15 de enero de 1953
Hotel Colón, Panamá
Querido Allen:
Me paré aquí para que me sacaran
las almorranas. Me pareció que no procedía volver a instalarme entre los indios
con almorranas.
Bill Gains estuvo en la ciudad y
le ha pegado fuego a la República de Panamá desde Las Palmas a David de
paregórico. Antes de Gains, Panamá era una ciudad p.g. Podías comprar ciento
catorce gramos en cualquier farmacia. Ahora los boticarios andan nerviosos y la
Cámara de los Diputados ya estaba a punto de aprobar una Ley Gains especial,
pero Gains tiró la toalla y se volvió a México. Yo me estaba quitando del jaco
y el tío no hacía más que darme la lata, que por qué me engañaba a mí mismo,
que una vez que eras yonqui lo eras para siempre. Que si dejaba el jaco me
convertiría en un borrachuzo baboso o me volvería loco metiéndome cocaína.
Me encebollé una noche y compré
un poco de paregórico y el tío no paraba de decirme, una y otra vez, «Sabía que volverías con paregórico. Lo sabía. Serás yonqui toda tu vida», y
me miraba con una sonrisita de gato. La droga para él es una causa.
Me fui yo mismo al hospital hecho
polvo del opio y me pasé cuatro días allí metido. Sólo me daban tres chutes de
morfina y no podía dormir del dolor que tenía, y del calor y la deprivación, y
encima había un herniado panameño en la misma habitación, y sus amigos venían y
se quedaban todo el día y la mitad de la noche...; uno de ellos se llegó a
quedar hasta medianoche.
Recuerdo cruzarme con unas
americanas por el pasillo, que tenían pinta de esposas de oficiales. Una iba
diciendo: «No sé por qué, pero no puedo comer caramelos.»
«Tiene usted diabetes, señora»,
le dije. Se dieron todas la vuelta y se me quedaron mirando indignadas.
Después de que me dieran el alta
en el hospital, me pasé por la Embajada de los Estados Unidos. Delante de la
embajada hay un baldío lleno de hierbajos y de árboles, donde los chicos se
desnudan para darse un baño en las aguas contaminadas de una especie de pequeña
bahía que parece el nido de una serpiente de mar venenosa. Olor a excrementos y
agua de mar y lujuria de joven macho. No había cartas para mí. Me paré otra vez
para comprar cincuenta y cinco gramos de paregórico. La vieja Panamá de
siempre. Putas y chulos y buscones.
«¿Quiere chica linda?»
«¿Baile señora desnuda?»
«¿Verme follar a mi hermana?»
No me sorprende que la comida
cueste tanto. No hay quien los mantenga en el campo. Todos quieren venirse a la
gran ciudad y ejercer de chulos.
Llevaba conmigo un artículo de
una revista que describía un garito de las afueras de Ciudad de Panamá llamado
el Ganso Azul. «Un local donde todo vale. Los camellos pululan por el váter de
hombres con jeringas cargadas y listos para entrar en acción. A veces salen
disparados de un retrete y te clavan la aguja en el brazo sin esperar a que les
des permiso. Los homosexuales andan desmadrados.»
El Ganso Azul parece un café de
carretera de la época de la Prohibición. Un edificio alargado, de una sola
planta, venido a menos y cubierto de parras. Oía el croar de las ranas que
llegaba del bosque y de los pantanos que lo rodean. Fuera había unos cuantos
coches aparcados; dentro, una tenue luz azulada. Me recordaba un café de
carretera de la Prohibición, de mis tiempos de adolescente, y el sabor de los
combinados de ginebra en verano, en el Medio Oeste. (¡Ah, Dios! Y la luna de
agosto en un cielo color violeta, y la polla de Billy Bradshinkel. ¿Se puede
uno poner más sensiblero?)
Inmediatamente, dos putas viejas
se me sentaron a la mesa, sin que yo las invitara, y pidieron copas. Una ronda
me costó 6 dólares con 90. Lo único que había pululando por el váter de hombres
era un insolente y dictatorial encargado. Y en cuanto a desmadrarse, bastante
poco; no pude hacérmelo ni con un solo chaval mientras estuve allí. Me pregunto
cómo serán los chicos panameños. Tan cortados como el material, seguramente.
Cuando dicen que «todo vale», se están refiriendo al garito, no a los clientes.
Me crucé con mi viejo amigo
Jones, el taxista, y le compré un poco de coca, más cortada que el demonio. Casi
me asfixio intentando esnifar lo bastante de aquella mierda como para pillar un
subidón. Eso es Panamá. No me sorprendería que hasta las putas estuvieran
cortadas con gomaespuma.
Los panameños son probablemente
la gente más guarra del hemisferio –aunque tengo entendido que los venezolanos
también les hacen la competencia–, pero nunca me he encontrado con ninguna
banda de ciudadanos que me dé tanto bajón como los funcionarios de la Zona del
Canal. Es imposible comunicarse con un funcionario en términos de intuición y
empatía. No reciben, y lo que emiten parece que salga de una pila gastada. Debe
de haber una onda cerebral especial, de baja frecuencia, entre los
funcionarios.
Los militares no parecen jóvenes.
Carecen de entusiasmo y de capacidad para la conversación. De hecho, rechazan
la compañía de los civiles. Los únicos con los que me muevo en Panamá son los
negros enrollados, y todos andan de palo por ahí.
Abrazos,
Bill
P.D. Billy Bradshinkel se acabó
poniendo tan pesado que al final tuve que quitármelo de encima.
La primera vez fue en mi coche,
después del desfile de primavera. Billy con los pantalones por los tobillos y
la camisa de gala puesta todavía, y el asiento del coche todo lleno de lefa.
Luego yo sujetándole del brazo mientras el chico vomitaba a la luz de los faros
del coche, allí plantado con su pinta juvenil y su pelo rubio revuelto por el
cálido viento de primavera. Luego nos metemos otra vez en el coche y apagamos
las luces y le digo: «Vamos a repetir.»
Y el tío me dice: «No, no
deberíamos.»
Y yo le dije que por qué, y para
entonces ya se había vuelto a excitar, así que lo hicimos otra vez, y le pasé
las manos por la espalda, por debajo de la camisa de gala, y lo apreté contra
mí y sentí los largos pelillos de bebé de su suave mejilla contra la mía, y se
durmió allí, y se estaba haciendo de día y nos volvimos a casa.
Después de aquello nos lo hicimos
varias veces en el coche, y una vez su familia estaba de viaje y nos quitamos
toda la ropa y después me quedé mirándole, dormido como un bebé con la boca un
poco abierta.
Ese verano Billy pilló la fiebre
tifoidea y yo iba a verlo todos los días, y su madre me daba limonada, y una
vez su padre me dio una botella de cerveza y un cigarrillo. Cuando Billy se
puso mejor cogíamos el coche y nos íbamos hasta el lago Creve Coeur y
alquilábamos una barca, y salíamos a pescar, y nos quedábamos tumbados en el
fondo de la barca, abrazados, sin hacer nada. Un sábado exploramos una vieja
cantera y encontramos una cueva, y nos quitamos los pantalones en la mustia
oscuridad.
Recuerdo que la última vez que vi
a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos resplandecientes días azules que
se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche, a cazar
ardillas con mi escopeta del 22 de un solo cartucho, y fuimos atravesando el
bosque otoñal sin que apareciera nada contra lo que pudiéramos disparar y Billy
estaba callado y serio y nos sentamos en un tronco y Billy se quedó con la
mirada fija en los zapatos y me dijo que no podíamos vernos más (observarás que
te estoy ahorrando el detalle de las hojas caídas).
–Pero ¿por qué, Billy? ¿Por qué?
–Bueno, si no lo sabes, no te lo
puedo explicar. Vamos a volver al coche.
Regresamos en silencio y cuando
llegamos a su casa Billy abrió la puerta del coche y se bajó. Me miró durante
un segundo como si fuera a decirme algo, pero luego se dio la vuelta de repente
y subió por el camino de baldosas que conducía a su casa. Yo me quedé allí
sentado un momento, mirando la puerta. Luego me volví a casa sintiéndome
aturdido. Cuando paré el coche en el garaje dejé caer la cabeza encima del
volante, sollozando y frotándome la mejilla contra las varillas de acero.
Finalmente Madre me llamó desde la ventana del primer piso, preguntándome si me
pasaba algo, y que por qué no entraba en casa. Así que me enjugué las lágrimas
y entré en casa y le dije que me encontraba mal y subí a meterme en la cama.
Madre me trajo un plato de tostadas francesas en una bandeja, pero no podía
comer nada, y me pasé la noche llorando.
Después de aquello llamé a Billy
varias veces por teléfono, pero siempre me colgaba en cuanto oía mi voz. Y le
escribí una larga carta que nunca contestó.
Tres meses después leí en el
periódico que se había matado en un accidente de coche, y Madre dijo:
–¡Pero si era el hijo de los
Bradshinkel! Erais muy buenos amigos, ¿no?
–Sí, Madre –le dije, pero sin
sentir nada en absoluto.
Luego me puse hasta arriba de
whisky de maíz.
Otra milonga: un hombre que
fabrica recuerdos por encargo. Del tipo que quieras, y te garantiza que ocurrieron
justamente como le pidas... (De hecho, yo me acabo de vender a mí mismo la
historia de Billy Bradshinkel.) Una frase del geniecillo de la lámpara japonesa
hace las veces de banda sonora de la historia: «Sólo soy un viejecito que te
cambia viejos sueños por sueños nuevos.» ¡Ah, qué demonios! Que se la den a
Truman Capote.
Otro recuerdo viejo, pero
verdadero. Todos los domingos, a la hora de comer, mi abuela exhumaba a su
hermano, que se había matado cincuenta años antes saltando una cerca con la
escopeta, que se le disparó y le voló el pecho en pedazos.
«Siempre me acuerdo de mi
hermano. Era un chico encantador. Es odioso que los chicos anden por ahí con
armas de fuego.»
Así que todos los domingos a la
hora de comer teníamos a aquel muchacho tirado junto a la cerca de madera,
rodeado de sangre que se deslizaba por la tierra roja y arcillosa y congelada
de Georgia y se iba filtrando por entre los rastrojos.
Y luego estaba la señora Collins,
pobre anciana, esperando que maduraran sus cataratas para que le pudieran
operar del ojo. ¡Ah, Dios! ¡Esas comidas de domingo en Cincinnati!
25 de enero de 1953
Hotel Mulvo Regis, Bogotá
Querido Al.
Bogotá está en una meseta rodeada
de montañas. La hierba de la sabana es de color verde brillante, y aquí y allá
se yerguen monolitos precolombinos de piedra negra entre la hierba. Una ciudad
triste y sombría. Mi habitación de hotel es un cubículo sin ventanas (las
ventanas son un lujo en Sudamérica), con paredes de contrachapado verde, y la
cama me queda corta.
Me pasé mucho tiempo sentado en
esa cama, paralizado, de bajón. Luego salí a darme una vuelta. El aire era frío
y cortante, y me fui a tomarme una copa, dándole gracias a Dios por no haber
llegado enfermo de jaco a esta ciudad. Me tomé unas copas y volví al hotel, donde
un camarero feo y medio raro me sirvió una cena que me resultó indiferente.
Al día siguiente fui a la
universidad a recoger información sobre la ayahuasca. Todas las ciencias están
agrupadas en lo que llaman el Instituto. Un edificio de ladrillo rojo, de
pasillos polvorientos y despachos desprovistos de letreros, la mayoría de ellos
cerrados con llave. Me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras
botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para
otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente
reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo
lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima
de las cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole «doctor».
En una enorme sala polvorienta
llena de muestras de plantas y de olor a formaldehído vi a un hombre buscando
algo que no encontraba, con un aire de refinado fastidio. El tipo se percató de
mi presencia.
–¿Qué habrán hecho con mis muestras
de cacao? Era una especie nueva de cacao silvestre. ¿Y qué hace este cóndor
disecado en mi mesa?
Tenía una cara enjuta y refinada,
y llevaba gafas de montura de acero, una chaqueta de tweed y pantalones oscuros
de franela. Boston y Harvard, sin ninguna duda. Se me presentó como el doctor
Schindler. Estaba relacionado con la Comisión de Agricultura de los Estados
Unidos.
Le pregunté por la ayahuasca.
–Ah, sí –me dijo–. Aquí tenemos
muestras. –Luego, mientras echaba un último vistazo buscando sus plantas de
cacao, añadió–: Venga conmigo y se las enseño.
Me enseñó una muestra seca de
ayahuasca, que tenía pinta de ser una planta muy poco distinguida. Me dijo que
sí, que él la había tomado.
–Vi colores, pero no tuve
visiones.
Me dijo exactamente lo que iba a
necesitar para el viaje, y adónde ir y con quién ponerme en contacto. Le
pregunté por el asunto de la telepatía.
–Eso, por supuesto, son todo
imaginaciones –me dijo.
Me comentó que, de todas las
zonas en las que podría encontrar ayahuasca, el Putumayo probablemente fuera la
de más fácil acceso.
Me tomé unos días para preparar
mis cosas y tomarle el pulso a la capital. Para un viaje a la jungla necesitas
medicinas: el antídoto contra las mordeduras de serpiente, la penicilina, el
enterovioformo y la cloroquina son indispensables. Y luego una hamaca, una
manta y un saco encauchado que llaman tula,
para llevar tus cosas.
Bogotá está muy alta, y es fría y
lluviosa; un frío húmedo que se te mete dentro como la destemplanza interior de
la abstinencia. En Bogotá, más que en cualquier otra ciudad que haya visto en
Latinoamérica, sientes el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo lo
oficial lleva el sello «Made in Spain».
Tuyo,
William
30 de enero
Hotel Niza, Pasto
Querido Al:
Cogí el autobús a Cali porque el
autoferro estaba completamente reservado desde hacía días. La policía nos paró
varias veces por el camino para registrar a todos los viajeros. Yo llevaba una
pistola en mi equipaje, escondida debajo de las medicinas, pero se limitaron a
cachearme durante las paradas. Está claro que cualquiera que llevase armas se
saltaría los controles o escondería las armas en algún sitio en el que no
pudieran encontrarlas estos torpes policías. Lo único que consiguen con el
actual sistema es fastidiar a los ciudadanos. No he conocido a nadie en
Colombia que simpatice con la Policía Nacional.
La Policía Nacional es la guardia
pretoriana del Partido Conservador (en el ejército hay un considerable
porcentaje de liberales, y no es de fiar). El cuerpo (la P. N.) es la banda más
unánimemente repulsiva de jóvenes que he visto en mi vida, querido. Parecen los
desechos resultantes de la radiación nuclear. Hay miles de estos extraños
jóvenes golfos en Colombia. Sólo una vez vi uno que hubiera considerado
apetecible, y tenía pinta de no sentirse a gusto en el uniforme.
Si hay algo bueno que decir sobre
los conservadores, yo desde luego no lo he oído. Son una minoría impopular de
mierdosos malencarados.
La carretera discurre por entre
puertos de montaña y desciende luego hasta la curiosa región central de Tolima,
en los límites de la zona de guerra. Árboles y llanuras y ríos y más y más
Policía Nacional. La población cuenta con algunas de las gentes más hermosas y
más feas que he visto nunca. La mayoría de ellos no parecen tener mejor cosa
que hacer que quedarse mirando el autobús y a los pasajeros, y especialmente al
gringo. Se me quedaban mirando hasta que les sonreía o los saludaba con la
mano, y luego me devolvían la típica sonrisa depredadora y desdentada con la
que se encuentra todo norteamericano cuando viaja por América del Sur.
«Hola, Míster; ¿un cigarrillo?»
En un caluroso y polvoriento
pueblo de carretera, donde paramos a tomar café, vi a un muchacho de delicados
rasgos cobrizos, con una suave y bella boca de dientes separados que le
asomaban de unas encías de intenso color rojo. Un buen mechón de fino cabello
negro le caía por delante de la cara. Toda su persona exudaba una dulce
inocencia masculina.
En uno de los controles
policiales conocí a un nacional que había combatido en Corea. Se abrió la
camisa para enseñarme las cicatrices que recorrían su poco apetecible anatomía.
«Vosotros me caéis bien», me
dijo.
Nunca me he sentido halagado por
ese promiscuo aprecio por los norteamericanos. Lo encuentro insultante para la
dignidad personal, y ninguno de estos enamorados de Norteamérica esconde nunca
nada bueno.
A última hora de la tarde me
compré una botella de coñac y me emborraché con el chófer del autobús. Esa
noche me quedé en Armenia, y al día siguiente cogí el autoferro hasta Cali.
Rodeada de vegetación
semitropical, con bambúes y bananos y papayos, Cali es una población
relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no te sientes tenso. Cali
tiene una elevada tasa de delincuencia tradicional, no política. Hasta
reventadores de cajas fuertes. (Las grandes organizaciones criminales son raras
en Sudamérica.)
Me encontré con algunos antiguos
residentes norteamericanos que me decían que el país se había ido al carajo.
«Aquí odian a muerte a los
extranjeros. ¿Sabe por qué? Es todo ese rollo de la Point Four y de las buenas
relaciones entre vecinos y la ayuda económica. Si le das algo a esta gente,
enseguida piensan: “O sea que me necesita.” Y cuanto más les das a los
cabrones, más chulos se ponen.»
Esto me lo han dicho antiguos residentes
norteamericanos por toda Sudamérica. No se les ocurre pensar que en todo esto
hay un fondo mucho más elemental que las actividades de ayuda económica de la
comisión Point Four. Es como lo que dicen los seguidores de Pegler, en los
Estados Unidos: «El problema son los sindicatos.» Seguirían diciéndolo aunque
estuvieran escupiendo sangre por culpa de la radiación nuclear. O
convirtiéndose en crustáceos.
Seguí hasta Popayán en autoferro.
Popayán es una tranquila población universitaria. Alguien me dijo que el lugar
estaba lleno de intelectuales, pero yo no vi ninguno. Se respira una hostilidad
curiosa y negativista en el ambiente. Estaba dando un paseo por la plaza
principal y un hombre chocó conmigo, sin pedirme disculpas. Tenía una expresión
ausente y catatónica en el rostro.
Estaba tomándome un café en una
cafetería cuando se me acercó un joven con cara de judío asirio y se me empezó
a enrollar con el cuento de lo bien que le caían los extranjeros, diciéndome
que quería invitarme a una copa o por lo menos pagarme el café. A medida que
hablaba iba resultando evidente que no le caían bien los extranjeros y que no
tenía intención de invitarme a una copa. Pagué yo mismo el café y me marché.
En otra cafetería tenían montado
una especie de juego parecido al bingo. De repente entró un tipo emitiendo
curiosos grititos de hostilidad imbécil. Nadie levantó la vista del juego.
Delante de Correos había
pasquines del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército
está luchando por vuestro bienestar. La delincuencia degrada al hombre, hasta
que ya no puede vivir consigo mismo. El trabajo lo eleva hacia Dios. Coopera
con la policía y con el ejército. Sólo
necesitan tu información.» (La cursiva es mía.)
Es tu deber informar sobre la
guerrilla, y trabajar, y saber estar en tu sitio y escuchar al cura. ¡Qué viejo
timo! Como intentar vender el puente de Brooklyn. No hay mucha gente que se lo
esté tragando. La mayoría de los colombianos son liberales.
Los de la Policía Nacional andan
arrastrándose por todas las esquinas, torpes y cohibidos, esperando pegarle un
tiro a alguien o hacer algo, lo que sea, menos quedarse ahí parados, bajo la
hostil mirada de la población. Tienen un enorme furgón de color gris que anda
dando vueltas por la población, sin ningún detenido dentro.
Salí caminando por una carretera
polvorienta. A mi alrededor se extendía la campiña con sus verdes prados, sus
vacas y ovejas y pequeñas granjas. Una vaca espantosamente enferma se había
parado en el camino, cubierta de polvo. Junto a la carretera, un altarcillo en
una urna de cristal. Los horrendos rosas y azules y amarillos del arte
religioso.
Vi un cortometraje sobre un
sacerdote de Bogotá que lleva una fábrica de ladrillos y construye casas para
los trabajadores. El corto te saca al cura acariciando ladrillos y dándoles
palmadas en la espalda a los obreros y largándose el rollo del viejo timo
católico. Un hombre delgado, de ojos neuróticos y turbados. Finalmente echaba
un sermón que venía a decir que allá donde haya progreso social o buenas obras
o cualquier cosa buena te encontrarás a la Iglesia.
Su sermón no tenía nada que ver
con lo que realmente estaba diciendo. No cabían dudas sobre la neurótica
hostilidad de su mirada; el miedo y el odio a la vida. Te lo veías allí
sentado, en su negro uniforme, expuesto como abogado de la muerte en toda su
desnudez. Un empresario sin la motivación de la avaricia; su cancerosa
actividad, estéril y asoladora. Fanatismo sin fuego ni energía, exudando un
rancio hedor de putrefacción espiritual. Parecía enfermo y sucio –aunque
supongo que de hecho iba bastante limpio–, con una presencia que sugería
dientes amarillos, ropa interior sin lavar y problemas psicosomáticos de
hígado. Me pregunto qué clase de vida sexual podría llevar.
Otro corto nos mostró un mitin
del Partido Conservador. Todos parecían coagulados, como una costra congelada
que recubriera el país. El público permanecía sentado en el más absoluto
silencio. Ni un murmullo de aprobación ni desacuerdo. Nada. Propaganda
descarada que se desplomaba en medio del silencio muerto.
Al día siguiente cogí un autobús
para Pasto. Durante el viaje iba sintiendo en el estómago el impacto físico de
la depresión y el horror. Altas montañas nos rodeaban por todas partes. Los
habitantes nos echaban vacuas miraditas desde sus cabañas de techos de barro,
los ojos enrojecidos por el humo. El hotel lo llevaban unos suizos, y resultó
ser excelente. Me di un paseo por el pueblo. La población era fea y andrajosa.
Cuanto mayor era la altitud, más feos se ponían los ciudadanos. Ésta es una
zona de lepra. (La lepra en Colombia es más frecuente en las zonas de alta
montaña. En la costa, tienen tuberculosis.) Se diría que una de cada dos
personas con las que me cruzaba tenía un labio leporino, o una pierna más corta
que la otra, o un ojo cegado y purulento.
Me metí en una cantina y estuve
bebiendo aguardiente y escuchando música de montaña en la gramola. La música
esta tiene algo arcaico y extrañamente familiar, muy viejo y muy triste. Está
claro que no es de origen español, pero tampoco es oriental. Música pastoril
que tocan con instrumentos de bambú que parecen primitivas flautas traveseras,
quién sabe si etruscas. He oído música parecida en los montes de Albania, donde
quedan restos raciales ilíricos. Te transmite una especie de nostalgia
filogenética; ¿de la Atlántida, quizá?
Detrás de la barra vi lo que en
un principio me pareció un muchacho atractivo de catorce años o así (el lugar
estaba en penumbra, debido a un corte parcial de luz). Me acerqué a echarle un
vistazo más de cerca y vi una cara vieja, un cuerpo hinchado de pulpa y agua
como un melón podrido.
En la mesa de al lado había un
indio buscándose algo en los bolsillos, los dedos entumecidos por el alcohol.
Tardó varios minutos en sacar unos billetes arrugados; lo que mi abuela, que
era una enérgica prohibicionista, solía describir como «dinero sucio». El tipo
me vio y me ofreció una sonrisa retorcida y rota, como diciendo: «¿Qué le voy a
hacer?»
En un rincón un indio joven
estaba manoseando a una puta, una mujer fea, de cara bestial y descompuesta,
que llevaba el sucio vestidillo rosa característico de la profesión. Al final
se quitó al indio de encima y se marchó. El indio se quedó mirándola en
silencio, sin enfado. La mujer se había marchado y no había nada que hacer. Se
acercó al borracho y le ayudó a levantarse y salieron juntos dando tumbos, con
esa triste y dulce resignación del indio montañés.
Schindler me había dado una carta
de presentación para un alemán que regenta una bodega de vinos en Pasto. Lo
encontré en una sala llena de libros, caldeada por dos estufas eléctricas. La
primera señal de calefacción que había visto en Colombia. Tenía una cara enjuta
y estragada, una nariz afilada, labios caídos y boca de yonqui. Estaba muy
enfermo. Mal del corazón, mal de los riñones, la tensión por las nubes.
–Y yo, que solía ser más duro que
las piedras... –me comentó con voz lastimera–. Lo que quiero hacer es ir a la
Clínica Mayo. Un médico de aquí me puso una inyección de yodo que me desgració
el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal se me hinchan los pies. Se me
ponen así de grandes.
Sí, conocía bien el Putumayo. Le
pregunté por la ayahuasca.
–Sí, envié una muestra a Berlín.
La analizaron y me dijeron que el efecto es idéntico al del hachís... Hay un
insecto en el Putumayo, no recuerdo ahora cómo lo llaman, que es como un
saltamontes grande, y tiene un efecto afrodisíaco tan fuerte que como se te
pose encima y no consigas inmediatamente una mujer te mueres. Los he visto
correr por ahí pajeándose después de entrar en contacto con el bicho... Tengo
uno guardado en alcohol en algún sitio... No, ahora que lo pienso, se perdió
cuando me mudé aquí, después de la guerra... Otra cosa sobre la que he estado
intentando conseguir información... es una hoja de parra que la masticas y se
te caen los dientes.
–Justo lo que viene bien para
gastarles una broma a los amigos –le dije.
La criada nos trajo té y pumpernickel con mantequilla dulce en
una bandeja.
–Odio este lugar, pero ¿qué va
uno a hacer? Tengo aquí mi negocio. Mi mujer. Estoy atrapado.
Dentro de unos días saldré para
Mocoa y el Putumayo. No te escribiré desde allí, porque a partir de Pasto el
servicio de correo es muy poco fiable. Las cartas las suelen llevar voluntarios
en autobuses y camioneros. Se pierden más de las que llegan. Esta gente
desconoce el concepto mismo de la responsabilidad.
Tuyo,
Willy Lee
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