miércoles, 6 de marzo de 2024

Stefan Zweig MENSAJES DE UN MUNDO OLVIDADO FRAGMENTO




 Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, Brasil, 1942) es uno de los

autores más importantes de la primera mitad del siglo XX. Escritor y

biógrafo, plasmó como nadie el devenir sentimental del hombre

moderno, sus anhelos y sus pesares. En esta colección hemos publicado

también Viajes, una crónica sentimental del viejo continente, a la par

que un viaje imprescindible por una geografía que anticipaba la

alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial.

Mensajes de un mundo olvidado recoge por vez primera en nuestra

lengua diez textos de procedencia diversa —artículos, ensayos,

conferencias—, que el autor escribiera entre los años 1914 y 1940.

Algunos de estos textos devienen en recuerdos desgarradores de un

mundo que tocaba a su fin, ante el avance inevitable de la barbarie de

la guerra. Sin embargo, en aquellos años de oscuridad, enajenación y

miedo que ensombrecieron el viejo continente durante la primera

mitad del siglo XX, algunos, como Stefan Zweig, alzaron su voz en pos

de la concordia y la unidad, rechazando el sectarismo y el fanatismo

del totalitarismo y los nacionalismos exacerbados que se extendieron

por Europa en una espiral de violencia sin parangón.

«No perdamos el tiempo, porque el tiempo no va a nuestro favor sino

en nuestra contra. En una época en la que reina el sinsentido, no nos

apoyemos en el sólido intelecto y abandonemos ya la vana creencia

humanista de que en un mundo plagado de armas y repleto de

desconfianza mutua pueda conseguirse algo con palabras.»


1914

EL MUNDO EN VELA

En el mundo ahora se duerme menos, son más largos los días y más

largas las noches. En todos y cada uno de los países de la infinita

Europa, en todas las ciudades, los callejones y las casas, en todos los

apartamentos, la relajada respiración de quienes duermen queda

entrecortada y excitada, y como una noche de verano bochornosa y

sofocante, las ardientes horas nocturnas van consumiéndose y acaban

por confundir los sentidos. Cuántos hay por todas partes, de entre

aquellos que normalmente surcaban con placidez la noche entera

montados en la oscura barca del sueño (engalanada esta con

ensoñaciones de colores, cual banderines al viento), que ahora

escuchan el reloj dar las horas, una tras otra, todas las noches, que

recorren el larguísimo camino que separa la luz de un día y la del

siguiente, y que sienten cómo la carcoma de las preocupaciones y del

pensamiento les remuerde por dentro, masticando sin cesar, hasta que

el corazón se les quiebra herido, y enferma. Ahora mismo, toda una

raza humana sufre de fiebre día y noche, los sentidos agitados de

millones de personas encienden la terrible y abrumadora vigilia, el

destino se cuela invisible por las miles de ventanas y puertas,

espantando el sueño y el olvido en todos y cada uno de los lechos. En el

mundo ahora se duerme menos, son más largos los días y más largas

las noches.

Nadie está ya a solas consigo mismo y con su destino. Todo el

mundo se asoma para mirar a la distancia. De noche, durante las horas

que uno pasa en soledad, tumbado y despierto, en el interior de un

hogar protegido y cerrado, los sentidos vuelan hacia los amigos y hacia

quienes están lejos: quizá en ese mismo momento se esté dictando

parte de tu destino, un asalto a caballo en un pueblo de Galizia de los

Cárpatos, un ataque por mar… Todo lo que ocurre en este preciso

instante a miles y miles de kilómetros guarda relación con tu vida. Y el

alma lo sabe, alarga la mano y busca aferrarse a algo movida por el

presentimiento, por el anhelo, y el aire arde con los deseos y las

súplicas que vuelan de un lado a otro, de un rincón del mundo al

opuesto. El pensamiento, multiplicado por el de miles, se mueve

incansable de las ciudades silenciosas a las hogueras, desde un solitario

puesto de avanzada de vuelta al hogar. Los invisibles filamentos del

amor y de la preocupación se ciernen desde lo más próximo hasta lo

distante: una telaraña de sentimientos, infinita, se va tejiendo hasta

cubrir el mundo entero, todas las noches, todos los días. ¡Cuántas

palabras se están susurrando, cuántas súplicas se rezan al aire

indiferente, cuánto amor anhelante vibra en cada hora de la noche que

va pasando! El aire tiembla sin cesar en ondas misteriosas para las que

la ciencia no tiene nombre y cuya vibración no sabe medir ningún

sismógrafo y, sin embargo, ¿quién podría decir si son del todo

impotentes esos deseos, si esa tremenda voluntad que arde en lo más

hondo del alma no atina a distancia, como lo hacen las vibraciones del

sonido o el espasmo eléctrico? Allí donde antes estaba el sueño, el

descanso insustancial, hay ahora un impulso de carácter imaginativo:

el alma no deja de esforzarse por atisbar entre la oscuridad nocturna la

imagen de quienes están lejos, de quienes le son tan preciados, y en esa

fantasía todos ellos viven múltiples destinos. Miles de trenes de

pensamientos atraviesan los túneles del sueño, cuya estructura

inestable se hunde una y otra vez, y la oscuridad vacía, pero repleta de

imágenes, se arquea como una bóveda sobre el que permanece solo. La

gente está más alerta de noche, como también lo está durante el día:

incluso en las personas más sencillas que te encuentras percibes cierto

aspecto vivo, propio del poder del orador, del poeta, del profeta, pues

la inmensa presión de los acontecimientos saca al exterior, por así

decirlo, lo más secreto que hay en los seres humanos, acentuando la

vitalidad en todos ellos. Y así como ahí fuera en el campo, en tiempos

enardecidos, prende de pronto lo épico y lo heroico en unos humildes

campesinos que durante toda la vida han labrado la tierra con calma y

sosiego, así también se enciende la facultad de la visión como una

llama en personas normalmente sumidas en la oscuridad y el pesar;

todas ellas viven mucho más allá del círculo común de su existencia

gracias a su mirada interior, y quien solo suele fijarse en sus quehaceres

diarios percibe ahora, en cualquier noticia que llega, una realidad y

una imagen insufladas de vida. La gente se abre paso sin cesar por la

tierra estéril de la noche con tribulaciones y visiones, hasta al final

hundirse en el sueño y vivir entonces ensoñaciones extrañas. Y es que

la sangre corre más caliente por sus venas, y en ese bochorno florecen

las plantas tropicales del terror y la inquietud, sueños de los que es una

alegría despertarse y sentir que eran vanas pesadillas, que solo eran el

sueño más espeluznante de la terrible realidad de la humanidad: la

guerra de todos contra todos.

Con combates sueñan ahora incluso los más pacíficos, columnas

militares asaltan e irrumpen en el sueño, la sangre ruge oscura por el

eco de los cañones. Y si te despiertas aterrorizado, oirás aún, muy

alerta, el estrépito de los estruendosos carros, el tintineo de los cascos

de los caballos; y entonces te paras a escuchar mejor y te asomas por la

ventana: y es verdad, ahí abajo están las largas filas de carros, de

caballos, pasando por calles desiertas. Un par de soldados guían con

cabestros una manada entera de caballos que trotan pacientemente,

con un paso pesado y sonoro sobre los ruidosos adoquines. También a

estos animales, que solían descansar de noche, tranquilos en sus

establos caldeados, también a ellos se les ha arrebatado el sueño

habitual, y los plácidos tiros equinos ahora están separados y su

hermandad se ha roto. En las estaciones de trenes se oye a las vacas

mugir desde los vagones, pacientes; a ellas las han sacado de los cálidos

y tiernos pastos del verano para llevarlas a un lugar desconocido:

incluso a estas criaturas simplonas se les ha perturbado el dormitar.

Los trenes, por su parte, se adentran en la naturaleza durmiente, que

también se ve sobresaltada por la agitación humana, con multitudes a

caballo galopando de noche por unos campos que desde hace una

eternidad habían encontrado reposo en la oscuridad; por la superficie

negra del mar resplandece el halo de luz del faro en miles de puntos,

más brillante que la luz de la luna y más reluciente que el sol; e incluso

la oscuridad de las aguas, por debajo, se ve perturbada por submarinos

que buscan presas. Resuenan disparos entre las montañas silenciosas,

creando eco y reverberación, hasta tal punto que los pájaros se

tambalean en sus nidos. En ningún sitio se tiene ya el sueño por

seguro, y hasta el aire, eternamente intacto, queda atravesado por el

veloz vuelo mortal de los aeroplanos, esos ominosos cometas de

nuestra era. Nada, nada le permite a uno disfrutar de calma y descanso

en estos días: la humanidad ha arrastrado consigo a animales y

naturaleza hacia su lucha mortífera. En el mundo ahora se duerme

menos, son más largos los días y más largas las noches.

Pero no dejemos de pensar en lo inmenso que es el tiempo y en que

esto, lo que está ocurriendo, no tiene parangón en la historia, por lo

que merece la pena quedarse sin dormir y permanecer despiertos,

eternamente despiertos. Desde su nacimiento, nunca el mundo se ha

visto tan agitado en su plenitud, tan azuzado en su comunidad. Una

guerra: eso que hasta ahora solo era una inflamación puntual en el

inmenso organismo de la humanidad, una extremidad que supuraba y

había que cauterizar para curarla, mientras las demás conservaban

desinhibidas y libres sus funciones vitales. Siempre había partes que

no estaban afectadas, en algún sitio quedaban pueblos a los que no

llegaba ningún mensaje de esa agitación, gentes que separaban con

calma sus vidas en día y noche, en trabajo y descanso. En alguna parte

seguían existiendo el sueño y la tranquilidad, personas que se

despertaban por la mañana temprano entre risas y que dormían con

placidez, sin soñar. Sin embargo, ahora que la humanidad le ha ido

ganando espacio a la tierra, sus lazos se han estrechado más

íntimamente y la fiebre altera ya todo su organismo: un horror

envuelve el cosmos entero. En Europa no hay un solo taller, ni una sola

granja, ninguna aldea queda en los bosques a los que no se les haya

arrebatado algún hombre para que forme parte de esta contienda, y

todas esas personas penden a su vez de otras, unidas como están por

los hilos del sentimiento; hasta el más nimio ser emana tanto calor de

su existencia que con su desaparición todo se vuelve más frío, más

solitario y vacío. De un destino surge siempre otro, formando

pequeños círculos que se van ensanchando y expandiendo como ondas

en el mar del sentimiento; sumidos todos en el inmenso vínculo y en el

sino recíproco que da la vivencia, nadie cae en la nada con su muerte,

todos se llevan algo del resto. A toda persona la sigue alguna mirada, y

este mirar y anhelar, multiplicado por millones y entretejido en la

suerte de naciones enteras, conforma ahora mismo la inquietud de un

mundo entero. Toda la humanidad está a la escucha y, gracias al

milagro de la tecnología, emite además una misma respuesta al

unísono. Los barcos siguen lanzando mensajes por encima de

innumerables olas, desde las torres de transmisión de Nauen y París se

difunde en minutos un despacho que llega a las colonias de África

occidental y al lago Chad, mientras que en la India los hindúes leen la

decisión tomada en páginas de cáñamo y redecilla a la misma hora que

los chinos lo hacen en sus papeles sedosos: hasta las últimas

terminaciones nerviosas de la humanidad llega la agitación, que

espanta cualquier existencia impasible. Todo el mundo mira, todo el

mundo se asoma a las ventanas de sus sentidos en busca de cualquier

mensaje, todos absorben consuelo de las palabras de los valientes y

temor de las dudas de los pusilánimes. Los profetas, verdaderos y

falsos, vuelven a tener poder sobre las masas, que ahora escuchan sin

cesar, prestando plena atención, que deambulan con fiebre y se

tumban con fiebre, día y noche: esos días largos y esas noches

interminables de una época digna de vivir despiertos.

Y es que estos tiempos rehúyen a quien no se implique, y tampoco

estar lejos del campo de batalla supone estar fuera. Todos y cada uno

de nosotros vemos cómo la vida se nos pone patas arriba, nadie tiene

derecho a dormir tranquilo en la enormidad de esta conmoción. En

esta transformación de naciones y de pueblos cambiamos nosotros

también, de forma equivalente, ya sea porque estamos de acuerdo con

ella o porque la rechazamos, de forma deliberada; todos nos vemos

implicados en los acontecimientos y nadie puede sentir fresco en mitad

de la fiebre de un mundo entero. No existe la invariabilidad frente a las

realidades transmutadas, nadie se alza hoy sobre un acantilado y mira

sonriendo hacia abajo, a la ola henchida: todo el mundo se ve

arrastrado por la corriente, consciente o inconscientemente, y nadie

sabe hacia dónde va. Nadie puede aislarse, porque con nuestra sangre y

nuestra mente circulamos en la corriente de una nación y cada racha

nos lleva más allá, cada pausa en su pulso dificulta el ritmo de nuestra

propia vida. Cuando la fiebre ceda, todo tendrá un nuevo valor para

nosotros, e incluso lo igual será distinto. Las ciudades alemanas, ¿con

qué sensación las miraremos tras esta contienda? Y París, ¡qué distinta,

qué ajena acabará siendo para el sentimiento! Hoy mismo soy

consciente de que no podré volver a estar en la misma casa de

huéspedes de Lieja, sintiendo lo mismo que antaño, que no podré

sentarme con los mismos amigos, no después de que las bombas

alemanas hayan llovido sobre la ciudadela. Entre muchos amigos a este

lado y al otro de la frontera se alzarán las sombras de los caídos y un

aliento frío sorberá la calidez de las palabras. Todos deberemos

reaprender entre el ayer y el mañana mediante este hoy tan imposible

de obviar, cuya autoridad percibimos solo en el terror; habremos de

recuperarnos para adquirir una forma de vida nueva, curarnos de esta

fiebre que ahora incendia nuestros días y hace tan sofocantes nuestras

noches. Por detrás de nosotros se alza ya otra generación cuyo

sentimiento se ha endurecido con este fuego, serán gente distinta que

verá una victoria en tiempos en los que nosotros solo avistamos

regresión, vacilación y languidez. A partir del desconcierto de estos

días se construirá un nuevo orden y nuestra principal preocupación

habrá de ser asimilarlo con firmeza y voluntad de ayuda.

Un nuevo orden. Y es que esta fiebre insomne, la ausencia de

descanso, la expectativa y la espera que consumen la calma de nuestros

días y de nuestras noches no pueden durar. De qué manera tan terrible

parece extenderse la aniquilación absoluta sobre este mundo

perturbado, y aun así resulta nimia frente a la fuerza de la vida, aún

más enorme, una vida que después de toda tensión vuelve siempre a

imponer el descanso, para tomar forma de nuevo con mayor intensidad

y belleza. Una nueva paz —¡ay, qué lejos brillan aún sus ligeras alas

entre el polvo y el humo de las armas!— reconstruirá el viejo orden de

la vida, el trabajo durante el día y el descanso durante la noche. A las

miles de habitaciones que ahora mismo permanecen despiertas,

agitadas y angustiadas, regresará la calma con el sueño dulcificante, y

más arriba volverán a verse estrellas relajadas sobre una naturaleza

felizmente viva. Lo que ahora parece terror pasará a ser incluso

grandioso tras una sublime transformación; sin arrepentimiento, y

casi con anhelo, recordaremos estas noches infinitas, cuando en esa

mágica extensión sentíamos en la sangre el destino que vendría y el

aliento cálido del tiempo sobre nuestros párpados despiertos. Solo

quien ha experimentado la enfermedad sabe la gran suerte que tiene el

sano, solo quien no duerme conoce la dulzura del sueño recuperado.

Quienes regresan a casa y quienes se quedan atrás ven la vida con más

alegría que quienes pertenecen al pasado, saben apreciar con mayor

seriedad y justicia su valor y su belleza, y uno casi desearía ansiar la

llegada de ese nuevo proyecto, si no fuera porque también hoy, como

antaño, las losas del templo de la paz están salpicadas de sangre

sacrificada, si no se hubiese comprado este nuevo y feliz sueño del

mundo con la muerte de millones de sus figuras más nobles.

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