lunes, 9 de mayo de 2022

Escritos de William Burroughs y Allen Ginsberg. (Fragmento).

 




15 de enero de 1953

Hotel Colón, Panamá

Querido Allen:

Me paré aquí para que me sacaran las almorranas. Me pareció que no procedía volver a instalarme entre los indios con almorranas.

Bill Gains estuvo en la ciudad y le ha pegado fuego a la República de Panamá desde Las Palmas a David de paregórico. Antes de Gains, Panamá era una ciudad p.g. Podías comprar ciento catorce gramos en cualquier farmacia. Ahora los boticarios andan nerviosos y la Cámara de los Diputados ya estaba a punto de aprobar una Ley Gains especial, pero Gains tiró la toalla y se volvió a México. Yo me estaba quitando del jaco y el tío no hacía más que darme la lata, que por qué me engañaba a mí mismo, que una vez que eras yonqui lo eras para siempre. Que si dejaba el jaco me convertiría en un borrachuzo baboso o me volvería loco metiéndome cocaína.

Me encebollé una noche y compré un poco de paregórico y el tío no paraba de decirme, una y otra vez, «Sabía que volverías con paregórico. Lo sabía. Serás yonqui toda tu vida», y me miraba con una sonrisita de gato. La droga para él es una causa.

Me fui yo mismo al hospital hecho polvo del opio y me pasé cuatro días allí metido. Sólo me daban tres chutes de morfina y no podía dormir del dolor que tenía, y del calor y la deprivación, y encima había un herniado panameño en la misma habitación, y sus amigos venían y se quedaban todo el día y la mitad de la noche...; uno de ellos se llegó a quedar hasta medianoche.

Recuerdo cruzarme con unas americanas por el pasillo, que tenían pinta de esposas de oficiales. Una iba diciendo: «No sé por qué, pero no puedo comer caramelos.»

«Tiene usted diabetes, señora», le dije. Se dieron todas la vuelta y se me quedaron mirando indignadas.

Después de que me dieran el alta en el hospital, me pasé por la Embajada de los Estados Unidos. Delante de la embajada hay un baldío lleno de hierbajos y de árboles, donde los chicos se desnudan para darse un baño en las aguas contaminadas de una especie de pequeña bahía que parece el nido de una serpiente de mar venenosa. Olor a excrementos y agua de mar y lujuria de joven macho. No había cartas para mí. Me paré otra vez para comprar cincuenta y cinco gramos de paregórico. La vieja Panamá de siempre. Putas y chulos y buscones.

«¿Quiere chica linda?»

«¿Baile señora desnuda?»

«¿Verme follar a mi hermana?»

No me sorprende que la comida cueste tanto. No hay quien los mantenga en el campo. Todos quieren venirse a la gran ciudad y ejercer de chulos.

Llevaba conmigo un artículo de una revista que describía un garito de las afueras de Ciudad de Panamá llamado el Ganso Azul. «Un local donde todo vale. Los camellos pululan por el váter de hombres con jeringas cargadas y listos para entrar en acción. A veces salen disparados de un retrete y te clavan la aguja en el brazo sin esperar a que les des permiso. Los homosexuales andan desmadrados.»

El Ganso Azul parece un café de carretera de la época de la Prohibición. Un edificio alargado, de una sola planta, venido a menos y cubierto de parras. Oía el croar de las ranas que llegaba del bosque y de los pantanos que lo rodean. Fuera había unos cuantos coches aparcados; dentro, una tenue luz azulada. Me recordaba un café de carretera de la Prohibición, de mis tiempos de adolescente, y el sabor de los combinados de ginebra en verano, en el Medio Oeste. (¡Ah, Dios! Y la luna de agosto en un cielo color violeta, y la polla de Billy Bradshinkel. ¿Se puede uno poner más sensiblero?)

Inmediatamente, dos putas viejas se me sentaron a la mesa, sin que yo las invitara, y pidieron copas. Una ronda me costó 6 dólares con 90. Lo único que había pululando por el váter de hombres era un insolente y dictatorial encargado. Y en cuanto a desmadrarse, bastante poco; no pude hacérmelo ni con un solo chaval mientras estuve allí. Me pregunto cómo serán los chicos panameños. Tan cortados como el material, seguramente. Cuando dicen que «todo vale», se están refiriendo al garito, no a los clientes.

Me crucé con mi viejo amigo Jones, el taxista, y le compré un poco de coca, más cortada que el demonio. Casi me asfixio intentando esnifar lo bastante de aquella mierda como para pillar un subidón. Eso es Panamá. No me sorprendería que hasta las putas estuvieran cortadas con gomaespuma.

Los panameños son probablemente la gente más guarra del hemisferio –aunque tengo entendido que los venezolanos también les hacen la competencia–, pero nunca me he encontrado con ninguna banda de ciudadanos que me dé tanto bajón como los funcionarios de la Zona del Canal. Es imposible comunicarse con un funcionario en términos de intuición y empatía. No reciben, y lo que emiten parece que salga de una pila gastada. Debe de haber una onda cerebral especial, de baja frecuencia, entre los funcionarios.

Los militares no parecen jóvenes. Carecen de entusiasmo y de capacidad para la conversación. De hecho, rechazan la compañía de los civiles. Los únicos con los que me muevo en Panamá son los negros enrollados, y todos andan de palo por ahí.

Abrazos,

Bill

P.D. Billy Bradshinkel se acabó poniendo tan pesado que al final tuve que quitármelo de encima.

La primera vez fue en mi coche, después del desfile de primavera. Billy con los pantalones por los tobillos y la camisa de gala puesta todavía, y el asiento del coche todo lleno de lefa. Luego yo sujetándole del brazo mientras el chico vomitaba a la luz de los faros del coche, allí plantado con su pinta juvenil y su pelo rubio revuelto por el cálido viento de primavera. Luego nos metemos otra vez en el coche y apagamos las luces y le digo: «Vamos a repetir.»

Y el tío me dice: «No, no deberíamos.»

Y yo le dije que por qué, y para entonces ya se había vuelto a excitar, así que lo hicimos otra vez, y le pasé las manos por la espalda, por debajo de la camisa de gala, y lo apreté contra mí y sentí los largos pelillos de bebé de su suave mejilla contra la mía, y se durmió allí, y se estaba haciendo de día y nos volvimos a casa.

Después de aquello nos lo hicimos varias veces en el coche, y una vez su familia estaba de viaje y nos quitamos toda la ropa y después me quedé mirándole, dormido como un bebé con la boca un poco abierta.

Ese verano Billy pilló la fiebre tifoidea y yo iba a verlo todos los días, y su madre me daba limonada, y una vez su padre me dio una botella de cerveza y un cigarrillo. Cuando Billy se puso mejor cogíamos el coche y nos íbamos hasta el lago Creve Coeur y alquilábamos una barca, y salíamos a pescar, y nos quedábamos tumbados en el fondo de la barca, abrazados, sin hacer nada. Un sábado exploramos una vieja cantera y encontramos una cueva, y nos quitamos los pantalones en la mustia oscuridad.

Recuerdo que la última vez que vi a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos resplandecientes días azules que se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche, a cazar ardillas con mi escopeta del 22 de un solo cartucho, y fuimos atravesando el bosque otoñal sin que apareciera nada contra lo que pudiéramos disparar y Billy estaba callado y serio y nos sentamos en un tronco y Billy se quedó con la mirada fija en los zapatos y me dijo que no podíamos vernos más (observarás que te estoy ahorrando el detalle de las hojas caídas).

–Pero ¿por qué, Billy? ¿Por qué?

–Bueno, si no lo sabes, no te lo puedo explicar. Vamos a volver al coche.

Regresamos en silencio y cuando llegamos a su casa Billy abrió la puerta del coche y se bajó. Me miró durante un segundo como si fuera a decirme algo, pero luego se dio la vuelta de repente y subió por el camino de baldosas que conducía a su casa. Yo me quedé allí sentado un momento, mirando la puerta. Luego me volví a casa sintiéndome aturdido. Cuando paré el coche en el garaje dejé caer la cabeza encima del volante, sollozando y frotándome la mejilla contra las varillas de acero. Finalmente Madre me llamó desde la ventana del primer piso, preguntándome si me pasaba algo, y que por qué no entraba en casa. Así que me enjugué las lágrimas y entré en casa y le dije que me encontraba mal y subí a meterme en la cama. Madre me trajo un plato de tostadas francesas en una bandeja, pero no podía comer nada, y me pasé la noche llorando.

Después de aquello llamé a Billy varias veces por teléfono, pero siempre me colgaba en cuanto oía mi voz. Y le escribí una larga carta que nunca contestó.

Tres meses después leí en el periódico que se había matado en un accidente de coche, y Madre dijo:

–¡Pero si era el hijo de los Bradshinkel! Erais muy buenos amigos, ¿no?

–Sí, Madre –le dije, pero sin sentir nada en absoluto.

Luego me puse hasta arriba de whisky de maíz.

Otra milonga: un hombre que fabrica recuerdos por encargo. Del tipo que quieras, y te garantiza que ocurrieron justamente como le pidas... (De hecho, yo me acabo de vender a mí mismo la historia de Billy Bradshinkel.) Una frase del geniecillo de la lámpara japonesa hace las veces de banda sonora de la historia: «Sólo soy un viejecito que te cambia viejos sueños por sueños nuevos.» ¡Ah, qué demonios! Que se la den a Truman Capote.

Otro recuerdo viejo, pero verdadero. Todos los domingos, a la hora de comer, mi abuela exhumaba a su hermano, que se había matado cincuenta años antes saltando una cerca con la escopeta, que se le disparó y le voló el pecho en pedazos.

«Siempre me acuerdo de mi hermano. Era un chico encantador. Es odioso que los chicos anden por ahí con armas de fuego.»

Así que todos los domingos a la hora de comer teníamos a aquel muchacho tirado junto a la cerca de madera, rodeado de sangre que se deslizaba por la tierra roja y arcillosa y congelada de Georgia y se iba filtrando por entre los rastrojos.

Y luego estaba la señora Collins, pobre anciana, esperando que maduraran sus cataratas para que le pudieran operar del ojo. ¡Ah, Dios! ¡Esas comidas de domingo en Cincinnati!


 

25 de enero de 1953

Hotel Mulvo Regis, Bogotá

Querido Al.

Bogotá está en una meseta rodeada de montañas. La hierba de la sabana es de color verde brillante, y aquí y allá se yerguen monolitos precolombinos de piedra negra entre la hierba. Una ciudad triste y sombría. Mi habitación de hotel es un cubículo sin ventanas (las ventanas son un lujo en Sudamérica), con paredes de contrachapado verde, y la cama me queda corta.

Me pasé mucho tiempo sentado en esa cama, paralizado, de bajón. Luego salí a darme una vuelta. El aire era frío y cortante, y me fui a tomarme una copa, dándole gracias a Dios por no haber llegado enfermo de jaco a esta ciudad. Me tomé unas copas y volví al hotel, donde un camarero feo y medio raro me sirvió una cena que me resultó indiferente.

Al día siguiente fui a la universidad a recoger información sobre la ayahuasca. Todas las ciencias están agrupadas en lo que llaman el Instituto. Un edificio de ladrillo rojo, de pasillos polvorientos y despachos desprovistos de letreros, la mayoría de ellos cerrados con llave. Me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima de las cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole «doctor».

En una enorme sala polvorienta llena de muestras de plantas y de olor a formaldehído vi a un hombre buscando algo que no encontraba, con un aire de refinado fastidio. El tipo se percató de mi presencia.

–¿Qué habrán hecho con mis muestras de cacao? Era una especie nueva de cacao silvestre. ¿Y qué hace este cóndor disecado en mi mesa?

Tenía una cara enjuta y refinada, y llevaba gafas de montura de acero, una chaqueta de tweed y pantalones oscuros de franela. Boston y Harvard, sin ninguna duda. Se me presentó como el doctor Schindler. Estaba relacionado con la Comisión de Agricultura de los Estados Unidos.

Le pregunté por la ayahuasca.

–Ah, sí –me dijo–. Aquí tenemos muestras. –Luego, mientras echaba un último vistazo buscando sus plantas de cacao, añadió–: Venga conmigo y se las enseño.

Me enseñó una muestra seca de ayahuasca, que tenía pinta de ser una planta muy poco distinguida. Me dijo que sí, que él la había tomado.

–Vi colores, pero no tuve visiones.

Me dijo exactamente lo que iba a necesitar para el viaje, y adónde ir y con quién ponerme en contacto. Le pregunté por el asunto de la telepatía.

–Eso, por supuesto, son todo imaginaciones –me dijo.

Me comentó que, de todas las zonas en las que podría encontrar ayahuasca, el Putumayo probablemente fuera la de más fácil acceso.

Me tomé unos días para preparar mis cosas y tomarle el pulso a la capital. Para un viaje a la jungla necesitas medicinas: el antídoto contra las mordeduras de serpiente, la penicilina, el enterovioformo y la cloroquina son indispensables. Y luego una hamaca, una manta y un saco encauchado que llaman tula, para llevar tus cosas.

Bogotá está muy alta, y es fría y lluviosa; un frío húmedo que se te mete dentro como la destemplanza interior de la abstinencia. En Bogotá, más que en cualquier otra ciudad que haya visto en Latinoamérica, sientes el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo lo oficial lleva el sello «Made in Spain».

Tuyo,

William


 

30 de enero

Hotel Niza, Pasto

Querido Al:

Cogí el autobús a Cali porque el autoferro estaba completamente reservado desde hacía días. La policía nos paró varias veces por el camino para registrar a todos los viajeros. Yo llevaba una pistola en mi equipaje, escondida debajo de las medicinas, pero se limitaron a cachearme durante las paradas. Está claro que cualquiera que llevase armas se saltaría los controles o escondería las armas en algún sitio en el que no pudieran encontrarlas estos torpes policías. Lo único que consiguen con el actual sistema es fastidiar a los ciudadanos. No he conocido a nadie en Colombia que simpatice con la Policía Nacional.

La Policía Nacional es la guardia pretoriana del Partido Conservador (en el ejército hay un considerable porcentaje de liberales, y no es de fiar). El cuerpo (la P. N.) es la banda más unánimemente repulsiva de jóvenes que he visto en mi vida, querido. Parecen los desechos resultantes de la radiación nuclear. Hay miles de estos extraños jóvenes golfos en Colombia. Sólo una vez vi uno que hubiera considerado apetecible, y tenía pinta de no sentirse a gusto en el uniforme.

Si hay algo bueno que decir sobre los conservadores, yo desde luego no lo he oído. Son una minoría impopular de mierdosos malencarados.

La carretera discurre por entre puertos de montaña y desciende luego hasta la curiosa región central de Tolima, en los límites de la zona de guerra. Árboles y llanuras y ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunas de las gentes más hermosas y más feas que he visto nunca. La mayoría de ellos no parecen tener mejor cosa que hacer que quedarse mirando el autobús y a los pasajeros, y especialmente al gringo. Se me quedaban mirando hasta que les sonreía o los saludaba con la mano, y luego me devolvían la típica sonrisa depredadora y desdentada con la que se encuentra todo norteamericano cuando viaja por América del Sur.

«Hola, Míster; ¿un cigarrillo?»

En un caluroso y polvoriento pueblo de carretera, donde paramos a tomar café, vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, con una suave y bella boca de dientes separados que le asomaban de unas encías de intenso color rojo. Un buen mechón de fino cabello negro le caía por delante de la cara. Toda su persona exudaba una dulce inocencia masculina.

En uno de los controles policiales conocí a un nacional que había combatido en Corea. Se abrió la camisa para enseñarme las cicatrices que recorrían su poco apetecible anatomía.

«Vosotros me caéis bien», me dijo.

Nunca me he sentido halagado por ese promiscuo aprecio por los norteamericanos. Lo encuentro insultante para la dignidad personal, y ninguno de estos enamorados de Norteamérica esconde nunca nada bueno.

A última hora de la tarde me compré una botella de coñac y me emborraché con el chófer del autobús. Esa noche me quedé en Armenia, y al día siguiente cogí el autoferro hasta Cali.

Rodeada de vegetación semitropical, con bambúes y bananos y papayos, Cali es una población relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no te sientes tenso. Cali tiene una elevada tasa de delincuencia tradicional, no política. Hasta reventadores de cajas fuertes. (Las grandes organizaciones criminales son raras en Sudamérica.)

Me encontré con algunos antiguos residentes norteamericanos que me decían que el país se había ido al carajo.

«Aquí odian a muerte a los extranjeros. ¿Sabe por qué? Es todo ese rollo de la Point Four y de las buenas relaciones entre vecinos y la ayuda económica. Si le das algo a esta gente, enseguida piensan: “O sea que me necesita.” Y cuanto más les das a los cabrones, más chulos se ponen.»

Esto me lo han dicho antiguos residentes norteamericanos por toda Sudamérica. No se les ocurre pensar que en todo esto hay un fondo mucho más elemental que las actividades de ayuda económica de la comisión Point Four. Es como lo que dicen los seguidores de Pegler, en los Estados Unidos: «El problema son los sindicatos.» Seguirían diciéndolo aunque estuvieran escupiendo sangre por culpa de la radiación nuclear. O convirtiéndose en crustáceos.

Seguí hasta Popayán en autoferro. Popayán es una tranquila población universitaria. Alguien me dijo que el lugar estaba lleno de intelectuales, pero yo no vi ninguno. Se respira una hostilidad curiosa y negativista en el ambiente. Estaba dando un paseo por la plaza principal y un hombre chocó conmigo, sin pedirme disculpas. Tenía una expresión ausente y catatónica en el rostro.

Estaba tomándome un café en una cafetería cuando se me acercó un joven con cara de judío asirio y se me empezó a enrollar con el cuento de lo bien que le caían los extranjeros, diciéndome que quería invitarme a una copa o por lo menos pagarme el café. A medida que hablaba iba resultando evidente que no le caían bien los extranjeros y que no tenía intención de invitarme a una copa. Pagué yo mismo el café y me marché.

En otra cafetería tenían montado una especie de juego parecido al bingo. De repente entró un tipo emitiendo curiosos grititos de hostilidad imbécil. Nadie levantó la vista del juego.

Delante de Correos había pasquines del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército está luchando por vuestro bienestar. La delincuencia degrada al hombre, hasta que ya no puede vivir consigo mismo. El trabajo lo eleva hacia Dios. Coopera con la policía y con el ejército. Sólo necesitan tu información.» (La cursiva es mía.)

Es tu deber informar sobre la guerrilla, y trabajar, y saber estar en tu sitio y escuchar al cura. ¡Qué viejo timo! Como intentar vender el puente de Brooklyn. No hay mucha gente que se lo esté tragando. La mayoría de los colombianos son liberales.

Los de la Policía Nacional andan arrastrándose por todas las esquinas, torpes y cohibidos, esperando pegarle un tiro a alguien o hacer algo, lo que sea, menos quedarse ahí parados, bajo la hostil mirada de la población. Tienen un enorme furgón de color gris que anda dando vueltas por la población, sin ningún detenido dentro.

Salí caminando por una carretera polvorienta. A mi alrededor se extendía la campiña con sus verdes prados, sus vacas y ovejas y pequeñas granjas. Una vaca espantosamente enferma se había parado en el camino, cubierta de polvo. Junto a la carretera, un altarcillo en una urna de cristal. Los horrendos rosas y azules y amarillos del arte religioso.

Vi un cortometraje sobre un sacerdote de Bogotá que lleva una fábrica de ladrillos y construye casas para los trabajadores. El corto te saca al cura acariciando ladrillos y dándoles palmadas en la espalda a los obreros y largándose el rollo del viejo timo católico. Un hombre delgado, de ojos neuróticos y turbados. Finalmente echaba un sermón que venía a decir que allá donde haya progreso social o buenas obras o cualquier cosa buena te encontrarás a la Iglesia.

Su sermón no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. No cabían dudas sobre la neurótica hostilidad de su mirada; el miedo y el odio a la vida. Te lo veías allí sentado, en su negro uniforme, expuesto como abogado de la muerte en toda su desnudez. Un empresario sin la motivación de la avaricia; su cancerosa actividad, estéril y asoladora. Fanatismo sin fuego ni energía, exudando un rancio hedor de putrefacción espiritual. Parecía enfermo y sucio –aunque supongo que de hecho iba bastante limpio–, con una presencia que sugería dientes amarillos, ropa interior sin lavar y problemas psicosomáticos de hígado. Me pregunto qué clase de vida sexual podría llevar.

Otro corto nos mostró un mitin del Partido Conservador. Todos parecían coagulados, como una costra congelada que recubriera el país. El público permanecía sentado en el más absoluto silencio. Ni un murmullo de aprobación ni desacuerdo. Nada. Propaganda descarada que se desplomaba en medio del silencio muerto.

Al día siguiente cogí un autobús para Pasto. Durante el viaje iba sintiendo en el estómago el impacto físico de la depresión y el horror. Altas montañas nos rodeaban por todas partes. Los habitantes nos echaban vacuas miraditas desde sus cabañas de techos de barro, los ojos enrojecidos por el humo. El hotel lo llevaban unos suizos, y resultó ser excelente. Me di un paseo por el pueblo. La población era fea y andrajosa. Cuanto mayor era la altitud, más feos se ponían los ciudadanos. Ésta es una zona de lepra. (La lepra en Colombia es más frecuente en las zonas de alta montaña. En la costa, tienen tuberculosis.) Se diría que una de cada dos personas con las que me cruzaba tenía un labio leporino, o una pierna más corta que la otra, o un ojo cegado y purulento.

Me metí en una cantina y estuve bebiendo aguardiente y escuchando música de montaña en la gramola. La música esta tiene algo arcaico y extrañamente familiar, muy viejo y muy triste. Está claro que no es de origen español, pero tampoco es oriental. Música pastoril que tocan con instrumentos de bambú que parecen primitivas flautas traveseras, quién sabe si etruscas. He oído música parecida en los montes de Albania, donde quedan restos raciales ilíricos. Te transmite una especie de nostalgia filogenética; ¿de la Atlántida, quizá?

Detrás de la barra vi lo que en un principio me pareció un muchacho atractivo de catorce años o así (el lugar estaba en penumbra, debido a un corte parcial de luz). Me acerqué a echarle un vistazo más de cerca y vi una cara vieja, un cuerpo hinchado de pulpa y agua como un melón podrido.

En la mesa de al lado había un indio buscándose algo en los bolsillos, los dedos entumecidos por el alcohol. Tardó varios minutos en sacar unos billetes arrugados; lo que mi abuela, que era una enérgica prohibicionista, solía describir como «dinero sucio». El tipo me vio y me ofreció una sonrisa retorcida y rota, como diciendo: «¿Qué le voy a hacer?»

En un rincón un indio joven estaba manoseando a una puta, una mujer fea, de cara bestial y descompuesta, que llevaba el sucio vestidillo rosa característico de la profesión. Al final se quitó al indio de encima y se marchó. El indio se quedó mirándola en silencio, sin enfado. La mujer se había marchado y no había nada que hacer. Se acercó al borracho y le ayudó a levantarse y salieron juntos dando tumbos, con esa triste y dulce resignación del indio montañés.

Schindler me había dado una carta de presentación para un alemán que regenta una bodega de vinos en Pasto. Lo encontré en una sala llena de libros, caldeada por dos estufas eléctricas. La primera señal de calefacción que había visto en Colombia. Tenía una cara enjuta y estragada, una nariz afilada, labios caídos y boca de yonqui. Estaba muy enfermo. Mal del corazón, mal de los riñones, la tensión por las nubes.

–Y yo, que solía ser más duro que las piedras... –me comentó con voz lastimera–. Lo que quiero hacer es ir a la Clínica Mayo. Un médico de aquí me puso una inyección de yodo que me desgració el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal se me hinchan los pies. Se me ponen así de grandes.

Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por la ayahuasca.

–Sí, envié una muestra a Berlín. La analizaron y me dijeron que el efecto es idéntico al del hachís... Hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo ahora cómo lo llaman, que es como un saltamontes grande, y tiene un efecto afrodisíaco tan fuerte que como se te pose encima y no consigas inmediatamente una mujer te mueres. Los he visto correr por ahí pajeándose después de entrar en contacto con el bicho... Tengo uno guardado en alcohol en algún sitio... No, ahora que lo pienso, se perdió cuando me mudé aquí, después de la guerra... Otra cosa sobre la que he estado intentando conseguir información... es una hoja de parra que la masticas y se te caen los dientes.

–Justo lo que viene bien para gastarles una broma a los amigos –le dije.

La criada nos trajo té y pumpernickel con mantequilla dulce en una bandeja.

–Odio este lugar, pero ¿qué va uno a hacer? Tengo aquí mi negocio. Mi mujer. Estoy atrapado.

Dentro de unos días saldré para Mocoa y el Putumayo. No te escribiré desde allí, porque a partir de Pasto el servicio de correo es muy poco fiable. Las cartas las suelen llevar voluntarios en autobuses y camioneros. Se pierden más de las que llegan. Esta gente desconoce el concepto mismo de la responsabilidad.

Tuyo,

Willy Lee

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