lunes, 9 de mayo de 2022

Escritos de William Burroughs y Allen Ginsberg. (Fragmento).

 




15 de enero de 1953

Hotel Colón, Panamá

Querido Allen:

Me paré aquí para que me sacaran las almorranas. Me pareció que no procedía volver a instalarme entre los indios con almorranas.

Bill Gains estuvo en la ciudad y le ha pegado fuego a la República de Panamá desde Las Palmas a David de paregórico. Antes de Gains, Panamá era una ciudad p.g. Podías comprar ciento catorce gramos en cualquier farmacia. Ahora los boticarios andan nerviosos y la Cámara de los Diputados ya estaba a punto de aprobar una Ley Gains especial, pero Gains tiró la toalla y se volvió a México. Yo me estaba quitando del jaco y el tío no hacía más que darme la lata, que por qué me engañaba a mí mismo, que una vez que eras yonqui lo eras para siempre. Que si dejaba el jaco me convertiría en un borrachuzo baboso o me volvería loco metiéndome cocaína.

Me encebollé una noche y compré un poco de paregórico y el tío no paraba de decirme, una y otra vez, «Sabía que volverías con paregórico. Lo sabía. Serás yonqui toda tu vida», y me miraba con una sonrisita de gato. La droga para él es una causa.

Me fui yo mismo al hospital hecho polvo del opio y me pasé cuatro días allí metido. Sólo me daban tres chutes de morfina y no podía dormir del dolor que tenía, y del calor y la deprivación, y encima había un herniado panameño en la misma habitación, y sus amigos venían y se quedaban todo el día y la mitad de la noche...; uno de ellos se llegó a quedar hasta medianoche.

Recuerdo cruzarme con unas americanas por el pasillo, que tenían pinta de esposas de oficiales. Una iba diciendo: «No sé por qué, pero no puedo comer caramelos.»

«Tiene usted diabetes, señora», le dije. Se dieron todas la vuelta y se me quedaron mirando indignadas.

Después de que me dieran el alta en el hospital, me pasé por la Embajada de los Estados Unidos. Delante de la embajada hay un baldío lleno de hierbajos y de árboles, donde los chicos se desnudan para darse un baño en las aguas contaminadas de una especie de pequeña bahía que parece el nido de una serpiente de mar venenosa. Olor a excrementos y agua de mar y lujuria de joven macho. No había cartas para mí. Me paré otra vez para comprar cincuenta y cinco gramos de paregórico. La vieja Panamá de siempre. Putas y chulos y buscones.

«¿Quiere chica linda?»

«¿Baile señora desnuda?»

«¿Verme follar a mi hermana?»

No me sorprende que la comida cueste tanto. No hay quien los mantenga en el campo. Todos quieren venirse a la gran ciudad y ejercer de chulos.

Llevaba conmigo un artículo de una revista que describía un garito de las afueras de Ciudad de Panamá llamado el Ganso Azul. «Un local donde todo vale. Los camellos pululan por el váter de hombres con jeringas cargadas y listos para entrar en acción. A veces salen disparados de un retrete y te clavan la aguja en el brazo sin esperar a que les des permiso. Los homosexuales andan desmadrados.»

El Ganso Azul parece un café de carretera de la época de la Prohibición. Un edificio alargado, de una sola planta, venido a menos y cubierto de parras. Oía el croar de las ranas que llegaba del bosque y de los pantanos que lo rodean. Fuera había unos cuantos coches aparcados; dentro, una tenue luz azulada. Me recordaba un café de carretera de la Prohibición, de mis tiempos de adolescente, y el sabor de los combinados de ginebra en verano, en el Medio Oeste. (¡Ah, Dios! Y la luna de agosto en un cielo color violeta, y la polla de Billy Bradshinkel. ¿Se puede uno poner más sensiblero?)

Inmediatamente, dos putas viejas se me sentaron a la mesa, sin que yo las invitara, y pidieron copas. Una ronda me costó 6 dólares con 90. Lo único que había pululando por el váter de hombres era un insolente y dictatorial encargado. Y en cuanto a desmadrarse, bastante poco; no pude hacérmelo ni con un solo chaval mientras estuve allí. Me pregunto cómo serán los chicos panameños. Tan cortados como el material, seguramente. Cuando dicen que «todo vale», se están refiriendo al garito, no a los clientes.

Me crucé con mi viejo amigo Jones, el taxista, y le compré un poco de coca, más cortada que el demonio. Casi me asfixio intentando esnifar lo bastante de aquella mierda como para pillar un subidón. Eso es Panamá. No me sorprendería que hasta las putas estuvieran cortadas con gomaespuma.

Los panameños son probablemente la gente más guarra del hemisferio –aunque tengo entendido que los venezolanos también les hacen la competencia–, pero nunca me he encontrado con ninguna banda de ciudadanos que me dé tanto bajón como los funcionarios de la Zona del Canal. Es imposible comunicarse con un funcionario en términos de intuición y empatía. No reciben, y lo que emiten parece que salga de una pila gastada. Debe de haber una onda cerebral especial, de baja frecuencia, entre los funcionarios.

Los militares no parecen jóvenes. Carecen de entusiasmo y de capacidad para la conversación. De hecho, rechazan la compañía de los civiles. Los únicos con los que me muevo en Panamá son los negros enrollados, y todos andan de palo por ahí.

Abrazos,

Bill

P.D. Billy Bradshinkel se acabó poniendo tan pesado que al final tuve que quitármelo de encima.

La primera vez fue en mi coche, después del desfile de primavera. Billy con los pantalones por los tobillos y la camisa de gala puesta todavía, y el asiento del coche todo lleno de lefa. Luego yo sujetándole del brazo mientras el chico vomitaba a la luz de los faros del coche, allí plantado con su pinta juvenil y su pelo rubio revuelto por el cálido viento de primavera. Luego nos metemos otra vez en el coche y apagamos las luces y le digo: «Vamos a repetir.»

Y el tío me dice: «No, no deberíamos.»

Y yo le dije que por qué, y para entonces ya se había vuelto a excitar, así que lo hicimos otra vez, y le pasé las manos por la espalda, por debajo de la camisa de gala, y lo apreté contra mí y sentí los largos pelillos de bebé de su suave mejilla contra la mía, y se durmió allí, y se estaba haciendo de día y nos volvimos a casa.

Después de aquello nos lo hicimos varias veces en el coche, y una vez su familia estaba de viaje y nos quitamos toda la ropa y después me quedé mirándole, dormido como un bebé con la boca un poco abierta.

Ese verano Billy pilló la fiebre tifoidea y yo iba a verlo todos los días, y su madre me daba limonada, y una vez su padre me dio una botella de cerveza y un cigarrillo. Cuando Billy se puso mejor cogíamos el coche y nos íbamos hasta el lago Creve Coeur y alquilábamos una barca, y salíamos a pescar, y nos quedábamos tumbados en el fondo de la barca, abrazados, sin hacer nada. Un sábado exploramos una vieja cantera y encontramos una cueva, y nos quitamos los pantalones en la mustia oscuridad.

Recuerdo que la última vez que vi a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos resplandecientes días azules que se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche, a cazar ardillas con mi escopeta del 22 de un solo cartucho, y fuimos atravesando el bosque otoñal sin que apareciera nada contra lo que pudiéramos disparar y Billy estaba callado y serio y nos sentamos en un tronco y Billy se quedó con la mirada fija en los zapatos y me dijo que no podíamos vernos más (observarás que te estoy ahorrando el detalle de las hojas caídas).

–Pero ¿por qué, Billy? ¿Por qué?

–Bueno, si no lo sabes, no te lo puedo explicar. Vamos a volver al coche.

Regresamos en silencio y cuando llegamos a su casa Billy abrió la puerta del coche y se bajó. Me miró durante un segundo como si fuera a decirme algo, pero luego se dio la vuelta de repente y subió por el camino de baldosas que conducía a su casa. Yo me quedé allí sentado un momento, mirando la puerta. Luego me volví a casa sintiéndome aturdido. Cuando paré el coche en el garaje dejé caer la cabeza encima del volante, sollozando y frotándome la mejilla contra las varillas de acero. Finalmente Madre me llamó desde la ventana del primer piso, preguntándome si me pasaba algo, y que por qué no entraba en casa. Así que me enjugué las lágrimas y entré en casa y le dije que me encontraba mal y subí a meterme en la cama. Madre me trajo un plato de tostadas francesas en una bandeja, pero no podía comer nada, y me pasé la noche llorando.

Después de aquello llamé a Billy varias veces por teléfono, pero siempre me colgaba en cuanto oía mi voz. Y le escribí una larga carta que nunca contestó.

Tres meses después leí en el periódico que se había matado en un accidente de coche, y Madre dijo:

–¡Pero si era el hijo de los Bradshinkel! Erais muy buenos amigos, ¿no?

–Sí, Madre –le dije, pero sin sentir nada en absoluto.

Luego me puse hasta arriba de whisky de maíz.

Otra milonga: un hombre que fabrica recuerdos por encargo. Del tipo que quieras, y te garantiza que ocurrieron justamente como le pidas... (De hecho, yo me acabo de vender a mí mismo la historia de Billy Bradshinkel.) Una frase del geniecillo de la lámpara japonesa hace las veces de banda sonora de la historia: «Sólo soy un viejecito que te cambia viejos sueños por sueños nuevos.» ¡Ah, qué demonios! Que se la den a Truman Capote.

Otro recuerdo viejo, pero verdadero. Todos los domingos, a la hora de comer, mi abuela exhumaba a su hermano, que se había matado cincuenta años antes saltando una cerca con la escopeta, que se le disparó y le voló el pecho en pedazos.

«Siempre me acuerdo de mi hermano. Era un chico encantador. Es odioso que los chicos anden por ahí con armas de fuego.»

Así que todos los domingos a la hora de comer teníamos a aquel muchacho tirado junto a la cerca de madera, rodeado de sangre que se deslizaba por la tierra roja y arcillosa y congelada de Georgia y se iba filtrando por entre los rastrojos.

Y luego estaba la señora Collins, pobre anciana, esperando que maduraran sus cataratas para que le pudieran operar del ojo. ¡Ah, Dios! ¡Esas comidas de domingo en Cincinnati!


 

25 de enero de 1953

Hotel Mulvo Regis, Bogotá

Querido Al.

Bogotá está en una meseta rodeada de montañas. La hierba de la sabana es de color verde brillante, y aquí y allá se yerguen monolitos precolombinos de piedra negra entre la hierba. Una ciudad triste y sombría. Mi habitación de hotel es un cubículo sin ventanas (las ventanas son un lujo en Sudamérica), con paredes de contrachapado verde, y la cama me queda corta.

Me pasé mucho tiempo sentado en esa cama, paralizado, de bajón. Luego salí a darme una vuelta. El aire era frío y cortante, y me fui a tomarme una copa, dándole gracias a Dios por no haber llegado enfermo de jaco a esta ciudad. Me tomé unas copas y volví al hotel, donde un camarero feo y medio raro me sirvió una cena que me resultó indiferente.

Al día siguiente fui a la universidad a recoger información sobre la ayahuasca. Todas las ciencias están agrupadas en lo que llaman el Instituto. Un edificio de ladrillo rojo, de pasillos polvorientos y despachos desprovistos de letreros, la mayoría de ellos cerrados con llave. Me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima de las cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole «doctor».

En una enorme sala polvorienta llena de muestras de plantas y de olor a formaldehído vi a un hombre buscando algo que no encontraba, con un aire de refinado fastidio. El tipo se percató de mi presencia.

–¿Qué habrán hecho con mis muestras de cacao? Era una especie nueva de cacao silvestre. ¿Y qué hace este cóndor disecado en mi mesa?

Tenía una cara enjuta y refinada, y llevaba gafas de montura de acero, una chaqueta de tweed y pantalones oscuros de franela. Boston y Harvard, sin ninguna duda. Se me presentó como el doctor Schindler. Estaba relacionado con la Comisión de Agricultura de los Estados Unidos.

Le pregunté por la ayahuasca.

–Ah, sí –me dijo–. Aquí tenemos muestras. –Luego, mientras echaba un último vistazo buscando sus plantas de cacao, añadió–: Venga conmigo y se las enseño.

Me enseñó una muestra seca de ayahuasca, que tenía pinta de ser una planta muy poco distinguida. Me dijo que sí, que él la había tomado.

–Vi colores, pero no tuve visiones.

Me dijo exactamente lo que iba a necesitar para el viaje, y adónde ir y con quién ponerme en contacto. Le pregunté por el asunto de la telepatía.

–Eso, por supuesto, son todo imaginaciones –me dijo.

Me comentó que, de todas las zonas en las que podría encontrar ayahuasca, el Putumayo probablemente fuera la de más fácil acceso.

Me tomé unos días para preparar mis cosas y tomarle el pulso a la capital. Para un viaje a la jungla necesitas medicinas: el antídoto contra las mordeduras de serpiente, la penicilina, el enterovioformo y la cloroquina son indispensables. Y luego una hamaca, una manta y un saco encauchado que llaman tula, para llevar tus cosas.

Bogotá está muy alta, y es fría y lluviosa; un frío húmedo que se te mete dentro como la destemplanza interior de la abstinencia. En Bogotá, más que en cualquier otra ciudad que haya visto en Latinoamérica, sientes el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo lo oficial lleva el sello «Made in Spain».

Tuyo,

William


 

30 de enero

Hotel Niza, Pasto

Querido Al:

Cogí el autobús a Cali porque el autoferro estaba completamente reservado desde hacía días. La policía nos paró varias veces por el camino para registrar a todos los viajeros. Yo llevaba una pistola en mi equipaje, escondida debajo de las medicinas, pero se limitaron a cachearme durante las paradas. Está claro que cualquiera que llevase armas se saltaría los controles o escondería las armas en algún sitio en el que no pudieran encontrarlas estos torpes policías. Lo único que consiguen con el actual sistema es fastidiar a los ciudadanos. No he conocido a nadie en Colombia que simpatice con la Policía Nacional.

La Policía Nacional es la guardia pretoriana del Partido Conservador (en el ejército hay un considerable porcentaje de liberales, y no es de fiar). El cuerpo (la P. N.) es la banda más unánimemente repulsiva de jóvenes que he visto en mi vida, querido. Parecen los desechos resultantes de la radiación nuclear. Hay miles de estos extraños jóvenes golfos en Colombia. Sólo una vez vi uno que hubiera considerado apetecible, y tenía pinta de no sentirse a gusto en el uniforme.

Si hay algo bueno que decir sobre los conservadores, yo desde luego no lo he oído. Son una minoría impopular de mierdosos malencarados.

La carretera discurre por entre puertos de montaña y desciende luego hasta la curiosa región central de Tolima, en los límites de la zona de guerra. Árboles y llanuras y ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunas de las gentes más hermosas y más feas que he visto nunca. La mayoría de ellos no parecen tener mejor cosa que hacer que quedarse mirando el autobús y a los pasajeros, y especialmente al gringo. Se me quedaban mirando hasta que les sonreía o los saludaba con la mano, y luego me devolvían la típica sonrisa depredadora y desdentada con la que se encuentra todo norteamericano cuando viaja por América del Sur.

«Hola, Míster; ¿un cigarrillo?»

En un caluroso y polvoriento pueblo de carretera, donde paramos a tomar café, vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, con una suave y bella boca de dientes separados que le asomaban de unas encías de intenso color rojo. Un buen mechón de fino cabello negro le caía por delante de la cara. Toda su persona exudaba una dulce inocencia masculina.

En uno de los controles policiales conocí a un nacional que había combatido en Corea. Se abrió la camisa para enseñarme las cicatrices que recorrían su poco apetecible anatomía.

«Vosotros me caéis bien», me dijo.

Nunca me he sentido halagado por ese promiscuo aprecio por los norteamericanos. Lo encuentro insultante para la dignidad personal, y ninguno de estos enamorados de Norteamérica esconde nunca nada bueno.

A última hora de la tarde me compré una botella de coñac y me emborraché con el chófer del autobús. Esa noche me quedé en Armenia, y al día siguiente cogí el autoferro hasta Cali.

Rodeada de vegetación semitropical, con bambúes y bananos y papayos, Cali es una población relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no te sientes tenso. Cali tiene una elevada tasa de delincuencia tradicional, no política. Hasta reventadores de cajas fuertes. (Las grandes organizaciones criminales son raras en Sudamérica.)

Me encontré con algunos antiguos residentes norteamericanos que me decían que el país se había ido al carajo.

«Aquí odian a muerte a los extranjeros. ¿Sabe por qué? Es todo ese rollo de la Point Four y de las buenas relaciones entre vecinos y la ayuda económica. Si le das algo a esta gente, enseguida piensan: “O sea que me necesita.” Y cuanto más les das a los cabrones, más chulos se ponen.»

Esto me lo han dicho antiguos residentes norteamericanos por toda Sudamérica. No se les ocurre pensar que en todo esto hay un fondo mucho más elemental que las actividades de ayuda económica de la comisión Point Four. Es como lo que dicen los seguidores de Pegler, en los Estados Unidos: «El problema son los sindicatos.» Seguirían diciéndolo aunque estuvieran escupiendo sangre por culpa de la radiación nuclear. O convirtiéndose en crustáceos.

Seguí hasta Popayán en autoferro. Popayán es una tranquila población universitaria. Alguien me dijo que el lugar estaba lleno de intelectuales, pero yo no vi ninguno. Se respira una hostilidad curiosa y negativista en el ambiente. Estaba dando un paseo por la plaza principal y un hombre chocó conmigo, sin pedirme disculpas. Tenía una expresión ausente y catatónica en el rostro.

Estaba tomándome un café en una cafetería cuando se me acercó un joven con cara de judío asirio y se me empezó a enrollar con el cuento de lo bien que le caían los extranjeros, diciéndome que quería invitarme a una copa o por lo menos pagarme el café. A medida que hablaba iba resultando evidente que no le caían bien los extranjeros y que no tenía intención de invitarme a una copa. Pagué yo mismo el café y me marché.

En otra cafetería tenían montado una especie de juego parecido al bingo. De repente entró un tipo emitiendo curiosos grititos de hostilidad imbécil. Nadie levantó la vista del juego.

Delante de Correos había pasquines del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército está luchando por vuestro bienestar. La delincuencia degrada al hombre, hasta que ya no puede vivir consigo mismo. El trabajo lo eleva hacia Dios. Coopera con la policía y con el ejército. Sólo necesitan tu información.» (La cursiva es mía.)

Es tu deber informar sobre la guerrilla, y trabajar, y saber estar en tu sitio y escuchar al cura. ¡Qué viejo timo! Como intentar vender el puente de Brooklyn. No hay mucha gente que se lo esté tragando. La mayoría de los colombianos son liberales.

Los de la Policía Nacional andan arrastrándose por todas las esquinas, torpes y cohibidos, esperando pegarle un tiro a alguien o hacer algo, lo que sea, menos quedarse ahí parados, bajo la hostil mirada de la población. Tienen un enorme furgón de color gris que anda dando vueltas por la población, sin ningún detenido dentro.

Salí caminando por una carretera polvorienta. A mi alrededor se extendía la campiña con sus verdes prados, sus vacas y ovejas y pequeñas granjas. Una vaca espantosamente enferma se había parado en el camino, cubierta de polvo. Junto a la carretera, un altarcillo en una urna de cristal. Los horrendos rosas y azules y amarillos del arte religioso.

Vi un cortometraje sobre un sacerdote de Bogotá que lleva una fábrica de ladrillos y construye casas para los trabajadores. El corto te saca al cura acariciando ladrillos y dándoles palmadas en la espalda a los obreros y largándose el rollo del viejo timo católico. Un hombre delgado, de ojos neuróticos y turbados. Finalmente echaba un sermón que venía a decir que allá donde haya progreso social o buenas obras o cualquier cosa buena te encontrarás a la Iglesia.

Su sermón no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. No cabían dudas sobre la neurótica hostilidad de su mirada; el miedo y el odio a la vida. Te lo veías allí sentado, en su negro uniforme, expuesto como abogado de la muerte en toda su desnudez. Un empresario sin la motivación de la avaricia; su cancerosa actividad, estéril y asoladora. Fanatismo sin fuego ni energía, exudando un rancio hedor de putrefacción espiritual. Parecía enfermo y sucio –aunque supongo que de hecho iba bastante limpio–, con una presencia que sugería dientes amarillos, ropa interior sin lavar y problemas psicosomáticos de hígado. Me pregunto qué clase de vida sexual podría llevar.

Otro corto nos mostró un mitin del Partido Conservador. Todos parecían coagulados, como una costra congelada que recubriera el país. El público permanecía sentado en el más absoluto silencio. Ni un murmullo de aprobación ni desacuerdo. Nada. Propaganda descarada que se desplomaba en medio del silencio muerto.

Al día siguiente cogí un autobús para Pasto. Durante el viaje iba sintiendo en el estómago el impacto físico de la depresión y el horror. Altas montañas nos rodeaban por todas partes. Los habitantes nos echaban vacuas miraditas desde sus cabañas de techos de barro, los ojos enrojecidos por el humo. El hotel lo llevaban unos suizos, y resultó ser excelente. Me di un paseo por el pueblo. La población era fea y andrajosa. Cuanto mayor era la altitud, más feos se ponían los ciudadanos. Ésta es una zona de lepra. (La lepra en Colombia es más frecuente en las zonas de alta montaña. En la costa, tienen tuberculosis.) Se diría que una de cada dos personas con las que me cruzaba tenía un labio leporino, o una pierna más corta que la otra, o un ojo cegado y purulento.

Me metí en una cantina y estuve bebiendo aguardiente y escuchando música de montaña en la gramola. La música esta tiene algo arcaico y extrañamente familiar, muy viejo y muy triste. Está claro que no es de origen español, pero tampoco es oriental. Música pastoril que tocan con instrumentos de bambú que parecen primitivas flautas traveseras, quién sabe si etruscas. He oído música parecida en los montes de Albania, donde quedan restos raciales ilíricos. Te transmite una especie de nostalgia filogenética; ¿de la Atlántida, quizá?

Detrás de la barra vi lo que en un principio me pareció un muchacho atractivo de catorce años o así (el lugar estaba en penumbra, debido a un corte parcial de luz). Me acerqué a echarle un vistazo más de cerca y vi una cara vieja, un cuerpo hinchado de pulpa y agua como un melón podrido.

En la mesa de al lado había un indio buscándose algo en los bolsillos, los dedos entumecidos por el alcohol. Tardó varios minutos en sacar unos billetes arrugados; lo que mi abuela, que era una enérgica prohibicionista, solía describir como «dinero sucio». El tipo me vio y me ofreció una sonrisa retorcida y rota, como diciendo: «¿Qué le voy a hacer?»

En un rincón un indio joven estaba manoseando a una puta, una mujer fea, de cara bestial y descompuesta, que llevaba el sucio vestidillo rosa característico de la profesión. Al final se quitó al indio de encima y se marchó. El indio se quedó mirándola en silencio, sin enfado. La mujer se había marchado y no había nada que hacer. Se acercó al borracho y le ayudó a levantarse y salieron juntos dando tumbos, con esa triste y dulce resignación del indio montañés.

Schindler me había dado una carta de presentación para un alemán que regenta una bodega de vinos en Pasto. Lo encontré en una sala llena de libros, caldeada por dos estufas eléctricas. La primera señal de calefacción que había visto en Colombia. Tenía una cara enjuta y estragada, una nariz afilada, labios caídos y boca de yonqui. Estaba muy enfermo. Mal del corazón, mal de los riñones, la tensión por las nubes.

–Y yo, que solía ser más duro que las piedras... –me comentó con voz lastimera–. Lo que quiero hacer es ir a la Clínica Mayo. Un médico de aquí me puso una inyección de yodo que me desgració el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal se me hinchan los pies. Se me ponen así de grandes.

Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por la ayahuasca.

–Sí, envié una muestra a Berlín. La analizaron y me dijeron que el efecto es idéntico al del hachís... Hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo ahora cómo lo llaman, que es como un saltamontes grande, y tiene un efecto afrodisíaco tan fuerte que como se te pose encima y no consigas inmediatamente una mujer te mueres. Los he visto correr por ahí pajeándose después de entrar en contacto con el bicho... Tengo uno guardado en alcohol en algún sitio... No, ahora que lo pienso, se perdió cuando me mudé aquí, después de la guerra... Otra cosa sobre la que he estado intentando conseguir información... es una hoja de parra que la masticas y se te caen los dientes.

–Justo lo que viene bien para gastarles una broma a los amigos –le dije.

La criada nos trajo té y pumpernickel con mantequilla dulce en una bandeja.

–Odio este lugar, pero ¿qué va uno a hacer? Tengo aquí mi negocio. Mi mujer. Estoy atrapado.

Dentro de unos días saldré para Mocoa y el Putumayo. No te escribiré desde allí, porque a partir de Pasto el servicio de correo es muy poco fiable. Las cartas las suelen llevar voluntarios en autobuses y camioneros. Se pierden más de las que llegan. Esta gente desconoce el concepto mismo de la responsabilidad.

Tuyo,

Willy Lee

viernes, 6 de mayo de 2022

Thomas De Quincey: El crimen como hecho estético1 Fernando Báez.

 



Thomas De Quincey:

El crimen como hecho estético1

Fernando Báez


 

   

Conviene comenzar este ensayo con la vida de Thomas De Quincey, de la que sabemos demasiado. Conocemos mucho, y hago la aclaratoria, no porque abunden las biografías sobre él sino porque él mismo se encargó de referirnos todo lo que le pasó por medio de páginas inolvidables que no pueden dejar de leerse sin cierto sentido de culpa. Sucede que cuando uno conoce un gran libro o un gran texto, uno siente una especie de culpa por no haberlo leído antes, como si se tratara de una religión que nos faltaba. Con De Quincey ocurre eso, y ocurren más cosas, por supuesto. Ocurre, por decir, que cuando se estudian los hechos de su vida, uno siente una angustia creciente, que apenas voy a esbozar como una suerte de introducción al tema verdadero que nos ocupa.

Thomas De Quincey nació en Manchester, Inglaterra, el 15 de agosto de 1785. Murió el 8 de diciembre de 1859, en la ciudad de Edimburgo. Estas fechas, que sólo interesan a las enciclopedias y los estudiosos de los epitafios, arte que parece haber consumido la mitad de las investigaciones literarias contemporáneas, estas fechas, digo, nos hablan de 74 años de vida. En medio de esos dos extremos, hay una historia terrible, una versión del caos que no puedo menos que referir con brevedad y pudor. El padre de De Quincey, que murió cuando éste apenas tenía 7 años, era comerciante, se llamaba Thomas Quincey y se distinguió por coleccionar libros, y si bien su influencia no fue mayor en este hijo, de los ocho que dejó, parece indudable que causó con su muerte una frustración creciente en la familia. Según el hijo, fue “un comerciante inglés sencillo, estimado toda su vida por su gran integridad, y especialmente aficionado a los empeños literarios (de hecho, él fue en sí mismo, anónimamente, un autor2. La madre, Elizabeth Person, poco pudo hacer para que Thomas, a pesar de los cuatro tutores que le asignaron a la muerte del padre, sintiera afecto y se quedara en casa. De todos modos, lo importante es que su dedicación a los clásicos trató de suplir esa carencia. En una confesión poco tímida, reconoce De Quincey que “a los trece, escribía griego con facilidad; y a los quince mi dominio en esa lengua era tan grande, que no sólo podía componer versos griegos en métricas líricas, sino que podía conversar en griego con fluidez, y sin ninguna vergüenza3. Superior a sus profesores, optó a los 17 años por pedir dinero a Lady Carbery, una amiga, y se marchó de la escuela no sin sentir esa nostalgia propia de quien detesta algo que nunca parece irremediable.

La huída, por supuesto, no fue, como lo son las de algunos muchachos de ahora, con las joyas de la madre. Fue hecha sin dinero, con lo que llevaba puesto, y muy pronto De Quincey supo de la pobreza absoluta, y aunque el paso por los pueblos no fue infeliz, en Londres el hambre y el frío dañaron para siempre su estómago, que ya de por sí era débil. De Quincey era muy delgado y las imágenes que conservamos de él nos lo muestran feo, casi inerte. Thomas Carlyle, el historiador, lo llamaba “enano”. Robert Southey, que llegó a ser Poeta Laureado en Inglaterra, dijo que una vez lo miró y sintió lástima porque fuera tan pequeño. Para esta época, De Quincey conoció a Ann, una prostituta de la que se enamoró, como lo hacen todos los escritores ingleses, y que le cuidó cuanto pudo hasta que ambos se separaron jurándose, como es habitual, amor eterno, que por lo general suele eterno mientras dura, como ya lo advertía el poeta Vinicius de Moraes.

Reconciliado con la familia de nuevo en 1804, De Quincey volvió a estudiar en el Worcester College de Oxford, pero un dolor de muelas lo llevó a comenzar a consumir opio en una medida creciente que terminó por convertirlo en uno de los más famosos opiómanos del mundo. Interesado en la lengua alemana, aprendió los rudimentos del idioma con la ayuda de un joven llamado Schwartzburg, de origen judío, y comenzó, casi de inmediato, a leer a Schiller, a Goethe, que no le gustó, a Lessing, a Herder, a Jean Paul Richter, que veneró, a Fichte, y sobre todo a Inmanuel Kant, filósofo que se convirtió en una obsesión en su vida. Ante la Crítica de la Razón Pura de Kant, ante la lectura de ese laberinto sistemático, quiso ser, y a ello se abocó sin organización ni constancia, una especie de versión inglesa de Kant con una obra que siempre quiso escribir y que jamás inició y que se titularía “Emendatione Humani Intellectus”, título poco sortario, según parece, porque Baruch de Spinoza dejó incompleta una obra homónima con idénticas ambiciones.

En 1808, De Quincey ya era un adicto y renunció a seguir las clases para vivir nada menos que con William Wordsworth, quien vendría a ser el más importante representante del movimiento literario romántico inglés. Todos habitaban Dove Cottage y al menos por unos años, como toda buena amistad literaria apasionada, la relación fue extraordinaria, intensa, recíproca. Wordsworth era un magnífico conversador, monológico como todos los grandes, un estupendo caminador, poeta exquisito... Además era muy amigo de otro grande, quien también se convertiría en uno de los poetas románticos más complejos de su tiempo: Samuel Taylor Coleridge. Éste tuvo una ascendencia enorme en De Quincey, ascendencia que compartiría el hábito del opio, la filosofía alemana, la poesía, las disertaciones interminables, la versatilidad en la dispersión y el cuestionamiento de la poesía, lo que, bien mirado, resulta desde todo punto de vista determinante. De Quincey comentó en alguna ocasión que la conversación de Coleridge, que solía durar entre dos y tres horas, simulaba una especie de círculo en el aire. Era tan digresiva, sin embargo, que el interlocutor, agotado por el esfuerzo de tantas sugerencias, se marchaba creyendo que Coleridge era incoherente, pero no era así. Al final, Coleridge remataba el tema con una lucidez enorme. Este estilo de charla, lo heredó de De Quincey en su literatura. Cuando se lee su prosa, hay digresiones, notas a pie de página, que fastidian a primera vista, pero que luego se comprenden como esenciales al concluir la lectura. Por otra parte, quisiera advertir someramente que De Quincey heredó otras dos graves tendencias de Coleridge: la de imaginar grandes libros que nunca fueron escritos, y cierta pasión por el plagio de ideas de filósofos alemanes, que resultaban nuevas para sus coterráneos, aunque no para los estudiosos de la filosofía. De Quincey justificaba su estilo laberíntico con una disculpa que es todo un arte poética: “Mi modo de escribir consiste más bien en pensar en voz alta y seguir a mis humores”.4

En 1817, De Quincey cometió un error muy feliz y fue el siguiente: se casó con Margaret Simpson, con la cual ya había tenido un hijo. Con ella tuvo siete niños más a los que contribuiría como buen escritor a formar y a descuidar alternativamente. En 1818, la familia creciente y las necesidades de los niños molestaron su atención por un instante y optó por sacrificarse en un trabajo como editor en la Westmorland Gazette, trabajo que, por cierto, creó en él una dependencia enorme por las publicaciones periódicas. Casi toda su obra fue, y esto es curioso, publicada en revistas de mayor o menor duración, como London Magazine, Blackwood y Tait´s. De esta forma, se convirtió en una especie de periodista de opinión que muy pronto, apenas en 1821, pasó de una fama íntima a ser una celebridad pública cuando aparecieron, en septiembre y octubre, sus “Confessions of an English Opium-Eater” (Confesiones de inglés comedor de opio). Conocedor de sus proyectos inconclusos, unos editores no esperaron la tercera parte prometida por el autor a sus lectores, y decidieron publicar de inmediato un libro que se convertiría en un verdadero clásico. Hoy juzgamos a De Quincey más por los errores y virtudes de sus confesiones que por el resto de sus ensayos, que son, valga la definición, extraordinarios. En lo personal prefiero otros escritos suyos, como “The last days of Immanuel Kant” (Los últimos días de Inmanuel Kant), de 1827, un breve ensayo que, con el apoyo documental de Ehregott Andreas Cristoph Wasianski, teólogo, alumno y amanuense de Kant, relata los momentos finales, la decadencia física, la caída intelectual, del más profundo de los filósofos alemanes. Si tuviera que hacer una selección, que no tendría, en verdad, por qué hacerla, pues disfruto casi todos los escritos de De Quincey, añadiría a ese feliz experimento biográfico, ensayos como ‘Letters to a Young Man Whose Education has been Neglected’ (Cartas a un joven cuya educación ha sido descuidada), ‘On the Knocking at the Gate in Macbeth’ (Sobre los golpes a la puerta en Macbeth), ‘On Suicide’ (Sobre el suicidio, 1823); ‘Superficial Knowledge’ (Conocimiento superficial), ‘The King of Hayti’ (El rey de Haití, 1823); Klosterheim, or the Masque (Klosterheim o la Máscara, 1832); ‘Life of Milton’, (Vida de Milton, 1833); ‘Samuel Taylor Coleridge’ (1834), ‘Revolt of the Tartars’ (La revuelta de los tártaros, 1837); ‘The Avenger’ (El vengador, 1838); ‘Lake Reminiscences from 1807 to 1830’ (Recuerdos de los lagos desde 1807 hasta 1830, 1839); ‘On the Essenes’ (Sobre los esenios, 1840); ‘Theory of Greek Tragedy’ (Teoría de la tragedia griega, 1840); ‘Style’ (Estilo, 1840); ‘Cicero’ (Cicerón, 1842); The Logic of Political Economy (La lógica de la política económica, 1844); ‘Greece Under the Romans’ (Grecia bajo el dominio romano, 1844); ‘Suspira de Profundis’ (1845); “The Spanish Military Nun” (La monja alférez, 1847); ‘Joan of Arc’ (Juana de Arco, 1847); ‘Secret Societies’ (Sociedades secretas, 1847); ‘The Engish Mail-Coach’ (El coche correo inglés, 1849) y ‘Judas Iscariot’ (Judas Iscariote, 1853). He pasado mi vida, desde los diecisiete años, leyendo estos magníficos escritos, pero también debo sincerarme y reconocer que por encima de cualquier otro, no dudo en afirmar mi predilección por “On murder considered as One of the Fine arts” (Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes), publicado en la revista Blackwood en dos partes, en 1827 y en 1839, con un extenso PostScript de 1854. Sobre esta obra hemos de hablar con detalle más adelante.

Hay que insistir en algo. A medida que aumentaban las deudas de De Quincey, aumentaban sus colaboraciones. En 1830 se mudó a Edimburgo y Margaret quiso suicidarse. Esposa de un hombre genial, sólo tenía que soportar para ser feliz el opio del marido, sus delirios nocturnos, su insolvencia, su abulia y uno que otro detalle que no viene al caso comentar porque son pequeñeces, como las infidelidades, las excusas, las extrañas fugas, el exceso de horas dedicadas a la lectura y las innumerables horas dedicadas a la escritura, etc.

En 1831 estuvo preso; en 1833 se refugió en Holyrood, la meca, pero de los morosos. La bancarrota, para De Quincey, era, y no es un eufemismo, total. En 1837, por decir, escribió varios ensayos sobre escritores como Goethe, Schiller, Shakespeare y Alexander Pope para la Enciclopedia Británica, que en todo caso no bastaron para calmar las iras de sus caseros, que trataban, por lo general, de confiscarle sus papeles para obligarlo a pagar, ignorando, desestimando, negando el hecho de que De Quincey se marchaba igual sin pagar, seguro de poder escribir sus textos con idéntico rigor. Lo que nunca olvidaba era su biblioteca. Dueño de cinco mil libros, De Quincey escribió: “los libros son los únicos artículos de propiedad en los que soy más rico que mis vecinos5. Algunos de los libros de esa biblioteca habían servido, y está bien recordarlo aquí, para forjar su propio estilo, y eran obras de Homero, Sófocles, Píndaro, Horacio, Tito Livio, John Milton, Robert Burton, Thomas Browne, John Donne, Francis Bacon, Jonathan Swift, Francois Rabelais, Laurence Sterne, entre muchos.

Los últimos años de este autor, que fue, ante todo, un verdadero pensador, no resultaron agradables, pero tuvo la suerte de ser reverenciado de tal manera que, hacia 1850, alguien tuvo la ocurrencia de proponerle la edición de sus obras completas. George Gilfillan, un reportero, dijo que De Quincey respondió: “Señor, ese asunto es absolutamente, insuperablemente, y eternamente imposible6. No obstante, la firma Ticknor and Fields logró, entre 1850 y 1859 publicar sus textos con el título de “Writings” (Escritos). Entre 1852 y 1860, James Hogg, en 16 volúmenes, convenció al autor de editar la selección de sus trabajos con el título de “Selections Grave and Gay, from Writings Published and Unpublished by Thomas De Quincey”. Esa tradición de ediciones continuó hasta que surgió, muchos años después, apareció The Collected Writings of Thomas De Quincey, edición de David Masson, fechada entre 1889 y 1890, en catorce volúmenes. Borges tuvo esta edición en sus manos y cambió hasta su manera de escribir gracias a De Quincey. Alguna vez, dijo Borges que “en los catorce volúmenes de su obra no hay una página que no haya templado el autor como si fuera un instrumento”.7

 

II

He insistido con mucho detalle en la vida de Thomas De Quincey, por varias razones que deseo aclarar antes de decir una sola cosa más. Es tan desconocido entre nosotros, que pereciera necesario, aunque esto, desde luego es una necedad, inventarle un prestigio, que por lo demás ya tiene, con creces. Fue, y me escandaliza tener que hacer memoria de esto, admirado por escritores como Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson, Charles Baudelaire, David Herbert Lawrence, Virginia Woolf, y, sobre todo, por Borges, que no es decir poco. Hace ya muchos años, cuando conocí a José Manuel Briceño Guerrero, maestro, amigo, pensador magnífico, recuerdo que me invitó a leer Los últimos días de Inmanuel Kant. En esa conversación que tuvimos y que fue, quién puede ponerlo en duda, inolvidable, claro está, supe que De Quincey tenía una teoría literaria muy extraña. Para este inglés, la literatura se dividía de dos modos: existe la literatura del conocimiento, que es toda comunicación de sucesos del mundo material con intención didáctica. Dentro de este orden, estarían los diccionarios, las gramáticas, las ortografías, los almanaques, las farmacopeas, los informes parlamentarios, etc. De otro lado, existe la literatura de poder, afectiva, provocativa, destinada a conmover al lector, a apasionarlo por un tema.

Esto, precisamente, es lo que logra De Quincey en “Sobre el asesinato como una de las bellas artes”, y ahora que vuelvo a mencionar este exquisito libro, creo justo hablar de esta obra, única en su género. Dividida en tres partes, consta de un Primer Artículo que firma un personaje anónimo que se autoindentifica como un “hombre morbosamente virtuoso” que ha logrado leer una conferencia perteneciente a una Sociedad de Expertos en el Asesinato, la cual, como todos los clubes ingleses excéntricos, cultiva una pasión entrenada por el gusto que se deleita en el interés por el homicidio. Así como hay filósofos, es decir, amantes de la sabiduría, esta sociedad incluye a los amantes del asesinato que suelen reunirse cada vez que se comete alguno para “hacer la crítica como si de un cuadro, de una escultura o de otra obra de arte se tratara”. Sorprendido, el narrador ofrece íntegro el texto de una de las conferencias de esas reuniones. Lo que nos interesa, lo que no puede menos que escandalizarnos, sobre todo a quienes hemos, como es mi propio caso, sufrido un intento de asesinato, lo que desconcierta en la conferencia en cuestión es que admite que el asesinato, además del punto de vista moral, puede ser analizado estéticamente. Es más, el autor, haciendo uso de una lógica implacable, nos manifiesta irónicamente:

“Cuando un asesinato está en el tiempo paulo-post-futurum-, esto es, cuando no se ha cometido, ni siquiera, de acuerdo con el purismo moderno, se está cometiendo, sino que va a cometerse -y llega a nuestros oídos, hemos de tratarlo moralmente por todos los medios. Supongamos en cambio que ya se ha cometido y que podemos decir de él: tetelestai[], está terminado o (con el dimantino verso de Medea) eirgastai[], hecho está, es un fait accompli; supongamos, a continuación, que la pobre víctima ha dejado de sufrir, y que el miserable que le ha dado muerte se ha esfumado y que nadie conoce su paradero; supongamos, finalmente, que hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance al estirar las piernas y correr tras el fugitivo, aunque sin éxito -abii, evasit, excessit, erupit, etc-llegados a este punto, ¿de qué sirve la virtud? Bastante atención le hemos dedicado ya a la moral; le ha llegado el turno al gusto a las bellas artes...”.

Hecha esta aclaratoria, el conferencista hace una crónica del asesinato, comenzando, por supuesto, con Caín, a quien califica de “hombre de genio extraordinario”. Tras una interludio sin mayores logros, el narrador habla de un gran personaje, el Viejo de la Montaña, fundador de la Secta de los Asesinos, que dio origen, incluso, a la palabra asesino.

De Quincey, y aprovecho la mención de este punto para hacer una reflexión personal, debió enterarse de la secta de los Asesinos por Coleridge, que usó la imagen del jardín de estos hombres sanguinarios en su poema onírico Kublai Khan. De cualquier modo, sería importante hacer aquí un poco de historia y explicar el origen de la palabra asesino, que no puede menos que facilitar la comprensión de lo que digo. Vamos a practicar, así, un poco la etimología del término, en busca de una mayor aproximación a este asunto.

Hay, como se sabe, varias palabras terribles en nuestra lengua para referirse al asesinato. Una de ellas es homicidio, y su origen nos es bastante conocido. Procede del latín homo-cidius, que es algo así como ´matar a un hombre´. Otra palabra es crimen. Pues bien, crimen es una palabra heredada del latín. Crimen, criminis, se refería entre los romanos a un delito o falta; también a una acusación. El criminal es el que comete delito. Pero más allá de este origen latino, hay un origen griego. Como en el caso de la palabra crisis, cri-men proviene de un verbo griego que es krinw [], que significa “separar”, “entresacar”. Antes de esto, está el indoeuropeo. Pues sucede que la raiz de este verbo crínoo es Kr-, que alude a ´purificar´, ´limpiar´. Este matiz es importante: en el acto del crimen, se separa al alma del cuerpo, pero se esconde una cierta actitud que intenta justificarse como purificación. ¿Qué otra cosa fueron los crímenes nazis? En griego antiguo, fo/noj [] es muerte, asesinato, homicidio; foneu/j [] es el matador, el asesino. También en griego se dice ktei/nw [], verbo que significa matar. En alemán, se llama al asesino, mörderisch, y al asesinato se llama Meuchelmord, con una herencia innegable de origen latino: mors, muerte. En inglés asesinato es murder, con idéntico legado latino de mors, en el sentido de causar la muerte a alguien. También está kill, matar, y el asesino es killer, el que mata.

Entre nosotros, en lengua castellana, tenemos la palabra asesinato, que como muchas otras, deriva del árabe, comienza por la letra “a” como almanaque, alguacil, etc.. Hacia 1860, un purista de la lengua como Alejandro Peoli, decía que asesino era una palabra repelente y que era preferible la palabra homicida, pero como los pueblos rara vez siguen a los puristas, optaron por consagrar una con un sentido legal, que es homicida, y otra, popular y moral, que es asesino. Esta última exige que contemos una historia que tras la monografía de Silvestre de Sacy, Mémoire sur la dynastie des Assasins et sur l´órigine de leur nom (1809), se conoce muy bien.

Asesino procede de ´haxixino´, el nombre que se daba a los adeptos de una secta que consumían haxix, una droga alucinante que se obtiene a partir de las plantas femeninas de un cáñamo denominado Cannabis indica. La secta en cuestión era liderada por al-Hassan ibn-al-Sabbah, llamado el Viejo de la Montaña, un persa nacido hacia el año 1054, amigo de Omar Khayyam, el poeta de los famosos Rubaiyat. Hassan estaba iniciado en la doctrina ismaelita, era un misionero supremo, es decir, un dai-al-doat, que en 1090 sometió una región llamada Alamut, en Irán, y creó allí una orden con una jerarquía de nueve grados muy compleja, donde había aprendices (lassik), sagrados (fedawi) y compañeros (refik). Los fedawi se encargaban de misiones casi suicidas: al recibir una instrucción especial de matar a alguien, lo hacían a costa de cualquier sacrificio. Hassan ordenaba una muerte diciendo: “Ve y hazla. Yo quiero que entres al paraíso”. Otra versión de los hechos, bastante convincente, rechaza esta etimología de la palabra asesino, e indica que asesino procede de hasasinos, seguidores de Hassan. El erudito Arkon Daraul (A History of Secret Societies, 1989) sostiene la idea de que "assassin' se traduce en árabe como “guardian”; “asesino” sería entonces el guardián de las doctrinas esotéricas. La influencia de esta palabra en el mundo occidental se debió a los cruzados, que la usaron con miedo. Órdenes como las de los Templarios copiaron los grados de la secta y sus tácticas. Uno de los primeros escritores en incluir la palabra en un poema fue Dante en La Divina Comedia. Dice Dante en el Canto XIX del Infierno:

“Io stava come il frate che confessa
Lo perfido assassin, che, poi ch´e fitto,
richiama lui, per che la morte cessa...”

[Yo estaba como el fraile que confiesa
al pérfido asesino, que, cuando está ya en el hoyo,
lo llama para retardar la muerte.]

Para no desmerecer de esta tradición Arthur Rimbaud, en 1871, en el Hotel des Etrangers, tomó su primera dosis de haschish y escribió un poema titulado “Mañana de embriaguez”, que incluye en ”Las Iluminaciones”. Su sensibilidad le hizo decir en pleno siglo XIX, que es el siglo De Quincey: “He aquí el tiempo de los asesinos”.

Hecha esta digresión, continúo con el texto de De Quincey, donde se vindica una visión estética del asesinato. La conferencia que mencionamos insiste en los magnicidios o asesinatos de grandes personalidades, entre ellos los grandes pensadores, que suelen estar siempre cerca de la muerte. Destaca, entre otros, a Descartes, quien estuvo a punto de morir a manos de un desalmados, Spinoza, asesinado, según una teoría forzada, por un médico de nombre L.M., Hobbes, siempre en peligro, Malebranche, asesinado nada menos, según otra teoría curiosa, nada menos que por George Berkeley, Kant, librado de la muerte por un escrúpulo del asesino, etc. Al final, la conferencia pondera uno de los grandes éxitos en el arte del asesinato, mérito que se atribuye a Williams, y se exponen los principios para el enjuiciamiento correcto de un crimen. Es importante, se sostiene, que la víctima sea una buena persona, que no sea demasiado famosa, que goce de buena salud, que tenga hijos pequeños que dependan de él.

La finalidad última del asesinato -comenta el conferencista--, considerado como una de las bellas artes, es precisamente la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, es decir, “purificar el corazón mediante la compasión y el temor”.

Si esto es así, estamos ante algo desconcertante. Aristóteles, en la Poética, dice, en efecto, que la tragedia como género literario es superior porque logra la catársis de las afecciones por medio de la compasión y el temor. De Quincey traduce catársis como purificación, aunque el término tiene varios sentidos, entre los que sobresale el de purgación. Cuando uno va al teatro y contempla los hechos tan horripilantes que se muestran, siente una compasión enorme ante el mal en general y un temor increíble de poder sufrir semejantes cosas, por lo que al salir del teatro era natural que se sintiera cierto alivio, como el que se siente cuando uno es víctima de dolores de barriga, que por cierto Aristóteles sufría (murió de eso), y tras tomar un purgante y evacuar, se siente una tranquilidad por no sentir dolor. De Quincey, como vemos, insiste en que el asesinato visto como bella arte está destinado a causar alivio: ¿alivio a quién? A la víctima jamás. Al victimario tampoco. Creo que se refiere a quien analiza los hechos y ante tal magnitud de tragedia, siente la compasión por el dolor ajeno y el temor por sufrirlo, lo que lo conduce a cierto estado de alivio. La tragedia griega estaba llena de asesinatos: Orestes mata a su madre, Edipo mata a su padre, Medea asesina a todos sus hijos...La representación del asesinato y su realización verdadera, según De Quincey, tienen una obvia carga de catársis poderosa.

El Segundo artículo del libro es narrado no por el hombre “morbosamente virtuoso” que había confiscado el papel con la conferencia, sino que es el mismo conferencista que, contra lo que han pensado algunos críticos, no comete el error de anunciar que ya ha publicado el ensayo de estética leído sino que, por el contrario, nos sorprende al hacernos pensar que él quiso, anónimamente, dar a conocer los fundamentos de su club. Esta segunda parte es bastante simple y más bien insiste en la felicidad que produjo a todos los miembros del club conocer los asesinatos de Williams, quien exterminó el hogar de los Marr.

El PostScriptum es decisivo hasta en su cambio de tono. Es la parte más extensa de la obra; es la mejor escrita. Incluye una advertencia que no podemos pasar por alto:

“Tras las primeras manifestaciones de pena por quienes han perecido, y cuando el tiempo ha sosegado la vehemencia de la pasión, es inevitable examinar y evaluar los aspectos escénicos -o lo que, en términos de estética, podrían llamarse los valores comparativos-de los distintos asesinatos. Se relaciona un asesinato con otro; se cotejan y valoran las circunstancias que hacen que uno sea mejor que otro, como el índice de efectos de sorpresa, de misterio, etc...”

A partir de esa premisa o criterio, De Quincey narra con toda la minuciosidad posible, los asesinatos perpetrados por un sujeto llamado John Williams en 1812, año en el que exterminó a “casi dos familias enteras”. No hay, por supuesto, la menor piedad en los actos de este asesino, cuya descripción nos presenta a un marinero “hábil y dispuesto, fértil en recursos ante las dificultades esperadas, capaz de adaptarse con toda flexibilidad a la más variada vida social. Era de estatura mediana -cinco pies y siete u ocho pulgadas--, de complexión ligera tirando a delgada, pero vigoroso y sin carnes superfluas. Una señora que lo examinó -creo que en la Comisaría del Támesis-me aseguraba que su pelo era del más vivo color, de un amarillo brillante, un poco entre naranja y limón...”. Este hombre arrasa con la familia Marr en Ratcliffe Highway; días más tarde acabó con los Williamson. Apresado, tuvo la oportunidad de suicidarse con sus tirantes.

Otro crimen que merece aparecer en los anales, subraya el narrador, es el que cometieron los M´Keans, que eliminaron a varios miembros de una familia y fueron ejecutados en Lancaster.

 

III

Aquí me detengo porque con estos hechos concluye “Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes”. Acaso convenga añadir a esto un comentario que hace el propio De Quincey en “Sobre los golpes a la puerta en Macbeth”. Se trata, a fin de cuentas, de su corolario a la posibilidad de ver el asesinato desde una perspectiva artística:

“El asesinato, en casos comunes, donde la simpatía está enteramente dirigidas al caso de la persona asesinada, es un incidente de horror tosco y vulgar; y por esta razón, que arroja el interés exclusivamente sobre el natural pero innoble instinto por el cual nos aferramos a la vida; un instinto, el cual, al ser indispensable a la primera ley de auto-preservación, es el mismo en tipo (aunque diferente en grado), entre todas las criaturas vivientes; este instinto, por tanto, a causa de que aniquila todas las distinciones, y degrada la grandeza de los hombres al nivel del “pobre escarabajo que pisamos”, exhibe la naturaleza humana en su más abyecta y humillante actitud. Tal actitud sería poco conveniente a los propósitos del poeta. ¿Qué debe entonces hacer? Debe dirigir el interés sobre el asesino. Nuestra simpatía debe estar con él (por supuesto que quiero decir una simpatía de comprehensión, una simpatía por la cual penetramos dentro de sus sentimientos, y los entendemos, no una simpatía8 de piedad o aprobación). En la persona asesinada, toda pelea del pensamiento, todo flujo y reflujo de la pasión y de intención, están sometidos por un pánico irresistible; el miedo al instante de la muerte lo aplasta “con su mazo petrificado). Pero en el asesino, tal un asesino con el que un poeta admitiría, debe estar violenta alguna gran tormenta de pasión --celos, ambición, venganza, odio--que creará un infierno en él; y dentro de este infierno nosotros miraremos...”.

Este párrafo y muy en particular todo el libro de De Quincey demanda, a mi juicio, una reflexión que justifique por qué podemos postular una estética del asesinato. Ya ntes he preguntado: ¿Cómo podemos admirar estéticamente algo que condenamos moralmente? Cualquiera de los que me escucha, yo mismo, podría sentir un impulso homicida dentro de unas horas, dentro de unos minutos, dentro de unas semanas o años. Vale, por tanto, la pena, repensar este tema a partir de una discusión como la que plantea un autor inglés, para más señas romántico, en el siglo XIX, siglo donde comienza verdaderamente esta sensibilidad ante el horror. De Quincey, y es bueno señalarlo, anuncia con su ensayo, lo que Edgar Allan Poe, en los Estados Unidos, inició: una literatura policial y una literatura del horror puro. Chesterton, por ejemplo, decía: “El criminal es el artista; el detective, el crítico”. El problema es que como se trata de un asunto que nos toca muy de cerca, no podemos ser superficiales en esta reflexión. Al llegar a este punto, aconsejo seguir a Hermann Hesse, quien colocó en la puerta de su casa un letrero para las visitas que decía: “Que no entre nadie que no haya estado en el límite de la muerte”. Esto, que vine a saber por mi gran amigo y pensador Osmán Gómez, nos deja en una orilla muy incómoda. Voy ahora a hablar desde ella.

Lo que propone De Quincey es complejo, pero recordemos que hay que establecer algunas pautas para poder comprender.

1. De Quincey era un asiduo lector de Kant y no pudo no conocer la Crítica de la Facultad de Juzgar de este filósofo. En ese libro, publicado en 1790, hay tres definiciones que debo citar. La primera es la que explica qué es arte: “Cuando el arte, adecuado al conocimiento de un objeto posible, ejecuta los actos que se exigen para hacerlo real, es mecánico, pero si tiene como intención inmediata el sentimiento del placer, llámase arte estético. Éste es: o arte agradable, o bello. por bellas artes”. La segunda dice: “Arte bello...es un modo de representación que por sí mismo es conforme a fin, y, aunque sin fin, fomenta, sin embargo, la cultura de las facultades del espíritu para la comunicación social”. La tercera expone: “El arte bello muestra precisamente su excelencia en que describe como bellas, cosas que en la naturaleza serían feas o desagradables”.

2. Entenderíamos por bellas artes las de la poesía, las de la música y las de la pintura y el dibujo, siguiendo a Kant.

3. De Quincey añade el asesinato. ¿Cómo puede hacerlo? ¿Es mero humor negro esta inclusión? Una cosa es que la poesía, la pintura, la música, y hoy en día el cine, representen el asesinato y creen una sensación de agrado y no de asco ante sus posibilidades; una cosa es que sintamos placer leyendo Crimen y Castigo de Dostoievsky y otra cosa muy distinta es que el acto mismo de la matanza, una vez terminado, sea bello en el sentido de perfecto. ¿Es realmente el asesino un artista? Hoy en día tenemos numerosos asesinos en serie que no son literatos ni pintores sino verdaderos amantes del homicidio: ¿acaso son artistas?

4. Hay que tener cuidado frente a estas preguntas. Antes de una respuesta definitiva, si es que la hay, sugiero considerar lo siguiente: uno de los más grandes temores es el de la muerte. Me he preguntado muchas veces por qué y he leído numerosas explicaciones. Como ninguna me ha satisfecho, quisiera dar hoy una propia. Dice Borges en su conferencia sobre “La Poesía”, incluida en Siete Noches:

“¿Qué es la muerte de un hombre? Con él muere una cara que no se repetirá, según observó Plinio. Cada hombre tiene su cara única y con él mueren miles de circunstancias, miles de recuerdos. Recuerdos de infancia y rasgos humanos, demasiado humanos.”

De hecho es así. Creo que lo que nos aterra de la muerte no es sólo que es irremediable sino que es el cese de las funciones activas de la racionalidad de alguien. Cuando alguien muere, muere su racionalidad íntegramente, esa racionalidad que podíamos compartir, esa racionalidad creativa, interactiva, plural, dialéctica. En un mundo donde llamamos ser al siendo, el devenir se impone, y más allá de todo, la muerte hace escarnio de esa racionalidad y nos deja, como mayor ironía, una materia que se pudre. Ese horror nos revela a la vez una verdad radical: la vida es un privilegio. Vivir es dar sentido al devenir que nos corresponde como cuota. Morir es perder ese privilegio.

5. De Quincey sugirió que el asesinato, más allá de sus consecuencias éticas, una vez concluido, debe ser juzgado como un arte que se ha ido perfeccionando desde Caín. Sugirió que más allá de la culpa que implica y del castigo, puede ser cultivado con miras a su desarrollo. Ahora bien: sospecho que esto supone una aporía. Me explico: digo que sospecho que De Quincey entendió que la trasgresión suprema que implica el asesinato lo aproxima a las bellas artes. Digo, en suma, que sospecho que De Quincey propuso, dentro de un contexto sesgado, nunca legal, sino legitimador, la mitificación del homicida como un pequeño dios que decide por el destino, que ante el azar y la contingencia que vivimos, representa un acto arquetipal, un acto firme que crea con sus condiciones mismas el único patrón de juicio. Digo, además, que De Quincey se animó por una idea de Kant, la idea de que el arte es un fin en sí mismo, y que si se practica el asesinato por sí mismo y no como medio de venganza o de obtener dinero, es un arte. De Quincey dijo alguna vez que encontrar un problema nuevo es tan importante como resolver uno antiguo. Aquí tenemos una muestra de lo que es de verdad un nuevo gran problema que heredamos del siglo XIX, el problema de si la estética es uno de los vidrios menos transparentes de la ética.

Tennyson, en uno de sus poemas menos felices, tiene una expresión que salva todo su texto. Dice Tennyson: “the sunny side of doubt” (el lado soleado de la duda). Ese lado soleado del homicidio fue el que quiso rescatar De Quincey, y hoy podemos no compartirlo, discutirlo, atacarlo, invalidarlo, pero el escándalo que supone nos obliga a pensar en una percepción del criminal que más allá de la usura de lugares comunes, académicos o cientificistas reivindique una visión más humana del mismo, una visión distinta, holística, hermenéutica, intensa, que no sea mezquina, ni sosegada, ni simple. Antes de naturalizar lo artificial, o artificializar lo natural, debemos afrontar el asesinato como una de las posibilidades humanas más radicales, que esconde en su esencia las mismas raíces oscuras de la creación o la vocación. Hay un instinto, una convicción en el asesino, que se cultiva a partir de las entrañas mismas del desasosiego, del asombro y de la sombra que llevamos en cada uno de nosotros, del rumor que nos signa, de los pasos que damos entre la oscuridad y la luz día tras día, de la incesante necesidad de afirmarnos como temblor, como intemperie y como olvido.


He consultado, entre otros, estos textos:

Black, Joel D., The Aesthetics of Murder: A Study in Romantic Literature and Contemporary Culture (Baltimore, 1991).

De Quincey, Thomas, Confessions of an english opium-eater, Dover, 1995.

De Quincey, Thomas, Los últimos días de Kant, La fontana literaria, 1975.

De Quincey, Thomas, La monja alférez, Barral Editores, 1972.

De Quincey, Thomas, Confesiones de un inglés comedor de opio, Cátedra, 1997.

De Quincey, Thomas, Suspiria de Profundis, Alianza, 1985.

Eaton, H. A., Thomas De Quincey (Oxford, 1936).

Lindop, Grevel, The Opium-Eater: A Life of Thomas De Quincey (London, 1981).

Malkan, Jeffrey, ‘Aggressive Text: Murder and the Fine Arts Revisited’ en Mosaic, 23 (1990), 101-14.

Masson, David (ed.), The Collected Writings of Thomas De Quincey, 14 vols. (Edinburgh, 1889-90).

Lewis, Bernard. The Assassins: A Radical Sect in Islam (1987).

Plumtree, A. S., ‘The Artist as Murderer: De Quincey’s Essay “On Murder Considered as One of the Fine Arts”’ en Thomas De Quincey: Bicentenary Studies, ed. Robert Lance Synder (Norman, Oklahoma, 1985), 140-63.

 

Notas:

[1] Conferencia en Escuela de Criminología, Universidad de Los Andes, julio, 2001.

[2] Confessions of an English Opium Eater, Dover, 1995, p.28.

[3] Ibid., Dover, 1995, p. 6.

[4] Ibid., p. 55.

[5] Ibid., Dover, 1995, p. 53.

[6] Galleries of Literary Portraits, Edinburgh, vol. 2, p. 161, 1857.

[7] Biblioteca Personal, Alianza, 1998, P. 115.

[8] Nota de De Quincey: “Parece casi absurdo que vigile y explique mi uso de una palabra, en una situación donde sería naturalmente explicada por sí misma. Pero ha llegado a ser necesario hacerlo como consecuencia del uso impropio de la palabra simpatía, dominante hoy en general, por el cual, en lugar de tomarla en su propio sentido, como el acto de reproducir en nuestras mentes los sentimientos de otro, sea bien por odio, indignación, amor, compasión, o aprobación, es tomado como un mero sinónimo de la palabra compasión; y de aquí que, en lugar de decir “simpatía con otro”, mucho escritores adoptan el monstruoso barbarismo de “simpatía por otro””.

[Nota del Editor: Para poder ver los caracteres griegos del texto es necesario tener instalada la fuente SilverGreek. Como alternativa, se ha incluido junto a las palabras griegas la reproducción gráfica.]

 

© 2003
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/quincey.html

Archivo del blog

MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO

  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

Páginas