miércoles, 23 de agosto de 2023

Gamiani, dos noches de pasión, de Alfred de Musset FRAGMENTO

 

 




Gamiani, dos noches de pasión, de Alfred de Musset es considerada como «obra de un pornógrafo talentoso», admirada como «obra maestra de la literatura erótica». Incluso se dijo en su tiempo que «sobrepasa la monstruosidad del Marqués de Sade en paroxismo erótico». Alfred de Musset logra en Gamiani la unión de contrarios: Eros, Lesbos, Safo, Tánatos, en una mezcla salvaje de erotismo y destrucción. La fuerte sensualidad de la obra tiene mucho que ver con los poemas eróticos de Alfred de Musset —entre lo más elevado de la literatura libertina del siglo XIX— e incita al lector a pasar la página con avidez, buscando una nueva perversión sexual, mayor aún que las anteriores. ¿Hasta dónde pueden llegar los excesos entre un hombre y dos mujeres en dos noches de desenfreno? Gamiani, según algunas fuentes, no fue escrita para ser publicada, sino para disfrutar de su lectura en una reunión de amigos que celebraba en un café. Alfred de Musset aseguró que él escribiría una obra dotada del erotismo y de la perversión de los textos de Aretino, Marcial y del Marqués de Sade, sin usar términos malsonantes al modo de Rabelais o Brântome. En la terminología de los personajes, se mezclan cielo e infierno, placer y dolor, amor y bestialismo. Si hay algún modo de gozar que la mente más perversa pueda haber imaginado, lo encontrará en Gamiani. «Morirás, pero de placer», dice la experta condesa Gamiani a la jovencísima Fanny. Tal frase parece ser una caricatura rápida y hábil de la vida del propio de Musset. El presunto exhibicionismo de Alfred de Musset llega a sus más claras muestras en Gamiani, cuando el amante contempla extasiado a su amada entregándose a otra mujer, sobrepasando cualquier límite aceptable por una conciencia burguesa.

 


 

Alfred de Musset

Gamiani

(Ilustrado)

Dos noches de pasión

 

 

 


 

 NOTA PRELIMINAR

Esta novela de Musset es una obra de arte, y al mismo tiempo un libro de pesadilla y de tormento: libro de vicio, de carne y sangre, de orgías locas, nacido en un sueño de ajenjo del borracho magnífico y glorioso. Nunca se había publicado hasta ahora con su nombre entre la serie de sus obras completas, como si tales páginas de fuego fuesen un crimen torpe e inconfesable. Pero, según acaece a los hijos clandestinos engendrados con besos delirantes en los espasmos de un amor frenético y prohibido, jamás el genio del Alfredo de Musset parió obra más hermosa.

La condesa Gamiani es la perversidad hecha mujer. Nada tan sugestivo y tan punzante como la libertina historia de esta insaciable gozadora de amor, siempre sedienta de un placer raro y nuevo, siempre buscando ¡más!, ¡más!, ¡más!, bajo las potentes caricias varoniles, y contra el dulce pecho tembloroso de otra anhelante y bella compañera, y aun entre las peludas patas de las bestias. Cuentos de risa, gritos de angustia, besos ardientes de pasión sáfica y sádica llenan el libro desde el principio al fin. ¡Cuánto libertinaje encerrado en sus páginas, pero con qué arte, con qué calor de humanidad, con qué esplendor supremo en la pintura, con qué poder soberano en la forma, tersa, impecable, elocuente y magnífica!

No se escribió Gamiani para ser publicado. Según narra un bibliófilo, su concepción surgió de la gárrula charla de un cenáculo literario y jovial de buenos camaradas.

Fue en el París romántico y revuelto de los días que siguieron a la revolución de 1830. Alfredo de Musset y nueve amigos suyos, estudiantes y poetas, todos henchidos de un juvenil amor al arte y a la vida, solían reunirse a diario en jocunda asamblea en uno de los más mundanos cafés del Palais-Royal. Una noche, después de una comida alegre, en que se habían alzado a Baco por docenas los sacrificios de las libaciones y en que se pensaba a la par en Venus y en Apolo, surgió el tema del erotismo en la literatura.

Vasta era la materia. Desde Dafnis y Cloe del Aretino, desde los Epigramas de Marcial hasta el Marqués de Sade, todo fue recordado, glosado y criticado con un carnal y docto regocijo. Y comentado la extremada licencia de lenguaje con que un Rabelais o un Brantôme o un Beroaldo de Verville, los clásicos abuelos del buen humor francés, trataban sus asuntos placenteros, alguien llegó a decir que era imposible escribir un buen libro —novela o poema erótico— de delirante exaltación sensual, sin el empleo de imágenes groseras y de inevitables vocablos malsonantes.

Musset oía y callaba, con el vaso en la mano. De pronto habló, como si despertara de su ensueño de alcohol:

—Yo os digo que se puede hacer una obra de buen gusto, una obra de arte, sobre los arrebatos más abyectos, o tal vez más divinos, del amor. Yo soy capaz de hacerla. Dentro de tres días la traeré, si queréis oírla.

Y a los tres días Alfredo de Musset llevó escrito Gamiani.

Cada uno de los mozos que formaban el literario cónclave quiso tener una copia del libro, y la indiscreción de uno de ellos, admirador ferviente del autor, permitió a un editor belga darlo al público en 1833.

Antes de la presente traducción que se reparte ahora en el discreto y reducido círculo de mis amigos, estaba ya Gamiani, no precisamente vertido al español, sino a un lenguaje que lo parecía a veces. Es un libraco infecto, soez mercancía pornográfica y sucia, que tiene hasta el ludibrio de cinco inmundas láminas sin relación ninguna con el texto, y en que un vil e ignaro delincuente anónimo profanó el genio de Musset y el habla castellana, quitando a la obra precisamente el cendal de la forma que cubre su crudeza con las magnificiencias del estilo, y dando una versión absurda, antisintáxica, mermada y macarrónica que, cuando, por desgracia, es comprensible, parece un cuento verde puesto en los jayanescos labios de un mozo de cortijo.

De las luces del vertedor os dará idea un detalle. Dice, en la página 16 de su engendro: «Juró como un templario».

Y se le ocurre hacer esta llamada: «Habitante del Temple, barrio de Paría». Según veis, esta de hoy, aun torpe como mía, es la primera traducción del libro.

Para preámbulo de él, como corona de laurel glorioso, se pone una bellísima semblanza de Alfredo de Musset, un responso magnífico que entonó hace años Alejandro Sawa, el gran bohemio poeta, tan semejante por su talento y por sus extravíos al autor galo.

Y también se inserta un fragmento de las Memorias de Celeste Mogador, que en casi todas las modernas ediciones precede a esta novela. Es un odioso y desolado cuadro de lupanar, por donde pasa la sombra trágica del Musset decadente, cruel, perdido, agotado… En él se pinta la decrepitud, no sólo de su cuerpo, tronchado por el sino en plena fuerza y plena juventud, sino también de su alma, y se ven las negruras del ocaso de su radiante espíritu.


 ALFRED DE MUSSET

En estos días rientes de la maga Primavera, todos los enamorados en París, dos a dos (¡oh, inefable y cándido misterio!) ofrendan a Musset flores y preces, flores de los jardines y preces del corazón, cálidas como epitalamios. Murió, en efecto, un día de mayo de hace cincuenta y un años. «Yo soy el poeta de la juventud —decía—. Debo morir en la primavera». Y al extinguirse, las musas y las mujeres lloraron como en los días en que, con Pan, se fueron los postreros dioses de la tierra.

Tengo el modelo ante los ojos de mi deslumbrada memoria: un gran Musset, en los tiempos heroicos de su adolescencia, recostado sobre un diván (yo no puedo concebir de pie y erguido a ese poeta) y envuelto en la túnica de Manfredo; pero no acude a mi imaginación, con la generosidad de otras veces, el sentido lineal y cromático de la figura que me propongo dejar estampada aquí, y eso me desespera, porque Musset es una de las más evidentes figuras de mi museo interior…

Yo lo veo moralmente con dos caras, bicéfalo, como un monstruo asiático: la cara plácida e iluminada por un sol de Atenas, de los días buenos, y luego, en los días malos, en los días de niebla y alcohol, la cara fatal de un maldecido que purgara en la tierra crímenes que, por lo horrendos, no pudieran decirse.

Hay el Musset adolescente y el Musset de la decadencia. El primero, que fue un creador divino del que Saint-Beuve pudo decir: «Nadie, al primer golpe de vista, producía como él la impresión del genio adolescente», vivió sólo diez años; todas sus obras líricas y dramáticas las levantó antes de los veintisiete años. El segundo, que fue un destructor satánico, vivió diecisiete. Y a mí se me antoja más interesante el Musset de la derrota que el del triunfo, porque siempre he creído a Lucifer más propio de la oda que al ángel bueno que guarda la entrada del Paraíso.

Con un joven dios ha sido frecuentemente comparado. Y yo añadiría que con un joven dios de las viejas teogonías nordiales. Era un efebo rubio, azul y blanco: en jaspe, oro, y mármoles policromos para el basamento, debería ser tallada su estatua. Jorge Sand, su inmortal amada, lo conoció así, en aquel esplendor. Su amor, obra fue de deslumbramiento. Quedó cegada ante aquel magnífico ejemplar de la gracia cuando se transforma en criatura mortal. Y, herida de muerte, sangró lágrimas toda su vida.

Es curiosa la correspondencia en que la autora de Elle et Lui platica con Saint-Beuve de aquellos sus amores. Hay una carta, la primera de la serie, que alumbra con luz intensa una de las más lóbregas emboscadas del destino, que yo sepa. Concluye así: «Después de haberlo meditado, pienso que será mejor que no conduzcáis a casa a Alfredo de Musset para presentármelo. Es demasiado dandy para mis gustos, y creo que no llegaríamos a entendernos nunca. Más que interés es mera curiosidad lo que me inspira». (Marzo de 1833). ¿Coquetería, quizá, de hembra que huye por el solo gusto de ser alcanzada?

Pero el mal azar quiso (¿y por qué no el índice bueno del destino, puesto que a ese momento inicial debemos La noche de octubre, entre otras composiciones soberanas?) que se encontraran algún tiempo después en una comida de la Rue des Deux Mondes, y al día siguiente Jorge Sand escribe a Saint-Beuve, su misericordioso confesor, anunciándole sin ambages que es querida de Musset y que puede decirlo así a todo el mundo.

Estos amores de Musset quemaron y agotaron toda su sensibilidad moral y artística. En la historia de la mayor parte de los hombres el amor es sólo una anécdota; pero aquí es una vida: una vida de pie y entera, una vida en toda su extensión, porque Musset sólo fue hombre y poeta mientras amó; luego el cuidado supo asistir a los propios funerales de su genio. Un día las gacetas de París anunciaron que Jorge Sand y Alfredo de Musset habían ido a pasar una temporada en Italia; otro, poco tiempo después, que el poeta se encontraba enfermo y agonizante en Venecia; luego, que Musset había regresado solo y viudo, en plena vida de la mujer que había asociado su destino. Y se hizo la noche, desde el momento aquel, en la vida del mísero, una triste y larga noche, sólo alumbrada por las livideces como espectrales del alcohol ardiendo en el fondo de las poncheras, las noches en que Baco el velloso recibía triste consagración, como en los días idos de la Grecia agonizante.

Como en las obras de enredo, el drama de Venecia tuvo más de dos personas: un doctor Pagello, ante cuya armazón física no se mostró esquiva, a lo que parece, Jorge Sand, representó en él una acción preponderante.

De Pagello es esta frase monstruosa, que he visto impresa al pie de una carta dirigida a Jorge Sand: Il nostro amore per Alfredo.

Pero Musset estaba cansado de aquellos amores de fiera desleal: su ilusión había quedado en Venecia tumbada en el fango, con las alas tronchadas.

Y no consintió ya nunca jamás abrirle las puertas de su corazón, frío y hórrido como una fosa abandonada, a la enamorada pecadora.

Fue en vano que llamara, que implorara, que rugiera, que amenazara. Musset estaba cansado y desangrado.

Ella le escribió: «No me ames, puesto que dices que no puedes; pero acéptame a tu lado y luego golpéame si quieres: todo lo prefiero a tu indiferencia». Y encarándose con Dios mismo, le decía: «¡Ah, devolvedme mi amante, y yo me tornaré devota y yo desgastaré con mis rodillas las losas de las iglesias!»

Llegó a más: uniendo el gesto a la palabra, se cortó un día la magnífica cabellera, que era el más lúcido prestigio de su belleza, y se la envió a Musset, como ofrenda bárbara a un Dios implacable y cruel; otra vez la encontraron tendida ante la puerta del ídolo como una muerta; atravesada en el umbral como un perro que aguarda a su amo.

No pudo ser. Y de allí en adelante la vida de Musset no fue sino una monótona exposición de horrores: luego vino la impotencia de escribir, cuya causa no le era desconocida, pero contra la que no podía reaccionar. Como asistía al desastre de su ser día por día, hora por hora, es seguro que vivió embrujado por la tentación del suicidio todo lo largo de su postrero trayecto mortal. El demonio del alcohol había hecho presa en sus entrañas y ya no lo soltó hasta su muerte. Vivía aislado, roído de tedio. Y llegó a no figurar en el movimiento literario de su país, como si efectivamente hubiera muerto.

Heine dijo: «Musset es tan ignorado por la mayoría de Francia como podría serlo un poeta chino». Sus breves amores con la Malibran parecieron reanimarlo momentáneamente; pero cayó de nuevo en más hondas y definitivas desesperanzas.

El glorioso efebo que Jorge Sand había amado, y que Grecia hubiera ungido de flores, se trocó en un hombre frío y altanero y, fuerza es decirlo, antipático: él mismo lo reconoce en carta dirigida a uno de sus escasos amigos de la última etapa: «Me he mirado por dentro y por fuera, y me pregunto si bajo este exterior rígido, mal encarado e impertinente, poco simpático, en fin, no hubo primitivamente un hombre de pasión y de entusiasmo, un hombre a la manera de Rousseau».

Alfredo de Musset murió definitivamente el 1 de mayo de 1857; murió diciendo: «¡Dormir, quiero dormir!»

Bueno es dejar estampada aquí la suprema ironía de que al día siguiente sólo veintisiete personas asistieron al sepelio. Y pienso y, al evocar este recuerdo y el de Poe y el de Baudelaire (sagrado tríptico), que de entonces acá todas las apoteosis mortuorias son injustas y sacrílegas. Verdad es también que no se celebran funerales en nuestra baja tierra cuando alguna estrella deja de arder en el firmamento…

sábado, 19 de agosto de 2023

POPPER BRYAN MAGEE INTRODUCCIÓN


 


EL nombre de Karl Popper no le resulta, al menos por ahora, completamente familiar a la «ente culta, y este hecho requiere una explicación. Como dice Isaiah Berlin en su biografía de Karl Marx, La Sociedad Abierta y sus Enemigos de Popper contiene en efecto, «la crítica más escrupulosa y eficaz de las doctrinas filosóficas e históricas marxistas jamás llevadas a cabo por un filósofo viviente». Y si este juicio tiene alguna validez —en un mundo en que la tercera parte de la población vive bajo gobiernos que se auto- denominan marxistas— K. Popper es una figura de importancia mundial. Aparte de esto, es considerado por muchos como el mayor «filósofo de la ciencia» viviente. El premio Nobel de medicina Sir Peter Medawar, por ejemplo, dijo el 28 de julio de 1972, por el canal 3 de la BBC: «Creo que Popper es, sin lugar a dudas, el mayor filósofo de la ciencia de todos los tiempos.» Otros premios Nobel, como Jacques Monod o Sir John I .celes, han reconocido públicamente la influencia de Popper en su trabajo. Este último escribió, en su libro Enfrentándose a la realidad (1970): «...mi vida científica debe muchísimo a

L Introducción

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mi conversión, en 1945, si se me permite llamarla así, a las enseñanzas de Popper sobre el procedimiento de las investigaciones científicas... He tratado de seguir a Popper en la formulación e investigación de los problemas fundamentales de la neurobiología.» Por lo demás, Eccles aconseja a otros científicos «que lean y mediten sobre los escritos de Popper sobre filosofía de la ciencia, y que los adopten como base de operaciones de su actividad científica». Pero no sólo son de esta opinión los que se dedican a las ciencias experimentales. Sir Hermann Bondi, distinguido matemático y teórico de la astronomía, ha afirmado simplemente: «Nada hay más importante para la ciencia que su método, y nada hay más importante sobre su método que lo que Popper ha dicho.» Ningún filósofo viviente de la lengua inglesa ha tenido tan vasta influencia, que va desde algunos historiadores del arte hasta miembros de diferentes gobiernos. En Arte e Ilusión (descrito por Kenneth Clark como «uno de los más brillantes libros que he leído sobre crítica de arte»), Sir Emst Gombrich escribe: «Me sentiría orgulloso si la influencia de Popper se sintiera en cada página de este libro.» Por otra parte, ministros progresistas de los dos mayores partidos políticos británicos, como Anthony Crosland o Sir Edward Boyle, han sido influidos por Popper en sus opiniones sobre la actividad política.

Estos ejemplos ilustran, directamente, algunos aspectos que van más allá de la simple diversidad de aplicaciones de la obra de Popper. Muestran que, a diferencia de la gran mayoría de filósofos contemporáneos, Popper ha tenido,

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a través de su obra, un notable efecto «práctico» sobre la gente a la que ha influido: ha cambiado la manera en que ésta hacía su trabajo, y ha cambiado al mismo tiempo su vida, en éste y en otros aspectos. Puede decirse, en resumen, que la filosofía de Popper es una filosofía de la acción, que ha influido a mucha gente muy distinguida en sus respectivos campos. Podría, por tanto, parecer poco consistente nuestra afirmación de que no se ha prestado a Popper atención suficiente. Sin embargo, es su misma influencia la que hace sorprendente el hecho de que no sea mejor conocido, en tanto que otros pensadores de menor talla son más famosos. Ello se debe en parte a la casualidad, en parte a la deformación involuntaria de su obra y en parte a cierto aspecto de su método que facilita la incomprensión por parte de quienes no lo han leído.

Karl Popper nació en Viena en 1902. Su primera inclinación política, antes de los 20 años, fue el marxismo, hasta que se convirtió en un entusiasta socialdemócrata. Aparte de sus estudios de ciencia y filosofía, se interesó no sólo por la política de izquierdas y la labor social con niños bajo la dirección de Adler, sino también por la Sociedad de Conciertos Privados fundada por Schoenberg. Para él, como para tantos otros, Viena era en esta época un apasionante lugar para un joven. Finalizados sus días de estudiante, se ganó la vida como profesor de matemáticas y física en la enseñanza secundaria; pero sus auténticos intereses continuaron siendo la labor social, la política de izquierdas, la música y, por supuesto, la filosofía. Por lo que a ésta respecta,

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sus opiniones eran, y han seguido siendo desde entonces, diferentes a las dominantes en los ambientes y momentos filosóficos en que ha vivido. Allí y entonces, la tendencia predominante era la del positivismo lógico del círculo de Viena. Otto Neurath, miembro de este círculo, le calificó de «oposición oficial». Esto hizo de él una especie de marginado, hasta el punto de que no consiguió publicar sus primeros libros tal como los había escrito. Su obra inicial aún no ha sido publicada, y su Lógica de la Investigación Científica (publicada en 1934, aunque fechada en 1935), primera obra suya en ver la luz y cuya influencia ha sido extraordinaria, era una versión salvajemente abreviada de un libro mucho más amplio. En ella se contienen la mayor parte de los argumentos contra el positivismo lógico, generalmente aceptados desde entonces.

En la Viena de los años treinta, bajo la violencia superficial de la escena política, la oposición de la izquierda al fascismo estaba desmoronándose. Más tarde, en La Sociedad Abierta y sus Enemigos (vol. II, p. 164-165), Popper caracterizó el punto de vista marxista radical como sigue: «Dado que la revolución tenía que llegar forzosamente, el fascismo no podía ser sino uno de los pasos que llevaban a ella, tanto más cuanto que hacía ya tiempo que la revolución debía haber llegado. En Rusia, a pesar de su atraso económico, ya había tenido lugar. Tan sólo la retrasaban las vanas esperanzas que la democracia había creado en los países más avanzados. Así, la destrucción de la democracia por los fascistas, al provocar la desilusión definitiva de los

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trabajadores respecto a los métodos democráticos, sólo podía favorecer la revolución. Con esto, el ala radical del marxismo creía haber descubierto la verdadera “esencia” y el “papel histórico” del fascismo. El fascismo era, esencialmente, “el último estadio de la burguesía”. Consecuentemente, los comunistas no lucharon cuando los fascistas tomaron el poder. (Nadie esperaba que los socialdemócratas lucharan.) Los comunistas estaban convencidos de que la revolución proletaria llevaba ya retraso y de que el interludio fascista, necesario para su aceleración, no podía durar más de unos meses. Por tanto, no era necesaria ninguna acción comunista. Fueron inofensivos. Nunca existió un “peligro comunista” para la conquista del poder por los fascistas».

Enmarcados en la realidad histórica que este pasaje refleja, se desarrollaban angustiosos debates sobre la estrategia política y la moral en los que Popper estuvo involucrado, y que debían constituir la semilla de sus ulteriores escritos políticos. Llegó a prever, con exactitud deprimente, la anexión de Austria por la Alemania Nazi, que debía ser seguida por una guerra europea en la que su tierra nativa se alinearía en el bando injusto. Antes de que esto sucediera, decidió abandonar su país. (Esta decisión salvó su vida, pues aunque su infancia había sido protestante, y sus dos padres habían sido bautizados, Hitler le hubiera clasificado como judío.) Desde 1937 hasta 1945 enseñó filosofía en la Universidad de Nueva Zelanda. En la primera parte de este período aprendió griego por sí mismo para estudiar a los

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filósofos griegos, especialmente a Platón. Poco después escribía, en inglés, La Sociedad Abierta y sus Enemigos, «una obra —como dice Isaiah Berlín en el libro citado antes— de una originalidad y una fuerza extraordinarias». Popper lo consideró como su participación en la guerra. Tomó la decisión final de escribirlo el día que recibió la noticia que había temido tanto tiempo, la invasión de Austria por Hitler. Esto, y el hecho de que la resolución de la Segunda Guerra Mundial todavía fuera incierta en 1943, cuando puso el punto final al libro, aumentaron la pasión que impregna esta defensa de la libertad y este ataque al totalitarismo, cuyo desarrollo y atractivo, por otra parte, intenta explicar. Fue publicado en dos volúmenes, en 1945, y proporcionó a Pop- per su primera fama real en el mundo de habla inglesa.

En 1946 se trasladó a Inglaterra, donde ha vivido desde entonces. Allí, la ortodoxia filosófica predominante en el momento de su llegada, si puede decirse que había una, era el mismo positivismo lógico que había dejado tras él en Vie- na antes de la guerra, y que había sido introducido en Inglaterra por A. J. Ayer, en su Lenguaje, Verdad y Lógica, publicado en enero de 1936. En este momento la Logik der Forschung de Popper no había sido traducida todavía y era prácticamente desconocida. Y aún más: su contenido era, en la medida en que se sabía algo de él, generalmente mal comprendido. Hasta el otoño de 1959, un cuarto de siglo después de su publicación original, no apareció en inglés, con el título The Logic of Scientific Discovery. Esta traducción

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contenía un prefacio especial en el que Popper se desentendía de la filosofía lingüística (por entonces en boga). Pero Mind, la principal revista de esta corriente filosófica, comentó la obra parcialmente y sin tener en cuenta el prefacio. Ya maduro, Popper se encontraba de nuevo marginado, lo mismo que en su juventud, en Austria. Sin embargo, la solitaria reputación internacional que hacía tiempo había empezado a adquirir continuó extendiéndose, y fue públicamente reconocido en Inglaterra en 1965, al ser nombrado Sir. Pero ni Oxford ni Cambridge requirieron sus servicios. Con todo, pasó los últimos 23 años de su dedicación a la enseñanza universitaria en la London School of Economics, donde fue profesor de Lógica y Método Científico.

Durante esta época publicó sus dos siguientes libros, colecciones de artículos que en su mayor parte habían sido ya publicados. Cuando apareció La miseria del historicismo en 1957, Arthur Koestler escribió en el Sunday Times que se trataba «probablemente del único libro escrito este año que sobrevivirá nuestro siglo». (El conjunto de artículos que lo formaban había sido rechazado por Mind. Puede ser considerado como una prolongación de La Sociedad Abierta y sus Enemigos, al igual que Conjeturas y Refutaciones, publicada en 1963, puede ser considerada como una prolongación de La Lógica de la Investigación Científica. Desde su retiro, en 1969, ha publicado otra colección de ensayos titulada Conocimiento Objetivo: un Enfoque Evolucionista, aparecida en 1972. A estas obras seguirán seguramente otras, pues algunas aún no publicadas

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están completas en manuscrito; y al lado de los artículos, más de un centenar, aparecidos en revistas académicas, existe un número todavía mayor de artículos y conferencias escritas aún no publicados. A lo largo de toda su vida se ha mostrado siempre reacio a la impresión de su obra: siempre había tiempo y espacio para algunas correcciones y mejoras.

Al principio de su carrera, los positivistas lógicos creyeron que, esencialmente, se interesaba por los mismos problemas que ellos, e interpretaron su obra a la luz de esta suposición. Los filósofos de tendencia lingüística han hecho algo parecido. En consecuencia ambos han creído sinceramente que la obra de Popper no era tan diferente de la suya como él mismo pretende, , y encuentran su pretensión algo aburrida. Me ocuparé de lo esencial de estos malentendidos a su debido tiempo. Por el momento quiero sencillamente destacar un rasgo de la obra de Popper, ineludible si se entiende correctamente, que se ha interpuesto entre él y sus posibles lectores —incapaces, precisamente por su condición de «posibles», de entenderla propiamente. Popper cree, en un sentido que espero aclarar más tarde, que en el conocimiento sólo puede avanzar a través de la crítica. Esto le lleva a exponer sus ideas más importantes en el transcurso de su crítica de las ideas ajenas: en La Sociedad Abierta y sus Enemigos, por ejemplo, la mayoría de sus argumentos aparecen enmarcados en su crítica de Platón y Marx. Como consecuencia de esto, generaciones enteras de estudiantes han consultado el libro por estas críticas sin leer el libro como un todo.

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Éste ha llegado a ser considerado por muchos como una crítica de Platón y Marx, con el resultado de que mucha gente que ha oído hablar del übro, pero no lo ha leído, tiene una concepción equivocada del mismo. Algunos creen incluso que se trata de una obra de tendencias derechistas, por sus ataques a Marx. Las controversias académicas que ha suscitado no se han centrado sobre los argumentos propios de Popper, sino sobre la validez de sus opiniones sobre otros filósofos. Libros enteros han sido escritos sobre esto, como En Defensa de Platón, de Ronald B. Levin- son, y La Filosofía Abierta y la Sociedad Abierta, de Maurice Comforth. La discusión sobre si la traducción de tal o cual pasaje griego por Popper preserva fielmente el sentido de Platón ha ocupado páginas enteras en las revistas académicas, en tanto que la defensa de la democracia también contenida en el libro de Popper no ha recibido ni una pequeña parte de esta atención. Y sin embargo, aunque pudiera demostrarse que el tratamiento de Platón y Marx es desacertado, la argumentación en favor de la democracia no perdería nada de su fuerza. Cualquier crítica intelectualmente sería de La Sociedad Abierta y sus Enemigos debería ocuparse en primer lugar de la evaluación de sus argumentos, y no de su erudición —aunque, como veremos más tarde, la erudición sea respetable.

Hay todavía, relacionado con el primero, otro obstáculo entre Popper y sus posibles lectores: su tesis de que la filosofía es una actividad necesaria porque todos nosotros damos por sentadas muchas cosas, y muchos de estos supuestos tie-

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nett un carácter filosófico. Nos basamos en ellas en la vida privada, en la política, en nuestro trabajo y en todos los aspectos de nuestras vidas, pero aunque algunos de estos supuestos sean sin duda verdaderos, es probable que la mayoría sean falsos y algunos incluso dañinos. Por tanto, el examen crítico de nuestros presupuestos, que es una actividad filosófica, es importante tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista intelectual. En esta concepción, la filosofía, es algo vivido e importante para todos nosotros, no una actividad académica o una especia- lización, y mucho menos algo que consista primordialmente en el estudio de los escritos de los filósofos profesionales. Lo que no impide, por supuesto, que la mayor parte de la obra de Popper consista en el examen crítico de teorías, y que en consecuencia haya en ella numerosas discusiones sobre diversos «ismos», y gran cantidad de alusiones a pensadores del pasado, especialmente en las primeras obras que escribió en inglés, cuando estaba todavía bajo la influencia de la tradición académica alemana.

Por otra parte, pocos filósofos se han esforzado tanto por ser claros. Su estilo es tan claro que oculta su propia profundidad, y algunos lectores han supuesto, erróneamente, que lo que se decía era más bien simple, quizá incluso evidente. De este modo se han privado a sí mismos del sentimiento de iluminación y del estímulo que debían haber conseguido con su lectura. Su misma prosa es esencialmente elegante: es magnánima y humana, con una combinación de tensión intelectual y emocional que recuerda a la de Marx. Tiene la

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misma energía e impulsividad, la misma elegancia y agudeza, la misma grandeza y autoconfian- za, pero un rigor lógico mucho más estricto. Una vez el lector se ha acostumbrado a su terminología, es excitante y tiene un gran atractivo. Pero, sobre todo —y este es un rasgo digno de destacar de la obra de Popper—, su riqueza argumenta! es extraordinaria.

La filosofía de Popper es sistemática, en la gran tradición de esta disciplina, pero sólo el más esforzado y capaz de los estudiosos podría haber leído todas las conferencias y publicaciones en que ha sido presentada, en diferentes lenguas, revistas, países y décadas. Mucho más difícil hubiera sido ver la conexión entre ellas, como partes de una misma estructura explicativa que abarca toda la experiencia humana. Para tomar un solo ejemplo, Popper es un indeterminista tanto en física como en política. Su afirmación de que es imposible predecir científicamente el curso de la historia fue razonada por primera vez en el «British Journal for the Philosophy of Science», en un artículo titulado Indeterminismo en la Física Cuántica y en la Física Clásica. El desarrollo de éste en una dirección se convirtió en parte de su defensa de la libertad política y de la crítica del marxismo; en otra dirección le llevó a trabajar en una teoría probabilística de la propensión que, aplicada a la física cuántica, ofrece una solución a ciertos problemas de la teoría de la materia, relacionados con el cisma histórico entre Einstein, de Broglie y Schrodinger, por una parte, y Heisenberg, Niels Bohr y Max Born, por otra. Es probable que muy pocos estudiantes con la

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preparación técnica necesaria hayan captado debidamente estas conexiones, y las hayan relacionado entre ellas.

En este libro he tratado de esbozar clara y atrevidamente el pensamiento de Popper, exhibiendo su unidad sistemática. Esto supone, por razones que pronto serán evidentes, comenzar con la teoría del conocimiento y la teoría de la ciencia. Pido a los lectores que han abierto este libro llevados de su interés por las teorías políticas y sociales que no omitan estas secciones, pues Pop- per ha aplicado ideas originariamente desarrolladas en las ciencias naturales, a las ciencias sociales, y un conocimiento de las primeras es indispensable para una comprensión profunda de las últimas. Lo que es más, intentaré mostrar que las dos son parte de una filosofía única que abarca los mundos humano y natural. También espero que quede claro por qué esta filosofía tiene la especial influencia que tiene, y por qué está siempre marginada respecto a otras filosofías contemporáneas —aunque en un libro tan breve como este no es posible entrar en controversias específicas. Tampoco es factible entrar en el detalle de los aspectos más técnicos de la física, la teoría de la probabilidad o la lógica. Por lo tanto, me ocuparé tan sólo de los argumentos generales, sin intentar un examen detallado de la evidencia de estos campos que los respalda.

jueves, 17 de agosto de 2023

Wagner y la filosofía Bryan Magee Traducción de Consol Vilà Revisión de Fausto Trejo FRAGMENTO

 


Wagner y la filosofía

Bryan Magee

Traducción de Consol Vilà

Revisión de Fausto Trejo

 


 Acerca del autor

Bryan Magee nació en 1930, cerca de Londres. Ha destacado como autor, político (miembro del Parlamento para Leyton de 1974 a 1983) y sobre todo como divulgador de la filosofía, tanto con publicaciones como con programas de televisión. Se ha interesado particularmente en Richard Wagner (Aspects of Wagner, 1968, y Wagner and Philosophy, 2001). También es autor de una novela (Facing Death, 1977), de su autobiografía, Clouds of Glory (2004), y de libros que reflejan su interés en el pensamiento humano. Se han traducido al español: Los hombres detrás de las ideas, Historia de la filosofía, Los grandes filósofos y Schopenhauer.

 

Para Jonathan Glover

 

Siempre me tentó el querer desentrañar las profundidades de la filosofía.

Wagner, Mi vida

 

 Agradecimientos

Debo la escritura de este texto a dos importantes apoyos. La mayor parte la escribí durante mis dos estancias como investigador visitante asociado en la Universidad de Oxford (Gran Bretaña), primero en el New College y luego en Merton. A ambos colegios les estoy profundamente agradecido: sin el primero, no habría comenzado a escribir el libro, y sin el segundo, probablemente no habría llegado a terminarlo. Agradezco también a Stewart Spencer, quien generosamente se prestó para leer el primer esbozo. Como sus conocimientos acerca de los estudios sobre Wagner son mayores que los míos, me libró de cometer muchos errores. Además, me ayudó con su crítica constructiva y sus sugerencias, que en la mayoría de los casos me sirvieron para tomar una dirección u otra; incluso cuando yo no estaba de acuerdo con algún comentario en particular, éste me descubría un punto débil del manuscrito, que luego intentaba remediar. Así, incluso aquellas críticas que yo no aceptaba resultaron provechosas para el libro. Es enorme la ayuda que de este modo le prestó un investigador independiente a otro en su mismo campo de estudio. En la medida en que no tomé en cuenta todas sus sugerencias, sería un error suponer que él está de acuerdo con todo lo aquí escrito; por ello mismo, es completamente mía la responsabilidad de los errores que puedan encontrarse. Con todo, las deficiencias que el libro pudiese tener hubieran sido mucho peores, y mucho más numerosas, sin su ayuda.

 

 Prefacio

Cuando empecé a trabajar en este libro tenía la intención de escribir sobre la influencia de la filosofía en las óperas de Wagner. Éste fue el único de los grandes compositores que estudiara seriamente filosofía durante un periodo considerable de tiempo, y no se trataba de un interés pasajero, pues los filósofos que tenían particular importancia para él también ejercieron una influencia destacada en su obra. Esta influencia en las óperas de su madurez fue tan grande que es probable que, sin ella, Tristán e Isolda, Los maestros cantores y Parsifal no hubieran adquirido los rasgos que nos permiten reconocerlas, lo cual es igualmente cierto para El anillo del nibelungo.

Mi intención original era tomar en cuenta a cada uno de los filósofos en cuestión y mostrar cómo sus ideas impregnaron la obra wagneriana. Éste fue mi principal objetivo, pero a medida que avanzaba en la redacción del libro creí necesario tratar también otros temas. La postura política de Wagner adquiere asimismo una gran relevancia, pues es el elemento central en el libreto de El anillo, además de que sus obras están íntimamente imbricadas con sus ideas filosóficas. Luego, la decepción que Wagner experimentó en la política hizo que se encerrara en sí mismo, hecho que contribuyó a que aceptara una filosofía que difería radicalmente de sus primeras creencias y que tuvo una enorme incidencia en su obra. Nada de todo ello puede comprenderse sin tomar ampliamente en consideración su concepción política, que incita a que sean discutidas algunas de sus actitudes sociales más generales. Con el tiempo descubrí que aquello sobre lo que estaba escribiendo era su “filosofía”, en el sentido común y académico del término; es decir, su actitud hacia la vida y hacia las cosas en general, su Weltanschauung o visión del mundo. Sin embargo, mi investigación se limita a la influencia que ejerció esa visión en sus óperas. A modo de ejemplo diré que no me he ocupado del proselitismo vegetariano de Wagner; en cambio, abordo su creencia en la unidad de todas las cosas vivas y su concomitante compasión hacia los animales, en la que se basaba su vegetarianismo, como queda expresado en Parsifal.

Puesto que trato acerca de las ideas y creencias wagnerianas en un sentido filosófico general, no intento entrar en cuestiones tales como los estudios de Wagner sobre leyendas medievales de origen germánico y nórdico, ni sus experiencias con la música de otros compositores o sus ideas sobre la dirección, el canto, la actuación y la producción en escena, aun cuando Wagner haya tenido al respecto puntos de vista que defendía acérrimamente y que nutren a fondo su obra. Exponer sus “ideas”, en el sentido familiar del término, es lo que constituye la preocupación esencial de este libro, aunque de ninguna manera sea lo único importante para la comprensión y valoración de las óperas wagnerianas.

Para muchos resultaría más cautivador abordar el tema a partir del interés de Wagner por la política. Es el típico ejemplo del joven revolucionario de izquierda, activo y comprometido, que en su madurez se desilusiona de la política y la abandona. Los antiguos camaradas que conservan sus compromisos con la izquierda suelen considerar que una persona en esa situación “da un giro hacia la derecha”, y por supuesto algunas lo hacen y pasan a engrosar las filas de los conservadores. Pero en la mayoría de los casos esta perspectiva no permite comprender lo que realmente está en juego. Para muchos no se trata del cambio de una preferencia política por otra, sino de una desilusión de la política como tal. Ya no creen que los problemas humanos más importantes tengan una solución política; se han forjado otra visión de la vida, en la cual las cuestiones político-sociales han dejado de ser prioritarias. Esto es exactamente lo que le ocurrió a Wagner. No “dio un giro hacia la derecha”, esto es, no pasó a ser un conservador; en ningún momento de su vida manifestó ideas ni actitudes conservadoras; hasta el fin de sus días mantuvo una posición radicalmente crítica respecto de la sociedad que conoció, y jamás desde una perspectiva de derecha. No obstante, experimentó una muy amarga decepción en lo tocante a las posibilidades de un cambio idealista. Desde una perspectiva psicológica, la implacable amargura del izquierdista frustrado es un fenómeno muy distinto del mal genio del reaccionario, aunque a menudo en la vejez ambos manifiestan algunos de los mismos síntomas. Uno sufre la amargura que significa la pérdida del pasado, y el otro la sufre por la pérdida del futuro; pero ambos comparten la aversión hacia el presente. En el primer caso se basa en la pérdida de los valores tradicionales, mientras que en el segundo descansa en la pena por haber renunciado a la esperanza de un futuro radicalmente distinto. Sea como fuere, lo cierto es que en los últimos años de su vida Wagner dejó de ser un revolucionario, un socialista o algo distinto de quien muestra una devoción atávica e intermitente hacia los valores residuales de un izquierdismo fracasado (sin convertirse por ello en alguien de derecha, en un conservador o un reaccionario; ninguno de estos tres últimos calificativos pudieron jamás atribuírsele). El giro tan significativo que dio a su pensamiento no fue de izquierda a derecha, sino de la política a la metafísica.

El cambio formaba parte de un giro más amplio de perspectiva. De joven, Wagner consideraba que la realidad social era lo único que existía, y no tenía ninguna razón para creer que hubiera algo más en este mundo; además, pensaba que no había nada más “elevado” que la propia humanidad. Creía que los valores y la moral eran creaciones humanas: algo que el hombre había desarrollado colectivamente a lo largo de muchas generaciones, y no obra de individuos aislados. Por ello, Wagner confería a los valores más profundos y a los significados de la vida un carácter intrínsecamente social. Creía que la actividad más elevada de todas era el arte creativo, al cual también consideraba como una actividad social de raíz. En su opinión, la función del arte serio consistía en revelar a los seres humanos las verdades fundamentales de su naturaleza más profunda. Y para comprender la naturaleza más profunda de este ser esencialmente social, primero tenía que entender la relación del individuo con la sociedad.

Al joven Wagner no le gustaba en absoluto la sociedad en que vivía; es más, la detestaba y consideraba que la relación que mantenía con ella la mayoría de sus miembros era angustiosa e inaceptable. Pero creía que esta mayoría, por el hecho de serlo, tenía a su disposición el poder colectivo de cambiarla según sus propios deseos. Así, aunque Wagner era contrario a la sociedad existente, creía que la del futuro, después de la revolución, llegaría a ser maravillosa, y no en menor grado para el arte creativo y los artistas. Y así, a pesar de que fue un severo crítico social, era al mismo tiempo un optimista, porque creía que la odiosa sociedad en la cual vivía estaba destinada, muy pronto y de forma inevitable, a experimentar una transformación radical hasta ascender a un estadio en que sería posible la plenitud humana para todos o para la mayoría de sus miembros.

Fiel a sí mismo, el joven Wagner sostuvo sus puntos de vista con entusiasmo y confianza desbordantes y se mostró activo en su prosecución. Los discutió continuamente con sus amigos, a veces en encuentros organizados con este propósito; se convirtió en un lector ávido de los textos de sus contemporáneos que en ese entonces planteaban los mismos puntos de vista que él defendía, y publicó artículos en los que alegaba en favor de éstos. Incluso por un breve periodo colaboró en la edición de un periódico revolucionario socialista. Pero su actividad más radical fue ayudar a dirigir el levantamiento revolucionario de Dresde, en mayo de 1849, permaneciendo en las barricadas, hombro con hombro, con Bakunin, el anarquista más célebre del momento. Esta historia puede ser muy colorida, pero hay una razón de mayor peso por la que nos interesamos por ella, y es que Wagner plasmó dichas creencias y premisas en su trabajo artístico, de modo que el libreto de algunas de sus óperas más importantes se nutría y basaba en ellas. Luego, no obstante, se produjo un cambio arrollador en la perspectiva wagneriana, después del cual el compositor adoptó un enfoque muy diferente. El nuevo libreto que estaba escribiendo reflejaba estas diferencias; así, para comprender in extenso sus últimas obras, necesitamos comprender la naturaleza de su cambio.

Sin duda alguna esta historia fascinará a quienes se interesen por Wagner. Pero me gustaría que el lector tuviera dos cosas en mente. En primer lugar, esta historia se limita a tratar sólo algunos de los afluentes que desembocaron en el ancho río de la actividad creativa wagneriana. A lo largo de estas páginas no se pretende dar una explicación completa de sus obras: sólo destaco algunas de las ideas que subyacen en ellas, sin perder de vista que su contenido es mucho más extenso que mi análisis. En cualquier caso, no podemos encerrar el “sentido” de una obra de arte en unas cuantas palabras; si pudiéramos hacerlo, no la necesitaríamos, de hecho, no se trataría de una obra de arte.

Mi segunda advertencia concierne a la naturaleza particular de sus obras. Se trata de dramas cuyo principal medio de expresión es la música. En éstos, el “drama” no se compone de personajes que interpretan un texto en el escenario, donde en lugar de recitar las palabras las cantan con el acompañamiento de música orquestal. La música es el primer componente del drama, lo cual es determinante para lo que expongo en este libro, porque significa que todo lo expresado con palabras tiene un papel secundario incluso dentro de las mismas obras. Así, quiero empezar, no con el análisis de las palabras, sino con el estudio de la relación entre palabras y música en el mundo de la ópera en general y luego en las óperas de Wagner en particular, y a continuación procederé a examinar algunas de las ideas que encuentran su cauce de expresión en este mundo suyo tan complejo.

 

 I. Primero fue la música

La ópera es, por definición, una variante del drama cuyo medio primario de expresión es la música. Esto sólo es cierto en parte, porque tanto las palabras como la puesta en escena, la interpretación, los decorados y el vestuario contribuyen a la realización de la obra; pero en tanto que en el drama poético y en el drama en prosa la esencia de las situaciones, los personajes y las emociones, la calidad y la evolución de las relaciones personales, la verdad implícita de lo que ocurre en el escenario y las distintas respuestas de los individuos implicados —sin hacer mención de la atmósfera y del talante de la obra— se nos comunican sobre todo con palabras, en la ópera la música es el medio privilegiado de expresión. Puede que el contenido dramático sea casi el mismo, pero el medio de expresión es diferente. Y si bien es cierto que la música tiene el poder de llegar más profundo que las palabras, la ópera puede ir más lejos que las formas no musicales del teatro, al menos en algunos aspectos. Muchos lo creen así, y para ellos las óperas más grandiosas —por ejemplo algunas de Mozart y Wagner— se cuentan entre las más extraordinarias obras de arte que hayan existido jamás.

Una prueba externa de que la música es el ingrediente decisivo de una ópera la constituye el hecho de que su supervivencia depende de su música y sólo de ésta. Tal vez una ópera sobreviva con una historia hueca, con situaciones inverosímiles, casi sin trama, con personajes de cartón y con diálogos demasiado ridículos, pero permanecerá sólo si su música es lo suficientemente buena, en cuyo caso puede mantenerse en el escenario internacional generación tras generación. Hay un buen número de óperas conocidas que encajan en esta descripción. Y es del dominio general que en el caso opuesto no existe un solo ejemplo, es decir, una ópera cuya música resulte despreciable para todos pero en la que los demás componentes sean bastante buenos o interesantes como para mantenerla en el repertorio internacional.

El hecho de que la música operística sea un medio de expresión privilegiado en un drama escénico significa que la belleza no es el único requisito que debe cumplir. Debe poseer asimismo una fuerza dramática específica: expresar los sentimientos de un personaje en particular en una situación concreta, y hacerlo en forma convincente, además de tener una música hermosa, o al menos interesante. En este caso podríamos decir que es música, pero no sólo música, pues funciona igualmente en otros aspectos; los grandes maestros de esta forma de arte también lo fueron en esos otros aspectos. Mozart tuvo una excelente comprensión de la psicología de las relaciones sexuales y de la psicología de las clases sociales, siendo sin duda favorecido, en el segundo caso, por su situación de genio y de celebridad internacional en una época en que los músicos, en el mejor de los casos, eran pequeños cortesanos o sirvientes en librea. Aunque Mozart no escribió sus propios libretos, cooperó de cerca con quienes los escribían para él, y les exigía imperiosamente mayores esfuerzos. Mozart tenía un sentido dramático muy agudo que le permitió llevar su comprensión de las emociones hasta el mundo de la música mediante una técnica compositiva de gran eficacia en el mundo teatral, consistente en vincular no sólo al personaje con el tema, la emoción y la situación, sino en vincular a un personaje complejo con un tema ambiguo, un conflicto emocional y una situación por resolver. Puede que en un momento la música se encumbre, en un claro y total arrebato, y luego un cambio armónico proyecte dudas sobre una relación, o bien que la interrupción de una frase nos descubra la diferencia de matiz entre la confianza y la fanfarronería, o entre la indiferencia y la falta de sensibilidad, o bien que algo inefable en el sonido orquestal nos sugiera una leve simulación en una declaración de amor. Esa música puede tanto describir, apoyar y afirmar algo, como aludirlo, socavarlo y aun rehuir de él. A menudo la música se mueve en sentido contrario al de las palabras: mientras un personaje afirma algo, la música puede dar a entender que intenta todo lo opuesto. Además de la música, la amplia gama de palabras y formas líricas son un medio de expresión dramática de complejidad y potencial casi ilimitados para quienes sepan disponer de ellas.

Estas posibilidades ya se percibían desde el principio. En una de las primeras óperas de Monteverdi, La coronación de Popea, que compuso en 1642 junto con otros músicos, un personaje llamado Otho le dice a Drusila que está a punto de retirar para siempre a Popea de sus afectos, pero la música transmite no tanto esta intención como su anhelo de hacerlo, a sabiendas de que no va a ser capaz. En esta ópera la representación musical es un arte plenamente desarrollado: cada personaje tiene su propia música, que lo distingue de los demás y lo revela en su particularidad. La de Otho está perceptiblemente delimitada en sus alcances; pero aun dentro de esos límites se siente vacilante, desdibujada. En cambio, la música del filósofo Séneca se centra plenamente en el personaje, sus movimientos son firmes y decididos. Otro personaje, Octavia, la esposa agraviada, nunca canta libremente, sólo recita enunciados caústicos. Y la magnífica música amorosa de su esposo Nerón y de su amante Popea es erótica en un sentido irónico: la lascivia, la autoexaltación y el triunfalismo de las emociones se manifiestan a través de la música, aun cuando las palabras sólo denoten amor.

Un buen libreto de ópera es aquel que hace posible todo esto sin la pretensión de ser por sí sólo una obra de arte acabada. El libreto que se ostente en la página impresa como un drama acabado, y cuya poesía agote el potencial expresivo de los personajes, será una obra en verso totalmente lograda que no necesitará del concurso de la música; es más, ésta no tendría ningún propósito. Una ópera no es una pieza teatral adaptada con música. El texto de una buena obra de teatro raras veces funciona como un buen libreto. Los intentos por convertir en óperas las obras de Shakespeare, adaptando música a los textos, suelen fracasar por esta razón. (Las excepciones, como El sueño de una noche de verano, de Benjamin Britten, se basan en obras teatrales, en las cuales la música es ya una cuarta dimensión, como ocurre en la mayoría de las comedias de Shakespeare: un elemento constitutivo tácito al que se le reserva un espacio poético vacío que normalmente llenamos con nuestra imaginación.) Generalmente, un libreto no es ni debe intentar ser una obra literaria; es el andamiaje que permitirá construir un drama musical. Muy raras veces encontramos dramaturgos o poetas exitosos que sean capaces de producir un libreto que no solamente conciba una representación viva, sino que aun tengan total comprensión del papel que la música debe tener para completar satisfactoriamente el conjunto. El drama musical necesita de la música para existir y, por consiguiente, debe sentir la necesidad de ésta antes de que pueda convertirse en aquello para lo que ha sido creado. Esto significa que el autor del libreto debe saber cómo producir una estructura organizada de palabras que dé rienda suelta al compositor. En términos específicos, saber qué poner y qué quitar no sólo significa saber qué oportunidades pueden crearse para el compositor, sino cómo crearlas, darles variedad y desplegarlas en una estructura dramática musical coherente, de tal forma que serpenteen, en un movimiento continuo, en una textura músico-teatral interesante. Además, el autor del libreto debe realizar algunas funciones indispensables que muy poco tienen que ver con la música: la narración de la historia en un primer nivel, darles nombre a los personajes y ubicarlos histórica y socialmente, dar cuerpo a su historial biográfico previo. La combinación de todas estas competencias es un raro don. Los buenos libretistas siempre han sido más escasos que los buenos dramaturgos. Los maestros saben que el oficio les exige producir algo cuya lectura será de antemano insatisfactoria, algo que no se sostiene por sí solo.

El género operístico ha contado con sus genios, como Da Ponte y Boito, quienes comprendieron lo anterior y además fueron capaces de realizarlo casi a la perfección. No obstante el nivel en que se encontraban, era indispensable que se creara una simbiosis con el compositor para lograr el éxito, algo que es raro conseguir. La información más detallada que tenemos acerca de la relación profesional entre un compositor de óperas de primera categoría y el respectivo autor del libreto es la de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal. Por suerte para nosotros se reunieron pocas veces, por lo que su relación se tradujo en una correspondencia de casi veinticinco años que todavía hoy se conserva. También para nuestra fortuna, los dos fueron personalidades artísticas dispares y polemizaron con frecuencia: repetidas veces tuvieron que desechar premisas, conceptos o requerimientos incompatibles; de ahí que nos enfrentemos a menudo con apasionadas exposiciones de argumentos antagónicos, cada uno a cargo de un maestro que posee un notable dominio artístico. Hofmannsthal fue uno de esos seres extraordinarios, distinguido poeta y dramaturgo, además de célebre autor de libretos. Como artista, era refinado por los cuatro costados: cosmopolita, sofisticado y puntilloso; además de ser de índole predominantemente intelectual, con un grado de autoconciencia poco común. La sencillez no se le daba fácilmente, a diferencia del artificio. Sus libretos deben contar entre los más extraordinarios que se hayan producido. En contraste, la personalidad de Strauss se parecería más a la de un exitoso hombre de negocios: burgués, práctico, impaciente, muy inteligente pero nada intelectual, falto de interés por los conceptos abstractos, con poca habilidad verbal, pudiendo parecer a veces un inculto, pero con esa profunda comprensión de lo que debía hacerse y de los medios para lograrlo que lo convirtieron en alguien formidable y excepcional. Strauss tenía mayor seguridad que Hofmannsthal en su propia capacidad, pero cada cual sentía respeto y admiración por los dones del otro, a la vez que albergaba, en lo íntimo, la certeza de poseer una relativa superioridad. Todo esto se revela a la vista de un lector imparcial (cuando no a la de sus destinatarios) en las cartas que intercambiaron, correspondencia que arroja luz sobre muchos aspectos además de la creación de sus seis óperas.

El joven Strauss recibió el apodo de Richard II por haber sido seguidor de Richard Wagner. Pero a diferencia de Wagner, Strauss sólo escribió el libreto de una de sus óperas de madurez, Intermezzo. Fue algo que quizá sorprendió a muchos, si bien nunca lo intentó de nuevo, aunque colaboró en el libreto de su última ópera, Capriccio. Cabe decir que las dos obras son conversacionales (no en un sentido despectivo), algo que debemos relacionar con la competencia verbal de Strauss. El único otro intento que había realizado en este sentido fue con su primera ópera, Guntram, que no tuvo éxito. Strauss había empezado su carrera de compositor de óperas deseando parecerse lo más posible a Wagner, pero al ser consciente de sus limitaciones como autor de libretos acabó apartándose del camino que se había trazado en un principio. Así, Wagner fue el único de entre los más destacados compositores de ópera que escribió sus propios libretos. A pesar de que hubo algunos buenos compositores menos conocidos que hicieron lo mismo, como Michael Tippett, ninguno de ellos se compara ni remotamente con la valía de Wagner.

Puesto que éste es un libro sobre Wagner y no sería razonable esperar que todos mis lectores tuvieran en mente la cronología de la vida y las obras de este músico, puede resultar de gran ayuda dedicar algunos párrafos a estos aspectos. Wagner nació en 1813 y murió en 1883, a la edad de sesenta y nueve años. En su adolescencia decidió que sería compositor de óperas, y fue entonces cuando empezó a trabajar en su primera obra. A su alrededor existían tres modelos diferentes que podía tomar como referencia. El que tenía más cerca era el de la ópera romántica alemana, representado por Weber y otras figuras menores como Marschner y Lortzing. La tendencia consistía en ubicar hechos sobrenaturales en ambientaciones naturales; la orquesta tenía un papel de primer orden, reconociéndose a primera vista la riqueza “germánica” en la orquestación. Luego estaba la ópera italiana, que representaba mucho más el realismo romántico —historias de amor en lugares poco habituales, ya fueran contemporáneos o históricos—. El estilo musical era en conjunto más lírico y se otorgaba a las voces una mayor prominencia, en detrimento de la orquesta, la que para muchos se reducía apenas a un simple acompañamiento y suponía por consiguiente una orquestación leve. Los maestros del género eran Bellini, Rossini y Donizetti. Por último, estaba la ópera francesa, que basaba su atractivo en los cantantes y en el espectáculo escénico, una de cuyas características principales era el tratamiento de temas históricos que permitían emplear vistas panorámicas, escenas de muchedumbres, desfiles de ejércitos, procesiones religiosas y demás parafernalia. Las óperas, casi siempre de cinco actos y con acompañamiento de ballet, eran de larga duración y elevado costo; acababan siendo eventos sociales de relieve debido a las estrellas en la cartelera, al precio y al espectáculo, y despertaba casi tanto interés el propio público como lo que ocurría en el escenario. Esta actividad tenía su centro internacional en París. El dinero y la fama que les procuró a algunos ejercían un magnetismo irresistible en los talentos del momento. Un caso representativo fue el de Rossini, quien después de haberse labrado una reputación en Italia se fue a París y allí pasó casi todo el resto de sus días. Para tener éxito en el ámbito internacional había que triunfar en París. Allí, los maestros eran Meyerbeer, Auber y Halévy, junto al todavía famoso pero ya fallecido Spontini.

El joven Wagner examinó todo este panorama y decidió probar suerte, a su debido tiempo, en cada uno de los tres modelos. Su primera ópera larga, Las hadas (1834), era una obra romántica alemana; la segunda, La prohibición de amar (1836), era de estilo y montaje italianizantes, mientras que la tercera, Rienzi (1840), era una típica ópera parisina (las fechas corresponden a la primera versión). Gracias a la experiencia que obtuvo escribiendo estas óperas, Wagner juzgó que los modelos italiano y francés eran “formas decadentes”, y cada uno representaba el final de una línea de desarrollo, que miraba más hacia su propio pasado que hacia el futuro: no podría crearse nada nuevo con ninguno de ellos. Por el contrario, todavía podía hacerse bastante con la ópera alemana de tradición romántica, así que puso manos a la obra y creó las tres óperas siguientes según dicho modelo: El holandés errante (1841), Tannhäuser (1845) y Lohengrin (1848). No cabe la menor duda de que con estas obras Wagner llevó la ópera romántica alemana más allá de los límites convencionales, de modo que aun hoy siguen siendo sus obras más queridas y las que continúan interpretándose con mayor frecuencia. Sin embargo, cuando Wagner terminó Lohengrin sintió que había agotado todas las posibilidades del género y que no encontraría nada nuevo que hacer ni un lugar adónde ir con él.

Así, dio tres pasos atrás y examinó su situación. Durante cinco años y medio casi no escribió ninguna partitura. En vez de eso, estudió, reflexionó y teorizó acerca de la naturaleza de la ópera y su posible desarrollo futuro. En esos años produjo sus ensayos más célebres, aparte de su autobiografía. El libro más importante entre todos, por ser el de mayor influencia, es La ópera y el drama (1850-1851); también tienen su interés e importancia La obra de arte del futuro (1849) y Mensaje para mis amigos (1851). En ellos Wagner puso en práctica, a gran escala y con minuciosos detalles, sus nuevas teorías sobre las posibilidades del género operístico. Luego se dedicó a la tarea de crear óperas dentro de esos nuevos parámetros formales. El resto de su producción es distinto respecto a todo lo que había hecho antes y representa un desarrollo revolucionario no sólo en la historia de la ópera sino también en la de la música. Son éstas las obras a las que el público se refiere cuando habla de “las óperas de la madurez” de Wagner, o “del último Wagner”. Empezó escribiendo los libretos de las cuatro óperas que constituyen El anillo del nibelungo: El oro del Rin, La Valkiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, y luego completó la música de las dos primeras. Después del segundo acto de Sigfrido, interrumpió su trabajo durante lo que resultó ser el llamado “periodo de los doce años”, lapso en el que gran parte del tiempo creyó que nunca más volvería a trabajar en su obra El anillo del nibelungo. En esa época compuso Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nuremberg. Luego se interesó de nuevo por El anillo, terminó Sigfrido y compuso El ocaso de los dioses. Después sólo escribió una ópera, Parsifal, puesta en escena en 1882, un año antes de su muerte.

Más allá de su vida creativa, la vida misma de Wagner fue una de las más interesantes y, podríamos decir, casi operísticas que ningún artista haya vivido jamás. Amó a muchas mujeres y fue amado por muchas más. Se casó dos veces, primero con una actriz hermosa pero ordinaria, que no se percató del enorme genio de su marido: constantemente lo fastidiaba para que persiguiera el éxito convencional que ella quería disfrutar en su compañía, algo que suponía éste conseguiría con sólo intentarlo. Más tarde, Wagner estuvo felizmente casado con una hija ilegítima de Franz Liszt, Cósima, poco atractiva pero formidable, quien comprendió su genio y le dedicó devota e incondicionalmente su vida. Cuando Wagner cumplió cincuenta años sus deudas eran gigantescas, tanto como su osadía de no pagarlas. Para Wagner la pareja ideal de amigos sería aquella en la que el marido le prestara dinero y él le hiciera el amor a la esposa, y mejor aún si vivía bajo su mismo techo, para hacerles el honor de quedarse con ellos y vivir a costa suya como huésped a largo plazo. De joven, Wagner fue un activo revolucionario, amigo de Bakunin y figura destacada de las barricadas en la revuelta de Dresde de 1849. Luego fue perseguido durante once años por la justicia y vivió como exiliado político en Suiza, habiendo sido desterrado de su Alemania natal. Cuando cumplió cincuenta y un años su situación personal era desesperada: había compuesto El oro del Rin, La Valkiria y Tristán, pero todavía no se había estrenado ninguna de estas obras ni existía el proyecto de hacerlo; había dejado de trabajar en El anillo del nibelungo, supuestamente para siempre; lo habían forzado a abandonar Viena, donde vivía por esa época, para no ser encarcelado a causa de una deuda, y andaba huyendo. En ese preciso momento de su vida, un rey de mirada angelical que contaba con tan sólo dieciocho años y adoraba el trabajo del compositor descendió del cielo en un trono, lo roció con dinero y empezó a poner en escena sus óperas. Esto le permitió a Wagner iniciar un amorío con la esposa del director de orquesta durante los ensayos, la cual le dio tres hijos ilegítimos antes de convertirse en su esposa. Fue entonces cuando Wagner mandó construir su propio teatro de ópera, con dinero del rey, y lanzó el Festival de Bayreuth, que todavía hoy existe. Al mismo tiempo entabló con el filósofo Nietzsche una de las amistades más notables de la cultura europea. Cuando Wagner falleció gozaba de fama mundial y era considerado como el compositor más extraordinario de todos los tiempos. Su autobiografía de 750 páginas, Mi vida, un libro que sorprende por su carácter divertido, es un logro de gran magnitud, no superado por la autobiografía de ningún otro compositor, ni siquiera la de Berlioz. Mi vida narra no sólo su historia personal sino la historia de una época, por lo que constituye un importante documento para la historia cultural europea.

No cabe duda de que Wagner poseía una enorme capacidad intelectual, que se hizo patente en sus obras artísticas, no en obras eruditas: algo de lo mucho que tuvo en común con Shakespeare. Wagner fue un conversador y escritor compulsivo; pero a pesar de que su conversación y sus escritos fueran interminables, las actividades más profundas de su mente no eran verbales sino musicales, o más estrictamente músico-dramáticas; esto significa que aunque fueran de índole dramática, no operaban en el medio conceptual propio del lenguaje verbal sino en el medio no conceptual de la música. Los nutrientes que había obtenido de los años de lecturas, estudio y aprendizaje, y de los años de discusiones y reflexiones, se transformaron en obras de arte cuyo principal componente no era conceptual. Un abrumador impulso innato lo condujo a estudiar aquello que necesitaba para crear su arte, lo que logró con éxito. Cometerán un error quienes juzguen los escritos o los libretos de Wagner como creaciones verbales que se bastan a sí mismas, y pretendan medir con ese rasero sus habilidades. Sería tanto como tasar por debajo de su valor a Shakespeare debido a los numerosos errores históricos contenidos en sus obras. Las obras de Shakespeare merecen ser juzgadas por sí mismas, no como lecciones de historia; como historia su lugar sería secundario, pero como obras literarias son, sin duda, maravillosas. Los genios de tal magnitud se apropian de todo lo que necesitan, sin importar de dónde proceda. Alguna vez escuché a ciertos profesores de matemáticas menospreciar la competencia de Einstein como matemático, lo cual resulta comprensible porque Einstein no fue un matemático especialmente dotado: sólo utilizaba las matemáticas necesarias para sus investigaciones de física.

En tales casos, da la impresión de que la conciencia individual de las propias necesidades es intuitiva. Proviene de algún lugar interno y, al parecer, pasa a la conciencia incluso antes de que tengamos una noción clara de lo que necesitamos. En el caso de Wagner, es probable que algunas de sus percepciones más valiosas las haya tenido muy temprano y de forma espontánea, que no las haya aprendido en ninguna parte. Ejemplo de ello es que aunque sólo tenía entre diecinueve y veinte años cuando compuso su primera ópera, al parecer ya había comprendido algo poco evidente acerca de la naturaleza de los libretos. Así lo expresó más tarde en su autobiografía, después del pasaje en que rememora la trama de su obra de adolescencia: “Era yo casi tan deliberadamente indiferente hacia los versos como hacia la dicción poética. No estaba acariciando mis primeros sueños de convertirme en un poeta de renombre; me había convertido de hecho en un ‘músico’ y un ‘compositor’. Tan sólo quería escribir un libreto aceptable, pues entonces me percaté de que nadie más podría hacerlo en mi lugar, por el hecho de que un libreto de ópera es algo único en sí mismo, algo que ni poetas ni escritores pueden llevar a feliz término” (My Life [Mi vida], p. 72).

Desde un principio Wagner se dio cuenta de que un libreto, al ser una matriz para la musica, debe ser configurado para poder adaptarse a la música a la que se destina, incluso si se ha escrito antes de que ésta se haya compuesto, y por consiguiente, su concepción y realización dependerán de consideraciones musicales, hasta el punto de convertirlo en una parte del proceso musical. Algunas veces, en las obras de Wagner la música precede a la letra: la extensa melodía de la Canción del Premio en Los maestros cantores la escribió mucho antes que la letra. Un hecho aún más revelador es que la obertura de esta ópera fue compuesta y llevada a escena mucho antes de que el libreto fuera adaptado para música, y aun así ya contenía los temas musicales más importantes de la obra —excepto el asociado con Hans Sachs—, que corresponden de forma natural a situaciones y personajes específicos y que parecen surgir a partir de ellos, entretejiéndose dentro y fuera de la textura de la obra como si el drama musical en su totalidad se hubiera concebido simultáneamente. Sin embargo, ninguno de estos ejemplos capta del todo lo que queremos ilustrar. Después de alcanzar la madurez artística, Wagner tuvo problemas en hacer comprender a la gente que el acto creativo que producía la semilla-germen de desarrollo de sus óperas era un acto musical. Entre otras cosas, dio a entender que, para él, el primer indicio de una nueva obra era de tipo sonoro, o más bien la posibilidad de un mundo de sonidos específico. Y éste acostumbraba desarrollarse muy despacio a partir de dicho punto, convirtiéndose en algo específico, del mismo modo en que va formándose el feto en el útero materno. Algunos meses después de haber empezado a trabajar en Tristán e Isolda, Wagner le escribió a un amigo que “por el momento sólo era música”, lo cual significa que —tal como él mismo lo dijo después— cuando escribía un libreto ya sabía cuál sería la música, no la nota musical que le correspondía a cada palabra sino el tipo de música que requería, el mundo de sonidos que lo habitaba, y éste iba especificándose a medida que el libreto crecía entre sus manos.

Cuando tan sólo tenía treinta años de edad, Wagner escribió en una carta dirigida a un crítico musical: “Antes de empezar a escribir un verso o esbozar una escena, ya estoy impregnado del aroma [Duft] musical del tema elegido. Tengo en mente todas las notas y los motivos característicos, de modo que cuando los versos ya están listos y las escenas dispuestas en orden, para mí la ópera ya está terminada. El tratamiento musical específico es un trabajo más tranquilo, de acabado, al cual ha precedido el momento de auténtica creación”.

A pesar de que el compositor nunca fue capaz de expresar con mayor precisión que con la palabra Duft en qué consistía su particular aprehensión de un nuevo mundo de sonidos, en retrospectiva sabemos con exactitud qué es lo que él sabía, aunque no podamos expresarlo con palabras mejor de lo que él lo hizo. Sabemos que hay un sonido totalmente característico para Lohengrin, otro para Tristán, otro más para Los maestros cantores, y aun otro para Parsifal. Para cualquier amante de la música que tenga experiencia, estos mundos sonoros son una parte reconocible de su propia vida. Incluso quienes no aprecian las obras de Wagner pueden reconocer al vuelo el sonido característico de cada una de ellas, después de haberlas escuchado una sola vez. Wagner tenía sólo entre veintiocho y veintinueve años cuando compuso El holandés errante, pero desde el primerísimo acorde de la obertura el oyente se sumerge en un mundo sonoro distinto de cualquier otro registro musical, incluso de cualquier otra música de Wagner. La creación, no de un mundo, sino de otros mundos, de un mundo único para cada obra, es algo que pocos músicos han logrado. Shakespeare lo hizo, pero no muchos más. La mayoría de los grandes artistas viven en un mundo de imaginación que reconocemos y distinguimos como el suyo propio, del cual provienen todas sus obras.

Se forjó el mito de Wagner como creador tardío, de un autodidacta, que tardó mucho en encontrar su camino y no lo hizo hasta su temprana madurez. El propio Wagner provocó esta mitificación, en parte porque a menudo insistía en que no debía nada a nadie (si bien en su autobiografía se muestra abierto y generoso respecto a la deuda contraída con Berlioz) y en parte porque no quería que la tardía popularidad de sus primeras obras impidiera el éxito de las obras de su madurez. También estaba el hecho de que había avanzado tanto después de sus primeras óperas que no quería ser juzgado por ellas. Pero creo que es la sola magnitud del proceso de desarrollo de Wagner, más que cualquier otra cosa, lo que lo habría marcado como un iniciador tardío. En primer lugar, Wagner desarrolló hasta sus límites la ópera alemana romántica, y luego, de forma bastante diferente, el drama musical que él inventó; al mismo tiempo desarrolló la orquesta sinfónica hasta su talla máxima, inventando nuevos instrumentos en este proceso, y, lo más importante de todo, condujo la música occidental hasta los extremos de la tonalidad, de modo que aquellos de sus seguidores que se sintieron llamados a sobrepasar su legado, se vieron obligados a cruzar tal frontera y caer en la atonalidad; ellos mismos aducían “la necesidad de sobrepasar a Wagner” como la razón de tal salto. Debido a que su destino era tan “moderno”, la gente siempre ha tendido a pensar que su punto de inicio en el tiempo marca un largo camino hacia adelante, cuando en realidad es un largo camino hacia atrás. Nadie, ni siquiera Mozart o Rossini, ha escrito una ópera mejor que Las hadas a los veinte años, y sólo ellos escribieron óperas tan buenas como El holandés errante a la edad de veintinueve años. La letra del coro de Las hadas, algo para lo que Wagner siempre era bueno, resulta impresionante (en esa época trabajaba de maestro de coro en Wurzburgo). Asimismo, sorprende que la orquestación sea tan buena para alguien con tan poca experiencia: aunque un poco básica, es del todo eficaz. La mayoría de las tonadas son memorables: a menudo demasiado simétricas, a veces cuadradas, pero de todas formas resultan buenas. Visto en su conjunto, lo más importante de todo es que el arte dramático puede apreciarse; funciona en una puesta en escena. Se trata, en muchos sentidos, de la obra de un hombre joven, con una energía impulsora y una brisa fresca soplando a través de ella. Vale la pena ver la puesta en escena por sus propios méritos. Pero nosotros, al igual que Wagner, la desestimamos porque la comparamos con su obra posterior. Vista por sí sola, es tan buena como cualquier otra ópera alemana de cualquier compositor, exceptuando, por supuesto, al propio Wagner. Éste fue su primer intento formal, que luego retomaría en El holandés errante y en Tannhäuser, y que culminaría en Lohengrin. Cuando el perspicaz crítico wagneriano Andrew Porter la calificó como la mejor ópera que Wagner había escrito antes de Lohengrin, se dejó llevar un poco por el entusiasmo, reacción comprensible frente a la negligencia injustificada de que había sido objeto. Las primeras óperas de Mozart y Verdi se llevan a escena en los mejores teatros de ópera y reciben la más cálida acogida del público, con toda razón; pero en el curso de mi vida hasta el momento en que escribo este libro, en Gran Bretaña nunca hemos visto una producción profesional de Las hadas, una obra aun mejor que cualquiera de las obras tempranas de esos autores.

Las hadas puso de manifiesto la prodigiosa disposición de Wagner para la ópera. Desde muy al principio desplegó las competencias técnicas que se requerían para hacer un trabajo digno del escenario: la estructuración del libreto, el tratamiento de las voces, la escritura del coro, la orquestación. Debemos recordar que a la edad en que terminó esta ópera, veinte años, ya había llevado varias obras a escena, incluyendo una sinfonía en la Leipzig Gewandhaus. Empero, resulta más interesante que su competencia técnica el hecho de que dos ideas dramáticas que se repiten en casi todas sus óperas subsecuentes ocupen un lugar primordial en la obra: una se refiere a un hombre salvado por el sacrificio de amor de una mujer (“la redención por el amor” es la etiqueta que se le ha puesto en muchas publicaciones); la otra trata del amor entre un ser humano y un ser sobrehumano (dios o antiguo dios, o alguien con poderes mágicos, o una persona de vida eterna), y combina así lo natural con lo sobrenatural como si las cosas fueran así.

Estos temas surgen por doquier en el romanticismo alemán, y el segundo de ellos tenía además cabida en la mitología de la Grecia clásica. De todas formas, parece que Wagner tuvo una obsesión especial por ellos. No es que los hubiera elegido primero y luego utilizado para sus propios fines, sino que nos da la impresión de que afloran de su mundo interior. Entonces es cuando se presentan de inmediato algunas explicaciones obvias de naturaleza personal (no debemos negarlas simplemente porque sean obvias: representan la superficie de una verdad, pero creo que estas explicaciones son auténticas). Desde una edad temprana, Wagner se sintió distinto de los demás, poseído de poderes extraordinarios, agraciado por el don de la inmortalidad. Esto le acarreó problemas en sus relaciones personales que abrumaban su vida casi de forma intolerable, y no fue capaz de resolverlos hasta que contrajo matrimonio con Cósima, a los cincuenta y tantos años de edad. Se sentía incapaz de relacionarse con los demás, pues no lo entendían, y él no podía comunicarse con ellos. En consecuencia, el mundo siempre le pareció un lugar extraño, a la vez hostil y desconcertante. No lo entendía, no se sentía a gusto en él, no le gustaba; quería escapar de él. Hasta entrados los cincuenta no pasó ningún año en que no hubiera contemplado seriamente la idea del suicidio. En la breve sección de su autobiografía que dedica a su niñez, Wagner nos cuenta cómo la incontrolable vivacidad de su imaginación le había procurado pesadillas cada noche, de las que despertaba gritando, por lo que sus hermanos y hermanas no querían dormir a su lado y él tenía que hacerlo solo en el lugar más apartado del departamento familiar, donde su total aislamiento en la oscuridad no hacía más que incrementar sus pesadillas y empeorar sus chillidos. Toda su vida, hasta que empezó a compartirla con Cósima, estuvo ansiando poner punto final a su aislamiento psico-emocional, y debido a que el componente erótico tuvo un papel tan importante en su vida, lo que quería, por encima de todo, era una mujer que lo amara sin necesidad de comprenderlo: una mujer que lo aceptara tal como era y se entregara a él incondicionalmente renunciando en efecto a su propia vida por la de él. Su primera mujer, Minna, no llenaba mucho esta descripción, aunque en verdad sí estaba entregada a él y soportó con estoicismo las privaciones más pasmosas mientras él se construía un nombre en el mundo de la música, convencida de que llegaría el día en que sería aceptado por el público. Minna se sintió orgullosa cuando su marido ascendió a maestro de capilla en Dresde. Pero nunca le perdonó que se entrometiera en la vida política y arruinara sus vidas al provocar que lo despidieran de un buen trabajo y tuvieran que sufrir una vida de pobreza y exilio. Tampoco perdonó que sus sacrificios continuaran para que él escribiera óperas de vanguardia que nadie quería escenificar, cuando cualquier persona razonable hubiera estado muy complacida repitiendo éxitos seguros como los de Rienzi y Tannhäuser. Como explicación de un tema recurrente en sus óperas, esto sólo es la punta de un iceberg, pero es algo que asoma por encima de una gran cantidad de material oculto.

Wagner consideraba que los libretos de sus primeras tres óperas —Las hadas, La prohibición de amar y Rienzi— eran “manufacturados”; con ello quería decir que no eran productos espontáneos de su intuición artística sino artefactos reunidos por su mente consciente, que intentaba calcular qué funcionaría y qué tendría éxito. Y lo mismo era válido para la música. Cuando unos años más tarde Wagner se refería despectivamente a otros compositores como “fabricantes de óperas” quería decir que esto es lo que hacían. En especial percibía así a los famosos compositores de ópera parisinos, como Meyerbeer, Auber y Halévy, y pensaba que las óperas que eran compuestas de este modo no eran obras de arte sino productos de consumo fabricados para satisfacer una demanda. No fue hasta su cuarta ópera, El holandés errante, cuando Wagner dejó que su intuición tomara las riendas de su mente consciente y se autorizó a seguirla hasta donde lo llevara, aun cuando no comprendiera del todo lo que estaba escribiendo. En cierta forma se abandonaba a su propio inconsciente. Este increíble instrumento, su mente consciente, aún tenía una enorme cantidad de trabajo que hacer con todo el material, pero ya no intentaba crearlo de la nada. Permitía que el material no procesado se constituyera espontáneamente en las zonas más profundas de su mente, y se presentara después ante su parte consciente. Luego lo sometía a sus prodigiosas habilidades de orquestación, de arte teatral y a todo lo demás a fin de producir un trabajo acabado. Sus mayores óperas a gran escala —Los maestros cantores, El ocaso de los dioses y Parsifal— las gestó literalmente durante décadas antes de empezar a componerlas. Es evidente que ello está íntimamente relacionado con una complejidad y profundidad inigualables.

Rienzi constituyó un intento deliberado de escribir una ópera exitosa como las que gozaban de buena acogida en París. Tuvo éxito, aunque lo hubiera tenido en cualquier ámbito; fue la ópera que marcó un avance decisivo en la carrera de Wagner, la primera que le permitió darse a conocer. Aun así, estaba consciente de la vacuidad de la obra, y por ello sintió lo que más tarde describiría como “una secreta vergüenza” ante su éxito. A pesar de la importancia crucial de Rienzi para su carrera, más tarde la suprimió de lo que, esperaba, iba a convertirse en el canon aceptado de sus obras; la eliminó junto con sus dos primeras óperas. Así, el canon empieza con El holandés errante, donde la magia única de Wagner aparece por primera vez, a saber, la transmisión directa de las emociones más elementales recién salidas del inconsciente (del nuestro, quizá, como del suyo), emociones cautivadoras, increíbles, de una total y completa plenitud. Ninguna de las óperas que había escrito antes se escenificó en Bayreuth, si bien Rienzi sigue siendo escenificada en otros teatros, sobre todo en Alemania.

Tanto si Wagner seguía sus intuiciones creativas como si ensamblaba las óperas en su mente consciente, en ambos casos concebía la creación de una ópera como un proceso integrado, en el cual la música, el drama y el verso avanzaban conjuntamente. En ambos casos se trataba de un proceso musical de principio a fin, cuyo punto de partida era la aprehensión generalizada de un mundo sonoro (que había creado conscientemente a partir del exterior en sus primeras tres óperas, y al que había permitido emerger de su mundo interior en las siguientes). La última tarea de todas sería la escritura sobre el papel de las notas reales (“el procesamiento musical detallado”), mientras todos los demás componentes del proceso se verificaban en algún punto intermedio. El hecho de que todo cayera bajo la responsabilidad de una sola persona podría significar fácilmente que carecemos de la clase de descripciones verbales o discusiones sobre el proceso creativo que han llegado hasta nosotros, como las de Strauss y Hofmannsthal, o las de Verdi y Boito; pero no es así. Rara vez puede haber existido un ser humano más proclive a la justificación de sí mismo que Wagner. Daba por sentado que todo lo que hiciera sería significativo e interesante para los demás. Caso raro, su convicción resultó acertada. La presunción de que el mundo se interesaría en él parece haberlo llevado a creerse en la obligación de justificar ante el mundo todo lo que hacía. Era locuaz y dado a la confidencia perpetua por su naturaleza. Nunca dejó de hablar a sus amigos de sí mismo y sólo de sí mismo (ellos se quejaban de esto), y cuando estaba lejos de ellos les escribía muchas cartas explicándoles lo que estaba haciendo y por qué, proclamando la importancia universal de todo lo que hacía, e identificando a sus enemigos y atacándolos. El resultado es tal cantidad de revelaciones de sí mismo que ningún otro gran artista ha podido superarlo. Puede que Wagner resultara fastidioso para sus amigos, pero para nosotros es un regalo caído del cielo. Con sus obras ante nosotros podemos apreciar lo profundas que eran sus percepciones: lo que Wagner dice arroja luz sobre ellas en muchos aspectos. Igual que ocurría en sus esfuerzos creativos, también en sus percepciones críticas (incluyendo sus autocríticas) permitió que su inconsciente le hablara, y el resultado es que Wagner fue consciente de muchas cosas extraordinarias que para otros habían permanecido ocultas. Una y otra vez nos impresiona la comprensión profunda que tuvo de lo que estaba haciendo. Lo único acerca de lo cual no tuvo casi nada que decir fue de la forma en que componía su música. Dadas sus inclinaciones y su comportamiento común esto sólo puede significar que no había nada que él nos pudiera decir al respecto. Y esto sugiere que la mayor parte de ello debió tener lugar en aquellos niveles de su personalidad que estaban lejos del alcance de su autoconciencia. Si Wagner hubiera podido decirnos algo acerca de ello, lo habría hecho. Aun así, tenemos muchas más pruebas documentales de lo que podría esperarse acerca de cómo compuso sus óperas. En los capítulos siguientes me apoyo extensamente, aunque no de manera exclusiva, y desde luego no de modo crítico, en las explicaciones que Wagner nos da de sí mismo.


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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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