contemplaban la vetusta y descarnada figura del Gran Canciller y Ministro de Estado. Aquel anciano seco y poderoso habló secamente, como de costumbre, sin intentar de ningún modo ocultar su profunda alegría, invitó a los ministros y viceministros de Estado a solemnizar el histórico momento, poniéndose de pie. En efecto, después de largas y complicadas gestiones, tendrían lugar las nupcias del Rey con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina. Renata Adelaida Cristina se hallaba ya en la Corte, y, al día siguiente, durante el banquete real, los prometidos (que hasta el momento sólo se conocían por fotografías) serían presentados… Aquella excelsa unión acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el poder de la Corona. ¡La Corona! ¡La Corona! Sin embargo, una terrible preocupación, una profunda inquietud, peor todavía, un terror manifiesto se mostraba en los rostros expertos e inteligentes de los ministros y de los viceministros de Estado, y algo informulado y dramático se ocultaba entre sus viejos y fatigados labios.

Inmediatamente después de un voto unánime del Consejo, el Canciller abrió el debate, cuya característica principal fue, sin embargo, el silencio, un silencio sordo y mudo. El Ministro del Interior fue el primero en pedir la palabra, pero cuando le fue concedida, comenzó a callar y no hizo sino callar durante todo el tiempo que duró su intervención… después de lo cual volvió a sentarse. Hizo después uso de la palabra el Ministro de la Corte Real, pero también él no hizo sino levantarse y callar todo lo que tenía que decir y volvió a sentarse. A continuación, muchos ministros pidieron la palabra: se levantaban, callaban, volvían a sentarse, mientras el silencio, el obstinado silencio del Consejo, multiplicado por el silencio de los retratos y el silencio de los muros, se hacía cada vez más poderoso. Las velas agonizaban. El inflexible canciller presidía el silencio. Las horas pasaban.

¿Cuál era la razón de ese silencio? Ninguno de los elevados funcionarios allí presentes hubiera podido, ni siquiera osado, formular un pensamiento, un pensamiento que se imponía con fuerza irresistible, y cuya expresión habría constituido ni más ni menos que un delito de lesa majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo decir que el Rey… que el Rey era… oh, no… nunca, primero la muerte… que el Rey… ¡oh, no, ay, no!… que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica, insaciable, rapazmente, el Rey era venal… pero de una venalidad como la historia no había conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era el Rey. El Rey se vendía y vendía a puñados su propia Majestad.

De pronto, los dos pesados batientes de la puerta esculpida se abrieron con estruendo para dejar pasar a la persona del Rey. Vestía el uniforme de general de la guardia, con la espada al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinaron profundamente ante el monarca, el cual colocó la espada sobre la mesa, se arrellanó en un sillón y contempló a los presentes con mirada astuta.

El Consejo de Ministros se transformó, por efecto mismo de la presencia del Rey, en Consejo de la Corona, y el Consejo de la Corona se preparó a escuchar las declaraciones del Rey. El soberano manifestó en primer lugar su satisfacción ante su próxima boda con la archiduquesa y su confianza absoluta en que su real persona sería capaz de conquistar el amor de la hija del Rey. De ninguna manera dejó de soslayar la gran responsabilidad que pesaba sobre sus hombros… Y mientras decía esas palabras hubo en la voz del Rey algo tan absolutamente venal que el Consejo de la Corona se estremeció en medio del completo silencio que reinaba en la sala.

—No estamos en condiciones de ocultar —dijo el Rey— que para Nosotros la participación en el banquete de mañana constituye una dura prueba… Nos vemos obligados a hacer un serio esfuerzo para que Su Alteza la Archiduquesa reciba la mejor impresión… No obstante, estamos dispuestos a todo por el bien de la Corona, sobre todo si… si… ejem… ejem…

Los reales dedos tamborilearon la mesa, y aquel tamborileo adquirió una significación especial, mientras que la declaración misma del Rey asumía tonos más bien confidenciales. No cabía la sombra de una duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por participar en el banquete. Y, repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que los tiempos eran difíciles, no sabía cómo hacer frente a ciertos compromisos… y se rió… se rió y guiñó confidencialmente un ojo al Canciller… volvió a guiñar el ojo y a reírse, mientras le picaba con un dedo las costillas al anciano.

El anciano observaba al monarca en medio de un silencio profundo, podría uno decir petrificado, mientras éste reía, guiñaba el ojo y le picaba las costillas… y el silencio del anciano iba en aumento con el silencio de los retratos y el silencio de los muros. La risa del Rey se extinguió. En aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey e, imitando su gesto, se inclinaron también las cabezas de los ministros y se doblaron las rodillas de los viceministros de Estado. El poder de la reverencia del Consejo fue tremendo por su inesperada aparición en la sala silenciosa. Aquella reverencia golpeó al Rey en el propia pecho, le inmovilizó brazos y piernas, le devolvió la Realeza… al grado de que el pobre Gnulo gimió terriblemente en medio de la sala y trató una vez más de reír… pero la risa volvió a secarse en sus labios… En la inmovilidad de aquel silencio, el Rey se aterrorizó… y su terror fue profundo… pero finalmente logró huir del Consejo y de sí mismo, y su espalda envuelta en el uniforme de gala desapareció en la penumbra de un corredor.

En ese momento se escuchó un grito atroz y venal:

—¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la pagaréis!

Tan pronto como salió el Rey, el Canciller reabrió los debates y el silencio volvió a reinar en la sala del Gran Consejo. El Canciller, inflexible, presidía aquel silencio. Los ministros se levantaban y se sentaban. Las horas pasaban. ¿Qué hacer? ¿Cómo impedir que el Rey, furioso por no haber logrado la cantidad que deseaba, provocara un escándalo en pleno banquete? ¿Cómo defender al rey Gnulo? ¿Qué impresión produciría aquel miserable rey, infame y vergonzoso, sobre una archiduquesa extranjera, hija de emperadores, admitiendo que por un milagro el escándalo pudiera evitarse? Tales eran las dolorosas preguntas que el Consejo no podía formular, que rechazaba y vomitaba en silenciosas convulsiones entre las vetustas paredes del salón. Los ministros se levantaban y se sentaban… Sin embargo, cuando, a eso de las cuatro de la mañana, el Consejo, con voto unánime, ofreció su dimisión, el viejo timonel de la nave del Estado no la aceptó y pronunció las siguientes memorables palabras:

—Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el Rey… Debemos enclaustrar al Rey en el Rey.

Era indudable que la reputación de la Corona sólo podía salvarse de la catástrofe aterrorizando al Rey, llevando hasta sus últimas consecuencias la presión del esplendor, de la magnificencia, del ceremonial y de la Historia. En este espíritu emanaron las directivas del Gran Canciller y por esa misma razón el banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el esplendor imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles, casi celestiales, de la magnificencia.

La archiduquesa Renata Adelaida Cristina fue introducida en la sala por el Gran Maestro de Ceremonias y Mariscal de la Corte, y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por la augusta y secular luminosidad de aquel archibanquete. Linajes tan antiguos como la historia se fundían con discreta potencia en el nimbo hierático del clero, y éste a su vez giraba como ebrio en torno al candor de los respetables escotes que se movían con desenvoltura entre las espadas de los generales y los grupos de embajadores… mientras los espejos repetían hasta el infinito aquel esplendor. El murmullo de las conversaciones se dispersaba en la multiplicidad de perfumes. Cuando el rey Gnulo apareció en el salón y entrecerró los párpados cegado por el brillo que emanaba aquella atmósfera fue saludado por una gran exclamación de bienvenida… al mismo tiempo que la inclinación de los presentes le impidió la fuga, y el coro de cortesanos a sus espaldas le obligó a dirigir sus pasos hacia la archiduquesa, la cual, arrugando nerviosamente los encajes de su vestido, no podía dar crédito a sus propios ojos. ¿Así que aquél era el Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo vulgar con cara de comerciante y mirada astuta de vendedor ambulante de fruta? Aquel pequeño comerciante, ¿cómo era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que se le acercaba entre dos vallas de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una mano, se estremeció de disgusto, pero en ese mismo instante el estruendo de los cañones y el repique de las campanas extrajeron de su pecho un suspiro de admiración. El Gran Canciller emitió un suspiro de alivio, multiplicado y repetido por los suspiros de todos los demás miembros del Consejo.

Apoyando su mano augusta, metafísica y sagrada en la empuñadura de la espada real, el Rey tendió la mano, poderosa y santificante, a la archiduquesa Renata Adelaida Cristina y la condujo a la mesa del banquete. Les siguieron los invitados, que conducían a sus damas en medio del brillo de sus condecoraciones y espadas.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿De dónde procedía aquel sonido apenas perceptible y, sin embargo, traidor que llegaba a los oídos del Gran Canciller y de los otros miembros del Consejo? Tal vez se trataba de una ilusión auditiva, ¿o era más bien como si alguno de los presentes, sí, como si alguno de los presentes se divirtiera en hacer sonar unas monedas… en hacer sonar en sus bolsillos algunas pequeñas monedas de cobre? ¿Qué ocurría? Con mirada severa y glacial, el histórico anciano recorrió toda la asistencia para posarla en uno de los embajadores. Ni un solo músculo se movió en el rostro de éste, representante de una potencia enemiga que, con expresión de ironía en los delgados labios, daba el brazo a la princesa Bisancia, hija del marqués de Friulo… Pero de nuevo se oyó el sonido traidor, apenas perceptible, pero por todos los conceptos peligroso… Y el presagio de una traición, de una infame e innoble traición, de una conjura que se estuviera tramando en la sombra, se apoderó del ánimo histórico y dramático del Gran Canciller. ¿Se trataría de una conjura? ¿Se trataría de una traición?

El inicio del banquete fue anunciado con toques de trompeta, y su orden inapelable obligó a Gnulo a posar su vulgar trasero al borde del sillón real, y tan pronto como se hubo sentado se sentó toda la asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los ministros, los generales, el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo tomó, y se llevó a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el Gobierno, la Corte, los generales, los sacerdotes se llevaron a la boca el primer bocado, mientras los espejos repetían hasta el infinito ese gesto. Atemorizado, Gnulo dejó de comer… pero entonces toda la Asamblea dejó de comer, y el acto de no comer se volvió aún más poderoso que el de comer… Para interrumpir cuanto antes esa situación, Gnulo se acercó a los labios una copa de vino… e inmediatamente todos levantaron las copas en un brindis estruendoso y mil veces repetido, en un brindis que explotó y permaneció suspendido en el aire… al que Gnulo respondió dejando su copa en el mantel. También los otros bajaron las copas. El Rey entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis estruendoso. Gnulo dejó en la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las copas, volvió a levantar la suya… y, una vez más, la Asamblea, elevando la copa, elevó hasta las nubes la dignidad del Rey entre el estruendo de las trompetas, el esplendor de los candelabros, los reflejos de los antiguos espejos. El Rey, aterrorizado, bebió otro sorbo.

El sonido traidor… el tintineo ligero, apenas perceptible, característico de las monedas en el bolsillo… llegó una vez más a los oídos del Gran Canciller y de los miembros del Consejo. El ilustre anciano posó nuevamente su mirada inmóvil y escrutadora sobre el rostro convencional del embajador de la potencia enemiga… y una vez más, y con mayor fuerza aún, se oyó el sonido traidor. Era evidente que alguien quería comprometer al Rey y desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de instigar la patológica avidez del monarca. El tintineo traidor volvió a oírse, y con tal claridad que también lo oyó Gnulo… la serpiente de la rapacidad apareció en su rostro vulgar de mercachifle.

¡Infamia! ¡Horror! El ánimo del Rey se obstinaba de tal manera en su mezquindad, era de tal modo bellaco y trivial que no se dejaba tentar por las grandes sumas, sino por las pequeñas; la calderilla podía conducirlo hasta el fondo del Averno: ¡Oh, monstruosa paradoja, no era tanto la corrupción la que corroía al Rey, como las propinas! Sí, las propinas ejercían sobre él la misma fascinación irresistible que un hermoso hueso sobre un perro. Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez oído aquel sonido tan dulce como tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y, olvidando de golpe todo lo que le rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se relamió suavemente… ¡Suavemente! Eso fue lo que a él le pareció. El que el Rey se relamiera sentó como una bomba a los comensales rojos de vergüenza.

La archiduquesa Renata Adelaida emitió un sofocado gemido de repulsión. La mirada de los miembros del Gobierno, de la Corte, de los generales y de los sacerdotes se dirigió hacia la figura del anciano, quien desde hacía muchos años conducía con sus manos yertas el timón del Estado. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?

Entonces vieron salir heroica, lentamente, de los pálidos labios de aquel hombre notable una vieja y estrecha lengua. El Canciller se había lamido los labios. ¡Se había relamido el Canciller del Reino!

Por un instante el Consejo luchó contra el desmayo, pero al final aparecieron las lenguas de los ministros, y después de ellas las de los obispos, las lenguas de las condesas, las de las marquesas… y todos se relamieron de un extremo al otro de la mesa, en medio del misterioso esplendor de los cristales. Los espejos repitieron ese acto hasta el infinito, bañándolo de reflejos glaciales.

El Rey, enfurecido al ver que nada le estaba permitido, ya que todo lo que hacía era de inmediato imitado, empujó violentamente la mesa y se levantó. Pero también se levantó el Gran Canciller y, tras el Gran Canciller, se levantaron todos los demás.

El Gran Canciller, en efecto, no tenía ya ninguna duda tras tomar la decisión cuya increíble audacia pulverizó todas las conveniencias sociales. Al comprender que no podría ocultar a Renata Adelaida Cristina la verdadera naturaleza del Rey, el Gran Canciller decidió lanzar abiertamente a todos los invitados al banquete en una lucha por la salvación de la Corona. No quedaba otro remedio… los invitados debían repetir inexorablemente no sólo aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación, sino precisamente todos los que no admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir sus gestos en archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo necesario e indispensable. Por la misma razón, cuando el enfurecido Gnulo golpeó la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el Canciller, sin la más mínima duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos platos como si se tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados estaban a punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la expectativa de cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y moría entre las exhalaciones de esa intensa convivencia.

El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte entera.

Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó caer sobre la primera dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de todos los infinitos y crecía, crecía, crecía… hasta que la estrangulación cesó… ¡Y de esa manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se liberaba de cualquier control humano!

La archiduquesa cayó al suelo… muerta. Cayeron también muchas damas estranguladas. La inmovilidad, una horrorosa inmovilidad multiplicada por los espejos, absolutamente silenciosa, comenzó a crecer y a crecer…

Crecía. Crecía sin tregua y se multiplicaba en los océanos de la quietud, entre las inmensidades del silencio, y reinaba, la archiinmovilidad en persona, la quintaesencia de lo inmóvil que, al descender a la Tierra, se imponía y reinaba…

Fue entonces cuando el Rey se dio a la fuga.

Gesticulando, presa de un pánico indecible, con las dos manos en el culo, el Rey comenzó a huir, corrió hacia la puerta, con la obsesión de dejar tras de sí, muy atrás, todo aquel archirreino. Los invitados advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba… ¡Un instante más, y el Rey habría huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con estupefacción, pues ellos no tenían derecho a detener a un rey… al Rey. ¿Quién podía atreverse a hacer uso de la fuerza para detener al Rey?

—¡Sigámosle! —gritó el anciano—. ¡Sigámosle! ¡Tras él!

El aire frío de la noche golpeó las mejillas de los dignatarios, mientras corrían por la explanada del castillo. El Rey huía por la carretera, le seguía muy cerca el Gran Canciller, y todos los invitados corrían a sus talones. Y entonces el archigenio de aquel estadista se reveló una vez más en todo su archipoder… en efecto, LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMO EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO. ¡Oh, las aladas colas de los embajadores, las túnicas violeta o escarlata de los prelados, las chaquetas negras de los ministros, las ropas de etiqueta de los grandes señores, oh, qué galope, qué archigalope de tantos dignatarios! Los ojos de la plebe jamás habían visto nada semejante. ¡Los magnates, los latifundistas, los descendientes de las estirpes más gloriosas galopaban junto a los oficiales del Estado Mayor, cuyo galope se unía al de los ministros todopoderosos, al de los mariscales y chambelanes, y al galope desenfrenado de algunas grandes damas de la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué archicarrera de mariscales, de chambelanes, la carrera de los ministros, el galope de los embajadores en medio de la noche tenebrosa, bajo las luces de las lámparas, bajo la bóveda del cielo! Los cañones del castillo dispararon. ¡Y el Rey se lanzó a la carga!

Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirrey archicargó en las tinieblas de la noche.

1946

 

 


 La rata

 

 

En aquella región rica y sedentaria sembraba el terror un malhechor, un bandido tristemente conocido por el nombre de Huligan. Había nacido en pleno campo, en medio de la gran llanura, y había crecido en los bosques, los montes, los valles y los campos; jamás había dormido en un recinto cerrado, lo cual terminó por dotarlo de una naturaleza especialmente robusta y abierta, y de un alma también espaciosa, sin hablar de su carácter exuberante. Sí, se trataba de una naturaleza abierta que no admitía restricciones de ninguna especie, lo único que admitía eran gestos amplios. Huligan, el bandido, odiaba todo lo que fuera estrecho, pequeño o restringido, como, por ejemplo, los ladrones de carteras y, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, le asestaba el golpe… y seguía caminando con paso pesado y amplio campo a través, cantando a pleno pulmón.

Cuando él pasaba, todos se hacían a un lado. Y si alguien no tenía tiempo para hacerlo, el bandido Huligan le pegaba un puñetazo en pleno rostro, o bien lo enviaba por los aires, o sencillamente le asestaba un mazazo en la cabeza, luego hacía a un lado el cadáver de la víctima y seguía su camino. Jamás de los jamases se le pudo atribuir un asesinato vil o hecho a traición; todos sus asesinatos eran de noble catadura, llenos de pompa y grandeza, y siempre los realizaba al sonido de su tonada preferida: «¡Ay, María, María, Mariíta mía!»… En efecto, amaba a esa María más que a nadie en el mundo, la amaba estruendosamente, con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia…

Tenía la naturaleza más amplia que fuese posible imaginar. No concebía el silencio… y menos aún la falta de lenguaje, esa falta de lenguaje que constituye tal vez la principal y la más pérfida característica de los hombres de nuestro tiempo… Hasta cuando dormía lo hacía con la boca abierta, roncaba y sus ronquidos llenaban los valles. Odiaba los gatos; cuando veía uno podía perseguirlo durante diez o hasta veinte kilómetros; en cuanto a las mujeres, las tomaba a manos llenas, gritando: «¡Hija de perra, hija de perra!», o bien: «¡Bueno, aquí, arriba, abajo, afuera!». De igual manera abrazaba a su adorada María. Sin embargo, a veces ocurría que la nostalgia le pesaba, y entonces toda la región se llenaba de sus lamentos sonoros y lánguidos, coloreados de una lúgubre melancolía, y se oían los ayes y los suspiros del bandido dirigidos a la luna, implorantes, marciales, con un deje cosaco o moldavo, o mejor aún valaco, entre agreste y rupestre, un poco perruno: «¡Ay, ay!», cantaba, «¡ay, vida mía! ¡Vida mía! ¡Ay, María, Mariíta mía!». Desesperados, los perros ladraban dentro de los corrales, o aullaban sorda, tétricamente. Su aullido contagiaba al final hasta a los hombres. Y toda la región aullaba con nostalgia, sorda y oscuramente, a la pálida luna que iluminaba el mundo. «¡Ay, María, vida mía! ¡Ay, qué vida la mía!»

Los cantos de sus hazañas se multiplicaban y rodeaban con una aureola la figura del bandido. Poco a poco comenzó a ser leyenda, y, por consiguiente, se compusieron canciones en su honor, cantos campesinos de gran aliento o fragorosos y viriles cantos marciales, todos con el estribillo: «¡Ay, ay, ay, vida mía!»… Los cantos se multiplicaban y con ellos las escaramuzas y los delitos. Cerca de allí vivía, en una villa solitaria y arruinada, un tal Ekorabkowski, soltero encallecido, ex-juez, que detestaba la fantasía exuberante de la región. Con el más estricto secreto visitaba continuamente a las autoridades locales y se quejaba:

—No comprendo cómo pueden tolerar ustedes esta situación… Asesinatos en pleno día… Excesos, destrucción… Escándalos en las tabernas, orgías. Y, sobre todo, esos cantos, ¡ah, esos gritos, ese eterno lamento, ese aullido… y esa María, esa María!

—Pero, amigo mío, ¿qué quiere usted que hagamos? —decía el comisario de policía, un hombre obeso—. ¿Qué quiere usted? Las autoridades son impotentes —repetía, mientras miraba por la ventana abierta la inmensidad de la llanura, en la que despuntaba allí y allá algún árbol solitario—. La población le quiere, le protege.

—¿Cómo es posible que le proteja? —exclamó finalmente con impaciencia el ex-juez y bajo sus párpados semicerrados hizo vagar la mirada por la llanura, a varios kilómetros, hasta las dunas arenosas de Mala Wola, como para hacerla volver bajo sus párpados—. Tienen hasta temor de salir de casa. Él los mata.

—Los mata, pero sólo a algunos… —murmuró el comandante sobre el fondo de la ilimitada llanura—, los otros contemplan la escena… ¿me entiende usted? Para ellos asistir a todo un asesinato es un placer… Si, señor —murmuró aún, y fingió no ver que del próximo bosquecillo volaba hacia las alturas un cadáver inmediatamente seguido por un grito magnífico, como si millares de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados.

El sol comenzaba a ponerse en el horizonte. El comandante de policía cerró la ventana.

—Si no tienen ustedes intención de detenerle, lo haré yo —dijo casi para sí mismo el juez jubilado—. Lo detendré yo y lo meteré en una jaula. Lo encerraré y reduciré su amplia naturaleza. La reduciré meticulosamente.

El comandante no hizo más que suspirar.

—¡Magnífico, magnífico!

Skorabkowski volvió a su villa arruinada y, mientras vagaba por las habitaciones vacías con una bata de color tabaco echada sobre los hombros, comenzó a preparar sus planes para capturar al bandido. El odio del avaro hacia el bandido crecía desmesuradamente. Capturarlo, aprisionarlo, obligarlo a permanecer en silencio se convirtió en una imperiosa necesidad de su espíritu estrecho. Al final, decidió emplear para capturar a su víctima la infernal rectitud del bandido, quien recorría siempre el camino más corto y directo cada vez que se dirigía a algún lugar, y, todavía más, su creciente e ilimitada arrogancia. En efecto, el bandido se había vuelto de tal modo prepotente que se había acostumbrado a que todo el mundo huyera de él, y consideraba una afrenta personal y un desafío si alguien, en vez de huir, se quedaba quieto allí. Skorabkowski ordenó que su propio mayordomo, Ksawery, se colocara bajo un árbol de la colina… Cuando el viejo servidor obedeció la orden, su patrón le encadenó rápidamente al tronco del árbol. Después, excavó con sus propias manos un agujero a los pies del mayordomo, puso en el fondo del agujero una trampa de hierro y regresó rápidamente a su casa. Llegó el crepúsculo. El viejo Ksawery se había estado riendo todo el tiempo de la broma inventada por el «joven señor», pero, cuando la luna surgió en el firmamento e iluminó toda la región hasta los bosques que trazaban el horizonte, el sirviente comenzó lentamente a comprender el motivo de su encadenamiento… Skorabkowski lo había expuesto cruelmente a la merced del espacio nocturno. Los perros aullaron… en tanto que desde los brezos se oía el nostálgico lamento del bandido, y era igual que oír lamentarse a la estepa. Poco rato después oyó el tremendo grito: «¡Ay, María, María, Mariíta, mía!», que rodaba a través de la noche, nostálgico y vehemente, ebrio e ilimitado, se diría que enteramente desenfrenado. El primero en aullar fue el bandido; sin piedad, salvajemente, sin temor ni freno alguno, desahogaba libremente su alma; le siguieron los perros… y luego los hombres, que aullaron tímidos y amedrentados desde las ventanucas de sus casas.

—¡Señor! —quería gritar Ksawery—. ¡Señor! —pero no se atrevía a gritar para no atraer la atención del bandido…

Sus susurros aterrorizados no llegaban a Skorabkowski, quien desde un balcón seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos. El lacayo maldecía su suerte, esa suerte que hace que jamás podamos desaparecer… que, aun en contra de nuestra voluntad, sin que nuestro cuerpo lo desee, alguien pueda exponernos a la vista de todos y hacer de nosotros algo que sobrepasa nuestra capacidad. El viejo sirviente maldecía la visibilidad del cuerpo, la visibilidad independiente de la voluntad. El bandido se había levantado, dejaba su lecho, y el viejo Ksawery —quisiéralo o no— debía ofrecerse a sus ojos, cosquillear sus pupilas… y a través del nervio óptico penetrar en su cerebro… Y hete ahí que Huligan a grandes pasos se dirige hacia Ksawery para romperle la mandíbula, destrozarle la nariz y el pecho, despedazarle el cuerpo visibilísimo a la luz de la luna. ¡Ahhh! Pero helo también ahí caído y atenazado por la trampa que colocó Skorabkowski… El ex-juez llegó a la carrera, y después de varias horas de intenso trabajo, logró finalmente transportar el macizo cuerpo del energúmeno a los sótanos de su vieja casona.

¡Al fin tenía a Huligan en su poder! De modo que el bandido estaba encerrado en una estrecha celda, reducido por cuatro paredes, empaquetado, clavado al muro, a su merced. El ex-juez se frotó las manos y sonrió con sorna, después de lo cual, y durante toda la noche, pensó en las torturas que debía emplear. En ningún momento había tenido la intención de liquidar al malhechor. Estrecho de mente como era, estrictamente formalista, quería restringir y coartar la libertad de su víctima; su muerte no le produciría ninguna satisfacción, sólo la cautividad podía producirle placer. El anciano no tenía prisa, durante los primeros días se regocijaba sólo con la idea de que Huligan estuviese abajo, en los sótanos, y de que fuera incapaz, ya que lo tenía debidamente amordazado, de aullar y de provocar el menor escándalo. Sólo cuando se convenció de que el estrepitoso bandido no gritaría, de que había quedado reducido al silencio, sólo entonces el ex-juez Skorabkowski tuvo el valor de bajar al sótano e iniciar en el más completo silencio las prácticas con las que se proponía reducir y disminuir al gigante. ¡Qué silencio! El poder de ese silencio subía desde el sótano y se transformaba en un pilar de la casa. Y durante semanas, durante meses enteros, reinó en la región un gran silencio, el silencio del grito reprimido, no emitido, asfixiado…

Todas las noches, a eso de las siete, Skorabkowski bajaba a la celda de tortura, vistiendo su vieja bata color tabaco, y llevando consigo palos y alambres. Todas las noches el mezquino juez trabajaba alrededor del bandido mudo, con la frente perlada de gruesas gotas de sudor y en completo silencio. Subrepticiamente se le acercaba y comenzaba a cosquillearle la planta del pie, largo rato, para estimular una risa nerviosa, luego construía pequeños cepos con los palos, restringía su visibilidad con trozos de madera, le clavaba agujas en el cuerpo, le ponía frente a los ojos arvejas, guisantes, nabos… Pero el bandido sufría esas vejaciones en silencio. Y su silencio crecía, corría, se engrandecía en las tinieblas, volviéndose digno de sus hazañas de armas más gloriosas… En vano trataba el ex-juez de vencer ese silencio amplio con su propia y silenciosa mezquindad… ¡Y de esa manera el odio iba llenando los sótanos! ¿Qué era, a fin de cuentas, lo que se proponía Skorabkowski? Pensaba que podía transformar la naturaleza del bandido, transformar su voz, reducir su amplia carcajada en miserable risita, transformar el grito en murmullo, reducir toda su figura, en pocas palabras, pensaba poder volverlo igual a sí mismo, al ex-juez Skorabkowski. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca, buscaba un punto flaco en el bandido, lo sometía a tremendos estudios específicos, para hallar ese punto minoris resistentiae, ese punto débil por medio del cual podía finalmente rehacer al bandido a su propia imagen. Pero el otro, sin jamás descubrir sus puntos flacos, se confinaba en silencio.

A veces, al cabo de esfuerzos tan reiterados como meticulosos, el viejo caballero creía haber logrado cierta restricción. Pero, desdichadamente cada semana se presentaba el momento de enfrentarse a la verdad. Instante fatídico al que el avaro temía más que cualquier otra cosa en el mundo. Cada semana, en efecto, debía quitar la mordaza de la boca del bandido para poder alimentarlo… ¡Oh, con cuánto terror mortal, después de haberse tapado con algodones, ponía frente al abatido malhechor una escudilla de alimentos y con un único gesto le quitaba la mordaza! Tenía la ilusión de haber logrado enmudecer al malhechor y esperaba que finalmente en esa ocasión Huligan no explotara… Pero todas las veces, el desamordazado malhechor explotaba en una orgía infernal de interjecciones, insultos y gritos: «¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra!», exclamaba.

«¡Fuera de aquí, carroña, fuera! ¡Te destrozaré, te mataré!… ¡Yo, Huligan, voy a hacerte picadillo! ¡Maldito hijo de puta, maldito seas mil veces! ¡Te haré trizas!», aullaba: «¡María! ¡María!, ¿dónde estás, María? ¡Ay, mi María!». Llenaba el sótano con sus aullidos y los esparcía por toda la región, se exaltaba, cantaba, deliraba su alma, mientras su verdugo, pálido como un cirio, avaro y estrecho, le metía el alimento en las fauces abiertas… Y él, entre un bocado y otro, continuaba aullando. La población de las aldeas se pasaba la voz:

—¡Es Huligan quien grita! ¡Huligan sigue gritando!

Después de semejantes sesiones, el ex-juez volvía extenuado a sus habitaciones y seguía buscando, buscando tenazmente, el punto minoris resistentiae.

Y finalmente lo encontró.

Fue la rata.

¡Cosa extraña, la rata!…

En una ocasión, por casualidad, una rata penetró en la celda de torturas, corrió hacia la pared y en ese momento el malhechor, hasta entonces indómito, se contrajo.

Skorabkowski le quitó inmediatamente la mordaza. Pero el bandido, a pesar de tener la boca libre, lejos de estallar en improperios, permaneció en silencio, siguiendo con la mirada los movimientos de la rata. Un gran asco y una sensación de miedo le paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos en el cepo, el gigante emitió una especie de risa nerviosa, una octava más alta que de costumbre.

¡Finalmente! ¡Finalmente! ¡Cómo darle gracias al Señor! ¡Había que arrodillarse ante aquella gracia inaudita! ¡Así que finalmente encontraba el remedio! El ex-juez no lograba contener las lágrimas. El orden impenetrable de la Naturaleza establece en efecto que aun el hombre más fuerte tiene en este mundo una sola cosa que le está destinada y que es más fuerte que él, que está por encima de él y que él no soporta. Hay quienes no soportan las caléndulas, quienes detestan el hígado de ternera, quienes son alérgicos a las fresas, pero lo más sorprendente de todo resultaba que el bandido, que no se había conmovido ante las torturas del garrote, ni de las agujas, ni de ninguno de los mil y un tormentos destinados a él, el hombre que parecía ser más fuerte que todas las cosas tenía miedo de una rata. No resistía las ratas. Era más débil que la rata. Sólo Dios podía saber por qué. Tal vez porque el malhechor que mataba a los hombres como si fueran insectos tenía miedo de matar una rata, temía la muerte ratuna, le producía más asco que cualquier otra cosa en el mundo, la muerte ratuna constituía para él un oprobio ilimitado y en consecuencia no habría podido infligirla, y ninguna otra muerte —la del cerdo, del cordero, del hombre, del jabalí, de la gallina, de la rana— hubiera podido ser para él ni la milésima parte más horrible, repelente, espasmódica, crispante, gelatinosa o flatulenta que la muerte de una rata. Y he ahí por qué aquel tremendo malhechor se encontró inerme frente al pequeño roedor… Esa era para él la única muerte inaccesible, imposible. A la vista de una rata, él se crispaba, se encogía, se disminuía visiblemente, se reducía, temblaba y vibraba. ¡Finalmente!

El viejo ex-juez Skorabkowski se convirtió finalmente en el amo de Huligan.

Y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinó ratas.

Le acercaba la rata atada con una cuerda, se la acercaba subrepticiamente, se la pasaba por abajo y por encima, o bien, por un instante, la hacía entrar en los pantalones mientras el gigante crispaba la voz hasta alcanzar los timbres más agudos, o quedaba reducido a la inmovilidad cuando la rata saltaba y corría sobre su cuerpo cada vez más reducido. ¡Ya no era necesaria la mordaza! El malhechor había dejado de aullar y de proferir insultos; transcurrieron semanas y luego meses, mientras el viejo mayordomo Ksawery, cuya labor consistía en iluminar a la rata con una vela, gemía y rogaba en lo más hondo de su corazón… Con los pelos de punta, con el corazón en un puño, el viejo camarero le suplicaba piedad a la rata, maldecía su absoluta crueldad, maldecía los espantosos e inapelables lazos que existen en la naturaleza, maldecía la ilimitada falta de misericordia. «¡Maldita sea la rata y el amo y esta casa y la naturaleza del bandido y la naturaleza del juez y la naturaleza de la rata, malditas sean todas las naturalezas y maldita mil veces la Naturaleza!» Entretanto transcurrían los años. El suplicio se volvía cada vez peor, cada vez más tenso. Skorabkowski hacía cada vez más uso de la rata, y la tensión crecía, crecía.

Y siempre, la rata.

Ininterrumpidamente, la rata.

Solamente, la rata.

La rata, la rata, la rata…

Finalmente Ksawery, ya al extremo de la tensión, bajó la cabeza y corrió detrás de la rata, que acababa de romper el cordón y huía hacia una grieta. En ese momento, el sirviente perdió los estribos y se enfrentó al juez con la cabeza baja.

También Skorabkowski, tenso hasta un grado insoportable, perdió los estribos y agachó la cabeza…

Y embistió contra Ksawery. Se oyó un estruendo tremendo en el sótano, y los cerebros volaron en todas las direcciones. ¡Ah, el resultado fue que el malhechor Huligan se halló libre después de once años y cuatro meses de cautividad, y que sus minuciosos celadores yacían a su lado sin vida! ¡Y que la rata había desaparecido! El bandido tragó saliva, pensó que había llegado el momento de marcharse y, después de complicados movimientos, logró liberarse. Hacia el amanecer estaba ya libre de los cepos, salió por una puerta que daba a una pequeña terraza cubierta de hiedra y corrió hacia la libertad… El hombre, en otra época gigantesco, ya para entonces bastante disminuido. De la terraza saltó al prado, atravesó los jardines y caminó junto a un arroyuelo, mientras el sol surgía en el horizonte. Un pastor gritó a lo lejos:

—¡Vaca! ¡Arre, vaca!

Inmediatamente, Huligan se ocultó tras unos arbustos. ¡Ah, con cuánto gusto se hubiese metido en cualquier agujero, en cualquier grieta, en cualquier fisura, en cualquier escondrijo! Se hubiera metido hasta en un tubo para ocultar su espalda y el resto del cuerpo. El malhechor observaba la tierra bajo sus pies. Una ligera brisa le refrescó, pero él no la saboreó, no la aspiró ni la inhaló… sólo observaba con atención y prudencia qué sucedía a su alrededor. Un único pensamiento le obsesionaba: ¿qué había ocurrido con la rata? ¿Dónde se habría metido la rata que Ksawery había seguido hasta una grieta en el sótano?

Pero la rata no aparecía.

Sin embargo, Huligan no separaba la mirada de la tierra. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata, el ilimitado horror ratuno le había angustiado hasta tal punto que la sola ausencia de la rata era más importante que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo… No, el resto no era sino decoración, sólo la presencia o la ausencia de la rata contaban. El oído del bandido era empleado para captar el rumor más ligero, semejante al que hace una rata, mientras su mirada erraba en busca de formas semejantes a las de una rata, y ya le parecía haber, sí, sí, sí, ahí, descubierto algo… sí, sí, ya adivinaba… ya oía y distinguía aquel frufrú, zig, zag, trac, trac…

Pero la rata no aparecía…

No obstante, parecía imposible que el roedor durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas y tan espantosamente profundas, fundido con su persona por el martirio, unido a su persona más de lo que animal alguno hubiera podido estarlo a un hombre… pues bien, parecía imposible (era necesario tomar en consideración el ciego amor que une a ciertos animales con el hombre) que el roedor hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él, así de buenas a primeras…

Pero la rata no aparecía.

Algo extrañamente oblongo se deslizó a lo largo de una mancha de sol y desapareció.

¿Sería tal vez la rata?

El malhechor escrutaba y buscaba con la mirada, no del todo convencido, pero de nuevo volvió a oír un crujido entre las hojas secas.

¿Sería tal vez la rata?

¡No cabía duda!… ¡Debía ser la rata!

¡Da un paso y otro paso y otro paso

la rata fiel!

¡Paso tras paso, paso tras paso

la rata fiel!

Huligan se precipitó hacia un árbol y trató de ocultarse en el hueco del tronco, mientras la rata se deslizaba hacia la maleza, y permaneció allí al acecho. La cavidad del tronco no constituía un refugio suficientemente seguro, el imprevisible roedor, cegado por la luz del día, salido de las tinieblas del sótano, hubiera podido deslizarse hacia sus pies, meterse entre sus pantalones. Sin embargo, eso no ocurría: la rata, a la luz, aterrorizada, puesta en evidencia, buscaba espasmódicamente un refugio, algo familiar, ¿y qué podía serle más familiar que los pantalones de Huligan? ¿A qué orificio podía estar más acostumbrada? Y el bandido debió de comprobar que todas las aberturas y todos los agujeros que él mismo constituía, todos los pliegues y escondites que, quisiéralo o no, poseía en su propio cuerpo y en su traje eran deseados por la rata, representaban para ella un refugio. Saltó, pues, fuera del tronco e, impulsado por el terror, se dio a la fuga, sin meta fija, a ciegas, mientras a sus talones (estaba casi seguro) se deslizaba la rata. ¡Oh, poder encontrar un agujero, una grieta, un escondite, cubrirse las espaldas, ocultar las piernas, enmascararse por todas partes, volver inaccesibles aquellos agujeros, aquellas cavidades, aquellas atractivas fisuras de su cuerpo! El bandido, salido del subsuelo, galopaba, corría desbocado por los prados, los bosques, los valles, las colinas, los campos y cañadas, y, tras él (estaba casi seguro), galopaba la rata. Con las fuerzas casi agotadas, el malhechor llegó a un escondite, el primero que pudo encontrar y, más muerto que vivo, escondiendo las propias cavidades, se tendió en la paja. Sólo unos minutos más tarde, casi enloquecido por el terror, se dio cuenta de que el hueco en que se había metido se hallaba junto a las paredes de madera de una cabaña, que se había escondido en un establo o en una barraca cualquiera.

En el momento menos pensado podía saltar la rata de aquella paja y metérsele bajo la axila, o bien, en los pliegues de la camisa, por lo que se ovilló y comenzó a observar. Pero ¿qué era aquello? ¿Soñaba o se trataba de algo real? «¿Dónde estoy?», se dijo. «¡Ah, conozco esta cabaña! ¿Quién duerme tras aquella pared sino ella? ¡Ay, María, mi María! ¡Aquí duerme María, reposa María, respira María, ay, ay, ay, María, Mariíta mía!». Encogido hasta las vísceras, lleno de la rata, fijó en ella la mirada y sus ojos no podían creerlo, era realmente ella… La muchacha yacía dormida con la boca abierta, y Huligan se puso en pie, y, sí, sí, quería cantar, hacer escándalo como en otra época… como entonces. «¡María, María, Mariíta mía!»

Cuando de pronto apareció una rata.

Una rata gorda y opulenta se asomó por debajo de un haz de leña, avanzó prudentemente y comenzó a remolonear cerca de la falda de María.

De manera que de nuevo aparecía la rata.

La rata, al lado de María.

Aquella vez no se trataba de una ilusión, sino de una rata indiscutible, palpable, que saltaba a cuatro pasos de él. El bandido quedó petrificado. Probablemente se trataba de otro roedor… no la rata de la tortura, sino otra… pero las ratas se parecen de tal manera entre sí que el torturado no podía tener la absoluta certeza. No estaba del todo seguro de que tantos años de tan dolorosa convivencia con uno de aquellos animales no hubiera dejado en él algo que resultara atractivo para toda la raza ratuna. Temía sobre todo que, asustado como estaba, pudiera saltar sobre la rata, y que, entonces, la rata, asustada a su vez, pudiera saltar sobre él… No, Dios mío, era necesario echar mano de toda la prudencia posible, era necesario manifestar la propia presencia con circunspección, asustar apenas a la rata, hacerla volver a su madriguera. ¡Dios mío! Era necesario evitar cualquier violencia, no dejarse ganar por el pánico, no caer en la inconsciente irresponsabilidad del salto, manifestaciones típicas de esos animales de las crepitantes tinieblas, provistos de interminables colas. El bandido descubrió el lugar donde, según todas las probabilidades, se encontraba la madriguera de la rata, y se preparaba delicadamente a realizar las maniobras que hicieran volver a ella al animal, en un silencio casi absoluto, con un imperceptible ruido o, como mucho, aclarándose ligeramente la garganta, cuando de pronto… algo atrajo a la rata hasta abajo de la rodilla derecha de la joven… y Huligan de nuevo quedó paralizado… La rata la había tocado, lo ratuno atentaba contra su chica, contra María… ¡su María!

Y aquella aproximación, aquel contacto de la rata con María superó todo el horror e hizo que el bandido… aullara. Aulló como en el pasado, con toda la fuerza de sus pulmones, aulló para despertar al mundo entero, aulló con su antiguo aullido irrefrenable y se lanzó aullando contra la rata. Ya no tenía miedo, saltó en medio de un aullido, un aullido tan espantoso, tan impenetrable que la rata jamás habría podido abrirse paso a través de aquel clamor para llegar a sus pantalones. No le importaba ya cortar la retirada de la rata hacia su agujero, así que la atacó de frente. ¡Ah, la ofensiva frontal de Huligan! ¡Ay, aquella retirada repentina, aquellos saltos en zigzag, aquel moverse de un lado para otro, zigzag, trie, trac, zambomba! ¡Pafff! La convicción del bandido de que la rata no se le escaparía fue fulminante, la tenía ya en un puño, la mataría porque ya estaba acorralada. Y fue entonces cuando… Pero… ¿me será posible continuar este relato? ¿Serán mis labios capaces de expresar lo que ocurrió?… En verdad fue algo terrible. Oh, me temo que voy a decirlo ya que no existen límites para el horror, es más, existe cierta carencia de límites para lo Despiadado, cuando el horror comienza a acumularse y entonces su acumulación se acumula… se acumula acumulándose sin límites, sin fin, incesantemente, creciendo por encima de sí mismo, de un modo mecánico. Oh, sí, me temo que mis labios van a narrar cómo la rata… cómo la rata cegada por el terror, amedrentada y perseguida, enloquecida por la ciega e inmediata necesidad de encontrar un agujero… se dirigió hacia la boca de María, pareció dudar un instante, saltó en aquella cavidad abierta de la muchacha dormida. Y, antes de que Huligan pudiera detenerla, vio lo que estaba ocurriendo: la rata se metía en la boca, la rata presa de pánico, trataba de esconderse en la adorable cavidad oral. ¡Oh, el poder de la mecánica! María, semidormida, despertó sorprendida, cerró sus adoradas quijadas de un modo puramente mecánico, pero implacable, y de esa manera dio fin a la mecánica del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata.

La rata dejó de existir.

Pero Huligan permaneció allí, y tuvo que enfrentarse a la muerte de la rata por obra de la adorada cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.

Da un paso y otro paso y otro paso

pero le sigue aquella rata muerta.

Paso tras paso, paso tras paso

y en boca de María sigue la rata muerta.

1937

Título original: Bakakaï

Witold Gombrowicz, 1957

Traducción: Sergio Pitol

Retoque de portada: Antwan

Editor digital: Antwan

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