En la década final de su vida, Borges emprendió una gira por los Estados Unidos con el
fin de participar de una serie de diálogos organizados por las universidades más
prestigiosas de esa nación (Chicago, Indiana, Columbia y el M.I.T., entre otras). El
recorrido traza una cartografía inquietante: Borges conversa sobre el sentido del
universo con un astrofísico, sobre misticismo con un experto en cábala y sobre el difuso
límite entre realidad y ficción con escritores y poetas. Asiste a un encuentro en el PEN
Club de Nueva York y concede incluso una entrevista a una personalidad televisiva:
Dick Cavett. A lo largo de estos encuentros, el escritor argentino evoca sueños y
pesadillas, sagas nórdicas, frases del inglés antiguo, la presencia del «otro» y el doble, y
varios de sus autores favoritos, entre otros temas. El placer intelectual de la
conversación lleva asimismo a Borges (por lo general renuente a las confidencias) a
revelar el significado de símbolos y tramas de varias de sus obras. La traducción y las
notas de Martín Hadis junto a las notables fotografías de Willis Barnstone completan en
estas páginas el sensible retrato de ese misterio esencial de la literatura que conocemos
como Borges.
Jorge Luis Borges
Borges: el misterio esencial
AGRADECIMIENTOS
Las conversaciones que figuran aquí bajo los títulos «Islas secretas», «Soy simplemente
el que soy», «La pesadilla, ese tigre entre los sueños» y «Yo siempre sentí el temor de los
espejos» corresponden a conferencias que Borges brindó en la Universidad de Indiana,
Bloomington, en el año 1980, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten.[1]
La conversación que figura bajo el título «Al despertar» fue publicada
originariamente bajo el título «Thirteen Questions: A Dialogue with Jorge Luis Borges»
(«Trece preguntas: un diálogo con Jorge Luis Borges») en el Chicago Review y se
reproduce aquí con ligeras correcciones con la debida autorización de esa revista.
Partes del «Show de Dick Cavett» del 5 de mayo de 1980 conforman la conversación
que figura con el título «Sobrevino como un lento crepúsculo de verano», publicada con
autorización de Daphne Productions.
Las fotografías de Borges fueron tomadas por Willis Barnstone en Buenos Aires, en
los años 1976 y 1977.
La publicación de este libro implica un regreso de estas conversaciones al idioma de
Borges. Por ese motivo, la labor de traducción no consistió meramente en trasladar al
castellano las palabras que el escritor dijo en inglés, sino en buscar las palabras y frases
que Borges solía emplear en castellano para expresar las mismas ideas.
Prólogo
Este libro recoge el conjunto de diálogos con Borges que tuvieron lugar en los Estados
Unidos en los años 1976 y 1980. En 1976 Borges viajó al campus de la Universidad de
Indiana, Bloomington, para participar en una serie de conversaciones sobre su obra.
Años más tarde, en la primavera septentrional de 1980, regresó a esa casa de estudios y
permaneció allí un mes entero, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten, el
Departamento de Español y Portugués, el Departamento de Literatura Comparada y la
Oficina de Asuntos Latinoamericanos de esa universidad. Borges se trasladó luego a la
Costa Este de los Estados Unidos. En la Universidad de Chicago fue recibido por una
audiencia expectante y numerosa. John Coleman y Alistair Reid lo entrevistaron en el
PEN Club de Nueva York. Asistió asimismo como invitado al «Show de Dick Cavett».
En la Universidad de Columbia sus palabras conmovieron a un público vasto y atento.
Allí afirmó: «Toda multitud es una ilusión […] Estoy hablando con cada uno de ustedes
personalmente». Luego partió hacia Cambridge, Massachusetts, donde participó en un
diálogo organizado por la Universidad de Boston, la Universidad de Harvard[2] y el
Massachusetts Institute of Technology (M. I. T.).
Como notará el lector, varias de estas universidades se cuentan entre las más
prestigiosas de los Estados Unidos. En esos ámbitos, Borges dialogó con estudiantes y
profesores de literatura, varios de sus traductores y críticos, e investigadores dedicados
a analizar su obra. Resulta difícil imaginar una audiencia más propicia, y esto se refleja
en la conversación, a la vez afable y erudita. Resulta claro, a lo largo de estas páginas,
que Borges agradecía estos encuentros y se encontraba sumamente cómodo y a gusto en
ese contexto académico. Recordemos que para ese entonces, el autor de El Aleph
sobrellevaba ya su ceguera hacía décadas. Y sin embargo, para describir cómo se siente
en el auditorio de la Universidad de Chicago, Borges afirma:
Percibo la amistad, percibo una sensación muy real de bienvenida. Me siento querido por
la gente, siento todo eso. No percibo lo circunstancial sino lo esencial, profundamente. No
sé cómo lo hago, pero estoy seguro de que mi percepción es correcta.
En efecto, el público demuestra, en cada caso su curiosidad e interés por conocer
mejor a Borges, sus fuentes literarias, su país natal, su genealogía y su pasado, y
también sus futuros proyectos literarios. A diferencia de tantas entrevistas radiales y
televisivas, nadie interrumpe aquí a Borges, que se extiende todo lo necesario en cada
respuesta. Todos escuchan atentamente y la admiración por el escritor argentino se
siente en cada pregunta. A tal grado que el mismo Borges recurre con frecuencia a su
agudo sentido del humor para mitigar esa reverencia y propiciar un registro más
informal. El diálogo fluye con espontaneidad: «Aquí estamos entre amigos», afirma
Borges. Y eso lo habilita, al parecer, a cruzar un límite infranqueable: en varios de esto
diálogos procede a revelar los mecanismos de creación de sus obras, algo a lo que en
otras oportunidades se muestra sumamente renuente. En el PEN Club de Nueva York
revela aspectos desconocidos de su célebre cuento «El sur» y agrega, riendo: «Pero
[todo esto] es estrictamente confidencial [así que] no se lo digan a nadie, ¿eh?». En otra
conversación revela que su poema «Fragmento» —cuya fuente más obvia es el antiguo
poema anglosajón llamado Beowulf—, está basado, en realidad, en una rima infantil
inglesa, que acaso leyó —o escuchó de su abuela inglesa— durante su más tierna
infancia. En la Universidad de Chicago, explica cómo su madre colaboró con él para
ayudarlo a terminar su cuento «La intrusa», brindándole las palabras finales del
protagonista. De ese modo, aclara Borges, «por un instante [mi madre] se convirtió […]
en uno de los personajes del cuento».
A lo largo de todos estos diálogos resaltan también la timidez y la desconcertante
modestia del autor de Ficciones. En la Universidad de Indiana, Borges declara: «Pienso
que la gente ha exagerado mi importancia. Yo no creo que mi obra tenga tanto interés».
Y luego agrega: «Debo decirles a todos ustedes que les agradezco que me tomen en
serio. Es algo que yo no hago jamás». Esta actitud, que en otra persona podría parecer
mera afectación, era en Borges frecuente y totalmente franca. Y es que no solo hacía
estos comentarios en público. Varios de sus amigos y familiares las escuchaban con
frecuencia. Alicia Jurado solía recordar que una vez acompañó a Borges a cruzar la
Plaza San Martín, mucha gente se acercaba para felicitarlo y ponderar sus textos.
Borges, algo avergonzado y abrumado, agradecía una y otra vez sin decir nada. Pero al
llegar a la avenida se puso serio y le aclaró a Alicia: «Por favor, no vayas a creer lo que
dice toda esta gente. Son todos ellos actores, contratados por mí. Creo que exageran,
pero de todos modos hacen bien su trabajo, ¿no te parece?». Otra testigo directa de estas
situaciones fue su madre, Leonor Acevedo, quien con frecuencia lo acompañaba en sus
viajes. Al finalizar cada homenaje en el extranjero, Borges se volvía hacia ella y le
susurraba perplejo: «Caramba, madre, ¡me toman en serio!». Para terminar, vale
también aquí recordar aquella ocasión en la que Borges se encontraba firmando
ejemplares en una librería del centro de Buenos Aires. Un lector se le acercó con un
ejemplar de Ficciones y le espetó: «¡Maestro! ¡Usted es inmortal!». A lo que Borges
respondió: «Bueno, joven, ¡vamos!… ¡No hay por qué ser tan pesimista!».
Volviendo ya a un plano más académico, muchas de estas conversaciones giran en
torno de los intereses centrales de Borges: los límites entre la realidad y la imaginación,
las pesadillas, los sueños, el «otro» y el doble, el heroísmo de sus antepasados militares,
la cábala, el inglés antiguo, la memoria y el tiempo. Autores norteamericanos como
Robert Frost, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman reciben, como es de
esperar, una atención destacada. A la vez, y muy curiosamente, el hecho de hallarse en
los Estados Unidos lleva a Borges a explicar distintos aspectos de su país que para un
público argentino resultarían redundantes. Estas conversaciones contienen, por lo tanto
y aunque resulte paradójico, más opiniones de Borges sobre la Argentina que las que
figuran en otros diálogos que mantuvo con sus compatriotas. Pero la erudición de
Borges no respeta fronteras, de manera que para recorrer todos estos temas y autores, el
escritor tiende una red que abarca todo el orbe: la Islandia medieval, el viejo Buenos
Aires, las literaturas de China, la India y Japón, la Inglaterra sajona, y varios de sus
autores favoritos: Stevenson, Chesterton y Kipling, entre otros.
Borges enuncia asimismo en estas páginas el significado de varios de sus símbolos
recurrentes: explica el significado que tienen para él tigres y cuchillos, los compadritos y
las esquinas del barrio Sur. «[Tiendo a] comunicarme por medio de símbolos —aclara el
escritor argentino—. De haber sido una persona más explícita, no sería escritor».[3]
En el M. I. T., afirma que los laberintos representan su visión íntima del universo. En
diálogo con el astrofísico Kenneth Brecher y el estudioso de la cábala Jaime Alazraki,
asegura que el universo es un enigma, sugiere que «lo maravilloso es que jamás
podremos resolverlo», y finalmente concluye con una confesión que desarma por lo
profunda y simple: «Yo vivo en un perpetuo estado de asombro».
Estos diálogos, antes alejados en la geografía y en el tiempo, regresan ahora a la
Argentina y al idioma castellano. Esperamos que esta edición refleje la amistad, la
profundidad y la poesía que les dieron origen.
WILLIS BARNSTONE | MARTÍN HADIS
Marzo de 2021
Borges en el recuerdo
En el año 1975, Borges y yo compartimos una cena de Navidad en Buenos Aires. La
Argentina se encontraba por ese entonces sumida en graves tensiones políticas, y
Borges se encontraba muy serio. Comimos una buena comida, tomamos un buen vino y
conversamos, pero la sensación de angustia y opresión que asolaba al país estaba
también en nuestros pensamientos. Tras una larga y agradable sobremesa, llegó
finalmente el momento de partir. Esa noche había huelga de taxis y de colectivos, de
manera que nos vimos obligados a caminar, y Borges, como el caballero que era, insistió
en acompañar a María Kodama a su casa. Comenzamos a atravesar la ciudad bajo una
penumbra ventosa y lúcida. A medida que la noche transcurría, Borges parecía volverse
más y más atento a cada rasgo de las calles que íbamos dejando atrás, a la arquitectura
que sus ojos ciegos de alguna manera descifraban, a los pocos transeúntes que se
cruzaban en nuestro camino. Tras despedirnos de María, emprendimos el regreso. A las
pocas cuadras noté algo que me preocupó: Borges se detenía sistemáticamente cada
pocos pasos para hacer alguna afirmación notable y doblaba luego en cada esquina,
siguiendo un recorrido circular. Deduje de esto que Borges se había perdido y no tenía
la menor idea de cómo regresar a su casa. Pero la realidad era otra: no sólo no estaba en
absoluto perdido, sino que el motivo de esa trayectoria errática era deliberado, y mucho
más simple. Borges, sencillamente, tenía ganas de seguir conversando: acerca de su
hermana Norah y de su infancia, acerca de un asesinato que —me dijo— había
presenciado décadas atrás en el límite entre Brasil y Uruguay, acerca de las hazañas de
sus antepasados militares en distintos conflictos del siglo XIX. Con frecuencia su bastón
quedaba accidentalmente encajado en algún bache o grieta del asfalto, y Borges
aprovechaba entonces la ocasión para hacer una pausa, apoyarse sobre él y estirar a un
tiempo ambos brazos, en un solo movimiento armonioso que le confería el aire de un
actor. El dilatado paseo de esa noche me permitió comprobar una vez más que el
personaje y la conversación de Borges eran, al menos, tan profundos y brillantes como
su palabra escrita, y esto reafirmaba —al menos para mí— el valor de su obra literaria.
Cuando retornamos por fin al departamento de la calle Maipú, el alba despuntaba ya en
la vereda. Otra larga noche de conversaciones con Borges había llegado a su fin.
Esa misma tarde acompañé a Borges al Café Saint James. Allí pasamos varias horas
hablando sobre Dante y Milton. Por la noche fuimos a cenar a Maxim’s. Estábamos
saliendo de lo de Borges cuando me sentí invadido por una repentina sensación de
melancolía. Le dije: «Borges, siempre recordaré nuestras charlas y mi fascinación al
escucharlo, pero jamás podré recobrar las palabras exactas». Borges me tomó del brazo
y me respondió entonces con una de sus habituales observaciones paradójicas: «No se
preocupe, Willis. Recuerde lo que escribió Swedenborg: ‘Dios nos ha concedido la
memoria para que tengamos la capacidad de olvidar’».
Hoy me resultaría imposible recuperar cada una de las palabras de tantas horas que
pasé conversando con Borges en tantas circunstancias diferentes: volando en avión,
caminando por las calles de Buenos Aires o recorriéndolas en distintos autos, cenando
en restaurantes, o simplemente dialogando en una u otra casa. En las páginas que
siguen, sin embargo, han quedado registrados para siempre el candor, el asombro, la
sorpresa e inteligencia de Borges. No he conocido a ninguna otra persona en toda mi
vida que me brindara a la vez la calidad socrática, los razonamientos profundos y
graciosos, y las réplicas inesperadas que Borges ofrecía continuamente en su diálogo. Es
una verdadera fortuna que haya sido grabada y luego transcripta al menos una fracción
de las muchas conversaciones que Borges mantuvo con tantas otras personas a lo largo
de su vida, mientras ejercía ese otro arte que consideraba la máxima virtud argentina: la
amistad.
WILLIS BARNSTONE