DIARIOS
STEFAN ZWEIG
EDICIÓN DE KNUT BECK
PREFACIO DE
MAURICIO WIESENTHAL
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE TERESA RUIZ ROSAS
[-] Este símbolo indica una inserción o una anotación al margen
en una página del diario.
‡ Este símbolo indica personajes, obras o situaciones sobre los
que no ha sido posible encontrar información.
[=] Junto a la fecha apuntada por Zweig, se indica la correcta
entre corchetes y precedida del signo igual.
MEMORIAL ZWEIG
Hay obras cuya aparición es una fiesta. Sólo cabe celebrarlas, y
más cuando se publican en una editorial que atesora un catálogo
nutrido y selecto de clásicos y de grandes autores contemporáneos,
como es el caso de Acantilado: referencia fundamental en la
bibliografía de Stefan Zweig.
Además de su obra genial como narrador, celador de la memoria
de nuestros maestros, pensador libre, guía excepcional de la
cultura, degustador de la vida y cautivador ensayista, nadie ha
superado a Zweig en la tarea de interpretar la historia de Europa en
la primera mitad del siglo XX, porque sus libros autobiográficos
(memorias, ensayos y estos Diarios que ofrecemos ahora en lengua
española) no sólo nos cuentan lo sucedido, sino que además nos
permiten compartirlo.
Desde su creación, Acantilado se propuso el difícil reto de
recuperar la obra de Zweig, dotándola de renovada presencia y
apoyándola en mayor rigor crítico para beneficio de los bibliófilos y
disfrute de los lectores. Hemos celebrado así la aparición de tantas
obras famosas o incluso inéditas del gran maestro europeo, en un
caudaloso río que sigue y seguirá fluyendo—pues nuestro autor fue
prolífico—en versiones fieles, corregidas y revisadas, ofrecidas en
traducciones magistrales, y acompañadas de anotaciones y estudios
que nos descubren secretos inesperados de la obra y la vida de su
autor.
Stefan Zweig, el humanista, el descubridor de vidas olvidadas, el
poeta de Europa, el luchador de la libertad, el maestro de la
memoria de nuestra cultura y el faro de tantas generaciones que
tenemos con él una deuda impagable fue el último creador de mitos
en una época donde todavía se podía ocultar—no ignorar—una
parte de la realidad: una tarea homérica que hemos perdido en este
tiempo decadente, sometido a la violencia dogmática y chulesca de
unos ignorantes que pretenden saberlo todo. Se pierde así la sabia
cautela de embellecer y humanizar las cosas y los hechos,
olvidando que las vidas necesitan ser amparadas y las verdades
requieren sereno reposo en el consuelo del espíritu, en la literatura,
en el arte y en la belleza. La filosofía es búsqueda aplicada, curiosa,
anhelante y sensible de la realidad, y los antiguos griegos nos
enseñaron a perseguir ese desvelo (ellos lo llamaban alétheia).
Aprendí en Zweig el gusto por estas palabras que tienen en un
idioma muchos niveles de interpretación porque crean «veladuras»
(sigamos poniendo velos) y son más artísticas y literarias, como este
término desvelo que puede significar lo mismo ‘insomnio’ que
‘anhelo’, o también ‘atención’ y ‘acto de quitar un velo’ (desvelar).
Por eso la sabiduría decae y desfallece en épocas como la nuestra,
atolondrada y soberbia, en la que unos corsarios sin ley creen
posible conquistar el cielo arrancando los velos y asaltando a los
dioses, y especialmente a las diosas, porque son las mujeres
quienes guardaron y sublimaron el poder de los velos (urdimbres y
tramas, luces y sombras, distancias y fugas, lunas y estrellas).
De una guisa más brutal y cruda fueron siempre los bárbaros:
matones que destruían todo lo civilizado porque eran incapaces de
entender que el misterio y el mito deben celarse en seguro templo, e
ignoraban que el respeto de lo bello no debe ser profanado ni
violado, aun cuando los seres humanos—los hijos de Prometeo—
conozcamos una verdad más blasfema y ardiente y sepamos dónde
está el fuego.
Los pueblos cultos de la Antigüedad sabían, por el contrario, que
la cultura, el culto y el arte exigen también ficción, y por esa razón—
pura razón—una diosa seguía siendo virgen, aunque un bruto como
Vulcano presumiese de acostarse con ella. La vida tiende al pudor,
condición que es incluso visible en el estudio de la naturaleza, en las
más bellas estructuras cristalográficas (escondidas en honda mina),
en los ritos animales de exhibición que muestran el buche o la
pluma y juegan a la danza—dilatando el momento del sexo—y en
las formas nucleares de la biología, protegidas por membranas y
fluidos que mantienen en torno a la célula una armonía de presiones
y tensiones.
A la «era de la sospecha» que vivió Zweig ha seguido en el siglo
XXI el tiempo del derribo, la denuncia y la acusación. No puede
revelarse ninguna sabiduría ni belleza en la violencia y la violación,
porque el placer de descubrir exige traspasar con vigilancia el manto
del amor (filosofía), el velo de la piedad, la gasa de la clemencia y la
materia del vestido con todos sus adornos, cortes, encajes y brillos.
Desvestir no es desnudar. Se necesita un conocimiento universal de
la cultura para situar a los hombres y los hechos en su entorno,
valorándolos en todas sus dimensiones.
Para entender a un autor tan complejo como Zweig—pese a la
aparente sencillez de su estilo, que forma parte de sus modales de
cortesía—se necesita conocer ampliamente su obra, pues escribió
sobre temas muy variados que reclaman amplia curiosidad
intelectual y buena formación cultural en el lector.
La primera cúpula de este «Memorial Zweig» que levantó
Acantilado fue la definitiva edición en español de El mundo de ayer.
Memorias de un europeo. La habían precedido ya varias obras de
Zweig y seguirían muchas otras, contando también con estudios
colaterales, correspondencia y testimonios de sus amigos, pues la
idea de construir conjuntos culturales coherentes—una Biblioteca
para grandes lectores, bibliófilos y estudiosos—ha sido uno de los
valores distintivos de la editorial.
Se culmina hoy una etapa fundamental en la construcción del
«Memorial Zweig» al publicar en lengua española los Diarios del
autor: un tesoro que, tras años de traducción, documentación y
trabajo, constituye otra de las torres de este monumento. Gracias a
un equipo selecto se ha logrado llevar a término la valiosa tarea. Y
es justo decir que ningún lector en lengua española puede hoy
conocer rigurosamente a Zweig sin acceder a este gran memorial.
Mejor que con palabras cabría acompañar con música estos
Diarios (un kadish funeral, siendo Zweig judío), o un cortejo que
proclamase la única verdad humanista: «¡Ha vivido, ha vivido!»,
como gritaban los antiguos griegos en los entierros de sus héroes.
Más allá del respeto—forma irrefutable de la poesía—, acepto el
honroso papel de último escolta en la edición de estos Diarios, sólo
porque así me es dado acompañar a los que quieran seguir sus
huellas. Es muy curiosa y reveladora «la lectura a la inversa» de
unos Diarios. Lo importante para el lector es llegar a conocer bien al
autor, y tanto vale encontrarlo de ida como de vuelta.
El diario nos otorga un privilegio cuando nos permite situarnos
junto al autor y seguir el cauce de su vida. El ensayo biográfico, la
literatura epistolar, la autobiografía y las memorias no ofrecen esta
prebenda ni este provecho, ya que nos lo dan todo interpretado,
seleccionado, armado y vertebrado, digerido y filtrado por el autor.
En suma, los Diarios ofrecen abundante juego y disfrute, más amplio
campo de intriga, más posibilidades de descubrimiento, mayores
opciones de interacción en la lectura y muy variada diversión para el
lector, dado que éste puede participar en la trama. Hasta las notas
que acompañan al texto en este magistral trabajo de edición son
divertidas y sustanciosas. Cada detalle nos permite adivinar,
predecir y pensar el transcurso de una vida, sabiendo ya el
desenlace que no conocía el propio autor. Conocemos incluso los
nombres de los «asesinos» en este thriller vertiginoso y
escalofriante de la vida de Zweig. ¡Magnífico y genial spoiler, como
dirían hoy los aficionados al cine!
Uno de los encantamientos que ofrecen los libros es que tienen
una lectura diferente en cada tiempo, según la época y la hora en
que los aborda el lector. Los Diarios de Zweig son para nosotros
más interesantes en este momento del siglo XXI que cuando el
autor los escribió desde 1912 a 1940. Hoy pueden leerse como un
viaje al pasado, y eso los hace novelescos, curiosos, entretenidos y
tan reveladores. Estas páginas ofrecerán un disfrute maravilloso a
quienes hayan leído El mundo de ayer, las Cartas de Joseph Roth,
la Correspondencia de Friderike Zweig, y a cuantos conozcan la
vida y la obra del autor. Los lectores podrán compartir activamente
la lectura de estas páginas—igual que el coro de la tragedia griega
recitaba sus advertencias y lamentos a medida que se desarrollaba
el drama—, observando cómo nuestro personaje se dirige
inexorablemente hacia su fatum.
¿Cómo un hombre nacido en un tiempo feliz, y en una familia
privilegiada por la fortuna, pudo perderse en un final tan dramático?
Pero también, ¿cómo un carácter tan tímido y pesimista fue capaz
de ser el nudo de relación de tantos seres humanos, creando un
culto a la amistad y a la lealtad como el que unió a los amigos de
Zweig? Y ¿hasta qué punto las circunstancias adversas y los vientos
contrarios no son los que empujan precisamente el ánimo de los
grandes navegantes y de los adelantados de la ciencia y de la
cultura, a los que Zweig dedicó tanta atención y páginas
deslumbrantes?
En estos Diarios sentimos cómo el avance del sectarismo y de la
razón fanática (tan terrible es la razón encadenada como el delirio
del loco) iba acorralando y flagelando a este escritor humanista que
intentaba crear contra su tiempo una obra sublime de tolerancia y
comprensión, continuadora del testamento que nos legaron sus
maestros Erasmo y Montaigne. El estruendo de su propio tiempo—
gritos autoritarios, pronunciamientos, camisas negras, banderas
rojas, cruces gamadas y bombardeos—le obligó a veces a levantar
su tono, de natural sensato y moderado, llevándolo hasta el
manifiesto más enérgico, como había hecho ya su amigo Romain
Rolland en Más allá de la contienda. Hay que comprender que en el
vendaval de locura que le tocó vivir no había trinchera ni tregua: ni
las víctimas podían escapar de los verdugos, ni los libros se
salvaban de las hogueras, ni las catedrales más nobles y hermosas
del Viejo Continente se libraban de los bombardeos.
Los lectores más fieles de Zweig que han leído y releído El
mundo de ayer no sólo conocen ya su destino y su fin, sino que lo
han acompañado en sus lúcidas opiniones, en su lucha humanista,
en sus evocaciones de los escenarios felices que contemplaba con
romántica melancolía, y también en sus tenebrosas inquietudes de
profeta jeremíaco que—desgraciadamente—siempre acertaba.
Las memorias y los Diarios de Zweig tienen precisamente el
valor de que no son un simple relato descriptivo, sino también un
retrato de su época: un cuadro pintado con la subjetividad y la
pasión de un artista, pero también con la autoridad de un intérprete
que vivió en primera línea los acontecimientos. Sus libros no podían
estar escritos de otra manera, porque siendo un humanista no fue
un sadhu pacifista y contemplativo, sino un hombre de combate—
declarado enemigo de la violencia—y un sublime escritor dotado de
fulgurante curiosidad y cultura.
Las páginas autobiográficas de Zweig nos seducen siempre con
su pasión y su energía narrativa, pues ofrecen una visión original de
su tiempo que hoy nos parece más actual que cualquier versión
escolástica. No pretenden ser tarea erudita de un historiador oficial,
y eso precisamente salva y enaltece su valor literario, las libera de
las opiniones políticamente correctas que atan a los burócratas de la
cultura, las enriquece con su pathos artístico y las integra, por
derecho propio, en el género ensayo. Montaigne y Chateaubriand
ilustraron brillantemente ese mismo estilo de escribir unas
«memorias ensayadas».
Stefan Zweig escribió «en el pórtico de los gentiles» y esa
independencia (no se olvide que la idea obsesiva que guía su vida
es la búsqueda de su libertad) le permitió ser un excelente biógrafo
—escándalo a veces de eruditos y clérigos—porque sabía, como
nadie, revelar a sus personajes desde un tono literario y artístico, sin
renunciar al rigor que debe exigirse a un género que no está basado
en la fantasía sino en la crónica bien documentada de una vida en
su espacio y en su tiempo.
Hemos dicho que Zweig, como los antiguos maestros griegos,
gustaba de mezclarse con su auditorio y con sus discípulos, pero,
en su tono y en su estilo, va siempre vestido con la toga de la
cultura y con su bastón de peregrino. Nada más propio de un
peregrino que escribir unos Diarios. La palabra día tiene variados
sinónimos en la lengua española y significa lo mismo ‘jornada’ que
‘camino’ y ‘viaje’. Por eso me gustaría que el lector recapacite al
acabar—o al empezar—la lectura de estos Diarios, y se pregunte si
este libro no podría definirse como un fabuloso camino que se
extiende por la segunda mitad de la vida de Zweig y nos ofrece
distintos paisajes; tantas historias y experiencias como el más
apasionante de los viajes, ya que el autor era además un gran
viajero.
En contante y sonante castellano se llamaba dieta al ‘camino que
puede andarse en un día’. Y, aún, seguimos llamando dieta al
estipendio que se cobra para los gastos de viaje. Pero, con el
tiempo, la palabra dieta, arrinconada en el cofre de los arcaísmos,
fue sustituida por el italianismo jornada, del toscano giornata y, este
vocablo a su vez, de giorno (día). «El salir de la posada es la mayor
jornada», leemos en el Tesoro de Alonso de Covarrubias. Era un
proverbio usual entre los españoles del Siglo de Oro que sabían
bien lo difícil que es partir y los compromisos y excusas que nos
cortan las alas cuando queremos librarnos de las limitaciones del
localismo y de sus patios de vecinos. Estos Diarios de apasionante y
aleccionadora lectura están escritos por un hombre que tuvo el valor
de asumir los riesgos y costes de su viaje, sus jornadas y sus dietas.
Por eso su vida fue tan rica en experiencia y le permitió crear una
obra maestra más auténtica e interesante que las «lecciones» de
esos desagradables moralistas que sermonean virtudes de forma
hipócrita y condenan los errores ajenos sin haber salido de sus
prejuicios locales.
Un diario es un itinerario, o también lo que los antiguos griegos
llamaban un método (métodos, ‘camino para progresar’). Para todos
aquellos que quieren iniciarse en una sabiduría honda no hay mejor
método que andar la vida—ordenada en etapas—y eso
precisamente es la esencia de un diario y la experiencia que nos
ofrece esta obra, meticulosa recopilación de los cuadernos donde
Stefan Zweig dejó el testimonio de sus gestas y sus andanzas (¡qué
oportuna suena aquí la referencia quijotesca!).
No podemos soslayar la referencia al lenguaje profético y bíblico
al adentrarnos en los Diarios de Stefan Zweig, descendiente de
judíos austríacos e italianos. Uno de los aspectos característicos de
su estilo y de su literatura es precisamente la fuerza que adquieren
en su obra los símbolos. Cada palabra que, en cualquier otro autor,
podría tener sólo un significado utilitario—sometida a una definición
de léxico y limitada por un discurso racionalista—, alcanza en su
pluma una reverberación moral. Este descendiente de hebreos,
educado en la memoria y en la nostalgia de la diáspora, sabe pasar
así del tono poético y místico del Cantar de los Cantares a las
descripciones novelescas del Éxodo o a los comentarios minuciosos
y obsesivos del Levítico, pero siempre lo que dice tiene diferentes
niveles de lectura, y el último y superior de esos grados es mágico.
De ahí que el lector deba andar con cautela en esta rutina aparente
de las jornadas de los Diarios, no sea que se le escape un mensaje
que el autor esconde intencionadamente en un tono sencillo. Hasta
las vidas de sus personajes—a veces unos amigos en conversación
—aparecen interpretadas en su significado más apocalíptico y
universal, igual que ocurre en la Biblia, de forma que una reina, un
delator, un asesino, un descubridor, un poeta, un sabio, un cobarde
o un amante no son sólo personajes de una hora y una escena, sino
signos y señales de la historia de la humanidad. Una frase
cualquiera se puede leer siempre a la luz de una revelación
profética, y por eso la obra de Stefan Zweig tiene ese valor único de
narrar el mundo de ayer y aparecer como una revelación en el
mundo de hoy o de mañana.
También hay que decir que los amigos de Zweig no son cualquier
cosa (ningún ser humano, oscuro o célebre, bueno o malo, es
cualquier cosa) y por estas páginas pasan nombres y vidas
inolvidables, como Richard Strauss, Romain Rolland, Émile
Verhaeren, Rainer Maria Rilke, Hermann Bahr, Hugo von
Hofmannsthal, Jakob Wassermann, Alma Mahler, Franz Werfel,
Arthur Schnitzler, Arturo Toscanini, Sigmund Freud, Bruno Walter y
tantos otros; grandes músicos, directores de orquesta, escritores,
bibliotecarios, anticuarios y libreros, directores de escena, actrices,
todos ellos descritos en su entorno íntimo y familiar, sin pedantería
ni pretensión académica, sino sorprendidos en la fabulosa comedia
de costumbres de la vida diaria. Y el lector echará probablemente de
menos la presencia de otros personajes: Paul Valéry, Maksim Gorki,
Julien Cain o René Fülöp-Miller, a los que Zweig trató y conservó
dentro de su círculo más cercano y querido. Algunos amigos tan
importantes, como Joseph Roth o Ernst Toller, apenas reciben aquí
una cita necrológica. Desaparecieron de esta pintura intimista que
tiene una luz hogareña de maestro flamenco, aun cuando todos
ellos están bien presentes en el escenario más dramático y teatral
de El mundo de ayer.
Al acompañar y celebrar la edición de estos Diarios de Stefan
Zweig, no puedo dejar de rememorar los largos y difíciles itinerarios
que recorrí, desde que era un muchacho, para conocer a los amigos
que habían sobrevivido a mi maestro y que podían darme noticias
suyas y facilitarme direcciones que me permitieran seguir sus
huellas. Hoy podría llamarlas «Peregrinaciones en busca de los
santos de mi calendario», como le gustaba decir a Zweig, repitiendo
una expresión de nuestro común amigo Jules Romains. No olvido el
pueblecito del Valle del Loira donde este autor hoy olvidado—
aunque bien recordado en estos Diarios—había escrito Los hombres
de buena voluntad y otros ensayos y novelas. Cuando llegué a
conocerle ya tan sólo escribía artículos, pero ofrecía a sus
huéspedes los vinos de sus viñedos, blancos ligeros y perfumados
que olían como el albaricoque y que, en las añadas más ácidas o
descarnadas, yo me esforzaba en comparar con el perfume limpio
de los limones.
La trama de los amigos de Zweig era como un firmamento
estrellado donde uno podía perderse en un sueño cósmico. Aquí
tiene el lector esos nombres, aunque ya no pueda sentir su voz.
Recuerdo los ratos inolvidables que pasé con Richard Friedenthal,
compañero de las últimas horas de Zweig, y «heredero literario» de
parte de su legado, pues acabó como pudo la incompleta versión de
Balzac que dejó Zweig al morir, y editó algunos originales de estos
Diarios. Con él pude evocar y conocer detalles significativos de los
días del exilio de Stefan y de Lotte, su segunda mujer. ¡Tantos viajes
y encuentros quizá expliquen por qué ahora las páginas de estos
Diarios me parecen un paseo por las sombras y no de la mano de
Virgilio ni de Beatrice, sino de Stefan Zweig!
Con Anna Freud—en su acogedora casa londinense de
Maresfield Gardens, 30, tan llena de la presencia de su padre—
compartí no pocos recuerdos de la relación entre el doctor Sigmund
Freud y Zweig, amistad que fue en un principio distante y difícil,
hasta convertirse en la relación fiel de exiliados que unió a los dos
en Inglaterra. Allien enemy, se leía en el salvoconducto que les
permitía vivir, en continuo estado de alarma y sospecha, como
«enemigos extranjeros». Anna me enseñó los libros que le había
dedicado Lou Salomé, a la vez que me dio datos muy personales
que me ayudaron luego al escribir mi biografía de Rilke y
enriquecerla con datos muy inéditos (Rainer Maria Rilke. El vidente
y lo oculto, Barcelona, Acantilado, 2015).
Era sólo un muchacho de veintitrés años cuando viajé a Berlín
para poder entrevistar a Ernst Feder, el escritor socialista que
estaba entonces muy olvidado. Con él pude hablar de los tiempos
que vivió en Petrópolis y de las partidas de ajedrez que jugaba en la
veranda de la casa, en la rua Gonçalves Días, 34. Se les hacía de
noche y, muchas veces, Zweig y Lotte acompañaban al matrimonio
Feder hasta su vivienda. Fue Ernst Feder quien me contó cómo
Zweig pudo haberse refugiado en Colombia en aquellos años
difíciles del exilio, cuando no se sabía si el gobierno de Brasil
tomaría el derrotero de los nazis en los vaivenes de la política
endiablada. Quizá la decisión de quedarse encerrado en el jardín
mágico de Petrópolis propició su final dramático y el de su pareja
que le acompañó en el último viaje. Muchas veces he pensado que
las razones de su muerte trágica formaban parte de ese azar que
los griegos llamaban la moira y el kairós: el hado y el destino
inescrutable de los seres humanos.
Pero, entre las cartas que Zweig recibió en sus últimos días,
Feder me habló de una que me conmovió. Se la enviaba Germán
Arciniegas, un amigo colombiano al que había conocido en un viaje
a América: uno de los más grandes humanistas que ha dado la
cultura latinoamericana. Stefan Zweig quedó fascinado por el mundo
mágico de Arciniegas y por su forma de narrar, humanista y culta,
pero no desencantada al modo europeo, sino brillante y seductora
como la de los grandes escritores de América. Inmediatamente, se
sintieron atraídos el uno por el otro, porque compartían los mismos
héroes, como Montaigne, Magallanes o Américo Vespucio.
Arciniegas, que tenía entonces cuarenta años, hablaba con tiempos
verbales activos y futuros, o con proposiciones perifrásticas: «va a
ser», «llegará a ser», «tendrá que ser», «habrá de ser»… Era un
hombre lleno de voluntad y esperanza. Y Zweig hablaba sólo en
pasiva, en condicional y en pretérito. Tenía sesenta años y pocas
fuerzas para proseguir un camino que, en aquel momento, era tan
duro para un escritor europeo: liberal, humanista y, además, de
origen judío. Nuestra Europa comenzaba ya a ser sólo pasado.
Rebelándose contra el imperialismo y la colonización
anglosajona, Arciniegas defendía la identidad de la cultura
hispanoamericana. Los latinos no podemos resolver nuestros
problemas con los reglamentos pragmáticos de las instituciones
germánicas o anglosajonas. Necesitamos ofrecer a nuestros
pueblos un proyecto mágico y moral, proponiéndoles ideales que les
despierten el pathos individual y social: entusiasmo, fascinación y fe.
Ésa es justamente la herencia que la cultura europea recibió de la
antigua escuela clásica, griega y latina: ideas que sobrevivieron en
Europa hasta que el racionalismo y el materialismo socavaron los
fundamentos idealistas de nuestra tradición. Germán de Arciniegas
acababa de ser nombrado Ministro de Educación de Colombia. Y, en
su carta, le ofrecía a Zweig la hospitalidad de iniciar una nueva vida
en su país: un pueblo libre y culto, entre gente amiga.
Años más tarde me invitaron a pronunciar una charla en la Feria
del Libro de Bogotá y se me ocurrió comenzar evocando esta
historia. Fue entonces cuando, en medio del auditorio, se levantó un
joven, se adelantó hacia el estrado donde yo hablaba—provocando
mi desconcierto, pues pensé que había ofendido a alguien—y me
dijo: «¡Profesor!, soy un discípulo de Don Germán de Arciniegas,
estuve junto al lecho de muerte de mi maestro cuando falleció hace
pocos años y debo darle un abrazo por habernos traído a Colombia
la memoria de unos hechos que desconocíamos y pueden
enorgullecernos, porque somos un país hospitalario, nos alegramos
de que un colombiano tendiese una mano a un hombre perseguido y
acorralado, y nada nos hubiera honrado más que dar asilo entre
nosotros a Stefan Zweig, el gran humanista».
Y comprended por qué evoco con emoción este tema al
comentar la nueva edición de los Diarios. Estas páginas se detienen
en 1942, justo al borde del abismo de los últimos años de Zweig,
quien ya no tuvo fuerzas para aceptar la invitación de Arciniegas.
Pero puedo deciros que, la última noche que apagó la luz en su
veranda de Petrópolis, antes de dejarnos para siempre, le dijo a su
mujer y a su amigo Feder, con quien acababa de jugar una partida
de ajedrez: «¿No deberíamos aceptar la invitación de Germán de
Arciniegas y visitar Colombia?». Su mujer, Lotte, ya enferma y
cansada, le dijo que no. Era una maravillosa noche de verano. Y así
desapareció para siempre en las estrellas. Las mariposas grandes,
con su vestido de Carnaval, volaban en la noche brasileña buscando
una mañana nueva.
La inmensa red de estrellas que encontré siguiendo a mi maestro
no se acaba aquí ni podría describirla en mil años de memoria,
porque es fascinante y quimérica como la noche de las mariposas
brasileñas. Conservo también las cartas de Marshall A. Best, la
primera de ellas fechada en 1972, cuando era el editor de Viking
Press en Nueva York. En esas páginas ya amarillentas, escritas a
máquina, me relata su visita a Zweig en Salzburgo, («la sensación
de estar ante un hombre sabio y de carácter encantador») y sus
recuerdos de la vivienda del Kapuzinerberg («casa de piedra oscura
entre abetos, meditativa y sombría»). Sin duda, él mismo lo
reconocía, me escribía ya influido por el destino final de Zweig, y no
contemplaba la alegría de las pinturas murales, de las colecciones
de autógrafos, de los recuerdos maravillosos (entre ellos el escritorio
que había pertenecido a Beethoven) que poblaban aquella vivienda
monacal, construida, eso sí, al final de un angustioso vía crucis y a
la sombra de un convento.
En una de sus cartas este inolvidable amigo norteamericano,
Marshall A. Best, me adjuntó lo que para mí fue un tesoro: unas
notas personales sobre Benjamin Huebsch, editor también de
James Joyce y de D. H. Lawrence, con valiosos detalles sobre su
amistad con Stefan Zweig, ya que incluso intervino personalmente
en la traducción y primera edición de El mundo de ayer para Viking
Press de 1943. Además, Ben tradujo otras obras del maestro
vienés, y este dato no es conocido en el mundo anglosajón, porque
era un hombre muy modesto y no quiso poner su firma. La figura de
Huebsch aparece citada varias veces en estos Diarios, pues Zweig
mantuvo con él una larga amistad.
Cuando fui a Nueva York a ponerme en contacto con Marshall
Best llevaba mi agenda tan repleta de nombres y direcciones que
me sentía como un mensajero de Zweig. Mi inolvidable amigo
rumano Eugen Relgis, que entonces vivía exiliado en Uruguay,
formaba parte de esa «red Zweig», ya que nuestro autor le había
prologado en 1939 su primera novela Mirón el sordo. Era un prodigio
de lealtad a sus amigos, y gracias a él encontré muchas rutas de
peregrinación hacia los maestros que luego fui compartiendo en mi
obra. Me guio para que visitase las casas de Romain Rolland y de
Paul Biriukov (el que fuera secretario de Tolstói, también citado en
estos Diarios), que habían vivido casi vecinos en el lago Lemán, y
me dio una prodigiosa lista de direcciones tolstoianas. Las puso en
mis manos ceremoniosamente como un legado sagrado y secreto, y
así conservo toda su obra dedicada con su letra menuda y algunas
de las cartas donde proclamaba sus ideales pacifistas,
internacionalistas y anarquistas, que en un hombre de su bondad
podían ser candorosos o ingenuos, pero no contradictorios.
El recuerdo de Romain Rolland y de los amigos y discípulos
tolstoianos se unió así a mi peregrinación. La red de las estrellas
volvía a lucir en mi firmamento. Aprovechando que viajaba a Nueva
York para ver a Marshall A. Best localicé a Alexandra («Sacha»)
Tolstaia, la hija del gran escritor. Ella, la única que había
acompañado a su padre en la «fuga de Astapovo» (otro tema
dramático y estelar de Zweig) y había dirigido el Museo de Yásnaia
Poliana antes de exiliarse a Estados Unidos. Vivía en Valley Cottage
y había creado la Tolstoi Foundation, donde hizo tantas obras
humanitarias con refugiados y, especialmente, con niños. Había sido
una hija rebelde con su madre porque era conflictiva para la
educación de su tiempo (era homosexual), pero fue en realidad un
alma libre y pura como su padre. Se había convertido con los años
en una abuela demasiado rusa: capaz de regañar con ideas carcas
y un poco reaccionarias a los mismos jóvenes desorientados a los
que amparaba y protegía. Todo era en ella Tolstói. Pero era
maravilloso escuchar sus palabras de bábushka (‘abuela rusa’)
cuando nunca decía exilio (exile en inglés), sino destierro en
español (¡qué voz tan material, tan humilde y tan expresiva del
desarraigo más cruel que puede tener una vida!). Yo le respondía
izgnanye, pero ella volvía a la palabra española y la pronunciaba
con un sentimiento especial (destierro) porque dejó su alma en un
claro luminoso (Yásnaia Poliana significa eso) del bosque mágico de
Zakaz donde, bajo un túmulo de hierba y tierra, hojarasca y ramas,
está enterrado su padre.
Los amigos de Zweig me habían conducido hasta allí—quizá
alguno de ellos tenía una deuda con Sacha, porque no la había
secundado en su valiente denuncia de los crímenes que Stalin
estaba cometiendo contra el pueblo ruso—, y cuando leo ahora los
Diarios de mi maestro veo que todos los rodeos y los días, las
jornadas y las dietas, son itinerarios mágicos. Con Alexandra
Tolstaia pude hablar de Yásnaia Poliana y comentar las cosas
geniales que Stefan Zweig había escrito sobre Tolstói, pues el gran
maestro austríaco había sido además el representante de su país en
los actos que se celebraron en Moscú en 1928 para conmemorar el
centenario del profeta y novelista ruso. No quiero cansar al lector
con mis recuerdos, pero los ofrezco como ejemplo de qué
importante es la lectura de los Diarios y las memorias de un autor, y
cómo esta curiosidad puede devolver un tesoro de aventuras,
azares, conocimientos y experiencias a un joven con vocación de
estudio y aprendizaje.
Siguiendo a los amigos de mis amigos pude conocer la fabulosa
trama del tapiz que Stefan Zweig había tejido con sus sentimientos y
con su vida, uniendo a los seres humanos sin distinción de razas,
creencias, géneros ni fronteras. Eran, eso sí, humanistas de gran
talla intelectual y de autoridad moral indiscutible, muchos de ellos
socialistas, combatientes en la causa de la libertad, comprometidos
con la democracia y partidarios de las reformas de progreso.
Conocí también hoteles inolvidables como el Beaujolais de París
o el Belvoir a orillas del lago de Zúrich que aparecen citados en
estas páginas de los Diarios. Creo que, debido a mi edad ya bien
nevada, soy uno de los últimos afortunados que llegó a hospedarse
en estos lugares sencillos y encantadores, porque no eran palacios
lujosos sino reliquias del mundo de ayer que no debían de haber
desaparecido jamás. No llegué a conocer a Prosper Montagné, y
tuve que conformarme con las noticias que me daban amigos
mayores que habían gustado su cocina cuando era propietario de Le
Boeuf à la mode, el histórico restaurante de la rue Valois de París—
también citado en estos Diarios—donde Zweig se reunía con Rilke,
Rolland, Verhaeren y Bazalgette. En mi biografía Rainer Maria Rilke.
El vidente y lo oculto dediqué una documentada crónica al local y a
estos encuentros.
Así, siguiendo itinerarios mágicos y azares providenciales—
como corresponde a un discípulo fiel—fui trazando la senda de mi
maestro por todo el mundo. Recuerdo bien a Michel Castaing, que
era el sucesor de Charavay en la más famosa y antigua tienda de
autógrafos de París. Allí compraba Zweig sus autógrafos—tenía una
colección fabulosa y valiosa—, y en aquella casa me permitían
estudiar y repasar los archivadores donde se guardaban las cartas y
manuscritos originales de Mozart y Chopin, de Lamartine y Victor
Hugo, de Balzac, de Valéry, de Puccini, de Mark Twain, de Byron, de
Chateaubriand, de Baudelaire y del propio Zweig. Aparece citada
varias veces en estos Diarios con el nombre de librería Charavay,
aunque era un espacioso entresuelo situado sobre la plaza
Furstenberg, justo frente al taller de Delacroix. En el interior había
pupitres de trabajo donde el tiempo pasaba, encantado y feérico,
como el vuelo de las páginas de los manuscritos y el temblor
creativo de la letra de los genios que habían escrito esas cartas y
esas obras. Una atmósfera que sólo puedo comparar con las horas
(«libros de horas») de monje estudioso que pasé en la Biblioteca
Nacional de la rue Richelieu en el mismo centro de París, donde
Zweig—como confiesa en estos Diarios—escribió su maravilloso
ensayo sobre la genial Marceline Desbordes-Valmore, «poeta y
madre» (pues a ella no le gustaría otro título) flagelada por la
miseria que se abatía sobre las mujeres que caían en desgracia y
sobre las vidas sencillas en los tiempos brutales de la Revolución.
Merece la pena leer con atención el texto de los Diarios,
observando cómo el autor escribe a veces con una agitación y una
angustia que le lleva hasta la repetición atolondrada de ciertas
palabras, como ocurre con paz, frontera, vida, pasión, destino o
libertad (sustantivo que remacha varias veces en la misma frase,
como un repique de alarma), mientras que en su interpretación
apenas toca las notas de la crueldad, la ruina o la violencia,
pasando sobre esas claves y cuerdas en un presto pianísimo, sin
apenas desflorarlas. ¡Silencio extraño en una época tan terrible,
tensa y violenta como la que le tocó vivir! Sólo el término sangre
(«me hiela la sangre», «sed de sangre», «un torrente de sangre»,
«letra de imprenta escrita con sangre», «las amapolas florecen
como la sangre», «pronto Europa quedará anegada en sangre»,
«inútil derramamiento de sangre») se repite en la escala de los
graves como una tonalidad cósmica y dominante que, si pensamos
en la admiración que nuestro autor sentía por Mozart, alcanza el
peso fatalista que tiene el Re menor en la Condenación de Don
Juan o en el Réquiem.
¿Hasta qué punto—no olvidemos su educación burguesa en la
Viena de Freud—reprimía ciertos sentimientos para mantener su
difícil equilibrio interior y hasta qué extremo ese silencio no es una
de las causas que le llevaron a su final dramático, en la hora
atribulada en que decidió poner término violento y abrupto a su
vida?
Reclamo, por favor, la comprensión del lector que debe
disculparme por esta larga explicación armónica, ya que uno de los
secretos de la fascinación que ejerce sobre nosotros la prosa de
Zweig—arquetipo del escritor artista—es su musicalidad, y a veces
se le entiende más por cómo entona lo que escribe que por lo que
dice. Cuando se abandona a la marea de su prosa nos deslumbra y
envuelve, nos acuna y atrae «como el silbido de un zumbel» (la
cuerda que se ata al trompo para lanzarlo y hacerlo bailar) o «como
el señuelo hipnotizador con que se engaña a las aves», y utilizo
expresiones muy suyas. Por eso sus silencios son también
significativos, medidos, intencionados y musicales. Se comprende
que Rilke y él tuviesen esta sintonía de espíritu—aun siendo tan
diferentes—y que Zweig fuese el primero en distinguir al poeta de
Las elegías de Duino por el sonido ingrávido y amortiguado de sus
pasos, y por la resonancia armónica de su presencia.
Cuando Zweig «desvanece» o «ensombrece» una palabra
(morendo, calando y smorzando, podríamos escribir al margen,
como si leyésemos una partitura) es consciente de que la música es
sólo una forma de mejorar el silencio. Si uno es incapaz de dotar un
sonido de necesidad y significado—Beethoven dixit—debe callar.
Incluso en la exigencia de impromptus que tienen unos Diarios,
donde valen la espontaneidad e incluso el arrebato, en esta obra se
muestra maravillosamente el estilo seductor de Zweig, tan rico en
acordes, en intervalos armónicos y en recursos rítmicos. Es así
como consigue transportarnos a un astuto juego psicológico de
confesión en el que se alternan los silencios, los punteos, las
sordinas de terciopelo y ciertas veladuras—como balbuceos de
timidez—en las que el escritor cede la expresión musical al misterio.
Es verdad que era tímido y reservado hasta extremos
contradictorios, porque en todo artista hay un fondo exhibicionista
que es incluso necesario cuando se escriben unos Diarios o se
compone una autobiografía como El mundo de ayer. Los
comentaristas más morbosos de su vida llevan hoy este diagnóstico
de exhibicionismo hasta los aspectos sexuales más explícitos.
Incluso se discute si el recuerdo de sus paseos nocturnos por los
jardines del palacio Liechtenstein de Viena—una memoria que le
despierta la vergüenza en las anotaciones del martes 10 de
septiembre de 1912—oculta ese contenido turbio. Pienso que se
trata más bien de la frecuentación de las pobres mujeres (das süsse
Mädel, las dulces muchachitas) que ofrecían sus servicios eróticos
en aquella Viena de su juventud. Ya Acantilado incluyó el capítulo
Eros Matutinus en su edición de El mundo de ayer, subsanando así
un vacío que se había censurado en otras versiones. Incluso
Friderike, su primera mujer, lamentaba que Zweig describiese el
refinamiento y las pasiones artísticas de su juventud en una Viena
tan espiritualizada como reprimida (donde el palacio Liechtenstein
aparece como el paraíso de los conciertos y la cultura) sin hacer
referencia a otros anhelos de la libido.
En cualquier caso, la educación puritana e hipócrita de aquel
tiempo, denunciada por Freud y reconocida también por Zweig, dejó
huellas en su carácter. La relación difícil con su madre, que era un
personaje distintivo de las muchachas burguesas de la Viena de
finales del siglo XIX, le llevó a distanciarse de esa clase ociosa y
algo frívola. Buscaba en las mujeres un carácter más independiente
y activo, y reclamaba también su libertad en la relación de pareja. La
sordera de Ida Zweig no favoreció la comunicación con su hijo, que
fue educado y protegido—como era costumbre en las familias
pudientes—entre ayas, doncellas, un mayordomo y otros sirvientes.
No en vano era hijo de un gran empresario que llegó a director de la
Bolsa de Viena. A su madre, descendiente de banqueros e hija de
una familia con raigambre social, le agradaban más los conciertos,
las lecturas, los viajes a Marienbad y a Italia, y las reuniones de
amigas. Por eso su infancia transcurrió tensionada entre extremos,
pues en su casa se mezclaba la disciplina moral e intelectual de la
rama paterna—centrada en el trabajo—con la frivolidad de las
clases pudientes y más inclinadas a una tolerancia aristocrática.
Tampoco nos dejemos llevar por la exageración al juzgar a su
madre, pues es muy posible que fuera ella quien le legó el espíritu
estético y su gusto por las delicias de la vida, cualidades tan
importantes en un artista que se distinguió como testigo de su época
y como delicioso rastreador de sentimientos. El resultado de las
virtudes y tensiones de esa educación burguesa fue el autor de
estos Diarios, a quien conoceremos aquí en 1912: el año en que el
tango triunfa en París, se edita La muerte en Venecia de Thomas
Mann, en Centroeuropa comienza la Primera Guerra de los
Balcanes y en el Atlántico naufraga el Titanic, orgullo de la
ingeniería naval que se lleva al abismo del mar las vidas de muchos
seres humanos.
Cuando pone su pluma en la primera línea de estos Diarios,
Stefan Zweig es ya un joven de treinta años, doctorado en Viena y
Berlín que comienza una carrera literaria exitosa (ha escrito poemas
y relatos cortos, una monografía sobre Verhaeren, ha publicado
traducciones, ha viajado por Francia, Alemania, España y Extremo
Oriente, y ha estrenado incluso en el Hofburgtheater). En el plano
más personal es la fecha en la que comienza su relación con
Friderike von Winternitz (nacida Friderike Maria Burger), una
muchacha casada con dos hijas que será su compañera hasta 1934,
cuando, enamorado ya él de otra mujer, Lotte Altmann, pasan
todavía unas vacaciones de invierno juntos los tres en Niza.
El final de esta historia se interrumpe el miércoles 19 de junio de
1940, cuando la invasión de Francia por el ejército alemán acerca el
peligro a las costas británicas, Stefan Zweig y Lotte se embarcan
hacia Nueva York, dejando atrás la Europa en llamas. Su último
intento de dejar un mensaje fue una conferencia que pronunció en
abril en París. El tema: «La Viena de ayer». Al despedirse de
Europa agitó en su pañuelo—igual que Noé dejó volar a la paloma
desde el Arca—el signo precursor de El mundo de ayer, que será su
último libro y que ya comenzaba a rondar su inspiración en estos
días dramáticos.
El lector de estos Diarios ha acompañado o acompañará a Zweig
en los momentos más decisivos de su vida, siguiendo los tiempos
que él, en su sinfonía de El mundo de ayer, resumió en temas
heroicos, pero que ahora podemos leer con detalle minucioso y
renombrar también a nuestro antojo: los años de formación y
aprendizaje, un hombre inseguro, los primeros triunfos, la locura de
las naciones, la lucha por la fraternidad humanista, los años dorados
en el corazón de Europa, un matrimonio no puede ser un encierro, la
diáspora de los libros perdidos o quemados, ¿el amanecer de otra
ilusión puede ser una impaciencia del corazón?, el regreso de
Jeremías al Cautiverio, el vacío es un logro terrible y absoluto, y la
dudosa desesperanza del exilio…
Es verdad que era un hombre angustiado por el absoluto, hijo de
aquella Viena feliz y seductora, que era una madre amorosa pero
que, en palabras de Kafka, «también tenía sus uñas». Sin duda era
inseguro, hasta tal punto que la rectitud levítica y la responsabilidad
en la que había sido educado—pues ésa era la formación de los
hijos burgueses que debían hacerse cargo de las grandes
empresas, como lo hizo su hermano Alfred—le impedían salvarse
recurriendo al juego, al humor y a la ironía. Le costaba aceptar una
promesa y acababa rindiéndose a una mala profecía. Sus últimas
palabras en una de sus cartas son: «aún no me lo creo». En esa
desconfianza racionalista está probablemente el misterio de su final
trágico, pues, decaído el corazón, es difícil mantener la esperanza
para un artista que cree en la belleza, cuando llega la hora en que
no existen ya razones para levantar el vuelo.
Es curioso que Friderike le regaló cuando se conocieron—justo
en los días en que comienzan estos Diarios—una mariposa del
Brasil enmarcada en un cuadro que él siempre conservó. ¡Extraña
premonición y pequeños eventos que no observamos a veces en
nuestras vidas! Una mariposa del Brasil—tenía que ser del Brasil—
para un hombre que iba a acabar su vida, muchos años más tarde,
en un paraíso de colores de aquella bendita tierra y que iba a caer
con las alas quemadas en un sueño de paz y fraternidad absoluto,
como la falena cuando se dirige a la llama que con su fulgor la
encandila y la abrasa. «En mi vida todo es como un manantial
incesante, y cuando deja de fluir la corriente, se seca por completo»,
escribió proféticamente Zweig en la primera entrada de estos
Diarios.
Largo, grave, smorzando e morendo, hemos llegado al final en la
partitura de su vida. Pero en el Concierto de Europa queda este
«Memorial Zweig», y los lectores en español tienen
afortunadamente la dicha de poder escuchar la sinfonía completa en
estas obras de Acantilado.
MAURICIO WIESENTHAL
Barcelona, mayo de 2021