martes, 5 de marzo de 2024

SOY LEYENDA RICHARD MATHESON CAP I NOVELA RICHARD MATHESON

 

 

 

 

SOY LEYENDA

 

 

 

RICHARD MATHESON


 

 

Título original: I AM LEGEND

 

Traducción: Jaime Bellavista

 

 

Digitalizado por Anelfer (agosto 2002)

 

 

 

© Richard Matheson, 1954

Por la presente edición: Editorial La Montaña Mágica Ltda. y R.B.A. Proyectos Editoriales, S.A., 1987

ISBN: 958—16—0201—1 (Obra completa)

ISBN: 958—16—0138—4


 

 

 

 

I

Enero de 1976


1

 

En aquellos días nublados, Robert Neville no sabía con certeza cuándo se pondría el sol, y a veces ellos ya ocupaban las calles antes de que él regresara. Durante toda su vida, la hora del crepúsculo estaba relacionada con el aspecto del cielo, y por lo general, prefería no ale­jarse demasiado.

Paseaba alrededor de la casa, bajo una luz grisácea y débil, con un cigarrillo en la boca y un hilo de humo por encima del hombro. Com­probó que las ventanas no tuvieran alguna madera suelta. Los ataques más violentos dejaban tablones rotos o medio arrancados, y debía re­mendarlos. Odiaba esta tarea. Hoy afortunadamente, sólo faltaba un tablón.

Cuando estuvo en el patio revisó el invernadero y el depósito de agua. A veces los hierros que cubrían el depósito se aflojaban y las ca­ñerías estaban retorcidas o rotas. A veces, en el invernadero, las pie­dras que arrojaban por encima del muro agujereaban los cristales y había que cambiarlos.

Pero el depósito y el invernadero estaban intactos en esta ocasión.

Regresó a la casa. Cuando abrió la puerta de calle apareció en el espejo una imagen de sí mismo absolutamente distorsionada. Hacía un mes que había colgado allí aquel espejo agrietado. Al cabo de pocos días, algunos trozos caían en el porche. Puede caer entero, pensó. No tenía idea de colgar allí otro maldito espejo; no valía la pena. En cambio, había puesto algunas cabezas de ajo. Darían mejor resultado.

Cruzó lentamente la sala, sumida en el más absoluto silencio, dobló por el oscuro pasillo de la izquierda, y entró en el dormitorio.

En otro tiempo, la habitación había estado abarrotada de adornos, pero ahora todo era completamente funcional. Como la cama y el es­critorio ocupaban muy poco espacio, había convertido una pared en almacén.

En el estante se podía encontrar un serrucho, un torno y una pie­dra de esmeril. Y en la pared, un muestrario completo de herramien­tas.

Neville cogió el martillo y encontró, en medio del desorden de una caja, unos cuantos clavos. Volvió a salir, y clavó rápidamente el tablón que se había estropeado, arrojando los clavos restantes en la derrumbada puerta próxima.

Permaneció allí durante un rato, de pie en el jardín, contemplando la calle larga y silenciosa. Era un hombre alto, tenía treinta y seis años y su ascendencia era inglesa y alemana. En su rostro, nada llamaba especialmente la atención, excepto la boca, ancha y firme, y los bri­llantes ojos azules, que observaban ahora las ruinas de las casas veci­nas. Las había quemado para evitar que se acercaran por los tejados.

Pasados algunos minutos, respiró hondo y volvió a entrar. Arrojó el martillo sobre el sofá de la entrada, encendió otro cigarrillo y tomó la copa de la media mañana.

Poco después entró en la cocina de mala gana. Debía deshacerse de la basura acumulada en el vertedero. Debía también quemar los platos y vasos de papel, y quitar el polvo a los muebles, y lavar el fregadero y la bañera, y cambiar las sábanas y la funda de la almohada. Pero vivía solo, y esas cosas podían esperar.

 

A mediodía, Neville estaba en el invernadero recogiendo cabezas de ajo.

Al principio su estómago no podía soportar el olor de ajo. Ahora lo tenía impregnado en las ropas, y a veces pensaba que hasta en la piel, y casi no lo notaba.

Cuando le pareció que tenía suficientes volvió a casa y los colocó en el vertedero. Accionó el interruptor de la pared. La luz vaciló unos instantes antes de brillar normalmente. Neville dejó escapar un chasqui­do de disgusto entre las mandíbulas apretadas. Otra vez el generador. Tendría que repasar el maldito manual y comprobar los cables. Y si la reparación era demasiado complicada, debería comprar un nuevo generador.

Se sentó, malhumorado, en un taburete junto al vertedero y sacó un cuchillo. Primero, fue separando los pequeños dientes rosados entre sí, luego los cortó por la mitad. El acre y penetrante olor inun­dó la cocina. Puso en funcionamiento el acondicionador de aire y la atmósfera quedó bastante limpia.

Luego, con un punzón, practicó un agujero en cada mitad de dien­te y las atravesó con un alambre hasta formar unos veinticinco co­llares.

En un principio colgaba estos collares en los cristales, pero la pedrea le había obligado a tapar todos los cristales con madera tercia­da. Finalmente había sustituido estas maderas por tablones, con lo que la casa se había convertido en un lúgubre sepulcro; pero había puesto fin a aquella lluvia de piedras y vidrios rotos que entraba todas las noches en las habitaciones. Y una vez instalados los tres acondicio­nadores de aire, se pudo respirar mejor. Un hombre puede acostum­brarse a todo.

Cuando tuvo terminados los collares, salió y los clavó en los tablones de las ventanas, y retiró luego los viejos porque ya habían perdido casi todo el olor.

Realizaba este trabajo dos veces por semana. No había otra forma de defenderse mejor que ésta, por el momento.

¿Defenderse?, pensaba a menudo. ¿Para qué?

Durante la tarde pasó el rato haciendo estacas.

Con la ayuda del torno reducía los tarugos de madera a estacas de veinte centímetros. Luego les afilaba la punta en la piedra de esmeril.

Era un trabajo agobiante y monótono, y el aserrín flotaba en el aire con su tibio olor y le penetraba los poros y los pulmones, y le pro­vocaba la tos.

Pero las estacas nunca alcanzaban, independientemente de las que hiciese. Y los tarugos escaseaban cada vez más. Pronto tendría que usar tablas. Pensó, irritado, que eso sería el colmo.

Todo era demasiado deprimente y debía pensar en cambiarlo. ¿Pero cómo, si no podía dedicar ni un minuto a pensar?

Mientras torneaba, el altavoz del dormitorio dejaba llegar el sonido de la Tercera, la Séptima y la Novena de Beethoven. Con la música llenaba el terrible vacío del tiempo.

A partir de las cuatro de la tarde empezó a contemplar el reloj de pared. Trabajaba en silencio, con los labios apretando el cigarrillo, los ojos clavados en el taladro que mordía la madera sembrando el suelo de un polvo blanquecino.

Las cuatro y cuarto. Las cuatro y media. Las cinco menos cuarto.

Sólo faltaba una hora y los asquerosos bastardos rodearían la casa. Tan pronto como se pusiera el sol, aparecerían.

 

Se detuvo ante la enorme nevera para elegir su cena. Los ojos inde­cisos se pasearon por las carnes, los vegetales congelados, los panes y los pasteles, las frutas y cremas.

Sacó al fin dos costillas de cordero, unos guisantes y una botella de zumo de naranja. Luego, empujó la puerta con el codo para cerrarla y se acercó a las latas de conserva que se apilaban hasta el techo. Tomó una de jugo de tomate y salió de la habitación. En otro tiempo Kathy dormía allí. Ahora era el refugio de su estómago.

Cruzó la sala. El mural que tapizaba la pared del fondo mostraba un acantilado, con un hermoso océano verde y azul. Las olas se rom­pían contra unas rocas negras. Muy arriba, en el cielo azul, las gaviotas estaban suspendidas en el aire, y a la derecha un árbol torcido colgaba sobre el abismo y las ramas oscuras quedaban recortadas contra el cielo.

Neville entró en la cocina y dejó caer los alimentos sobre la mesa, con los ojos fijos en el reloj. Las seis menos veinte. Faltaba poco.

Puso un poco de agua en una olla y esperó a que hirviera. Luego quitó el hielo a la carne y la colocó en la parrilla. Cuando el agua estu­vo a punto, metió los guisantes en la olla. El mal funcionamiento del generador, sin duda, era debido a la cocina eléctrica.

En la mesa cortó dos rebanadas de pan y se sirvió un vaso de jugo de tomate. Se quedó mirando el segundero que giraba lentamente en la esfera del reloj.

Después de beber el jugo de tomate fue hasta la puerta y salió al porche. Dio unos pasos más, atravesó el césped y llegó a la acera.

El cielo se estaba ennegreciendo y soplaba un frío viento. Miró a lo largo de la calle. Llegarían de un momento a otro.

Oh, en realidad, no eran peores que aquellas malditas tormentas de arena. Se encogió de hombros, atravesó el jardín y volvió a entrar en la casa. Cerró la puerta con llave y colocó la tranca en su lugar corres­pondiente. Regresó a la cocina, dio la vuelta a las costillas de cordero y apagó la placa en donde hervían los guisantes.

Estaba sirviéndose la cena cuando se detuvo para mirar el reloj. Hoy habían llegado a las seis y veinticinco. Ben Cortman gritaba:

— ¡Sal, Neville!

Neville se sentó y empezó a comer, suspirando.

 

Después de cenar, en la sala, trató de leer. Se había preparado un whisky con soda y lo tenía en la mano mientras hojeaba un texto de fisiología. Del altavoz instalado en la puerta del vestíbulo le llegaba a gran volumen una obra de Shoenberg.

No suena bastante alto, pensó. Los oía aún afuera. Oía sus mur­mullos y sus pasos, sus gritos, sus gruñidos y sus peleas. De vez en cuando una piedra o un ladrillo golpeaban la casa. A veces ladraba un perro.

Y todos se reunían allí para lo mismo.

Cerró los ojos por un instante. Luego encendió un cigarrillo con resignación y dejó que el humo le llenara los pulmones.

Si tuviese tiempo aislaría la casa y evitaría los ruidos. Todo sería mejor si no tuviera que escucharlos. Aún después de seis meses le destrozaban los nervios.

Ya ni siquiera los miraba. Al principio había abierto una mirilla en la puerta para espiarlos. Pero un día las mujeres se dieron cuenta y le incitaban a salir de la casa con ademanes obscenos.

Dejó el libro y clavó los ojos en la alfombra, escuchando la música de Verklärte Nacht. Podía ponerse tapones en los oídos y no oiría

los ruidos de la calle; pero entonces tampoco oiría la música, y no quería quedarse encerrado en un caparazón.

Volvió a cerrar los ojos. La presencia de las mujeres complicaba las cosas, pensó; las mujeres, como muñecas lascivas en la noche. Espera­ban provocarle y que se decidiera a salir.

Se estremeció. Todas las noches sucedía lo mismo: empezaba a leer y a escuchar música. Luego pensaba en aislar la casa, y finalmente pensaba en las mujeres.

De nuevo aquel calor insoportable en las entrañas. Conocía muy bien aquella sensación y le enfurecía no poder dominarla. El calor era cada vez más fuerte, hasta que tenía que incorporarse y pasearse por la sala con los puños apretados. Entonces encendía el proyector y veía una película, o comía mucho, o bebía mucho, o aumentaba el volumen de la música hasta lastimarse los oídos.

Sintió que el estómago se le retorcía como un alambre. Recogió el libro e intentó leer, concentrándose en cada palabra.

Pero un segundo después el libro estaba otra vez sobre sus rodillas. Miró hacia la biblioteca. Aquella sabiduría no calmaría nunca su fue­go; siglos y siglos de palabras no podían satisfacer aquel deseo impe­rativo e irracional.

Se sintió enfermo, humillado. Se le habían terminado todas las posi­bilidades. Lo habían obligado al celibato, y debía asumirlo.

Extendió la mano, aumentó el volumen de la música y trató de leer una página entera sin detenerse. Leyó algo sobre corpúsculos sanguí­neos que atraviesan membranas, y pálidas linfas y nódulos linfáticos, y linfocitos y fagocitos...

...para terminar en el hombro izquierdo, cerca del tórax, en una de las venas largas del sistema circulatorio...

Cerró el libro de un golpe.

¿Por qué no le dejaban tranquilo? ¿Creían que sería de todos? ¿Eran tan estúpidos? ¿Por qué venían todas las noches? Después de cinco meses podían haber desistido y probar suerte en otro lugar.

Fue hasta el bar y se sirvió otra copa. Mientras volvía a su sitio oyó que unas piedras rodaban por el tejado y caían entre los arbustos del fondo de la casa. Además del ruido de las piedras, se oían los acostum­brados gritos de Ben Cortman:

—¡Sal, Neville!

Algún día agarraré a ese bastardo, pensó mientras bebía de un sorbo el amargo líquido. Algún día lo encontraré y le clavaré una estaca, justo en el centro de su maldito pecho.

Mañana. Mañana aislaría la casa. No quería pensar más en las mu­jeres. Si la aislaba quizá dejaría de pensar en ellas.

La música cesó y Neville sacó los discos del plato y los guardó en sus fundas. Ahora los sonidos de la calle le llegaban claramente. Cogió un disco cualquiera, lo puso en el tocadiscos y elevó el volumen.

El año de la plaga, de Roger Leie, le llenó los oídos. Los violines chirriaban y gemían; los tambores sonaron como los latidos de un co­razón agonizante; las flautas tocaron una extraña melodía átona.

Sacó, furioso, el disco, y lo rompió en su rodilla derecha. Hacía tiempo que deseaba hacerlo. Caminó luego rígidamente hasta la cocina y echó los pedazos al cubo de basura. Allí permaneció un rato, en la oscuridad, con los ojos cerrados y apretando los dientes, tapándose los oídos con los puños. Dejadme sólo, dejadme solo, ¡dejadme solo!

Era inútil. No podía vencerlos de noche. Era inútil intentarlo; la noche les pertenecía. Estaba comportándose como un estúpido. Haría mejor mirando una película, pero no, no tenía ganas de instalar el proyector. Se iría en seguida a la cama con tapones en los oídos. Al fin y al cabo, así terminaban todas sus noches.

Rápidamente, tratando de no pensar en nada, entró en el dormito­rio y se desnudó. Se puso los pantalones del pijama y fue al cuarto de baño. Nunca usaba chaqueta para dormir. Se había acostumbrado en Panamá, durante la guerra.

Se miró en el espejo mientras se lavaba. Contempló el pecho ancho y velludo y el tatuaje que le habían hecho en Panamá, una noche. durante una borrachera. Qué estúpido era en esa época, pensó. Bueno, quizá aquella cruz adornada le había dado suerte.

Se cepilló los dientes cuidadosamente. Ahora era su propio dentis­ta. Muchas cosas podían irse al diablo, pero su salud era muy impor­tante. ¿Por qué no dejo también el alcohol?, pensó, ¿Por qué no aca­bo con aquel infierno?

Antes de irse a la cama recorrió la casa, apagando luces. Contempló el mural durante unos minutos y trató de pensar que era realmente el océano. ¿Pero cómo podría concentrarse con todos aquellos chillidos y gritos nocturnos?

Apagó la luz de la sala y entró en el dormitorio.

Una mueca de disgusto se dibujó en su cara. El aserrín cubría las sábanas. Lo sacudió con la mano pensando que debía separar el alma­cén del dormitorio. Sería mejor hacer esto, sería mejor hacer aquello, pensó cansadamente. Había tanto que hacer. Nunca resolvería el ver­dadero problema.

Se puso los tapones en los oídos y se hundió en el silencio. Apagó la luz y se deslizó entre las sábanas. Eran poco más de las diez. Qué más da, pensó, me levantaré más temprano.

Tendido en la cama, aspiró profundamente en la oscuridad, espe­rando que le viniera el sueño. Pero el silencio no era una gran ayuda. Aún los tenía grabados; hombres de caras blancas que se arrastraban por la calle, buscando incesantemente cómo llegar a él. Algunos, quizá en cuclillas, acechando como perros, chirriaban los dientes y se balanceaban hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.

Y las mujeres... ¿Pero iba a pensar otra vez en ellas? Se acostó boca abajo profiriendo una maldición y apretó la cabeza contra la almoha­da. Así se quedó durante un rato, respirando pesadamente, retorcién­dose.

Todas las noches pronunciaba mentalmente el mismo deseo: ¡Que llegue la mañana. Dios, haz que llegue la mañana!

Soñó con Virginia y gritó durante el sueño y los dedos se le clava­ron en la colcha como garras.

domingo, 3 de marzo de 2024

ARIDJIS HOMERO EL HOMBRE QUE AMABA EL SOL FRAGMENTO NOVELA

 


Y al tiempo que nació y salió el Sol,

todos los dioses murieron.

Fr. Bernardino de Sahagún,

“Del principio que tuvieron los dioses”,

Historia General de las Cosas

de la Nueva España.


El Sol, un ojo. Si no un ojo pensante,

un ojo de fuego.

Nadie se ha atrevido a llamarlo un ojo vivo,

una conciencia.

Tomás Tonatiuh, El cuaderno del Sol

La luz es la actividad de lo transparente.

Aristóteles

Pueda haber para mí un lugar en la barca solar.

“Himno al dios sol Ra”,

El libro egipcio de los muertos


1. Crepúsculo

Un disco ardiente le dolía en el pecho. Aún había sol en las bardas. Teresa corría

por el camino con una botella de agua en la mano. El cerro parecía una pirámide

de luz. Los rayos solares bajaban por sus escalones proyectando en el suelo la

sombra de una serpiente dorada. La tarde palpitaba como un pecho de mujer a la

que una mano celeste ha abierto la blusa. Las monarcas danzaban en el ahora el

vals de la luz y de la muerte. Sobre la pirámide de luz volaba la mariposa reina. El

bosque allá abajo se mecía en sus ojos como el castillo de popa de un navío que

se hunde. Tomás dudó si miraba la pirámide acercarse a él o si presenciaba el

desprendimiento de su ser del tiempo y del espacio. No dudó mucho. Como si

fuese otra persona, se vio a sí mismo sentado en una piedra, rodeado de gente

desconocida.

Era jueves, Día de Muertos, y las almas de los difuntos que retornaban al

mundo en forma de mariposas se habían posado en charcos de polvo. Había

pocos árboles en el santuario y los caminos del bosque se habían vuelto públicos.

El hombre que amaba el Sol se llamaba Tomás Martínez Martínez. Pero como

había tantos Martínez en el pueblo, en Santa María, Molinos de Caballero, Tenerías

y Las Pilas, era casi anónimo. En algún pueblo siempre aparecía un Martínez

dueño de una tienda de ropa, una fonda o una ferretería. Por esa causa él había

decidido cambiarse los apellidos y llamarse solamente Tomás Tonatiuh.

Sol redondo y colorado

como una rueda de cobre,

del diario me estás mirando,

del diario me miras pobre.

Sus alumnos de sexto año de primaria habían evocado esa mañana una canción

socialista del año 1935. Él había encontrado la letra en un libro de texto y la había

dado de tarea a su clase, no por el contenido político, sino porque mencionaba al

Sol y todo lo que trataba del Sol era digno de mencionarse.

—Según el Diccionario de la lengua náhuatl o mexicana, el Sol era adorado

como poder soberano, aquel por el cual se vive, ipalnemoani. Tenía un templo

magnífico en Teotihuacan. Se le atribuía la creación del mundo. En las cuatro

edades de la cosmogonía mexicana había un Sol de agua, un Sol de tierra, un Sol

de viento y un Sol de fuego. Ahora vivimos en la era del Quinto Sol, Ollintonatiuh,

Sol de Movimiento, Sol que camina hacia su muerte, Sol que acabará por

terremotos —Tomás mostraba a los colegiales una reproducción de la Piedra de

Sol y una foto de una revista de astronomía—. Porque el mito y la ciencia no están

reñidos. Los hallamos a diario en nuestra imaginación.

—¿Por qué se puso Tonatiuh, maestro? —Jessica lo miró astutamente a través

de sus lentes gruesos.

—Porque hay dos nombres en la vida de un hombre: El que le ponen a uno

cuando nace y el que se pone uno a sí mismo cuando sabe quién es. Con este

segundo nombre espero morir y ser conocido en mi posteridad. En náhuatl

Tonatiuh es el nombre del Sol, “El que va haciendo el día”. En mi caso, Tonatiuh es

“El que va haciendo la vida”.

—No me ha dicho todavía por qué se cambió de nombre, maestro.

—Hay momentos en que el nombre que nos pusieron ya no nos nombra, no

abarca lo que somos ni lo que soñamos ser. De plano, no nos sirve. Pero si nos

llamamos a nosotros mismos lo que creemos ser, entonces nuestro nombre está

vivo, nuestro nombre es nosotros, se inscribe en nuestro cuerpo y andará con

nosotros hasta el fin.

—Si volvieran los aztecas, ¿me sacrificarían? —preguntó Toño.

—Me temo que sí, por tonto.

—Maestro, si nos paráramos en la punta de la montaña más alta del mundo,

¿podríamos ver toda la luz del Sol? —Teresa, con su uniforme blanco, cruzó sus

piernas de adolescente.

—No, porque para ver toda la luz del Sol nuestros ojos tendrían que ser

enormes.

—¿El Sol es un ojo de fuego?

—No sé si tiene la capacidad de mirar, pero tiene la forma de un ojo. Está

compuesto de 92.1% de hidrógeno; 7.8% de helium, 0.1% de elementos pesados

en estado gaseoso. La zona luminosa del Sol es llamada fotosfera.

—¿El Sol tiene corazón?

—El corazón que tú le das, Teresa.

—¿El Sol es un millón de veces más grande que la Luna?

—Tiene un diámetro de 1,392,000 kilómetros. Su masa es 33 mil veces la de la

Tierra.

—Si miro al Sol de frente, ¿me quedaré ciega?

—Los ojos son solares, pero no debes tratar de mirar al Sol sin filtros. Tu vista

puede sufrir daños permanentes.

—¿A qué distancia está la Tierra del Sol?

—A 149,597,870 km.

—¿Para qué sirve el Sol?

—No respondo a más preguntas, el timbre ha sonado —el maestro Tomás

Tonatiuh recogió su material didáctico. Pero no fue a casa, esa tarde subió al cerro

para echar un vistazo a las mariposas. Anduvo horas con los zapatos pesados de

polvo, hasta que accedió a La Puerta. Mas ese año la colonia se había formado en

otra parte y tuvo que bajar por una barranca. Un fuerte destello le pegaba en las

gafas, como si la armadura refulgiera.

Querre-querre, vomitó un grajo agarrado a una rama. Se había comido a una

mariposa y por el pico negro arrojaba un líquido amarillo.

Tomás paseó la vista por esas tierras suyas, tan deforestadas que las

mariposas tenían que posarse en el polvo. Dos taladores bajaban la cuesta,

haciéndose más pequeños, más pequeños hasta convertirse en puntos

insignificantes. Toño, su alumno, jalaba una yegua alazana. Era tan bajo de

estatura que apenas alcanzaba la cabeza del animal. En temporada de monarcas

llevaba a los turistas al santuario. Entonces solía faltar a la escuela.

Todo el cielo amarillo. El cerro parecía ocultar un incendio. La tierra baja,

pintada de sí misma, se tornaba sombría. Bajo la luz dorada un zopilote hurgaba en

las entrañas de un burro muerto. Como un obispo lúgubre clavaba el pico en las

costillas del cuadrúpedo tratando de llegar al corazón.

—Sol solo. Sol sonoro. Sol figurado —murmuró Tomás, mientras una luz

huérfana, que flotaba prístina en el aire, doraba los muslos de los cactos.

—Las mariposas tienen sed —Tomás vació su botella de agua en el polvo. El

líquido desapareció con un breve ahogo, dejando apenas una huella húmeda en la

superficie. Otras mariposas ya se habían emperchado en los troncos y las ramas

de los árboles para pasar la noche.

Tomás, semejante a un alfil en un tablero de ajedrez oscuro, se paró sobre un

peñasco. Desde allí observó los ríos amarillos de la luz encender las nubes negras.

Delirio de colores. Silenciamiento de azules. Bandada de loros atravesando la

noche incipiente.

—Hasta mañana —dijo a las mariposas—. A partir de ahora todo será distinto.

Querre-querre, se quejó el grajo enfermo.

2. Marcelina

—Mamá Marcelina, tuve una pesadilla, soñé que estaba temblando.

—La tierra no está temblando, el que está temblando eres tú.

Adolescente aún, Tomás se removió en el camastro de esa habitación llena de

raspaduras a la que entraba el amanecer por la ventana sin cortinas como una

invasión solar.

—Soñé que un disco ardiente me desgarraba el pecho y que una jarra de agua

se rompía en tus manos.

—Tomás, levántate, tienes clases.

—¿Otra vez iré a la escuela sin desayunar, mamá?

—Lo siento, hijo, sólo tengo los pasteles de miel que hice y no vendí en el

mercado.

—Los comí ayer y anteayer, me aburren.

—Para la comida te haré tacos de pollo. Y sopa de zanahoria.

—Ya me harté del menú lo mismo con lo mismo.

—¿Sabes? Como Plácido no consigue trabajo partirá a los Estados Unidos —

los ojos negros de esa mujer joven se entristecieron fugazmente al dar la noticia.

—¿Cuándo? —preguntó Tomás abrazándose a su cuerpo.

—Pronto.

—¿Cuán pronto? —a Tomás el viaje de su padre no le preocupaba mucho. Al

contrario, con él fuera tendría a su madre para él solo, compartida con su hermano

menor.

—Él te lo dirá —ella se inclinó sobre su hijo. Su perfume barato lo envolvió

como una nube y él quiso arrojarse a su regazo en busca de ese aroma.

—No importa que se vaya, si tú te quedas. Serán buenos tiempos para los dos.

—Y para Martín.

—¿Te llevo a la escuela? —desde el umbral de la puerta, Plácido lo miró con

fijeza, como si lo mirara por primera vez.

—¿Tú? —Tomás, pegado a su madre, miró al piso.

—Yo, por qué no.

—Bueno —Tomás salió a las calles irritadas. Andando detrás de su padre

volteaba a ver a su madre, que lo miraba desde la puerta. Qué bien le sentaba el

color rojo. Maquillada, qué guapa se veía. Ese esmalte azul en las uñas cómo

adornaba sus manos. No cabía duda, Marcelina era su adoración y su mejor

amiga. Los paseos por el cerro con ella eran como paseos de enamorados y no

había para él secreto alguno que no quisiera contárselo enseguida.

Plácido lo dejó en la puerta de la escuela y al acabar las clases, para sorpresa

de Tomás, vino a recogerlo, ayudándolo con la mochila.

—Acompáñame a la peluquería de paisaje.

—Iba a encontrarme con mi madre en el mercado.

—Hoy se quedó en casa.

Caminando se fueron a la plaza. Chon no lo hizo esperar, sentó a Plácido en el

sillón, lo cubrió de champú el pelo y le acarició el cuello como si fuera a degollarlo.

El peluquero era viejo y sus manos temblaban al cortarle el cabello. Tomás, a unos

metros, prefería ver el movimiento de la calle que el trajinar de las tijeras.

—Chon, me voy p’al Norte.

—¿A Aztlán?

—¿Al reino legendario de los aztecas? No.

—Quisiera hallarlo antes de morirme.

—¿Quién?

—Yo —Chon se paró entre dos biombos con pinturas de los volcanes

Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Del lado de la Montaña Humeante se atendía a las

mujeres, del lado de la Mujer Blanca a los hombres. Delgadas columnas de luz

pasaban por los agujeros.

—¿Te vas de ilegal?

—No digas eso. Mis documentos son los pies, con ellos cruzaré la frontera.

—Listo.

—¿Tan pronto?

—Servicio expreso.

—¿Cuánto te debo?

—Veinte.

—Chon, te quería pedir un favor. Se trata de un préstamo.

—Estoy muy amolado.

—Gracias de todos modos —al sacar los billetes del bolsillo a Tomás le pareció

que a su padre se le atoraba la mano adentro y que los pesos apañuscados se

resistían a salir.

—Cuando estés allá, me escribes sobre Aztlán.

—Lo haré sin falta —al abandonar la peluquería, Plácido cogió del brazo a

Tomás con sus manos rasposas.

—Ahora acompáñame a comprar unos pantalones, porque estos que traigo

están tan apretados que no puedo agacharme ni separar las piernas por miedo a

que se me descosan. ¿Te apetece una naranja?

—No.

La tienda de ropa estaba en el centro. Su padre sabía exactamente qué

buscaba y no perdió tiempo para comprarse los pantalones. De paso adquirió una

camisa a cuadros de lana.

—Ahora vamos a comer algo. Porque no has comido, ¿verdad?

—No.

—Dile a doña Susana que nos dé buena mesa —pidió Plácido a la muchacha

parada a la entrada.

—Puede decirle usted mismo, allá está ella —la muchacha señaló a una mujer

de pelo blanco y dientes de peineta saliendo de la cocina.

—Cuando voy a un restaurante, si voy a pagar por lo que como, quiero que me

atiendan bien.

—No se preocupe, dígame lo que quiere y se lo sirvo.

—¿Tiene menú del día?

—Se lo digo: Sopa de fideos, pollo en hongos silvestres, ensalada de lechuga y

jitomate, frijoles de olla.

—Tráigalo para dos —ordenó Plácido, sin preguntarle a su hijo si tenía tanto

apetito.

—¿No sería mejor que invitaras a mamá? —preguntó Tomás, aunque estaba

contento porque nunca antes su padre lo había sacado a pasear o a comer.

—Regresaré por ti —le prometió Plácido, mientras la mesera traía la cuenta—.

Me iré de viaje mañana.

—¿Podemos irnos, papá?

—Ahora te llevo con tu madre, veo que la extrañas.

Al llegar a casa, Plácido llamó a Marcelina a la sala y, delante de los hijos, le

hizo varias recomendaciones: —Mujer, no salgas de noche, si hay una urgencia

manda a Tomás. Mujer, duerme con la vela prendida en tu recámara, porque la

noche está llena de espíritus malignos; si te sientes sola o mal pensada llama a los

niños para que te acompañen en la cama. Mujer, no asomes la nariz al mundo

porque te la pueden cortar y qué cuentas me vas a entregar cuando regrese. Mujer,

nadie debe saber que te quedas sola, excepto mi sobrina Hortensia. En la alacena

te dejo provisiones para una semana, y un dinero que ahorré. Gástalo bien. A los

chamacos cómprales pantalones de mezclilla y zapatos de León, para que les

duren. Y cuadernos para la escuela. Te encargo a los críos, cuídalos. Si quieres

escribirme manda las cartas al consulado mexicano de Los Angeles, allá darán

razón de mí. Si no te contesto, no te preocupes, no me habré muerto, soy hueso

duro de roer.

A Tomás, aconsejó: “Hijo, aunque estés jodido no vendas la tierra de nuestros

antepasados. Tampoco abandones a tu madre para irte a la ciudad de vago. Ve por

tu hermano y trátalo con cariño.”

Al recibir su beso en la mejilla, Tomás examinó la cara del padre que iba a

perder. Desde la puerta, Plácido aseguró a la familia: —Me voy por pura necesidad,

por la pinche miseria, pero ahorita regreso.

El ahorita sonó en la cabeza de Tomás como un hasta nunca, a pesar de que

con el diminutivo Plácido quería minimizar el impacto de sus palabras.

Para el viaje, Plácido se llevó dos pasteles de miel, una lata de sardinas y una

botella de agua, y la cabeza llena del sueño americano. Esposa e hijos lo vieron

atravesar a pie la frontera verde del bosque. De vez en cuando él se sacudía el

polvo de los pantalones. Su sombra, como retenida por una red invisible, pareció

quedarse unos segundos detrás de él, separada del cuerpo. Luego se integró a sus

pies. Entonces, madre e hijos empezaron el retorno a la casa vacía.

—¿Viste su sombra? —preguntó Tomás a su madre—. Se le desprendió un

tantito así de los pies. Dicen que en el otro mundo los muertos reconocen a los

vivos por su sombra, ¿es cierto?

Marcelina no contestó. No le importaba lo que podía hallar en el otro mundo,

sino lo que perdía en éste.

—¿Me oíste?

—¿Quieres que te grite mi respuesta? ¿No ves que todo está haciendo agua?

—¿Dónde?

—Aquí dentro.

Tomás no entendió sus palabras, pero su alusión al agua tuvo sentido, porque

al poco tiempo, mientras trapeaba el piso de la cocina, ella se fue de bruces sobre

una cubeta de líquido sucio. Ya no recobró el conocimiento. Murió de una embolia

en un camastro de hospital.

Después de la muerte de su madre, a la que Tomás recordaría con las manos

mojadas, saliendo de la cocina o lavando ropa, tuvo su herencia: un collar de

perlas falsas, dos vestidos, un delantal, un acta de defunción y cincuenta pesos de

ahorros.

viernes, 1 de marzo de 2024

RAUL BARON BIZA El Derecho de Matar FRAGMENTO




 RAUL BARON BIZA

El Derecho de Matar

¡Oh, mujer! Para lograr una figura tan bella

y un corazón tan duro, ¿Qué dios del Olimpo

se ayuntó con la hiena?...

La pornografía en los libros está en proporción

a la degeneración del cerebro lector.

BARON BIZA.

EL DERECHO DE MATAR

*

A S.S. el PAPA PIO XI:

Señor: Vengo hasta Vos, sin la humildad del creyente, ni la insolencia del ateo. Me acerco a tu trono, con toda la serenidad de un sacerdote de sí mismo.

No soy un extraño para los de vuestra casa, ni entro a ella amparado en la tarjeta complaciente de un secretario cardenalicio.

Embajador de mis Ideas, vengo a presentaros mis credenciales.

Dos millones de francos que me fueron arrancados por los que allá en Buenos Aires, la ya conquistada ciudad por tus huestes, ofician la santa misa y bendicen vuestro nombre todos los días...

Dos millones que cayeron en sus arcas, que son también las tuyas y que tuve que entregarlos al conjuro de la memoria de un ser, para mí sagrado...

Como consecuencia de esa donación, con la que se ha construido parte de un colegio de cuyos fecundos rendimientos financieros, tendrás, Señor, conocimiento, se me ha acordado el derecho de disponer de dos becas vitalicias...

No las acepto y os las devuelvo, porque mi conciencia me niega autorización para utilizarlas. Ella, no quiere complicarse en el crimen de desviación espiritual que allí se consume.

Esa donación fue hecha, Señor, para beneficio de los niños pobres, no para especulación de los pocos céntimos de sus padres obreros.

Fue Señor, confiada solamente en vuestra teoría, tuvo por sola garantía la palabra de vuestro enviado y la fe que pretendieron inculcarme mis mayores.

Junto a mi dinero, muchos millones más agregaron a los míos...

Ya veis, Señor, que en esta cruzada no soy caballero sin honra y sin escudo... Si no mediasen las circunstancias apuntadas, que me otorgan tal derecho, no atravesaría yo, rumbo al Vaticano, la columnata circular de la plaza de San Pedro.

Y así como todos lo que hasta Vos llegan os ofrecen sus presentes, yo también quiero, sobre la bandeja de mi alma, dedicaros el de mi fe, mi fe herida, triste, andrajosa, condensada en las líneas de un libro cuyas palabras fueron dictadas a mi corazón por los Dioses, los solos Dioses, que guían la caravana de la Humanidad: lo innoble y lo grotesco...

Libro triste Señor, rebelde, escrito para los que gimen y para los que sufren bajo el peso de su cruz, cual modernos nazarenos...

Libro que ha de recordarte Señor la mentira de vuestros oropeles, la falsedad de vuestra prédica, libro que tendrá la cualidad afrodisíaca de recordarte como a los eunucos que no todo es oro y que existe el placer de poseer la vida.

Libro que ha de cantaros el verso penoso de la Verdad; el que vuestros siervos se niegan a modular...

Palabras salvajes que rugen realidades, que copiaron sus bramidos a la tormenta del Gólgota, en la noche sin luna de la gran injusticia y que si fueran cantadas en tus iglesias romperían las lengüetas de tus armoniums y estremecerían los restos de tus santos.

Y para que tus porteros lo dejen pasar, para poder atraer tu atención, para que él sea una nota relevante de brillo en el salón entristecido de tu biblioteca oscura; he revestido de plata su portada.1

Os lo entrego pensando que, como Señor de la Iglesia, forzado por el ritual de tus pontificaciones, tal vez harás llegar hasta mí el saetazo de tu excomunión, pero convencido que, como hombre, cuando te asomes a tu propio corazón en plena desnudez espiritual, en la hora sin testigos, vis a vis con tu yo íntimo y te confieses ante el Cristo andrajoso y ensangrentado que llevas dentro de ti mismo... me tenderás tu mano... me pedirás ayuda.

RAUL BARON BIZA

París, 1930.

A MANERA DE PRÓLOGO

ACLAREMOS...

_______

Lector: No quiero, ni debo engañarte. No necesito tu aplauso, no temo a tu brazo, ni me hace falta tu dinero. Estoy más allá del oro y de la fama; más allá de esa fe que hácete creer sincera la caricia de tu hembra y la mano de tu amigo.

No tengo trazas de Cristo ni vehemencia de profeta. Si mides mi libro con la vara mediocre del catecismo de tu vida, mi libro, dejara en tu alma un acre sabor de inmoralidad. Será inmoral porque te mostrará su maravilloso pubis y sus erguidos senos y habrá de hablar desde el fondo oscuro del protoplasma.

Inmoral quizás, porque te recordara, cuando ello sea necesario que defecas diariamente.

Te hará dudar de tu Dios.

Te enseñara a escupir sobre el código de la Sociedad y de la ley, de esa ley dictada por viejos sicalípticos, seniles, decrépitos y repletos.

Te hará dudar de ti mismo.

Si no tienes coraje, DÉJALO. Hay en él, cátedra de muerte, tribuna de revolución, escuela de crimen, remansos de odio, crimen y sadismo fruto solo de la simiente que los hombres, mis hermanos, arrojaron en mi alma...

No fue escrito para las muchedumbres endebles, ni para los mercaderes disfrazados de rotativos, ni para los maestros en técnica, ni para los que visten la toga de la estupidez a modo de ciencia, ni para los policíacos, ni para los invertidos.

Todos los libros encuentran un rincón en las bibliotecas. El mío, no lo encontrara nunca, porque no lo busca, porque no lo quiere, porque no es veneno que ha de guardarse en ampolletas. Si ese hubiera sido su destino, no lo habría escrito...

Tampoco necesita encuadernarse para adornar 'boudoir', ni servir de solaz a semi-vírgenes.

Va a corretear salvaje en el cerebro de la humanidad, a gritarte en la noche triste de tu cama fría o mentida la verdad que conoces y callas, va a retozar en las cavernas de tus pulmones

1 En las ediciones anteriores, las tapas eran plateadas (N. del E.).

como lo hacen los bacilos de Koch, como lo hacen en tus venas las espiroquetas pálidas que brindaron como herencia tus mayores, cuando volcaron generosos en tus vasos sanguíneos el residuo de los suyos.

Esta hecho para los haraposos, para los hijos de nadie, para 'los malnacidos', para los que tienen por cabecera el tarro de basura, para los que no tienen Dios, ni hembra...

Para los vagabundos que sueñan mirando al sol en los suburbios de las ciudades esperando el nuevo amanecer y que mas tarde disputan, a los perros, los huesos que arrojaron los sirvientes, y que rechazarían las 'Quiquís' y las 'Lulús'.

Son hojas destinadas a las prostitutas sin cartilla, los presidiarios que no llevan número, los Jueces y quizás las colegialas.

No te engaño, porque si así lo hiciera, pretendería engañarme a mí mismo.

En sus páginas, como ante el calidoscopio, desfilaran esperanzas muertas, jirones de una vida, de un corazón, y de un cerebro. Un corazón y cerebro a semejanza del tuyo, que va a mostrarte sus lacras y sus bellezas, que desplegará ante tus ojos, el abanico de sus lepras y sus virtudes...

He nacido rebelde, revolucionario, como otros nacen proxenetas o cornudos.

Alma que no busca el alma hermana.

No te pido respeto ni mofa. No me interesa. Estoy por encima de tu admiración o de tu burla.

No espero tu aceptación ni tu rechazo. Voy hacia ti sin que me llames, seguro de mí mismo.

EL AUTOR.

CAPITULO I

Entre la recua humana que marcha a galope tendido hacia el matadero, yo también tengo mi marca. Me llaman Jorge Morganti y estoy en la plenitud de mis treinta y cinco años. Desciendo de italianos y españoles, vomitados hace un siglo, por el mar en estas playas y que vinieron huyendo quizá, por temor a la Ley o el Hambre.

Aventureros o vagos, caballeros de industria y mujerzuelas, intestinos de barcos, mugrientos residuos de bodegas, aristócratas castigados por su rey, o por su padre, se volcaron como abono anónimo cuyo renunciamiento a la vida de molicie y refinamiento de Europa, obedecía más que a la ambición de dinero, a olvidar el crimen en unos y la ignominia en los otros, pero todos con un tenebroso rincón cercado a llave en el cerebro.

Con esa mezcla heterogénea, ambiciosa, miserable, se fueron creando nuestros campos, en una infatigable explotación y robo, en un contínuo aniquilar al indio, cuyo solar fue convertido en tierras de asalto, botín y saqueo y cuyas hembras, a más de tales vieron doblados sus trabajos de bestias. Así se levantaron nuestras ciudades, así se afianzó nuestra riqueza, así se formó nuestra aristocracia, esbozándose nuestra raza, entre espasmos de ex - presidiarios, mordeduras de ex - prostitutas juramento de calabreses y gemidos de quena...

El sufrimiento y las “lues” han debilitado mi memoria y es por eso que a veces evoco mi pasado como un sonámbulo y ella me traiciona al tratar de evocar mis primeros años cuando abandoné la casa de mis padres, allá en las sierras de Córdoba.

Muy vagamente, como entre brumas; como cubiertos por un tul grisáceo, desgarrado en partes, pasan ante mí esos años en triste y doliente caravana que dejaron en mi ánimo una impresión de amargura y cortedad que el tiempo no pudo disipar. Lo que no he de olvidar nunca; aunque la locura se empeñase en borrar a brochazos de inconciencia la tela donde ha pintado el recuerdo; es el edificio gris, de altos muros y de gruesos barrotes en las ventanas, donde iba a pasar mi niñez. Aquel colegio, que más que colegio, era cárcel o asilo!

Fue allí donde engrillaron mis ímpetus infantiles, fue allí donde se borró la risa de mis labios, fue allí donde trataron de estampar sobre mi rostro la careta del jesuita, fue allí donde me enseñaron a leer, a rezar, a mentir y a masturbarme... La autoridad bondadosa de mi padre fue

reemplazada por la palmeta incansable, odiosa y brutal del celador... Aquellas palabras de cariño y ternura que oía en mi terruño, entre la suave quietud de las quebradas y la infinita melancolía del crepúsculo que venía hacia mí, dulcemente, quedamente, como un perdón de madre a mis travesuras del día, a esas palabras benditas las reemplazaron blasfemias sagradas...

Evoco aquellas noches de hambre y de frío que hacían encoger aterida a mi pobre alma de niño; los desolantes silencios de los oscuros dormitorios que sólo interrumpían el eco lento de los pasos de una figura negra, que escrutaba entre las tinieblas con quién sabe qué designios, los semi-desnudos cuerpecitos blancos... Las cruentas mañanas en que el agua de los lavabos cristalizada, quemaba nuestros rostros y manos... ¡yo no las olvidaré nunca!

La misa diaria antes del desayuno, mientras la noche se va entregando rendida al amanecer que avanza, el arrodillamiento sobre el duro banco y la cabeza inclinada, vencida por el sueño sobre el libro de tapas negras y cruz dorada, como un ataúd...

Fue allí cuando empecé a odiar a Dios, a ese Dios en cuyo nombre me robaban la risa y el sueño, y se llagaban mis rodillas.

Había tomado la costumbre de escupir siempre que pasaba junto a un crucifijo. Una vez, pretendí hacerlo sobre el mismo; mi saliva no llegó hasta él.

Yo era muy pequeño, o el crucifijo estaba muy alto...

Pasaron los años lentamente, tan lentamente que aún ahora me parecen siglos y me estremece recordarlos. Años terribles, años negros y malditos, hermanos de aquellos otros que ruedan allí en las siniestras soledades de Cayena o de Ushuaia.

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Es recién a la terminación de mi bachillerato cuando se descorre ese velo que cubre mi niñez.

Hará de eso, veinte años.

No teniendo quien me amara, había convertido, transformado en objeto de mi amor, todo lo brillante y bello que el mundo sensible me mostraba en los libros, leídos a escondidas de nuestro implacable celador.

Todo lo que hablara al alma, con la voz querida de una esperanza consoladora, desde el sol dorado y benéfico que besaba los fríos muros, hasta la heroína sentimental de un cuento de hechiceras, príncipes y hadas.

Yo era un poeta, pero poeta a mi manera. No había hecho versos porque no sabía qué cosa fuera ello, pero había visto formarse ante mis libros en las horas de estudio, siluetas vagas de mujeres divinas y las amé, sin conocerlas, con delirio y entusiasmo.

En mi salida anual habían pasado por mi lado, rozándome, inconcientemente, mujeres hermosas y ardientes, del brazo de amantes afortunados: ligeras, vaporosas, provocativas, mimosamente enamoradas, riendo en locas carcajadas de juventud y de vida, preciosas mujeres de abismales ojos negros las unas, y de un azul robado al Mediterráneo en un atardecer tranquilo, las otras, y todas ellas insinuantes, prometedoras a través de la granada partida de sus boquitas rojas. Cruzaban ajenas a su propia dicha, sin dignarse arrojar la limosna de una mirada de sus ojos brillantes y dilatados.

Me dijeron que el mundo es de los jóvenes y de los fuertes... ¡Pues mío será el mundo!, pensaba yo entonces.

Y así, en mis últimos días de internado, mis labios se contraían soñando con el beso ilusorio, futuro, de las siluetas indefinidas de todos aquellos mis ideales fantásticos, murmurando: Ah ¡quién tuviera una amante de ojos negros y rasgados, de labios rojos y talle esbelto!

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Vida de quietud, de paz, de muerte, junto al río serpentoso, claro, riente, que bajaba de la montaña haciendo rodar los guijarros, de los más diversos matices; agua de nieve y vertiente, transparente, fresca, adolescente.

Era la frontera que nos separaba del pueblo, un pueblo al que sólo se iba por la correspondencia o para la venta de animales a los matarifes.

Mi padre para esa época me había hecho regresar, frustrando las esperanzas de un doctorado y entregándome la dirección de la estanzuela.

Las casas, que fueron de mis abuelos, quebraban sus líneas severas y coloniales, sometidas al gusto y cuidado de mi madre y hermana.

Irma heredó de mi padre ese sello distinguido e imborrable que le dejaron sus viajes por el misterioso Oriente y la inquieta Europa. Esos viajes que emprendiera como un cruzado de quien la bohemia y la elegancia armaron caballero. Viajes que a golpe de hélice, hambrienta de distancia, despedazaron la fortuna de mi madre y obsequiáronle con la tos seca y ronca contraída en las quintaesenciadas noches de placer, allá por los barrios de Montmartre en que el vicio se arrastra como pecadoras contumaces a los pies del Sacre Coeur, las casas de té de Yokohama, y los cafetines de Singapore, cuando ebrio de alcohol, cocaína y opio caía al lado de cuerpos bronceados, de esclavas árabes, de geishas diminutas, cual chiquillas impúberes, o rodaba entre las sedas y el calor artificial de las “garconieres” londinenses...

Del pasado, heredó mi padre ruina y tos, que le habían obligado a retraerse en aquellas serranías, junto a mi madre y a su hija.

Alta su figura, elegante a pesar de lo encorvado, siempre al aire su melena gris, enrulada. Recuerdo que cuando cumplí los diez y siete años, me tomó del brazo, y llevándome hasta un viejo banco del parque, luego de habernos sentado, me habló de sus viajes.

Eterno soñador, visionario incorregible, peregrino incansable, cruzó mares, dejando en todo puerto el pañuelo blanco que se agitara en el aire, empapado en lágrimas por el que se alejaba... Detrás de su figura se cerraba el mundo, como lo hacen las aguas cuando el barco pasa.

Como ante una cinta cinematográfica desfiló ante mi vista todo su relato. En mi cerebro palpitan aún las emociones que me despertó, al escucharle describir la cultura de los países del Norte, la belleza y el arte de Italia, lo grandioso de la India y lo atrayente, por lo misterioso, para nuestros cerebros occidentales, las costumbres de Oriente.

Cada nombre de esos pueblos significa para él una enorme cantidad de esfuerzos, de renunciamientos, de aventuras eróticas y galantes y también algunas veces, de dudas...

Aventuras que se iniciaron en los pasillos de transatlánticos entre lujosos maderamen y regios tapices, para terminar sobre el empedrado frío, negrusco y mugriento de un dock de puerto, al largar amarras el barco. Aventuras que no dejaban en sí, más que el recuerdo fugaz de la hembra libre momentáneamente, segura de su impunidad, lejos de sus hijos o del tutor severo que la pantomima religiosa y civil de los hombres, le había dado. Hembras que, tras los oropeles de damas de sociedad y de beneficencia, esposas de grandes políticos e industriales, las que ante la fosforescencia de aguas tropicales, el champagne falsificado del paso de la línea, la luna de cartón, compuesta por la empresa, para tentarla, y el jazz que al son de su candombe africano obliga a refregar los senos sobre la pechera blanca del uniforme del caballero, habían llegado hasta su cabina transpiradas, con olor a celo y con los ojos dilatados por el placer y la falta que iban a cometer. Y las otras, que tímidamente en los atardeceres, mientras los maridos y padres jugaban en el fumoir las fuertes fichas para recordar que no eran pobres, sin palabras, con el solo falso pudor del gesto, se ayuntaban al macho, dejando en la cabina, hasta la próxima vez, la única verdad de su existencia.

Aventuras algunas que no pasaban de la fornicación visual, cuando ellas, sabiéndose minoría, cruzaban las cubiertas con certeza psicológica, de que el final del viaje alzaba sus acciones, haciendo que los marineros pensando en ellas, mirasen golosamente los grumetes.

Deliciosas aventuras en el espacio breve de las horas que dura una escala. Así fue una vez en Helsingfors, cuando se desprendió de los amigos del barco para vagar por esas amplias y

empinadas calles, que sin conocer el idioma encontró la maestrita que no hablaba el suyo. Del pequeño departamento de ella, sin otro ruido que el de los besos y el elástico de la cama, oyó las primeras llamadas de las chimeneas blancas y rojas de su barco... Y cuando momentos después el remolcador arrastraba el monstruo, allá, casi imperceptible, entre las grúas y los fardos rotulados en todos los idiomas, quedaba ella, como un símbolo y con la seguridad de que nadie nunca sabría que en su vida fu libre unas horas.

O la otra en Trujillo, allá en el Mar Caribe, cuando dejó partir el barco para contemplar aquella chiquilla, hija de India y de irlandés, de piel bronce, ojos verdes y cabellos rubios, así se perdió esa vez seis meses del corazón de mi madre, seis meses que fueron espléndidos y que muchos años después aun se recordaban como vividos ayer.

La playa bajo la montaña, entre las elevadas y orgullosas palmeras que parecen en un movimiento saludar a las viejas carabelas de piratas y conquistadoras, que ya no volverán...

Hasta el día que de nuevo cruzó otro barco, en cuya borda una alemana de ojos negros y dilatados, jugaba con su horrible pekinés.

Yo odio a los perros, los odio con la impotencia del rival que obtiene la primicia de las manos juveniles que lo acaricia todo, encarnando una especie de aula del amor.

Odio a los perros, desde que supe por los libros de medicina que más de una virgen se había entregado a ellos.

Los odio por la impunidad que ante la ley gozan.

Y también aquella otra, en la vieja y dormida ciudad del Virrey galante y del fiero Pizarro, cuando esbozado en su capa saltaba a lo Don Juan, la verja de toda tradición de aquélla familia.

Digno asaltante de honras, no se detuvo ante el cuerpo de ébano de las nativas de Pernambuco, de Dakar ni del Cab Town. Ni tampoco ante las diminutas geishas, la noble prostituta de Oriente, o la baja ramera de China, embellecida y endiosada por la séptima u octava pipa de opio persa.

También en París, la ciudad de los trapos y de la luz, lo sorprendió el amanecer, acariciando el cuerpo super-sensibilizado por el alcohol y la droga blanca.

No sólo fue materia: muchas dejaron en su corazón un ansia de morir, cuando siguiendo el anaké griego o su “estaba escrito” musulmán, se separó de ellas.

Su vida tenía también la trágica nota que no debía faltar. Sobre su pecho lucía un botón blanco, orificio que dejó la bala la noche aquella que al despertar en su lecho herido, encontró a su amante muerta.

Y aquella otra carta, que él no quiso creer y que confirmaron horas después los diarios de la capital española.

Adorables aventuras que tuvieron por escenario muchos y diferentes puntos de ciudades y pueblos que ya sólo quedaban en su memoria desdibujadas, borrosas, con el dejo amargo de las cosas derrumbadas en los abismos del tiempo.

Se agigantaba ante mí, su figura de romántico, quizás de incomprendido, figura de hombre que aún creo tenía un poco de Musset y algo de Poe...

-La vida, amigo mío –me dijo- es como Moloch: exige sacrificios indecibles, sobrehumanos. Se alimenta de corazones y lágrimas... Dale tu juventud si ella te la reclama y no temas quemar en su altar tus locuras más bellas y sublimes cuanto más locas... Tú has de ser como yo, descontentadizo, violento, insaciable. Mi consejo: ¡Vence a la vida antes de que ella te venza! Sacrifica, antes de ser sacrificado. No esperes que a tus labios asome la sonrisa de los cansados, de los amargados por tantos esfuerzos estériles, de los que dejando jirones de su piel en las zarzas del camino y gotas de sangre del corazón en las luchas por el triunfo, llegan a la meta cuando ya la vida camina hacia el ocaso y la juventud, la divina juventud, se ha trastocado en hilos de plata en las sienes y en un renunciamiento a todo lo artificial y canalla del mundo. Piensa que la juventud, como la vida, es una sola y no confíes nunca en el advenimiento de una segunda.

La Parca es el final de todo y para todo. No intentes descubrir lo que nunca te será dado hacer.

¿Qué Mago, qué poderoso Monarca, adivinó el porvenir?

No amargues tu presente, único, palpable, verídico, con las sombras de esos fantoches nacidos en el cerebro de un sublime loco y corrompido, mercantilizados luego por esa caravana de vagos y audaces.

La iglesia es una farsa. ¡No creas! Mentira es también la sentencia de los sátiros disfrazados de mujeres: es necesario el dolor, para merecer la felicidad.

Mentira Dios, si Dios castiga para premiar después. ¿Qué significaría para él, Todopoderoso negar el frío y la tisis a los niños, la lepra y el hambre a los viejos?

No te cause temor lo desconocido. Y si alguna vez enfrentas a Dios, trátale de igual a igual, de hombre a hombre, de canalla a canalla...!

Y al mencionar a la mujer, dijo:

Duda siempre, y si al hablar sobre la mujer, te obliguen a que dudes de tu madre... duda de ella también...

No comprendí el alcance de su frase. Miré con espanto sus ojos y vi en el fondo de sus pupilas reflejado el asombro que se dibujaba en mi rostro.

Él vio la tempestad que sus palabras habían desencadenado en mi alma y recogiéndome entre sus brazos, me estrechó contra su pecho.

-Tú eres joven aún –me dijo-. No luchan todavía en tu cabecita de niño las tormentas de la experiencia que sacuden mi cerebro y por eso comprendo tu asombro, la razón de tu estremecimiento. Escucha mis palabras, y hazlo con el recogimiento de quien oye el eco de una voz que ha de apagarse muy pronto...

Si verdad es la muerte, no he de irme del mundo dejándote una estela de mentiras...

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Tal vez querrás cantar al mundo la causa de tu fatiga, el por qué de tus dolores y tus amarguras... y tus versos, tus estrofas, tus palabras, habrán de respirar odio, odio enorme, odio que no se fatigará en su carrera, odio incansable... Y gritarás a los hombres que la mujer es un ser maldito... remanso eterno donde la perversidad gira en torno de su mismo centro... Ave Fénix que muere y resurge de sus propias cenizas... fuente inagotable de impurezas... vertiente fecunda en cuyos surtidores cantan la falsía, la lujuria y el crimen. Dirás todo esto y tal vez mucho más... Y será entonces cuando la humanidad, por los labios de las mujeres culpables y por la boca de sus hombres eróticos, cornudos y cobardes, habrá de enrostrarte la frase imbécil que viene rodando desde hace siglos hasta hoy... frase que quizá en este momento tu alma joven, la modula en silencio. Y ellos dicen, y tal vez tú me estás diciendo: Denigras y maldices a la mujer y al hacerlo estás denigrando y maldiciendo a tu propia madre...

Por fin podrás arrojarles a ellos la estúpida mordaza que quieren imponerte a ti, como la impusieron a los demás...

-Óyeme, hijo mío –continuó-, la madre es en nuestra vida, como el dogma en la religión... indiscutible... Ella está por encima de todo...

Cuando hables de la mujer, hazlo sin temor, porque para un hijo, la madre es una sublimidad virginal... muy lejana, remotamente lejana, a todo lo que es terrestre, a todo lo que es humano, a todo lo que es mujer...

La madre no tiene historia carnal... la madre no tiene sexo... como las divinidades!

Si el destino lo quiere, mañana, cuando seas hombre y llegues a tu casa fatigado, harás reposar tu cabeza sobre los senos maternales, y en torno de su garganta formarán tus brazos un collar...

Y habrás de mirarte feliz en el espejo de sus pupilas... y acariciar las arrugas de su rostro... Pero nunca surcará tu cerebro el pensamiento que tienes junto a ti una mujer... como jamás en la mente de ella aleteará la idea de que su cuerpo se abraza a un hombre...!

Miserable de aquel que piensa que antes de hablar de la mujer, debes acordarte de tu madre...!

Aquella y ésta, no tienen ninguna ligadura entre sí...

La madre es santidad... la mujer delito...

La madre, es espíritu... la mujer es materia...

La madre es, virtud... la mujer es pecado...

Los que a ello te obliguen son los tarados... los epilépticos morales que en sus accesos escupen por sus bocas la espuma negra de sus miserias...

Son los Quasimodos repugnantes, los mismos hijos de Eva, que en las estrechas, turbias y tenebrosas sinuosidades de su cerebro, donde hierve el atavismo de una degeneración ancestral, llegan a dar a la madre forma de mujer y le brindan un sexo, creyendo así poder sellar los labios que van a descubrirle la miseria de su hembra, que es su propia miseria.

La mujer se ha refugiado en aquel razonamiento y lo usa como escudo queriendo y creyendo cubrirse con él.

La madre, al dar la vida se transforma en un dios porque ello sólo fue cualidad de dioses, y los dioses para los creyentes no tienen sexo.

La madre sólo tendrá sexo para los tarados, para los leprosos morales o para las hembras que olvidaron o no conocieron el dolor y el placer de dar vida.

Si nos fuera dado escuchar las últimas palabras de dos infelices, cuyas cabezas han de rodar en el cadalso al golpe brutal de la cuchilla trágica, llegaría hasta nosotros el eco de una sola suprema y postrer imploración... y si luego recorriéramos las casas del pueblo, encontraríamos: una madre, cuyos ojos resecos de tanto llorar están vertiendo sangre a manera de lágrimas, brotadas por el hijo que acaban de arrancarle... y otra mujer, la esposa, que arregla su alcoba para ofrecerla al hombre que reemplazará al que acaba de perder.

Si te obligan a que dudes de tu madre, duda de ella también... Pero no olvides, hijo mío, que para hacerlo tendrás que sumarte injustamente a la caravana de los Quasimodos morales, tendrás que enrolarte en sus filas negras... entrarás a discutir el dogma y serás excomulgado... darás un sexo a tu madre y habrá muerto en ti el hombre, para dar paso a la bestia...

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Días después, una tarde gris que se recogía entre el ropón de una llovizna, los peones, atraídos por los cuervos, lo encontraron sobre un peñasco atravesado el cráneo por una bala de revólver.

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