Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, Brasil, 1942) es uno de los
autores más importantes de la primera mitad del siglo XX. Escritor y
biógrafo, plasmó como nadie el devenir sentimental del hombre
moderno, sus anhelos y sus pesares. En esta colección hemos publicado
también Viajes, una crónica sentimental del viejo continente, a la par
que un viaje imprescindible por una geografía que anticipaba la
alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial.
Mensajes de un mundo olvidado recoge por vez primera en nuestra
lengua diez textos de procedencia diversa —artículos, ensayos,
conferencias—, que el autor escribiera entre los años 1914 y 1940.
Algunos de estos textos devienen en recuerdos desgarradores de un
mundo que tocaba a su fin, ante el avance inevitable de la barbarie de
la guerra. Sin embargo, en aquellos años de oscuridad, enajenación y
miedo que ensombrecieron el viejo continente durante la primera
mitad del siglo XX, algunos, como Stefan Zweig, alzaron su voz en pos
de la concordia y la unidad, rechazando el sectarismo y el fanatismo
del totalitarismo y los nacionalismos exacerbados que se extendieron
por Europa en una espiral de violencia sin parangón.
«No perdamos el tiempo, porque el tiempo no va a nuestro favor sino
en nuestra contra. En una época en la que reina el sinsentido, no nos
apoyemos en el sólido intelecto y abandonemos ya la vana creencia
humanista de que en un mundo plagado de armas y repleto de
desconfianza mutua pueda conseguirse algo con palabras.»
1914
EL MUNDO EN VELA
En el mundo ahora se duerme menos, son más largos los días y más
largas las noches. En todos y cada uno de los países de la infinita
Europa, en todas las ciudades, los callejones y las casas, en todos los
apartamentos, la relajada respiración de quienes duermen queda
entrecortada y excitada, y como una noche de verano bochornosa y
sofocante, las ardientes horas nocturnas van consumiéndose y acaban
por confundir los sentidos. Cuántos hay por todas partes, de entre
aquellos que normalmente surcaban con placidez la noche entera
montados en la oscura barca del sueño (engalanada esta con
ensoñaciones de colores, cual banderines al viento), que ahora
escuchan el reloj dar las horas, una tras otra, todas las noches, que
recorren el larguísimo camino que separa la luz de un día y la del
siguiente, y que sienten cómo la carcoma de las preocupaciones y del
pensamiento les remuerde por dentro, masticando sin cesar, hasta que
el corazón se les quiebra herido, y enferma. Ahora mismo, toda una
raza humana sufre de fiebre día y noche, los sentidos agitados de
millones de personas encienden la terrible y abrumadora vigilia, el
destino se cuela invisible por las miles de ventanas y puertas,
espantando el sueño y el olvido en todos y cada uno de los lechos. En el
mundo ahora se duerme menos, son más largos los días y más largas
las noches.
Nadie está ya a solas consigo mismo y con su destino. Todo el
mundo se asoma para mirar a la distancia. De noche, durante las horas
que uno pasa en soledad, tumbado y despierto, en el interior de un
hogar protegido y cerrado, los sentidos vuelan hacia los amigos y hacia
quienes están lejos: quizá en ese mismo momento se esté dictando
parte de tu destino, un asalto a caballo en un pueblo de Galizia de los
Cárpatos, un ataque por mar… Todo lo que ocurre en este preciso
instante a miles y miles de kilómetros guarda relación con tu vida. Y el
alma lo sabe, alarga la mano y busca aferrarse a algo movida por el
presentimiento, por el anhelo, y el aire arde con los deseos y las
súplicas que vuelan de un lado a otro, de un rincón del mundo al
opuesto. El pensamiento, multiplicado por el de miles, se mueve
incansable de las ciudades silenciosas a las hogueras, desde un solitario
puesto de avanzada de vuelta al hogar. Los invisibles filamentos del
amor y de la preocupación se ciernen desde lo más próximo hasta lo
distante: una telaraña de sentimientos, infinita, se va tejiendo hasta
cubrir el mundo entero, todas las noches, todos los días. ¡Cuántas
palabras se están susurrando, cuántas súplicas se rezan al aire
indiferente, cuánto amor anhelante vibra en cada hora de la noche que
va pasando! El aire tiembla sin cesar en ondas misteriosas para las que
la ciencia no tiene nombre y cuya vibración no sabe medir ningún
sismógrafo y, sin embargo, ¿quién podría decir si son del todo
impotentes esos deseos, si esa tremenda voluntad que arde en lo más
hondo del alma no atina a distancia, como lo hacen las vibraciones del
sonido o el espasmo eléctrico? Allí donde antes estaba el sueño, el
descanso insustancial, hay ahora un impulso de carácter imaginativo:
el alma no deja de esforzarse por atisbar entre la oscuridad nocturna la
imagen de quienes están lejos, de quienes le son tan preciados, y en esa
fantasía todos ellos viven múltiples destinos. Miles de trenes de
pensamientos atraviesan los túneles del sueño, cuya estructura
inestable se hunde una y otra vez, y la oscuridad vacía, pero repleta de
imágenes, se arquea como una bóveda sobre el que permanece solo. La
gente está más alerta de noche, como también lo está durante el día:
incluso en las personas más sencillas que te encuentras percibes cierto
aspecto vivo, propio del poder del orador, del poeta, del profeta, pues
la inmensa presión de los acontecimientos saca al exterior, por así
decirlo, lo más secreto que hay en los seres humanos, acentuando la
vitalidad en todos ellos. Y así como ahí fuera en el campo, en tiempos
enardecidos, prende de pronto lo épico y lo heroico en unos humildes
campesinos que durante toda la vida han labrado la tierra con calma y
sosiego, así también se enciende la facultad de la visión como una
llama en personas normalmente sumidas en la oscuridad y el pesar;
todas ellas viven mucho más allá del círculo común de su existencia
gracias a su mirada interior, y quien solo suele fijarse en sus quehaceres
diarios percibe ahora, en cualquier noticia que llega, una realidad y
una imagen insufladas de vida. La gente se abre paso sin cesar por la
tierra estéril de la noche con tribulaciones y visiones, hasta al final
hundirse en el sueño y vivir entonces ensoñaciones extrañas. Y es que
la sangre corre más caliente por sus venas, y en ese bochorno florecen
las plantas tropicales del terror y la inquietud, sueños de los que es una
alegría despertarse y sentir que eran vanas pesadillas, que solo eran el
sueño más espeluznante de la terrible realidad de la humanidad: la
guerra de todos contra todos.
Con combates sueñan ahora incluso los más pacíficos, columnas
militares asaltan e irrumpen en el sueño, la sangre ruge oscura por el
eco de los cañones. Y si te despiertas aterrorizado, oirás aún, muy
alerta, el estrépito de los estruendosos carros, el tintineo de los cascos
de los caballos; y entonces te paras a escuchar mejor y te asomas por la
ventana: y es verdad, ahí abajo están las largas filas de carros, de
caballos, pasando por calles desiertas. Un par de soldados guían con
cabestros una manada entera de caballos que trotan pacientemente,
con un paso pesado y sonoro sobre los ruidosos adoquines. También a
estos animales, que solían descansar de noche, tranquilos en sus
establos caldeados, también a ellos se les ha arrebatado el sueño
habitual, y los plácidos tiros equinos ahora están separados y su
hermandad se ha roto. En las estaciones de trenes se oye a las vacas
mugir desde los vagones, pacientes; a ellas las han sacado de los cálidos
y tiernos pastos del verano para llevarlas a un lugar desconocido:
incluso a estas criaturas simplonas se les ha perturbado el dormitar.
Los trenes, por su parte, se adentran en la naturaleza durmiente, que
también se ve sobresaltada por la agitación humana, con multitudes a
caballo galopando de noche por unos campos que desde hace una
eternidad habían encontrado reposo en la oscuridad; por la superficie
negra del mar resplandece el halo de luz del faro en miles de puntos,
más brillante que la luz de la luna y más reluciente que el sol; e incluso
la oscuridad de las aguas, por debajo, se ve perturbada por submarinos
que buscan presas. Resuenan disparos entre las montañas silenciosas,
creando eco y reverberación, hasta tal punto que los pájaros se
tambalean en sus nidos. En ningún sitio se tiene ya el sueño por
seguro, y hasta el aire, eternamente intacto, queda atravesado por el
veloz vuelo mortal de los aeroplanos, esos ominosos cometas de
nuestra era. Nada, nada le permite a uno disfrutar de calma y descanso
en estos días: la humanidad ha arrastrado consigo a animales y
naturaleza hacia su lucha mortífera. En el mundo ahora se duerme
menos, son más largos los días y más largas las noches.
Pero no dejemos de pensar en lo inmenso que es el tiempo y en que
esto, lo que está ocurriendo, no tiene parangón en la historia, por lo
que merece la pena quedarse sin dormir y permanecer despiertos,
eternamente despiertos. Desde su nacimiento, nunca el mundo se ha
visto tan agitado en su plenitud, tan azuzado en su comunidad. Una
guerra: eso que hasta ahora solo era una inflamación puntual en el
inmenso organismo de la humanidad, una extremidad que supuraba y
había que cauterizar para curarla, mientras las demás conservaban
desinhibidas y libres sus funciones vitales. Siempre había partes que
no estaban afectadas, en algún sitio quedaban pueblos a los que no
llegaba ningún mensaje de esa agitación, gentes que separaban con
calma sus vidas en día y noche, en trabajo y descanso. En alguna parte
seguían existiendo el sueño y la tranquilidad, personas que se
despertaban por la mañana temprano entre risas y que dormían con
placidez, sin soñar. Sin embargo, ahora que la humanidad le ha ido
ganando espacio a la tierra, sus lazos se han estrechado más
íntimamente y la fiebre altera ya todo su organismo: un horror
envuelve el cosmos entero. En Europa no hay un solo taller, ni una sola
granja, ninguna aldea queda en los bosques a los que no se les haya
arrebatado algún hombre para que forme parte de esta contienda, y
todas esas personas penden a su vez de otras, unidas como están por
los hilos del sentimiento; hasta el más nimio ser emana tanto calor de
su existencia que con su desaparición todo se vuelve más frío, más
solitario y vacío. De un destino surge siempre otro, formando
pequeños círculos que se van ensanchando y expandiendo como ondas
en el mar del sentimiento; sumidos todos en el inmenso vínculo y en el
sino recíproco que da la vivencia, nadie cae en la nada con su muerte,
todos se llevan algo del resto. A toda persona la sigue alguna mirada, y
este mirar y anhelar, multiplicado por millones y entretejido en la
suerte de naciones enteras, conforma ahora mismo la inquietud de un
mundo entero. Toda la humanidad está a la escucha y, gracias al
milagro de la tecnología, emite además una misma respuesta al
unísono. Los barcos siguen lanzando mensajes por encima de
innumerables olas, desde las torres de transmisión de Nauen y París se
difunde en minutos un despacho que llega a las colonias de África
occidental y al lago Chad, mientras que en la India los hindúes leen la
decisión tomada en páginas de cáñamo y redecilla a la misma hora que
los chinos lo hacen en sus papeles sedosos: hasta las últimas
terminaciones nerviosas de la humanidad llega la agitación, que
espanta cualquier existencia impasible. Todo el mundo mira, todo el
mundo se asoma a las ventanas de sus sentidos en busca de cualquier
mensaje, todos absorben consuelo de las palabras de los valientes y
temor de las dudas de los pusilánimes. Los profetas, verdaderos y
falsos, vuelven a tener poder sobre las masas, que ahora escuchan sin
cesar, prestando plena atención, que deambulan con fiebre y se
tumban con fiebre, día y noche: esos días largos y esas noches
interminables de una época digna de vivir despiertos.
Y es que estos tiempos rehúyen a quien no se implique, y tampoco
estar lejos del campo de batalla supone estar fuera. Todos y cada uno
de nosotros vemos cómo la vida se nos pone patas arriba, nadie tiene
derecho a dormir tranquilo en la enormidad de esta conmoción. En
esta transformación de naciones y de pueblos cambiamos nosotros
también, de forma equivalente, ya sea porque estamos de acuerdo con
ella o porque la rechazamos, de forma deliberada; todos nos vemos
implicados en los acontecimientos y nadie puede sentir fresco en mitad
de la fiebre de un mundo entero. No existe la invariabilidad frente a las
realidades transmutadas, nadie se alza hoy sobre un acantilado y mira
sonriendo hacia abajo, a la ola henchida: todo el mundo se ve
arrastrado por la corriente, consciente o inconscientemente, y nadie
sabe hacia dónde va. Nadie puede aislarse, porque con nuestra sangre y
nuestra mente circulamos en la corriente de una nación y cada racha
nos lleva más allá, cada pausa en su pulso dificulta el ritmo de nuestra
propia vida. Cuando la fiebre ceda, todo tendrá un nuevo valor para
nosotros, e incluso lo igual será distinto. Las ciudades alemanas, ¿con
qué sensación las miraremos tras esta contienda? Y París, ¡qué distinta,
qué ajena acabará siendo para el sentimiento! Hoy mismo soy
consciente de que no podré volver a estar en la misma casa de
huéspedes de Lieja, sintiendo lo mismo que antaño, que no podré
sentarme con los mismos amigos, no después de que las bombas
alemanas hayan llovido sobre la ciudadela. Entre muchos amigos a este
lado y al otro de la frontera se alzarán las sombras de los caídos y un
aliento frío sorberá la calidez de las palabras. Todos deberemos
reaprender entre el ayer y el mañana mediante este hoy tan imposible
de obviar, cuya autoridad percibimos solo en el terror; habremos de
recuperarnos para adquirir una forma de vida nueva, curarnos de esta
fiebre que ahora incendia nuestros días y hace tan sofocantes nuestras
noches. Por detrás de nosotros se alza ya otra generación cuyo
sentimiento se ha endurecido con este fuego, serán gente distinta que
verá una victoria en tiempos en los que nosotros solo avistamos
regresión, vacilación y languidez. A partir del desconcierto de estos
días se construirá un nuevo orden y nuestra principal preocupación
habrá de ser asimilarlo con firmeza y voluntad de ayuda.
Un nuevo orden. Y es que esta fiebre insomne, la ausencia de
descanso, la expectativa y la espera que consumen la calma de nuestros
días y de nuestras noches no pueden durar. De qué manera tan terrible
parece extenderse la aniquilación absoluta sobre este mundo
perturbado, y aun así resulta nimia frente a la fuerza de la vida, aún
más enorme, una vida que después de toda tensión vuelve siempre a
imponer el descanso, para tomar forma de nuevo con mayor intensidad
y belleza. Una nueva paz —¡ay, qué lejos brillan aún sus ligeras alas
entre el polvo y el humo de las armas!— reconstruirá el viejo orden de
la vida, el trabajo durante el día y el descanso durante la noche. A las
miles de habitaciones que ahora mismo permanecen despiertas,
agitadas y angustiadas, regresará la calma con el sueño dulcificante, y
más arriba volverán a verse estrellas relajadas sobre una naturaleza
felizmente viva. Lo que ahora parece terror pasará a ser incluso
grandioso tras una sublime transformación; sin arrepentimiento, y
casi con anhelo, recordaremos estas noches infinitas, cuando en esa
mágica extensión sentíamos en la sangre el destino que vendría y el
aliento cálido del tiempo sobre nuestros párpados despiertos. Solo
quien ha experimentado la enfermedad sabe la gran suerte que tiene el
sano, solo quien no duerme conoce la dulzura del sueño recuperado.
Quienes regresan a casa y quienes se quedan atrás ven la vida con más
alegría que quienes pertenecen al pasado, saben apreciar con mayor
seriedad y justicia su valor y su belleza, y uno casi desearía ansiar la
llegada de ese nuevo proyecto, si no fuera porque también hoy, como
antaño, las losas del templo de la paz están salpicadas de sangre
sacrificada, si no se hubiese comprado este nuevo y feliz sueño del
mundo con la muerte de millones de sus figuras más nobles.
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